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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

 

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Gonzalo Cervera trataba de disimular su nerviosismo en la sala de juntas. En unos minutos comenzaría la reunión donde anunciaría el nuevo gerente de la sección. Sólo eran dos los candidatos viables, él y el recién llegado, Raúl Íñiguez. De seguro, Gonzalo sería el vencedor; el joven llevaba apenas unos meses en la compañía, mientras que Gonzalo tenía una experiencia de casi tres años. Aunque el muchacho poseía una maestría de una universidad extranjera. No, no era importante. Él sería el elegido. Era lo justo, ya le tocaba.

—Siéntense todos, estamos listos para comenzar —ordenó Torcuato Zamarripa, uno de los directores de la compañía.

Tomaron sus lugares correspondientes entre un chirrido de acercar sillas y prender tabletas y PCs.

—Antes de iniciar, tengo un anuncio —dijo el Jefe, directo al grano—. Como nuevo gerente hemos nombrado a Raúl Íñiguez.

Gonzalo quedó estupefacto. No escuchó las congratulaciones y aplausos que recibió su rival.

El resto de la junta la pasó en blanco. Dos veces le tuvieron que llamar la atención debido a que no contestaba preguntas dirigidas a él.

—¡Cervera, a mi oficina! —ordenó Zamarripa con voz firme en cuanto terminó la asamblea.

 

 

—¿Qué demonios sucedió en la junta? Estabas totalmente perdido. ¿A qué se debe?

Gonzalo apretó fuerte los puños. Su jefe era un desgraciado, ¿estaba jugando con él? Era lógico su comportamiento. Mantuvo el silencio.

—¿No me vas a dar alguna respuesta?

—Lo que pasa es que me afectó un poco que no me haya dado el puesto.

El jefe se le quedó mirando.

—Ja, ja, ja. ¿Creíste que estabas en la contienda? ¡Por favor! Eres flojo, siempre llegas tarde, te vas temprano. Entregas a destiempo tus reportes. En lo que va del mes has faltado tres días, e innumerables cosas más.

—Es que ya llevo tres años en el mismo puesto. Es hora de que me suban.

—Esto no es una situación de tiempo, es de esfuerzo y dedicación. Mira a Íñiguez, siempre trabaja hasta tarde, cumple con su trabajo y aún da un poco más.

Gonzalo se desconectó en ese momento. Claro que Íñiguez trabajaba de más, era un lameculos. Oía en la distancia la diatriba de su superior.

—¡Gonzalo, Gonzalo! —El grito lo hizo regresar al momento—. ¿No has estado escuchando lo que dije? Ahí tienes otro punto, tu falta de profesionalismo. En vez de seguir adelante, te lamentas. Quiero dejar bien claro que nunca existió competencia por el puesto.

Gonzalo quedó nuevamente en mutis.

—¿Sabes qué? Mejor lo dejamos así. Espero que esta lección te sirva de acicate y la aproveches para mejorar.

 

 

El Remanso de los Cipreses era el cementerio propiedad del tío de su esposa, Agustín Torreblanca. Él y la mujer de Gonzalo lo manipularon para que ayudara los fines de semana. El negocio no iba bien y necesitaba apoyo de alguien que no pidiese un sueldo. Como siempre, en él cayó la responsabilidad.

Estacionó su auto en la entrada y se dirigió a las oficinas.

El tío lo recibió efusivamente.

—¡Mi muchacho! No sabes cómo te agradezco que hayas venido. Son tiempos difíciles. Ya sabes cómo está la economía. —Comenzó a ponerse emocional—. Dejemos a un lado los sentimentalismos y pongámonos a trabajar.

Lo llevó hasta un escritorio.

—Éste es el sitio que ocupaba Dorita, que en paz descanse —dijo al borde de otro despliegue de emociones. Dorita había sido su ayudante por muchos años, hasta su muerte unos meses atrás.

