Revista Axxón » «Oniromante – OCHO: Cuerpos vacíos y vacíos sin cuerpo», Víctor Conde - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

[ANTERIOR]

 


 

 

OCHO

Cuerpos vacíos y vacíos sin cuerpo

 

Mientras Ladyé se buscaba a sí misma y a su experiencia vital en los confines de la realidad, Visnú no estaba perdiendo el tiempo.

También tenía un plan para cumplir con el encargo imposible de Noir y hacerse con el Gran Premio (así, en mayúsculas), aunque no le había comentado nada a la Soñadora no fuera a ser que intentase robarle la idea, mejorarla y poner en práctica una versión más eficaz.

Cuando la joven idealista le habló de los libros, esos pedazos de nostalgia que exigían demasiado esfuerzo, un pequeño engranaje empezó a moverse en su cabeza. Esa diminuta pieza había movido otra, la cual arrastraba otras dos, y así sucesivamente hasta que Visnú tuvo claro cuál sería su propio plan de acción.

Los libros —había leído alguno que otro hacía años, en su época más rebelde, y lo recordaba como una experiencia nefasta— se basaban en un principio tan básico como anticuado: crear una imagen onírica en la mente del receptor de la información para hacerle soñar despierto. Más o menos lo que hacían la Soñadora y él por dinero, y con mediación de las Óperas.

Visnú sumó dos y dos y llegó a la conclusión de que, si aquellos artefactos de papel funcionaban realmente con las personas que no habían hecho evolucionar sus mentes a un estado de interfaz, ¡aquellos felices prehistóricos!, algo parecido podría funcionar con alguien sin Ópera.

Alguien como Noir.

Por supuesto, su plan no pasaba por sentarse a codificar un montón de ideas en un soporte lento como el papel. Moriría antes que malgastar todo ese esfuerzo en tal memez. Pero podía hacer algo parecido: codificar un sueño entero en una sola imagen, como la del cuadro del Foro Melancolía, ese que al mirarlo siempre despertaba ilusiones en la gente. Nadie sabía por qué esa imagen tenía el potencial de la fantasía, pero hasta los metabolatas se quedaban a veces mirándola, y quién sabía lo que pasaba entonces por sus cabezas.

Visnú decidió crear una imagen de igual fuerza en la que él fuese el centro, el germen de la fantasía, y que tuviera el potencial para influir en los obtusos que no disponían de Ópera. Por su cabeza cruzaron varias instantáneas como en una vieja película: Visnú cayendo por un pozo lleno de palomas tuertas; Visnú comprando un bastón hecho de residuos de despegue de circunnavegadora, y apoyándose en él para caminar; Visnú condensando su pasión en una pastilla y tragándola; Visnú con una barra de labios que canta como un viejo sátrapa del Barrio Nuevo.

O no, espera… ya tenía algo mejor, algo realmente espectacular…

Algo así de complejo no resultaría fácil de llevar a la práctica. Necesitaba ayuda, y cuando repasó el Foro para decidir quién era el candidato ideal, una sonrisa le pellizcó el labio.

Ya tenía a su hombre.

 

—Huya mientras le quede tiempo, aquí sólo encontrará el infortunio —repitió el portero de la casa de Pájaro Burlón con voz siniestra.

—Soy la amiga de Visnú, he estado aquí antes —dijo por enésima vez la Soñadora, con los hombros torcidos.

—¡Cuidado! Los transgresores serán ejecutados, y sus restos esparcidos sin ceremonias por alguna cloaca infecta…

—Soy la amiga de Visnú, quiero ver a tu dueña. —Se dio unos golpecitos en la frente—. Por lo que más quieras, otra vez no…

—Sólo dos pasos le separan de un triste final. ¿Se ha despedido ya de los suyos?

La familiar portezuela se descorrió, pero los ojos que encuadraron esta vez no eran marrones, ni la piel negra y porosa como la galena. Por el contrario, una mirada azul ribeteada por una piel dorada la contempló antes de apagar el avisador / advertidor electrónico.

