Revista Axxón » «¡ARGENTINOS, A VENCER! – 11 – Milagro en Pipinas», Juan Simeran - página principal

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. 11 .

Milagro en Pipinas

 

 

Atardece en Bartolomé Bavio. El sol provoca reflejos anaranjados en el Torino Grand Routier blanco que avanza por la Ruta 36. Los pozos hacen que el enorme capó baje y suba como si lo mecieran las olas. Las sombras se alargan, los estilizados cipreses y los molinos que bordean la ruta dibujan intermitencias de luz y sombra que se suceden, raudas. Del este viene la oscuridad, tragándose el ganado que ya apenas se diferencia de la pastura en el horizonte. Tranqueras despintadas principian algún camino de tosca roja que desemboca en viviendas chatas, blanqueadas a la cal, semiocultas bajo frondosos sauces. Los perros embarrados ladran a las gomas del automóvil, siguiéndolo por cada trecho que les toca, con sincronización perfecta. Por las ventanillas penetran los olores a tierra mojada, bosta vacuna y clorofila. Los chicos duermen en el asiento de atrás, sobre los muslos de Claudia que permanece extática dejándose inundar por el aroma. Javier, del lado del acompañante y Bernardo, manejando, hablan en voz baja para no romper el hechizo que les provoca la hermosura abrumadora del paisaje.

Atrás quedaron la venta de apuro de Rocinante por lo que se dignó darles el gomero: veinte mil patriotas pagados con un dudoso cheque del Banco FinanPatria, que Javier revisara con ojo experto. La llamada a Bernardo, y la espera con tortas fritas y mate en la tibia cocina de Doña Otilia, la mujer del gomero.

Doña Otilia, quien en las dos horas que duró la espera no paró de hablar de enfermedades, comenzando con las propias, las de su cónyuge e hijos y terminando con la descripción minuciosa de un extraño hongo que afectara la pierna de palo del hijo del verdulero. La sirena del Falcon tapaba cada tanto la cháchara. Javier le transmitía a Claudia con su mirada una seguridad inquebrantable: en esa cocinita de mantel de hule, centro de mesa de frutas de plástico, paredes de azulejos floreados y estatua de la Virgen arriba de la heladera, a nadie se le ocurriría buscar a dos prófugos.

—Mirá, en realidad me hicieron un favor. De otra forma no me hubiera decidido a venir, y menos con Jaime. Y unos días en la costa no me van a venir nada mal —dice Bernardo mientras maneja.

Javier fuma echando el humo por la ventanilla y manteniendo el cigarrillo fuera del vehículo. Llegando a Vieytes comienzan a distinguirse las primeras estrellas en el espléndido cielo del este. El sol emite sus últimos destellos de un rosado iridiscente. El negro del asfalto pasa a ser un gris mortecino, y comienzan a oír el persistente croar de los sapos y el crepitar de los grillos. La luz de los faros reflejan liebres que cruzan la ruta como estrellas fugaces. Bernardo elude los peores pozos con destreza; la ruta está desierta. Sólo se ve sobre las banquinas algún paisano montado a caballo, como si las llanuras del sudeste de la provincia estuvieran habitadas sólo por centauros.

—¿De nafta cómo andamos? —práctica Claudia, abriendo un ojo.

—Cargué antes de levantarlos, y tengo tres bidones de veinte en el baúl. Mirá, creo que tengo más nafta que ropa. Y más ropa que cigarrillos. Y más cigarrillos que fósforos. El único libro que alcancé a agarrar, creo, es Motke, el ladrón, de Sholem Ash.

Javier hurga en la guantera, curioseando los viejos casettes de Bernardo. Finalmente enarbola uno como un trofeo:

—¡Polifemo! Podrías abrir tu guantera al público como museo del rock nacional… ¿y esa cosa anda? —señalando un pasacasette de grandes perillas, embutido en el tablero impecable del auto.

—Anda. Y no sabés cómo se escucha la voz de Rafanelli: el «Toro» tiembla de la emoción…

—¿Ustedes no estarán pensando despertar a los chicos para escuchar música de viejos chotos rockeros? —dice Claudia, entre alarmada y divertida, abriendo el otro ojo.

—Lo de viejo y choto te lo acepto, lo de rockero está de más. Porque lo vamos a escuchar bajito, como corresponde a señores serios. Pero por bajito que lo escuche, Polifemo me saca diez años de encima. Y prometo que la buena voluntad será largamente recompensada a su debido momento. O al costadito de la ruta, ahora, si hiciera falta un pequeño adelanto.

