Revista Axxón » «¡ARGENTINOS, A VENCER! – 2 – Claudia», Juan Simeran - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

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. 2 .

Claudia

 

 

El estudio jurídico es más discreto que suntuoso. Ejemplares de Nuestra Ley llenan una biblioteca de caoba sobre una de las pared es de la oficina. Tras el sillón de Claudia cuelga un diploma de letras ornamentales que se queda corto para cobijar tres apellidos rimbombantes. Hay diplomas más pequeños, productos de la asistencia a simposios y congresos. Las alfombras color guinda relucen de limpieza y todo huele a lavanda, perfume de mujer y café recién hecho.

Claudia intenta sin éxito concentrarse en un expediente. Su pensamiento divaga, salta juguetón de un tema a otro, se niega a obedecerla.

Suena la voz metálica del intercomunicador:

—Doctora Quiroga Peña Ortiz, la comunico con el Brigadier Iribarne.

Claudia suspira, su cara se pone terrosa. Cierra el expediente. «Mirando el techo no voy a encontrar la respuesta de qué hacer». Se decide a tomar la llamada.

—Línea confidencial, Estelita. Cerrame la puerta del privado y que nadie pase.

—Cómo no, doctora.

«Malditas las ganas que tengo de hablar con Pocho, el enfermo ese. Quiero estar sola, tranquila; quiero pretextar dolores de cabeza o una indisposición, irme a casa y dejar el estudio funcionando en piloto automático… pero sé que no puedo eludir una llamada de Pocho. Luego veré qué hago».

Habla con voz distante, formal, un poco cínica:

—Brigadier, qué gusto escucharlo. Dígame a qué se debe el honor de su llamada…

La voz del otro lado es grave, jadeante y aguardentosa.

—Claudia, no te hagás la boluda. Así que tomaste la sindicatura de la textil Hilantex y no me avisaste… vas por mal camino, Claudia. Y de seguir así te aconsejo que revises bien si tiene una buena póliza de incendio la hilandería. Fijate que esté al día, porque te juro que no va a quedar un solo rollito de hilo de coser… Además, te quedaste con un vueltito ¿no?

Las ojeras de Claudia, antes casi imperceptibles, se marcan aún más, y un rictus de dureza atraviesa en forma perpendicular las comisuras de sus labios. Su mirada se opaca. «Otra vez el enfermo este está borracho y se pone pesado. Un vueltito, Pocho, con cuántos te habrás quedado vos».

—Oíme, Pocho…

—¿Ahora me decís Pocho… perra? ¿Qué, necesito quemarte la hilandería para que te vuelvas a acordar que soy un hombre? ¿Qué, estás caliente y te querés sacar las ganas conmigo?

«Sos el último hombre sobre la faz de la tierra con el que me sacaría las ganas», piensa. Claudia quiere cambiar de tema, ensaya un tono entre didáctico y maternal:

—Oíme, Pocho, tenés que dejar de tomar… el hígado…

—Dejar de tomar las pelotas, perra de mierda… —el Brigadier mastica cada palabra como si su boca fuera una vieja remachadora escupiendo clavos, en forma lenta pero implacable—. Dejarme así… después que te forraste con todas las quiebras que te conseguí. ¡Puta! Te voy a mandar a reventar el estudio… que se cuide Maxi cuando le toque el servicio patriótico…

La mirada de Claudia se endurece, el rictus de su boca llega a su punto máximo de tensión. Una red de venitas, antes invisibles, se marcan en su frente despejada. «Que no se le ocurra a este loco meter en el medio a mi hijo, porque lo mato. Milico y todo, lo mato». Habla con voz firme y clara:

—Pocho, te tengo que cortar. Así es imposible hablar. Cuando te calmes, cuando se te pase la borrachera, si querés, volveme a llamar.

Del otro lado los gritos son frenéticos:

—¡Calmarme una mierda, vos no me tratás como a un loco, reveren..!