—El negocio de los lotes no va bien. Ya casi nadie entierra a sus difuntos, puras cremaciones. De ese lado no nos podemos quejar, pero no es tan buen negocio. En fin, no he tenido tiempo para poner al día la parte de los terrenos. Así es que tú serás el nuevo encargado de los lotes. Yo me encargaré de lo demás.

Encendió la computadora.

—Aquí está el mapa. En cada cuadro ponemos los nombres de los ocupantes y la fecha en que murieron. Como ves, hay muchos en blanco. En este montón de recibos están los nombres, fechas y ubicación de los que no hemos traspasado al mapa. Ése va a ser tu primer encargo. Por ejemplo —dijo tomando uno de los recibos—, éste se encuentra en la sección A, que es aquí. El número de lote es el tres, que es éste —lo señaló con el cursor, y lo apretó. El fondo cambió de color a un azul claro—. Entonces escribes el nombre exactamente cómo está en el papel, y la fecha. ¡Listo para el siguiente!

Hicieron otra prueba y el tío lo dejó para continuar con sus labores.

Gonzalo pasó un tiempo ordenando los recibos por sección. Terminando eso, accedió a los de la sección A y comenzó a entrarlos en la computadora. No le gustaba la tarea. Le aburría. Estaba pensado qué excusas dar para no acudir al cementerio. Eso le dio ánimos para continuar.

El asunto del puesto le seguía molestando. Era una injusticia. ¿Por qué siempre le pasaba a él? No era una mala persona. Tal vez por eso se aprovechaban de él. Toda la vida se había encontrado con personas que no lo dejaban avanzar, como el caso de Torcuato Zamarripa o del imberbe Raúl Íñiguez.

Su tren de pensamientos fue interrumpido por la entrada del tío Agustín.

—¡Excelente! Ya terminaste con la sección A y tienes todas las demás zonas preparadas. Es hora de la comida, te has ganado el receso. Acompáñame.

Salieron de las oficinas. El tío Agustín llevaba una canasta. Caminaron casi al centro del desarrollo. Había una pequeña loma y en la parte más alta se encontraba una banca. El tío se sentó ahí, resollando un poco por el esfuerzo.

—Éste es el mejor punto de todo el lugar. Se puede observar todo el cementerio.

Gonzalo estuvo de acuerdo. Era un gran panorama. Como no se permitían los mausoleos, el paisaje no parecía un panteón. Los cipreses ayudaban a simular las lápidas.

Agustín abrió la canasta y sacó un par de tortas. Le pasó una a Gonzalo.

—El terreno que colinda con esta banca es el diecisiete de la sección C. Lo aparté para mi familia. Desgraciadamente, cómo sabes, la tía Anastasia murió cuando el fuego la consumió. Se decidió cremar lo que quedaba, que no era mucho, solo huesos. Ya no se utilizó el lote.

Gonzalo no hizo algún comentario. Eso pondría al tío en camino de un nuevo estado emocional. Pero el tío ya no dijo más y comieron en silencio.

 

 

Regresando a su tarea, seguía dándole vueltas a lo de su trabajo. Casi no avanzó en el vaciado de los terrenos. Se trató de concentrar, pero no era fácil. ¡Ese desgraciado de Raúl Íñiguez debería de estar muerto! Se detuvo, miró el mapa, soltó una sonrisa. ¿Qué número de lote le había dicho el tío? ¿Diecisiete? Casi seguro. De la sección sí se acordaba: era la C. La buscó en la computadora. El fondo se pintó de un rojo claro. Muy ad hoc, pensó. El lote diecisiete estaba vacío.

Apuntó: Raúl Íñiguez, fecha de deceso: nueve de agosto. Ese mismo día.

Se sintió satisfecho. Siguió su trabajo en paz.

—Es hora de irse —anunció el tío más tarde.

Sin más, apagó la computadora y regresó a su casa, donde tuvo un desacuerdo con su esposa.

Se fue al bar y allí estuvo hasta altas horas de la noche.

 

 

El lunes llegó tarde a propósito. Sabía que Torcuato Zamarripa tenía una junta a esas horas. Cuando llegó a su escritorio notó cierta conmoción entre sus compañeros. Se comunicaban en voz baja.