Claudia contesta, dando un suave golpe en la nuca a Javier:

—No hace falta ningún adelanto. Veremos cómo te portás con la compensación, te tomo la palabra. Me sale de testigo tu amigo.

Como tres adolescentes, escuchan la música de rock. Javier marca el ritmo con movimientos de su cabeza, Bernardo golpea el techo del Torino por fuera de la ventanilla entre la negrura más absoluta de la ruta, sólo iluminada por los faroles del vehículo.

Después de haber parado de viajar / El polvo te hará mirar atrás / La noche viene lenta / El viento juega en mí / Y qué hago yo aquí sin dormir / Camino sin saber qué pasará / Pero yo sé muy bien lo que no quiero hallar / La noche está aburrida / El viento juega en mí / Y qué hago yo aquí / Todavía.

Cuando promedia el casette, llegando al pueblito de Pipinas, unos haces de linterna cortan la ruta formando barreras infranqueables. Aminoran la marcha, el festival de luces es insólito para la hora y el lugar.

«Cagamos», piensa Javier.

«Sonamos», piensa Claudia.

«Habemus problemus», piensa Bernardo.

—Qué lindo, las linternas —dice Maxi.

Cuando se acercan finalmente al retén un soldado prende un foco que los enceguece. Instintivamente, Claudia abraza a los chicos. Javier atina a apagar la música cuando el primer gendarme se les acerca con una linterna. Sin que haga falta que les pida nada, Bernardo extiende por la ventanilla el portadocumentos, apenas sacando la mano, no sea cosa que lo muerda el ovejero alemán. El portadocumentos de cuero es llevado a un jeep que está ubicado a unos metros, donde a horcajadas sobre el capó, las botas apoyadas en el paragolpes, un militar lo revisa entre chupada y chupada de mate. Los gritos histéricos del oficial les llegan perfectamente, y les erizan la columna vertebral como una descarga eléctrica.

—Te dije que buscamos un Fiat 600 rojo, Galíndez. ¿Ese auto te parece un Fiat 600 rojo? ¿A vos te parece que a esta hora yo tengo ganas de andar revisándole los documentos a cada boludo que pasa? ¿Y si pasara un camión de ganado también querés que revise vaca por vaca, Galíndez? ¿Y si pasa un ovni nos vamos a Marte, Galíndez?

Claudia toma de la mano a Javier, que ya no siente tanto aplomo. «Es Rocinante», piensan al unísono. Casi ni respiran esperando la contestación.

El sonido de los grillos indica que Galíndez está rumiando lentamente su respuesta. Al fin se anima, con tono respetuoso pero firme:

—Mi Capitán, cumplo la orden de detener cada vehículo. Ordene requisa y lo requiso, mi Capitán. Solicito el parte de descripción física de profugados, mi Capitán.

«Parte de descripción física de profugados. Cagamos, cagamos mal. Hasta acá llegamos», piensa Javier, y no puede menos que notar que Claudia tiembla: se escucha nítido el castañeo de sus dientes.

«¿Estos milicos están hablando de Javier y la abogada? ¿En qué quilombo se metió mi amigo?», piensa temeroso Bernardo.

—Qué ganas de romper las bolas, Galíndez. Acá tenés tu maldito parte, pero con esta oscuridad no se ve un carajo. A ver, acercame el foco. ¡Puta madre, Galíndez, se me voló el papel a la mierda! ¡Ordename ya mismo que lo busquen, así sea entre la bosta de las vacas! ¡En este puesto de mierda no se ve un carajo! ¿Qué me mirás López, te gusto? ¡Y el mate está frío, López, andá a calentar el agua sino hoy dormís estaqueado!

Afirman los exégetas de la Biblia que un milagro no es un hecho contrario al normal desenvolvimiento de las leyes físicas, sino que es una concatenación de hechos normales que determinan un resultado que no se puede explicar sin la intervención de un soplo divino.Y a pesar de que en este caso el soplo que voló la descripción física fue el viento bonaerense conocido como Pampero, no sorprende un repentino ataque místico que les hizo agradecer a Dios la gauchada a los muy descreídos, escépticos y come-curas —o come-rabinos— Claudia, Javier y Bernardo.