Clac.

El silencio del auricular es angelical, diáfano, todo lo contrario a la catarata de veneno etílico que vertiera sobre ella el brigadier. Claudia se desinfla como un erizo que siente que se alejó el peligro. Desaparecen de su cara las durezas y sus ojos vuelven a tener una mirada normal. Mira su estudio poniendo nuevamente las cosas en foco, como si le costara reconocerlo.

«No tengo tiempo», piensa. Toma rápido su cartera y abandona el privado. En la antesala está sentada su secretaria, una joven morena regordeta de rasgos aindiados y mirada inteligente. Claudia ve, aliviada, que nadie la espera en el sofá de la recepción. «Ahora o nunca».

—Estelita, salgo. No sé si vuelvo.

Estelita ensaya una protesta, con una agenda abierta en la mano.

—Pero doctora, hoy tenemos cinco entrevistas… una audiencia con el síndico de Mastellone…

Claudia la mira suplicante. Estelita no sigue con el listado, cierra resignada la agenda.

—Suspendelas. Hoy me siento mal. Muy mal. Después te llamo, a ver cómo sigo. Necesito, por lo menos, oxigenarme un poco y tomarme un té.

El teléfono vuelve a sonar. Las dos mujeres se miran. Claudia se acerca al oído de Estelita:

—Decile al enfermo ése del Brigadier que me desmayé y llamaste a la ambulancia. Si te putea, aguantalo hasta que se le pase. Está borracho, y los borrachos olvidan rápido. Si se te tira un lance, no te lo recomiendo, pero hacé lo que quieras. Quedás en libertad de acción.

Estelita la mira, cómplice. Claudia, antes de cerrar la puerta, escucha la voz de su secretaria. «Es como un perfume barato, como el tono infantil de una actriz de alguna película picaresca de los ’70», piensa.

—Pero mi brigaduchi, cómo se me va a enojar así, mire que me pongo a llorar…

 

El espejo del ascensor de hierro refleja su imagen, su mirada cansina de ojos achinados enmarcados en profundas ojeras. Se da un par de toques de corrector bajo los ojos, luego de abrir la pequeña cartera. «Así está mejor». Sonríe. «Nada mal». Se suelta el pelo, se acomoda un par de mechones sobre la frente. Piensa que sigue siendo una mujer bonita, que los años le han dado profundidad a su belleza.

El aire de la calle le da en la cara. A pesar del humo, a pesar del ruido, a pesar del gentío abarrotado sobre la calle Talcahuano, el aire le parece una maravilla. Al llegar a Soberanía Nacional el aroma irresistible a café que emana del bar Ouro Preto la hace detenerse y entrar. Se apoya en uno de los taburetes sobre la barra. «Necesito que un buen café desempaste mis neuronas». Ouro Preto está atestado de abogados: Claudia mira las idénticas corbatas de camuflaje militar en tonos de verde, terracota, amarillo y marrón. Los prendedores con la inconfundible silueta de las Islas que adornan los sobretodos. Sobre la vereda de Soberanía Nacional el fárrago humano es incesante. Un vendedor de bujías tiene su precario puestito sobre una tabla y dos caballetes, un abogado obeso calibra calidades mirando a trasluz el chispero.

Más calmada y ya frente a su cortado se impone a sí misma pensar en cosas agradables: «En apenas dos semanas todo este paisaje quedará definitivamente en mi pasado. Ya tengo el pasaporte de Costa Rica para mí y para Maxi». Saca el suyo de la cartera y lo mira embobada: un auténtico pasaporte de ciudadana costarricense. «Voy a pasar los controles aduaneros de Ezeiza sin que se me mueva un rulo. Qué preciosura el sellito azul, el visado de entrada a la Argentina. Todo en regla, y el recurso de amenazar con llamar al cónsul de Costa Rica si el PM aeroportuario se pusiera pesado».