—Este… —Ladyé vaciló—. Perdón. No tengo cita, pero quería ver a…

—Hola, Soñadora. Veo que sobreviviste a tu encuentro con Dios.

La puerta se abrió. La dama que estaba de pie al otro lado compartía con Pájaro algunos rasgos oblicuos, algún deje en sus maneras o en su voz, pero poco más. Ya no era de raza negra, ni su trasero se expandía con una esteatopigia brutal; ahora, por el contrario, Pájaro vestía las sedas orgánicas de una dama de la corte, con la piel bronceada, los ojos claros, el mentón altivo y el cabello azul, peinado en una trenza que vista de perfil acentuaba la gravidez y la curvatura de su cuello.

Todo en ella era solemne, desde su sombra (un trazo fino, de lápiz, elegantemente arqueado sobre la cadera) hasta sus gestos. El déficit de grasa convertía su cuerpo en una polichinela tan frágil que podía verse su aliento bajando por la tráquea y filtrándose de un bronquiolo a otro.

—¿Pájaro? —se asombró Ladyé.

La mujer delgada rió.

—Pasa, Soñadora; honrarás mi casa con tus historias de peregrinaje al oscuro reino de la metafísica.

Ladyé no supo si la cortadora se estaba burlando de ella o no, pero aceptó la invitación. Cualquier cosa antes que seguir soportando un minuto más al portero automático de las narices.

Tomó asiento en uno de los divanes del invernadero (canapia otomanis, ¡y dale con el maldito idioma inventado!) y esperó a que Pájaro despidiera con una salva de besos a sus clientes. Se entretuvo mirando los contrafuertes: un suceso que sólo cabía calificar de visceral había arrancado pedazos de una ventana. Tal vez, imaginó, una de sus lloronas había tenido una crisis de ansiedad.

Cuando al fin se quedaron a solas, la cortadora examinó con ojo crítico a su invitada, buscando lo que ambas sabían que estaba allí.

—No se ve a simple vista —confesó Ladyé, avergonzada.

Pájaro le tomó delicadamente la barbilla y la giró a un lado y a otro.

—En eso te equivocas —sonrió—. Pero tranquila, hay que ser un verdadero experto para advertir los cambios. En esta ciudad habrá apenas dos o tres personas más que se den cuenta, y es muy poco probable que llegues a conocerlas.

—¿Puedes quitármelo? —preguntó, un poco a bocajarro. No valía la pena estar perdiendo tiempo en circunloquios cuando las dos sabían por qué había regresado—. Te pagaré lo que sea. Y si no lo tengo, lo conseguiré.

Pájaro la levantó del diván y la condujo a un sofá que los enanos habían invocado con sus discretas artes. Ladyé advirtió en la cortadora una mirada interrogativa, acaso el mismo tipo de sonda que aplicaba a sus clientes antes de cortarlos.

—Antes de dar el siguiente paso… —comenzó Pájaro—, cuéntamelo. ¿Qué ocurrió en el solar?

—No estoy segura. Dormí, creo. También soñé.

—¿Soñaste? —Eso sonó a «¿te hizo soñar?», lo cual cambiaba por completo el significado de la frase. Ladyé no sabía si era algo bueno o lo más horrible que podía haber ocurrido—. ¿Con qué?

—Bueno… hace años que tengo el mismo sueño. Es un poco largo de contar, pero… digamos que tiene que ver con un lugar. Y con lluvia. Un continente lluvioso.