Desde el Torino ven cómo el adormilado retén entra repentinamente en actividad, y los haces de luz enfocan hacia abajo. Galíndez, luego de ordenar «peinar» toda la zona, se acerca nuevamente al auto con el portadocumentos. Suponen que para autorizarlos a partir, pero se equivocan. Ordena con tono seco:

—Ciudadanos, por favor, salgan de la ruta y esperen en la banquina. Estamos buscando dos prófugos y momentáneamente se nos perdió la descripción. Serán autorizados a proseguir el viaje cuando podamos cotejarlos.

Javier piensa: «Definitivamente el capitán tiene razón, Galíndez es un tremendo rompebolas». Su cerebro es una máquina que funciona a toda velocidad. Convida un cigarrillo a Galíndez. Este duda, pero acepta. Rápido de reflejos, Javier le ofrece fuego, la mano sale por la ventanilla cruzando a Bernardo. Cuando Galíndez agacha la cabeza hacia la ventanilla, Javier le susurra:

—El fitito rojo dobló por Poblet. Venía delante nuestro…

Claudia y Bernardo se admiran. «Igualito que en el secundario, Javier siempre tiene una respuesta para todo», piensa Bernardo. «Ni me imaginé que fuera semejante hombre cuando le puse la tarjeta en el bolsillo del saco. Es una luz», piensa Claudia.

—Mami, ¿el Fiat rojo no es el que mhhh mhhh —Claudia tapa la boca de Maxi.

Galíndez, sorprendido, ahora sí acerca su cara al auto. Es redonda y roja, con gruesos bigotes totalmente blancos y un mechón blanco de pelo bajo el quepis verde. Mira fijamente a Javier, buscando signos de engaño, iluminándolo con la linterna. La cara de éste es diáfana de falsa sinceridad, un monumento a la inocencia.

—¿Era un fitito rojo todo hecho pelota? ¿Una porquería?

«¿Porquería Rocinante?, más porquería serás vos», piensa Javier.

—Sí, mi…

—Cabo. Cabo Galíndez, mucho gusto.

El militar introduce la mano por la ventanilla de Bernardo para estrechar la de Javier.

—Venía delante nuestro, mi cabo, y doblaron en un cruce que decía «Poblet». Me fijé porque me impresionó mal, se notaba que los de adentro eran unos malandras. Viajaba una mina pelirroja que a mí se me hace que era bruja; se sentían las malas energías del auto. Y esa bruja se reía con una risa maligna. Vaya rápido que los agarra.

Galíndez, finalmente, se rinde: su cara se arruga en una sonrisa y susurra a Javier:

—Me vas a hacer ganar un ascenso, porteño. Ya va a ver el loco de mierda de Bermúdez si vamos a ir a Marte en un ovni. En un ovni lo voy a meter a él. Suerte, Porteño. Y mirá a ver si salgo en los diarios de mañana. ¡Mi foto en El Caudillo, porteño!

«Ojalá en las necrológicas, hijo de puta», piensa Javier. Le pone a Galíndez dos cigarrillos en el bolsillo. Éste se aleja del vehículo, y empieza a dar órdenes:

—Dejen paso al vehículo que transportan un niño enfermo.

Paso, paso ¿no escuchó, Bonacorso? ¿O está dormido? Y prepáreme dos caballos, que nos vamos a hacer un rastrillaje. ¿Qué, no sabe montar, Bonacorso? No se preocupe, le doy cinco minutos para aprender.

El Torino pasa a través del retén como si fuera un plenipotenciario auto de una embajada. Galíndez los saluda haciéndoles la venia.

Claudia deja de temblar. Bernardo le dice a Javier:

—Che, me hubieras avisado que el viaje venía con sucesos emocionantes, me olvidé la coramina.

—¿Y Valium, no trajiste? —pregunta Claudia, aún pálida.

A un kilómetro del lugar, sucede un hecho que no advertirá nadie: una rueda pisa y destroza un facsímil en el que figuraban los siguientes datos:

 

MASCULINO, TRIGUEÑO, CUARENTA Y CINCO AÑOS.

SIN MARCAS VISIBLES FEMENINA CABEYO ROJO

RULOS TES BLANCA – SE TRASLADDDAN

EN UN FIAT 600 ROJO MUY MAL ESTADO PAT B156998

BASE AEREA PALOMAR NO LASTIMAR FEMENINA.

DISPONER MASCULINO CODIGO 666 S-SUM

REMIT BRIGADIER IRIBARNE.