Se volvió a su vecino.

—¿Pasa algo?

—¿No te has enterado? Murió Raúl Íñiguez.

Gonzalo quedó pasmado.

—¿Cuándo… cómo sucedió? —alcanzó a preguntar después de recuperarse.

—El sábado. Una cosa muy extraña. Un camión perdió los frenos y se fue a estrellar contra su auto.

—No es frecuente, pero no lo clasificaría como raro.

—El único muerto fue él, nadie del camión ni del auto. Venían su esposa y dos hijos. Ni siquiera hubo lesionados. ¿No viste la foto en los diarios?

Gonzalo movió la cabeza negativamente, el domingo había estado muy crudo y molesto con su esposa como para leer el periódico.

—El coche estaba destrozado, y también la parte delantera del camión.

En ese momento vieron entrar a Torcuato Zamarripa. Se veía trastornado. Se metió a su oficina y salió después de una hora para informar del lugar y hora de las exequias. No volvió a salir durante el resto del día.

Después del impacto inicial, Gonzalo pensó en el puesto que había dejado vacante Raúl. Ahora sí, Zamarripa tendría que dárselo, no había otra opción. Se levantó para hablar con su jefe, pero se volvió atrás. No era el tiempo para discutir eso. ¿Cuánto tiempo sería lo correcto para no parecer insensible? Si para el viernes no se había tomado alguna decisión, hablaría con él.

 

 

Torcuato Zamarripa miró con intensidad a Gonzalo.

—Ya tuvimos esta conversación ¿qué fue lo que no entendiste?

—Es que cambiaron las cosas. Ya no está con nosotros Íñiguez y alguien tiene que llenar el puesto.

—Te marqué tus grandes defectos.

—Estoy tratando de corregirlos. He puesto empeño esta semana.

—No creas que se me ha escapado. Pero pienso que lo has hecho para ganarte el puesto y luego volver a tirarte a la hamaca.

—No hay alguien más que pueda cubrir el lugar.

—Te equivocas. Ya he mandado llamar a alguien de otra sucursal de la compañía. En menos de una semana decidirá si acepta.

Gonzalo no supo que decir. Salió de la oficina.

 

 

El sábado llegó al cementerio. Abrió el programa con el mapa y se quedó estupefacto. Ya no se acordaba que había puesto el nombre de Raúl en el lote diecisiete. Lo borró. Se quedó pensativo. No, no era posible que con sólo apuntar el nombre ahí, la persona feneciera. ¿Y si fuera cierto? Estuvo debatiendo consigo mismo. Se rió. Lo calificó de imposible y se puso a trabajar. La molestia por lo de su trabajo se volvió a presentar. No lo dejaba concentrarse. Recordó la semana anterior, cómo lo tranquilizó escribir el nombre de Raúl. Observó la pantalla. Ya había establecido que lo sucedido con Íñiguez había sido coincidencia, nada más. Entonces no hacía daño si ponía el nombre y eso le ayudaría con su trabajo. Buscó el lote diecisiete de la sección C. En cuanto se puso rojo, anotó el nombre de Torcuato Zamarripa.

Estaba apuntando la fecha cuando entro el tío Agustín. Con rapidez volteó a verlo mientras cambiaba el programa.

—¡Buenos días, Gonzalo! Hace un bonito día, ¿no crees?

Gonzalo asintió. El tío se sentó junto a él y platicó las incidencias de la semana por unos minutos. Luego, lo invitó a que conociera el horno crematorio. Salieron de la oficina.

 

 

—¿Supieron qué causo el incendio en donde murió la tía Anastasia?

Se encontraban comiendo en la banca de la semana anterior. Y Gonzalo se sintió obligado a preguntar algo.

—Fue uno de eso casos de uno en un millón. Un cable hizo corto, a pesar de que toda la instalación se había renovado y probado la semana anterior. Habían dejado cajas de cartón por allí. Se avivaron las llamas y en unos minutos se esparcieron por toda la casa. No quedaron más que algunas paredes —vino una pausa—. Y unos cuantos huesos a medio calcinar de Anastasia.