«El precio: trescientas cincuenta hectáreas en lo mejor de Pergamino. Excelente negocio: mi libertad a cambio de un pedazo de pasto y una tierra que sólo podría servirme de sepultura si Pocho sigue obsesionado. Pasaje para dentro de exactamente dos semanas, apenas catorce eternos días. Departamento alquilado en San José, la firme posibilidad de un trabajo en Legal y Técnica de la cancillería costarricense…y hago la increíble estupidez que hice ayer».

Pero no puede dejar de sonreír al recordarlo. Quedó impactada ni bien lo vio, las palabras Costa Rica en su cerebro se diluyeron y pasaron a tener la misma entidad que Tombuctú, Karachi, El Cairo… pero de ahí a realizar una operación turbia en un bar atestado como La Giralda…»Debo estar volviéndome loca». Más de un colega la miró sorprendido, y quizá alguno notó que introdujo desfachatadamente su tarjeta en el bolsillo del tipo. «Sí, me acuerdo de un pelado que alzó las cejas y sonrió irónicamente. El tipo, el vendedor, estaba tan nervioso que ni se dio cuenta».

«¿Y con qué objeto hice eso? ¿Idiotez, calentura, ganas de despedirme de la Argentina como ella y yo lo merecemos? ¿Los tres motivos? Al fin y al cabo, no son excluyentes», piensa y sonríe.

Una mujer se sienta en el taburete contiguo. Luego de mirarla sonriente, la interpela:

—Doctora Quiroga…

Guarda inmediatamente el pasaporte y mira a la extraña. No la reconoce. La mujer, alta y delgadísima, elegantemente vestida, está acompañada de otra que se ve abatida.

—No creo que me recuerde, y disculpe si la molesto. Soy la licenciada Vera Armendáriz, perito contable. Realicé un par de pericias para su estudio. Acá estoy con una amiga, Ernestina, que se está divorciando y me vino a pedir recomendaciones de algún estudio jurídico. Quizás usted…

Claudia suspira, fastidiada. «Esto me pasa por no alejarme de la zona de Tribunales para desenchufarme. Otro querellante, otra querella, otra infeliz que se mete motu proprio en la trituradora judicial». Recita maquinalmente:

—Bueno, yo soy especialista en quiebras, no hago…

—¿Y qué otra cosa que una quiebra es un divorcio? —rápida de réplica, contesta la perito.

«Se ve que no es de las que aceptan un ‘no’ con facilidad», piensa Claudia.

—Ernestina, te dejo en buenas manos. Me voy volando que tengo audiencia —besa rápidamente a su amiga—. Explicale a la doctora lo que me contaste de Cacho. Y acordate lo que te digo: más vale malo conocido que bueno por conocer. Especialmente tratándose de hombres. ¡Y qué hombre!

Cuando aterrizan los dos cafés sobre la barra, Vera ya se está alejando. La situación es muy violenta y Ernestina mira humillada el suelo. Claudia siente una mezcla de pena y solidaridad por la mujer endosada en forma tan burda. Intenta reanimarla:

—Mire, Ernestina, no se sienta mal. Tómese el café y si quiere caminamos un poco y me cuenta. Hoy pensaba tomarme la tarde libre. Esta mujer, esta amiga suya, Vera…

—Es una hija de puta. Creo que es una de las que se encama con mi marido. Y no son pocas. Disculpe, doctora, no la voy a molestar con mis problemas. Usted ha de tener los suyos.

La mujer tiene los ojos enrojecidos y se esfuerza por no llorar, pero sostiene la mirada. A Claudia se le hace un nudo en la garganta. Repentinamente, un mareo de vértigo la inunda. «Necesito hablar, necesito sincerarme aunque sea mínimamente con alguien. Esta mujer, esta desconocida…».

—Mire, Ernestina, le propongo algo. Yo le cuento mis problemas; de verdad tengo la mañana perdida. Después, si quiere, usted me cuenta los suyos. Tómese el café y caminemos.

