«Dionysos», Cristian Acevedo
Agregado en 20 diciembre 2015 por dany in 268, Ficciones, tags: CuentoARGENTINA |
…la fuerza de la ovación empezaba a alimentarse a sà misma,
crecÃa por momentos y se tornaba casi insoportable.
«Las ménades», Julio Cortázar.
Una apretada fila de mujeres serpenteaba en la vereda del Dionysos Golden Club y se perdÃa más allá de la esquina. Ellas conversaban, fumaban, se retocaban el maquillaje, se acomodaban el pelo recién lavado. ReÃan con tÃmidas carcajadas. Pero, por sobre todas las cosas, vigilaban la puerta del Dionysos, esperando a que por fin habilitaran la entrada.
Asà era cada sábado. Los sábados eran de ellas.
Paul y Ricky accedÃan siempre por una puerta lateral. Pero, toda vez que podÃan, se daban una vuelta por la recepción: contemplarlas en el último instante de decencia porque al entrar, perdÃa la decencia hasta la más pura era su manera de motivarse. Ver los ojos de ellas por última vez ojos aún pudorosos, acaso inocentes formaba parte de lo que llamaban «la previa».
Y cuando ya habÃan llenado sus retinas con tanto escote y maquillaje y lentejuelas y piernas al aire, entraban por la pequeña puerta negra que daba al estacionamiento y se iban directo para los camarines. Esa era la rutina, el juego, la previa.
Esta noche habÃan quedado como hipnotizados al ver a una veterana de enormes tetas de plástico, que se aplastaba y moldeaba los rulos y se mordÃa los labios de manera provocativa. Y al regresar, se miraron y sonrieron: el reto de esa noche serÃa llevársela, hacer un trÃo si era posible.
Después, lo de siempre. Cerca de las doce se abrÃa la puerta, y ellas se desparraman por el boliche, con la premura de pequeñas cucarachas que huyen de la luz. Y esas cucarachas, cohibidas hasta hacÃa segundos, mutaban en bestias predadoras a las que habÃa que saciar urgente.
«Cucas», les decÃa Paul. «Hienas», las llamaba Ricky. Y asà mataban el tiempo entre pasada y pasada. Pero, al momento del show y por más que ellas fueran los seres más despreciables sobre la tierra, Paul y Ricky siempre cumplÃan con las expectativas. Gozaban incitándolas al desvarÃo, empujándolas a la más abismal de las obscenidades. Nada era excesivo, todo valÃa en ese juego carnal. Y a ellas eso las complacÃa: no podÃan evitar adorarlos.
En cierto momento de la noche, empezaban los bramidos: los reclamaban. Y ellos no se hacÃan desear.
HacÃan dos pasadas. Una, para calmar a las más ansiosas. Y otra, al final de la noche, cuando ya habÃa corrido el suficiente alcohol y no hacÃa falta más que mirarlas para que estallaran en orgasmos. Paul siempre iba primero. Ricky esperaba en el camarÃn. Se entretenÃa oyéndolas gritar y aullar, como si Paul fuese el mismÃsimo Eros.
Pero esta vez quiso ver a Paul en acción (imaginar el show estaba bien, pero ver las caras histéricas de tanto en tanto era, también, un acontecimiento inolvidable). Se ató la bata, se puso unas sandalias y se escondió detrás del sucio telón: desde allÃ, verÃa a Paul desplegando todo su talento.
Apenas asomado, Ricky pudo ver la espalda aceitada de su amigo, lo vio trabar los bÃceps, dar un giro y tironear y liberarse de su ajustado pantalón negro. El turro sonreÃa con fingida sorpresa, al tiempo que se quedaba en zunga. Ellas, desde abajo del escenario, chillaban y se estiraban queriendo tocarlo.
Enseguida sonó la sirena de la 01:00 AM. Y, en perfecta sincronÃa, el boliche oscureció, se apagó de golpe. Las barras, las mesas y el escenario quedaron sepultados bajo una silenciosa penumbra. Ellas callaron. No se oÃa nada más que la sirena. Y el escenario resplandeció con el destello de una única luz. Una única luz que ahora brillaba sobre el cuerpo de Paul.
La sirena se hacÃa cada vez más aguda. Paul, en todo su esplendor, era dueño del escenario, dueño de la noche. Rescató de la oscuridad la banqueta de siempre y se sentó muy despacio. Y, sin dejar de sonreÃr, estiró el brazo hacia su público. La rutina debÃa seguir con un riff y un blues guiado por una sensual guitarra. Lento debÃa seguir, para que Paul se luciera. Pero la música jamás empezó. Ni esa ni ninguna otra de las pistas que tenÃan preparadas. Paul no se movÃa, permaneció con el brazo extendido. Un minuto, acaso dos. Y como si su gesto fuera un ruego o una orden directa hacia alguna de las hembras, una saltó al escenario. Ricky sonrió al ver que era la veterana de rulos negros, la de las deslumbrantes tetas. Y detrás de la veterana, un grupo de cinco, tal vez más, subió también.
Ricky vio bajo la luz ultravioleta que aún palpitaba, los blanquÃsimos dientes de Paul, su sonrisa de dientes apretados. TodavÃa sentado en la banqueta, se dejaba tironear el pelo. Eran por lo menos diez las que lo rodeaban, mordiéndose los labios y apretándose las manos. ¡Cómo lo deseaban! Y no tenÃan planeado reprimir ese voraz deseo.
La música deberÃa haber empezado hacÃa rato: habÃa una rutina, un programa a seguir. Pero, en su lugar, los parlantes continuaban emitiendo el sonido de aquella sirena, que se dilataba en un tono agudo, como de súplica. Desde ahÃ, todo empeoró. Si acaso hasta entonces llevaban el control del show, en algún momento entre la 01:00 y la 01:16, lo perdieron definitivamente.