—¿Y por qué decidió no enterrarlos aquí? Después de todo la tía ya estaba muerta y no reclamaría —comentó Gonzalo, más que nada para que el tío no tuviera una exhibición de sentimientos.

Agustín guardó silencio mientras masticaba su emparedado.

—A Anastasia nunca le gustó el sitio. Dijo que emitía malas vibraciones y me suplicó que no la enterrara ahí. Discutimos ampliamente el tema durante tiempo. Al final, llegamos a un acuerdo: el que quedara vivo actuaría como le dictara su conciencia.

—¿Y bien? A usted le gusta el lugar.

—Así es. No sé si fue que me metió su absurda idea. Cuando murió vine aquí. Me puse sobre el lote y comencé a escarbar con mis manos —pausa—. Y lo sentí.

—¿Qué cosa?

—Percibí que algo salía de ahí. Algo que me hacía sentir mal, acompañado por un olor que conozco muy bien, el de la descomposición.

—¿Había alguien enterrado ahí?

—No. Sé lo que estás pensando. Que estoy loco. Yo mismo lo pensé, mas jamás volví a sentir eso. Entonces, decidí que era mejor cremarla.

Siguieron su comida en silencio.

—¿Tú qué opinas? —preguntó de repente el tío.

Gonzalo no sabía qué contestar. De una cosa estaba seguro, no quería parecer supersticioso.

—Creo que estaba afectado por la muerte de su esposa.

Se levantó y caminó sobre el lote por unos momentos.

—Se ve y se siente normal todo —continuó—. La mente nos juega trucos cuando estamos alterados.

—Estoy de acuerdo contigo. Como ves, incluso vengo a comer aquí cuando puedo. Espero que no te quedes con la impresión de locura.

—Desde luego que no.

 

 

Pero sí le había afectado. En cuanto terminaron de comer y regresó a la oficina, se apresuró a borrar el nombre de Zamarripa del terreno.

Pero no pudo.

Trató de quitarlo. Frenéticamente. Podía poner y desaparecer nombres en cualquier otro lote. No en ese.

Vio salir al tío en su auto. Iba cabizbajo y triste, sin duda debido a la conversación que habían tenido. Él también no tardó mucho en irse. No pensaba quedarse en ese lugar solo.

 

 

Pasó un fin de semana horrible. No podía dejar de pensar en el lote diecisiete se la sección C. Ni siquiera dijo algo cuando encontró a Jaime Azueta en su casa. Amigo de su esposa desde la universidad, se seguían frecuentando. Durante un tiempo habían sido novios, antes de que ella conociera a Gonzalo. Tenía la certeza de que Azueta seguía enamorado de ella. Continuaba soltero. Una de las fricciones más frecuentes entre ellos era Jaime, precisamente. Pero ese fin de semana tenía otras preocupaciones más importantes.

Esa noche soñó que se encontraba en la banca del panteón. Comía solo. De súbito, una mano salía del lote diecisiete C y trataba de alcanzarlo. Sabía de quién se trataba, era el traje favorito de Torcuato Zamarripa. Se levantó de un grito. Su mujer hizo lo mismo al despertar bruscamente. Después de las recriminaciones, tomó una cobija y su almohada y se fue al sofá de la sala.

No pudo pegar los ojos. Las sombras a su alrededor jugaban a formar figuras, todas ellas malignas. Gonzalo temía por su cordura. El tiempo fue pasando muy lento hasta que llegó el amanecer.

La luz cambió su perspectiva. Le había pasado lo mismo que al tío, se había dejado llevar por la historia de Agustín. Se repitió que no era posible matar a alguien poniendo su nombre en un mapa. ¡Eso era una tontería! Además, si fuera cierto, que no lo era, no podía hacer algo para evitarlo; lo hecho, hecho estaba. Pasó el día con sus hijos, tratando lo más posible de mantenerse lejos de su mujer. Cuando llegó la noche, volvieron sus temores. Pensó que pasaría despierto la velada, pero se quedó dormido pronto.