Ernestina la mira a los ojos. Lo que ve le gusta: una mirada límpida y tranquila, que inspira confianza. Sonríe con un rictus amargo.

—No crea que soy una ignorante, y escuché que usted se dedica a quiebras. No me gusta hacer perder el tiempo a la gente, igual le agradezco la buena intención. Pero una caminata no me va a hacer mal, después de todo también tengo la mañana perdida.

Caminan en silencio, luego de dejar un billete de doscientos patriotas sobre la barra, rumbo al Palacio de Tribunales. Se sientan en un banco de la plaza Oribe, al lado de los abigarrados puestos de libros. La mañana es espléndida, las palomas revolotean entre las baterías antiaéreas que se oxidan en el centro de la plaza, los cañones apuntando al cielo, como juguetes que un niño gigante hubiera olvidado allí. Numerosos soldados custodian la escalinata del Palacio, las armas apuntando a la altura de los transeúntes. Sobre las columnas, en el frontispicio, una enorme gigantografía remeda la piedra romana:

 

AL ENEMIGO, NI JUSTICIA

 

Claudia se acomoda el pelo, saca un paquete de cigarrillos y convida uno a su casual compañera. Fuman pensativamente. Claudia tose, en realidad le pica en la garganta una absurda necesidad de hablar. Finalmente dice, como si estuviera sola:

—Ayer conocí un hombre, un… vendedor de chequeras robadas —se sonroja—. Un delincuente, según los parámetros de nosotros, los abogados —exhala el humo, mira cómo éste se diluye en el aire—. Le compré tres cheques, sólo como excusa para meterle mi tarjeta en el bolsillo del saco… y no lo volví a ver.

—¿Por qué me cuenta esto? Se supone que la que tiene problemas con los hombres soy yo.

Ambas sonríen. Claudia busca algo en la cartera. Saca dos rectangulitos celestes y uno amarillo.

—La prueba del delito.

Rompe los cheques en pedacitos. Las palomas voraces se acercan para comprobar, decepcionadas, que los papelitos no son comestibles. Claudia logra, pensando en el desconocido de La Giralda, que la imagen amenazante de Pocho se diluya con el humo de su cigarrillo.

—¿Y qué va a hacer si ese hombre la llama o aparece en su estudio?

«Qué buena pregunta. Tiene razón. ¿Qué diablos voy a hacer?», piensa.

—Creo que usaré la sabiduría hindú, una vieja máxima de los textos védicos: «Primero cojo y después me arrepiento». Eso sí que no está en los libros de derecho.

—Doctora, cuide la lengua… que la va a necesitar.

Ambas ríen.

—Si sabía que venir a Tribunales era tan divertido, hubiera venido antes.

—No sabés lo divertido que es. No tenés más que mirar la cara de los abogados: unas tremendas caras de divertidos. Y las quiebras, más divertidas imposible, un carnaval carioca de alegría.

Ahora callan, pensativas. Claudia convida el segundo cigarrillo. «Bueno, ya lo hice. Hablé. No hay vuelta atrás», piensa más aliviada. Ernestina sentencia, casi hablando al desgaire:

—Mirá… dale para adelante. A esta altura de la vida, un enamoramiento también puede ser el último. Y si el tipo vende chequeras robadas, sus razones tendrá. La vida no es fácil para todos… no estoy diciendo que sea fácil para vos, por favor, no me malinterpretes. Pero la decencia no se mide por la ocupación. Y algo le habrás visto a ese hombre, y ese algo tampoco una lo puede definir con tres palabras, ni con trescientas ni con tres mil. Pero ese algo, está.

Claudia la mira admirada. No esperaba tanta lucidez.

—Dije que tenía la mañana perdida, pero la gané. Me decidiste, tenés razón. Al diablo que sea un delincuente. Respecto a lo tuyo…

—Estoy demasiado ofuscada y confundida. Dame tu tarjeta y, un día con más calma, te cuento. Y me recomendás un buen abogado en divorcios. Seguro conocés.