—Un continente lluvioso…

Ladyé se frotó los párpados. No se sentía con ganas de confesarse con nadie, y menos con una persona desconocida que cambiaba de cuerpo (y de personalidad, aunque ella no quisiera admitirlo) como los demás cambiaban de pantalones. El sueño recurrente de Ladyé había estado ahí desde su infancia, había crecido con ella. (Creemos en el continente lluvioso). Años atrás fue un patio de juegos por el que vagaba una niña perdida, rodeada de fosos desde los que se podía contemplar una caída a una ciénaga de aguas estancadas. La muerte de su primer gato en un entorno similar tuvo mucho que ver. Luego se convirtió en una localización no profesional (jamás se la habría ofertado a ningún cliente) con reminiscencias a vapor húmedo de interfaz, a luces cayendo tangentes sobre los rostros de aquellos que le habían roto el corazón.

Era un lugar familiar pero tétrico, con emociones vibrantes, voladoras, que descendían como refractadas entre líquidos densos.

Cierta cantidad de indefensión en los sueños, cuando eran los de uno mismo, era tolerable. Pero aquella imagen evolucionada a partir de dulces transiciones la venía acosando dos o tres noches al año desde que tuvo la edad mínima para colocar los sobreentendidos. Que aquel engendro, la IA juguetona, la hubiese recostado sobre la arena y hubiese sondeado esta parte tan íntima, tan… Ladyé… resultaba…

—Prefiero no hablar de ello —zanjó.

—Tranquila, entiendo que debió ser una experiencia muy… —Los adjetivos le fallaron, pero el silencio sirvió para transmitir todos los sentidos posibles de la frase. Ladyé escogió el que más le convenía y asintió.

—Quiero pensar que no sucedió, que no fui… violada, en más de un sentido. Pero esto… —Ladyé ejecutó un cuarto de giro con el dedo meñique en torno a su ombligo, y su sexo se llenó de secreciones. Detuvo el movimiento antes que el familiar latigazo eléctrico escalara por su espina dorsal, y sus glándulas trastornadas se pusieran a destilar aceite—. Esto demuestra que algo determinante sí que pasó; algo que puede ocurrir a diario con las naves o los robots, pero nunca jamás, bajo ninguna circunstancia, con un ser humano. —Entonces se acordó de la segunda razón que la había hecho cruzar la puerta de Pájaro aquella semana—: Tengo que preguntarte algo. Sobre unos hombres de escayola.

Pájaro levantó una ceja. Hasta ese gesto tan trivial pareció refinado en su rostro de porcelana.

Ladyé trató de ofrecerle la descripción más robusta de la escena que vio ante el pilar, cómo la percibió y, por si fuera necesario para abarcar todo el cuadro, el abanico de sensaciones que vivió después. La cortadora adivinó sus intenciones con la facilidad con la que detectó las secuelas del biocorte.

—No fue una alucinación —murmuró Pájaro. Una campanula se abrió en el techo, provocando un gracioso «pah».

—¿No? ¿Y qué demonios era? —se desesperó Ladyé—. ¿La Estagilita creando vida orgánica a partir de su propia radiación de fondo, o qué?

—Tranquila. Viste a los Vestigios. —Eso requirió una explicación—. No sabes nada sobre navesluz, ¿verdad, Soñadora?

Ladyé negó con la cabeza.

—Nada importante —admitió—. Sólo lo que la gente dice.

—Lo que se dice sobre ellas es mentira. Pura desinformación, motivada por el hecho de que nadie, ni sus supuestos diseñadores, puede entenderlas. Esos artefactos son tan avanzados, tan extraños a los hombres y a su concepción de la física, que sólo pudieron haber sido inventados… —vaciló—. Por ellas. Son a las circunnavegadoras solares lo que éstas a los carromatos.

—¿Cómo sabes eso?

—Fui candidata a pilotar una, hace mucho tiempo. —La piel de la cortadora adquirió un aspecto aún más lechoso. Ladyé pensó que si en ese momento se tomase una simple taza de café, el bolo de líquido le oscurecería la cabeza como si fuera un globo translúcido—. Pero rehusé. Renegué como una cobarde en el último momento, cuando me tocaba entrar en las cámaras de neurocortado.

—No… no lo entiendo. ¿Por qué hay que cortar a los pilotos, antes de…?