El volumen de los parlantes crecÃa. Paul, cercado, empezó a agitarse en ridÃculos movimientos, descoordinados. La banqueta rodó por el escenario y fue a parar contra una de las mesas. Cayó de espaldas sobre la alfombra. Apenas asomado desde su escondite, Ricky divisó las manos que le apretaban los brazos y el cuello de Paul. Lo retorcÃan, lo hundÃan bajo sus cuerpos extasiados.
La luz parpadeaba y Ricky alcanzó a presenciar ese frenesÃ~animal, ese creciente forcejeo. Forcejeo únicamente de ellas, entre ellas. Porque Paul ya no se movÃa: derramado en la alfombra, no parecÃa mostrar ninguna resistencia. Cautivado, Ricky se entregó al vaivén de esas espaldas, de esas piernas húmedas que se rozaban y se chocaban y se superponÃan, que se debatÃan igual que cachorros frente a la última ubre. Y debajo de esas piernas, de esas salvajes extremidades, se extendÃa, inmóvil, el cuerpo de Paul.
La veterana danzaba un baile absurdo y a la vez excitante. Las demás la seguÃan. Y, sin parar de contornearse y de fregarse sobre el cuerpo inerte de su amigo, lo sometÃan contra la alfombra negra. Lo besaban y lo lamÃan y lo olÃan y lo aplastaban y lo pellizcaban y lo saboreaban. Se arrancaban las polleras, los vestidos, sonreÃan y se fulminaban con ojos amenazadores. Se frotaban contra la alfombra. Después, más hembras subieron desnudas al escenario, dispuestas a tomar la parte que les tocaba.
La música no empezó nunca, insistÃa la latente sirena, ese tétrico y constante pitido que el DJ que acaso habÃa corrido la misma suerte que Paul no cambiaba y no cambiarÃa tampoco.
En cada flash y aún sin animarse siquiera a moverse Ricky podÃa ver que los labios de ellas enrojecÃan, que sus bocas chorreaban un lÃquido espeso y oscuro. SeguÃan rodeando a su amigo, que ya no se movÃa. HacÃa rato habÃa dejado de moverse.
Ellas lo mordÃan, lo desgarraban con sus hocicos bestiales. Sangre era lo que chorreaba de sus bocas. SubÃan más. Las rezagadas saltaban, se arrastraban: pálidos y blandos cuerpos iban tras lo que quedaba de Paul. Carroñeras. Bestias, todas.
SeguÃan lamiendo, debatiéndose por los restos. ¡Hienas!
Y él, todavÃa detrás del sucio telón azul. Anhelando que se saciaran, que se dieran por satisfechas. Implorando porque, en la fugaz intermitencia de la luz ultravioleta, ninguno de esos salvajes ojos se cruzara con los suyos. ¡Que se fueran! ¿Qué más querÃan? ¡Sádicas!
Muy pronto se irán, se dijo. Muy pronto.
Entonces, cuando ellas todavÃa masticaban asquerosamente, Ricky salió a escena. Extendió los brazos y sonrió. Y se dejó llevar por aquel insistente y turbador pitido, por los flashes y por la alfombra negra que se hundÃa bajo sus pies. Pero por sobre todas las cosas, por la sirena, que retumbaba y se impregnaba al tÃmpano como el eco de un caracol vacÃo. Y, de a poco, muy de a poco, ellas advirtieron su presencia. La veterana sonrió, sonrieron todas. Lentamente giraron y, fulminándolo con un centenar de ojos que parecÃan uno solo, una única y acechadora mirada de harpÃa, empezaron a acercarse.
Y otra vez chillaron. Con sus lenguas saboreaban el perfume de Ricky. Su perfume y su aroma disimulado bajo el perfume. Y él supo que lo deseaban también. Nada pretendÃan ellas más que poseerlo. Y las dejó hacer. No intentó defenderse ni escaparse. Ni siquiera vengar a su amigo: apenas si lo recordaba.
Se ofreció en silencio, complaciente, los brazos abiertos todavÃa. Lo último que oyó fue un vaso que estallaba en algún lugar, y el griterÃo engullido por la espeluznante sirena, que lo devoraba todo.
Soy Cristian Acevedo. Y ya pasados los treinta y pico, decidà dejar de presentarme en tercera persona: ya estoy grande, puedo tomar este tipo de decisiones. Asà que vamos con la segunda persona, Cristian: esa es tu favorita: Cristian Acevedo, vos sos miembro de La AbadÃa de Carfax, cÃrculo de escritores de horror y fantasÃa. En 2014 tuviste la enorme suerte de publicar CanibalÃsmico, tu primer libro de cuentos, bajo el sello Expreso Nova Ediciones. En 2015 (mayor suerte aún), la editorial Letras Cascabeleras (Esp.) publicó tu segunda antologÃa: Indignatarios. Como todo el mundo (¿ahora lo parafraseás a Fernando Sorrentino?), en mayor o menor medida, has recibido algún que otro premio literario. Vas al taller de Marcelo di Marco, desde hace ya un tiempo. Para bien o para mal, vivÃs en Tortuguitas, desde donde intentás escribir.
En Axxón ya publicaste LA BESTIA Y LOS TRES CERDITOS, ESCOMBROS, FUEGO Y UNA COLUMNA DE HUMO BLANCO y POBRE INFELIZ.
Este cuento se vincula temáticamente con EL SUSTENTO, de Claudia Cortalezzi.
Axxón 268
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Horror : Canibalismo : Argentina : Argentino).