 

 

El lunes llegó temprano. Su agitación se aceleró al no ver el auto de Torcuato, que siempre llegaba temprano al iniciar la semana. Se sentó en su escritorio y esperó a que llegaran sus compañeros. Se fue calmando al ver que ninguno de ellos se veía agitado. Aunque era posible que no estuvieran enterados si algo había sucedido con el jefe. Aumentó su nerviosismo al ver que pasaban las horas y no aparecía Zamarripa. Llegó la hora de la comida. Gonzalo no tenía hambre, pero de cualquier forma salió de la oficina. Necesitaba moverse para esparcir un poco su angustia. Todo lo que hizo en ese tiempo fue caminar de un lado a otro por las calles aledañas.

Cuando estaba a punto de reentrar a la oficina, vio llegar a Torcuato Zamarripa.

Se había sentido aliviado al principio, pero no podía ocultar la sensación de que una parte de él había deseado que su jefe hubiese muerto. Se debatía entre esos sentimientos encontrados cuando Zamarripa le llamó la atención enfrente de todos sus compañeros por estar distraído. Entonces sí maldijo al lote diecisiete C por no habérselo llevado.

 

 

El martes llegó tarde, como de costumbre. Cuando pensaba en el método para escabullirse, observó que todos sus compañeros se encontraban a la entrada de las oficinas. ¿Los habían evacuado?

Se acercó a preguntar que sucedía.

—Hoy en la mañana murió el licenciado Zamarripa.

Gonzalo quedó frío.

—No sabemos bien qué pasó, pero ahí vienen los jefes y nos darán una explicación —dijo señalando a los hombres que se dirigían hacia ellos.

—El Licenciado Zamarripa feneció cuando se cayó de las escaleras de su casa —dijo el Director de la compañía—. Bajaba en la madrugada por un vaso con agua. La caída no fue tan dura, pero su cabeza golpeó el barandal en un ángulo tal que le causó la muerte. Tuvo muy mala suerte. Descanse en paz. Laboraremos medio día para que puedan pasar a presentar sus respetos. Los funerales serán…

 

 

En cuanto salió de trabajar, Gonzalo se dirigió al panteón. Si se encontraba con el tío Agustín le diría que había olvidado algo el sábado. Entró a la oficina sin verlo. Se dirigió a la computadora, la encendió y miró el mapa. Señaló con el cursor la sección C. En vez de ponerse de color rojo, tomó un tono amarillo. Dirigió el ratón hacia el lote diecisiete.

Pudo borrar el nombre. Y se quedó atónito. Había observado la fecha. Marcaba el diecinueve de agosto, ese mismo día. Pero él puso el día dieciséis. Se quedó pensando qué podía haber pasado. Recordó que mientras ponía la fecha había entrado Agustín y tuvo que apresurarse a poner la fecha y apagar el aparato.

Escuchó que se acercaba el tío, se apresuró a borrar la fecha y apagar la computadora.

 

 

Al día siguiente, presentaron al nuevo jefe, Emilio López. Venía de las oficinas de otra ciudad. Después de dar su discurso y exponer sus expectativas, llamó a Gonzalo a su oficina.

—Tenemos que retomar el camino. Hemos tenido dos defunciones en poco tiempo y en la misma sección. He preguntado y me dicen que la única persona que puede llenar el puesto que dejó vacante Raúl Íñiguez eres tú.

—Me habían dicho que traerían a alguien.

El nuevo jefe revisó unos papeles que estaban sobre su escritorio.

—No, no hay nada referente a eso. Por lo pronto estás ascendido. Ponte a trabajar.

Salió muy contento. Por fin la vida le otorgaba algo.

 

 

Cuando llegó a su casa vio estacionado el coche de Jaime Azueta. Decidió no entrar. Fue al bar.