—¿De ser absorbidos como un nutriente por las navesluz? Creo que puedes responderte tú misma.

Pájaro estaba nerviosa. Ladyé percibió muchas imágenes desprendiéndose de ella, demasiado rápido como para que las siguiera la vista. Escenas de la persona que la cortadora había sido antes de sus múltiples cambios de cuerpo, estudiando en la academia, renunciando a su pasado antes de hacer lo mismo con su sueño, por puro miedo. Escenas de un Pájaro con las alas cortadas que buscaba en la cirugía lo que no pudo encontrar en el vientre de una naveluz.

—Cuando el piloto se funde con su nave —dijo Pájaro—, ya no hay vuelta atrás. El ser humano trasciende a otro estado de la materia, o como se llame eso. Ni siquiera nosotros, los aspirantes, lo entendimos nunca.

—¿Quieres decir que son asesinados por la ecología de la nave, en cierto modo?

—No. Siguen vivos, pero se convierten en parte integrante de su cerebro. El estado físico de cualquier naveluz es una función de su procesamiento de la información, como si el fuselaje fuera el espejo de sus deducciones lógicas. Por eso cada naveluz es única. Todas nacen esféricas, vírgenes de pensamiento… y adoptan una forma definitiva cuando absorben al piloto. —Pájaro parecía ansiosa por contarle todas aquellas maravillas, pero al mismo tiempo irritada.

«Durante un tiempo, a esos hombres elegidos, los pilotos, se les permite seguir viviendo como simples humanos a través de los Vestigios; los androides de escayola que viste. Sólo duran unos días, lo suficiente como para que las personas que fueron los envíen a despedirse de los suyos, si no lo han hecho ya, o para atar algún cabo suelto de sus vidas. Después se deshacen —abrió de golpe los dedos—, paf, como castillos de arena.

—Jamás había oído hablar de ellos.

—La academia no suele dar publicidad a estos asuntos.

Ladyé comenzó a vislumbrar un atisbo de ese mundo tan complicado y oscuro de los navegantes del Lejano, de todo lo que eran y lo que implicaba que fueran, y que normalmente estaba oculto a la gente de la calle.

Pilotos que eran añadidos al sistema como variables vivas de un proceso informático, fuselajes de estado físico relativo, naves más rápidas que las constantes del universo… eran milagros demasiado inaprensibles hasta para una mujer acostumbrada a tejer fantasías en el subconsciente de otros.

Entonces comprendió por qué había visto a los Vestigios bajo el pilar de la Estagilita. Sólo un dios podía procesar toda esa cantidad de información y almacenarla en unos cuerpos supletorios.

Y eso la llevó a obtener la respuesta que la mayoría de los habitantes de Margen buscaban durante toda su vida: por qué la IA estaba allí, o mejor dicho, por qué los humanos habían construido una ciudad alrededor de su casa.

—Es… increíble… —murmuró, atónita—. Jamás podré transmitirle a Noir ningún sueño —comprendió Ladyé—. Es imposible tratándose de alguien así. Ni la IA me ayudará a mí, ni yo a él.

Pájaro asintió. Ya se había dado cuenta de eso desde el principio.

Ahora que veía el alcance real de la paradoja, la cara de la Soñadora se desenfocó.

—Es un verdadero placer haberte conocido, Pájaro —dijo con voz distante—. Me tengo que ir.

—Igualmente. Oye, Ladyé —la detuvo—. No te ahogues en un vaso de liksa. Siempre hay más oportunidades para todo, menos para la muerte.

—Lo sé. Pero ahora, justo ahora, tengo la necesidad de hacer lo mismo que les aconsejo a mis clientes cuando despiertan del sueño.

—¿El qué?

—Buscar compañía. Las madrugadas son un mal momento para estar sola en ninguna parte.

Pájaro batió sus pestañas.

—¿Qué momento lo es?

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 274

Novela corta de autor europeo (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Viaje espacial, Implantes neuronales, Sueños : España : Español).

Deja una Respuesta