 

—¿Cómo era eso de bruja y la risa maligna? —dice tentada, no se sabe si de la risa o de los nervios, Claudia.

—Es que soy único detectando los efluvios maléficos. Y, pensándolo bien, el pobre Galíndez se merece un ascenso. Y yo me merezco un mate, por lo menos eso, hoy, me lo gané. Y un cigarrillo. ¿Te diste cuenta lo fuerte que soplé para volarles el papel? Eso es porque de chico leí muy bien la historia de los tres chanchitos, y aprendí la técnica del lobo. Así que al próximo milico que se me cruce, lo soplo todo.

Claudia saca el termo de un bolso y empieza a volcar la yerba en un recipiente plástico. No ríe, está preocupada.

—Muchachos, hay algo que no les dije —aclara Bernardo, mientras maneja—. Quiero que lo sepan por si pasa algo. Bien cerca estuvimos. Tengo el dinero del local encima, lo que me quedó. Son treinta mil dólares. Los tengo en diamantes, en una bolsita, en el tanque de nafta. Adentro del tanque. Es el primer lugar en que se me ocurrió ponerlo, cuando salí.

—Y yo tengo cincuenta mil dólares —agrega Claudia, desde el asiento de atrás, mientras alcanza el primer mate humeante a Javier—. Los tengo en barritas de oro. Envueltos en envases de chocolate Suchard. Hay blanco, aireado, con almendras, con pasas y amargo con maní. La ventaja es que no se derriten con el calor. Eso sí, para comer, son un poco duros.

—Yo tengo dos paletas playeras, una caja de cigarrillos y una botella de ginebra —completa Javier—. Ponele que, a ojo de buen cubero, sean unos… diez dólares. No cuento el cheque del gomero, que no debe tener fondos. Por lo tanto sumamos, corríjanme si me equivoco, ochenta mil diez dólares. Lo suficiente para unos días en Las Toninas. ¿Seguimos escuchando a Polifemo?

Nadie tiene ganas ya de escuchar música. Son, al fin de cuentas, tres adultos ya creciditos para el rock, que llevan consigo todo lo que poseen, incluidos sus hijos. El Torino va tragando las marcas de la ruta y ninguno sabe qué encontrarán al final del camino.

—¿Te acordás que te dije que me siguen? Creo que tenés derecho a saber… —le susurra Claudia, a Javier, mientras abre un paquete de galletitas.

—Preferiría no saberlo. Si lo que te sigue es demasiado para mí, me asusto, y eso no es bueno. Si es inofensivo, me agrando, y eso es peor. Si es desconocido, el golpe puede venir de cualquier lado, y estoy atento.

—¿Eso no es zen? ¿O lo sacaste del jiu-jitsu? —pregunta ella.

—En Agronomía le decíamos «agarrarnos a piñas».

—En Villa Crespo le decíamos igual —se ríe Bernardo.

En Tordillos hay una CBV, y paran a comer algo. Una gigantografía luminosa anuncia:

 

EL PUEBLO VENEZOLANO EN HERMANDAD

CON EL HEROICO PUEBLO ARGENTINO

 

Sobre ésta, informa un cartelito de cartón pegado con cinta de embalar:

 

NO HAY CONBUSTIBLE – NO INSISTA

PROSIMA ESTASION 85 KM

 

Luego de comer arroz con frijoles y chícharos, Javier dice:

—Para el postre quisiera unos chocolates. Pero ni de los que vendo yo, que son incomibles, ni de los que tiene mi amiga, mucho más lindos pero que me pueden caer un poco pesados…

Nadie se ríe del chiste. Están cansados, tensos, y con ganas de llegar. Esa misma mañana, hace mil años, Javier y Bernardo estaban en La Giralda. El día fue extraordinariamente largo. El cielo sobre Tordillos es una bóveda espectacular, se ven miles de estrellas. El aire es límpido, embriagante. Los sapos croan con tonos graves, la luna llena baña el lugar con una fosforescencia irreal.

Los cinco, volviendo al auto, ven una estrella fugaz. Los chicos la señalan con barullo, como si fuera un suceso extraordinario. Bernardo hace cuentas mientras saca un bidón de nafta y un embudo plástico:

—Tres por cinco quince, el cielo se compromete a cumplirnos quince deseos, parece una buena oferta, aceptemos.

—Así cualquiera… —sonríe Claudia y se da cuenta, asombrada, de que en ninguno de los tres deseos que pidió incluyó las palabras «Costa Rica».

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 275

Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).

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