Después de horas y copas, entabló conversación con otro cliente. Le platicó lo del amigo de su esposa.

—Creo, mi amigo, que tienes un problema grave. No existe eso de la amistad entre los hombres y las mujeres. El tipo trabaja a tu mujer. Escucha sus problemas, la aconseja. Juntos, te echan la culpa de cualquier cosa que está mal en la relación. Y pasado ese nivel, sólo queda una salida. ¿Sabes cuál es?

Gonzalo movió la cabeza negativamente.

—Pues el sexo… y puede que algo más.

—¿A qué te refieres?

—Me dices que tú sientes que está enamorado de ella. Lo más probable es que ella te abandone para irse con él. Es sólo una cuestión de tiempo. No es si te vaya a dejar o no, es cuándo lo hará.

No durmió esa noche en su casa, lo hizo en un hotel.

 

 

El sábado antes de irse al cementerio, tuvo un nuevo altercado con su mujer. Le preguntó, más que nada por tener algo que hablar, qué pensaba hacer ese día. Ella le informó que irían al zoológico con Jaime Azueta. Gonzalo tenía en mente aún los remanentes de la plática en el bar. Sintió una gran furia y la agarró contra ella. Tuvo que irse porque estaba a punto de golpearla. Nunca lo había hecho.

 

 

Ya sabía qué tenía que hacer. Esto ya se pasó de la raya, pensó. Saludó ligeramente al tío Agustín y se dirigió a la oficina. Encendió la computadora. Fue a la sección C, que está vez volvió a retornar al color rojo. Ni siquiera lo pensó, apuntó en el lote diecisiete: Jaime Azueta. Se fijó esta vez en apuntar bien la fecha: 23 de agosto. El maldito tenía que morir ya.

Salió de la oficina. No quería estar ahí. Se pasó el día siguiendo y ayudando al tío Agustín.

Con un poco de nervios regresó a su casa. La encontró en un caos. Su mujer lloraba desconsolada. No pudo evitar una sonrisa casi rectilínea, se podría decir que lo hacía verse cruel.

Se dirigió hacia ella.

—¿Qué pasó? —preguntó, aunque ya sabía lo sucedido.

—Es Jaime.

Y comenzó a aullar.

—¿Qué le pasó?

Tardó unos minutos en calmarla ya que no podía contestar.

—Nos descuidamos y Gonzalito se trepó donde no debía —dijo entre sollozos—. Cayó al espacio de los osos. Gritó y Jaime se lanzó a ayudarlo. Lo pudo poner a salvo, pero él… él…

—¿Murió?

Se dio cuenta de que había hecho la pregunta expectante.

Su mujer afirmó con la cabeza.

Gonzalo se volteó. No quería que su mujer viera la cara de satisfacción que tenía.

—Es una desgracia. Y a muy mal tiempo.

—¿A qué te refieres?

—Se iba a casar la semana entrante y se iba a ir a vivir a Estados Unidos.

Gonzalo quedó helado. Sintió que su piel se ponía china. Su triunfo se sintió disminuido. La cabeza le daba vueltas mientras su mujer seguía explayándose.

—Es un héroe, salvó a Gonzalito y…

Sintió que una gota de sudor le resbalaba por la espalda, una gota fría que araba un surco en el camino.

Se disculpó y salió de la casa, diciendo que regresaría pronto. Fue al panteón y borró lo escrito en el lote diecisiete sección C.

 

 

Cuando regresó a su casa, su mujer ya había terminado su etapa de llanto, ahora se encontraba enojada. Como era de esperarse, tuvieron un gran pleito. Ella lo comparaba con Jaime, y Gonzalo resultaba ser muy inferior. Gonzalo se sintió a gusto con la decisión de haberlo aniquilado.

 

 

El miércoles lo llamó su jefe, Emilio López.

—He estado revisando los papeles de Torcuato. Dejó escrito en varios lados lo decepcionado que se encontraba de ti. Creo que me equivoqué en asignarte el puesto. Pero lo hecho, hecho está. Te voy a tener muy vigilado y si veo cualquier falla, te regreso a tu sitio anterior. Tienes una oportunidad dorada, no la desaproveches.

¿Qué demonios tenían estos tipos que se la pasaban reconviniéndolo? La vida, por lo visto, lo volvía a traicionar.

Los dos siguientes días se la pasó mascullando, aunque con un ojo muy atento a su jefe. Tuvo que trabajar de más, ya que podía haber gente que Emilio hubiese puesto para que le chismearan. Acabó los días agotado. Nada de esto hubiera pasado si el maldito de Torcuato no hubiese dejado sus notas. Y además, su esposa seguía escalando su agresividad hacia él, cantando loas sin parar a su ex amigo. Ya lo tenía harto.

 

 

Para el viernes, ya sabía la solución. No le dejaban otro camino. Él hubiera querido evitarlo. Además quería experimentar qué pasaría si en vez de poner un nombre, ponía dos en el mapa. Lo podía ver en su mente, Emilio López y Ana Torreblanca. Fecha de deceso, treinta de agosto.

Delineó su plan. El sábado temprano iría al cementerio, pondría los nombres y se excusaría con el tío. Iría a la oficina de Emilio López y quitaría cualquier comentario negativo que hubiera sobre él. ¿Y quién sabe? Hasta podrían subirlo nuevamente de puesto, al lugar de Torcuato y Emilio. Eso sí sería irónico y estaría bien. Se sintió muy contento.

 

 

Cuando arribó al cementerio se encontró con el tío Agustín que lo esperaba.

—Quiero enseñarte algo —dijo, señalando que lo siguiera a la oficina.

Se encaminaron hacia su escritorio. Gonzalo comenzó a preocuparse. ¿Qué tal si hubiera encontrado lo del mapa? Su tensión aumentó en el momento en que el tío se dirigió a la computadora.

Ya estaba encendida.

Gonzalo buscó rabiosamente en su mente el recuerdo de si había borrado o no el nombre de la última víctima. Se le hizo un nudo en el estómago en el momento en que el tío señaló la pantalla. Tenía puesto el programa con el mapeo. Y el color predominante era el rojo. Había algo escrito en el lote diecisiete sección C.

—Como no te puedo pagar, pensé en retribuirte de otra forma. Y viendo que no te afecta, decidí regalarte mi lote.

Con horror indescriptible, Gonzalo miró su nombre en el cuadro del terreno. Los pelos de los brazos se erizaron al fijarse en la fecha: 30 de agosto.

Ese mismo día.

Sintió un dolor agudo en el pecho.

—¡Felicidades! Ahora ya formas parte de El Remanso de los Cipreses.

 

 


Dice el autor: «Me llamo Ramón Antonio Suárez Moreno. Nací en la Ciudad de México el 12 de diciembre de 1952. A pesar de ser un ávido lector, comencé a escribir hace relativamente poco. He colaborado en un grupo llamado «La Mesa Literaria», con los que cooperé en cinco libros: Animalario, Podría ser de otra manera, Fragmentos de la Historia, 34 cuentos de humor y Son puros cuentos. He colaborado con historias en La Gangsterera y en la Revista NM. Tengo en venta en Amazon dos libros: Historietas de Crimen y Terror y El Secreto de la Monja. Pronto saldrá a la venta La culpa y el Claustro.

Con este cuento debuta en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con NUESTRA TUMBA, de Gustavo Fernández Riva y LA PATA DE MONO, de William W. Jacobs.


Axxón 273

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Maleficio, Hechizo mortal : México : Mexicano).

2 Respuestas a “«El Remanso de los Cipreses», Toño Suárez Moreno”
  1. Pablo Vigliano dice:

    Tremendo cuento. Gran abordaje de los temas de la perversión humana, deseos, insatisfacciones.
    Felicitaciones a la ilustradora, también.

  2. Pancrabo dice:

    Excelente, el giro de la trama al final, para mí fue totalmente inesperado. Sublime!!!!!

  3.  
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