—No hay mejor abogada en divorcios que una misma, y en algo coincido con la turra de tu… amiga Vera: el mejor divorcio es el que no se hace.

Se levantan y se saludan como viejas amigas. Claudia se siente con fuerzas como para volver al estudio. «Sé que no de jugué limpio del todo, que no dije que me voy en catorce días del país. Sé que existe un límite en lo que le puedo confesar a una desconocida. Pero de algo me sirvió hablar, si el tipo aparece no se me escapa».

 

En la puerta del estudio escucha un sonido extraño. «¿Pocho habrá mandado a reventar la oficina?».

Es un ruido sordo. Claramente se oyen sillas que caen y gritos. El primer grito es de su secretaria. Un gritito juguetón. Y luego otro, ahogado.

Sonríe. «Pocho se vino, nomás. Debe estar persiguiendo a Estelita, borracho. Que se joda por estúpida. O qué se pensaba, que iba a hacer pucheritos impunemente del otro lado del teléfono», piensa. Se aleja despacio, amortiguando sus pasos.

«Hoy se suspenden todas las audiencias. Quedo legalmente notificada».

Por el pasillo, yendo al ascensor, por cada paso que da, aventura: «Me llama», «no me llama», «me llama», «no me llama».

Al llegar al ascensor, sale: «Me llama». Baja con la inexplicable seguridad de que el desconocido se comunicará al otro día. «No me siento como una niña ni como una adolescente, sí como una… boluda. Pero no me importa».

 

 


¡ARGENTINOS A VENCER!

Manual del Alumno Patriota – Editorial Sudatlántica

Hojas de Trabajo Nros. 47-50 – Tercera graduación (Alferecitos)

Con Supervisión del Ministerio de Planificación Escolar Estratégica

(Pruebas de galera)

 

MALVINITA Y MATASIETE

 

Terminada la primaria con notas sobresalientes, Hernancito se dedica a las tareas que aprendiera de pequeño, con especial celo en el degüello de cerditos, vaquitas, gallinitas, cabritas, nobles caballos viejitos y algún perrito. En los campos vecinos, todos se sorprenden con la habilidad de nuestro Prócer en el manejo del cuchillo. Hernán Sosa es un auténtico Gaucho correntino, y en premio por sus desinteresadas habilidades (siempre quiso participar en los degüellos sin querer jamás una retribución monetaria) el Suboficial a cargo de la Guarnición de Policía Militar de Yapeyú le obsequia los dos únicos regalos que el humilde Hernán tuvo en su vida: un facón que perteneciera a Martín Fierro y su petisita Malvinita. A partir de ese momento Malvinita y Hernancito fueron compañeros inseparables. A su facón le puso de nombre «MATASIETE», y dicen que nunca más se separó de él, ni para dormir ni para bañarse.

 

2 ILUSTRACIONES. Alumbramiento de Hernán Sosa – Bengala ilumina la noche.

Ya de pequeño Hernancito mostró su celo patriótico. Jamás faltó a clase y enseñaba a leer a sus numerosos hermanitos. Ayudaba a su padre en sus tareas carpinteriles y a su Santa Madre en el cuidado de sus numerosos animalitos.

Hernancito aceptaba con sumisión las órdenes paternas. Todos los domingos, con frío o con calor, iba descalzo a misa de la pequeña capilla de Yapeyú distante 12 kilómetros de su humilde hogar. ¡Reflexionen sobre ello, pequeños patriotas, cuando desobedecen una orden paterna o cuando desean permanecer en las tibias cobijas del lecho los domingos a la mañana, en lugar de regocijar el espíritu al calor de la Santa Iglesia!

2 ILUSTRACIONES. 1-Hernán con su yegua Malvinita en un campo de trigo. 2-Hernán orgulloso y sonriente con su facón en la mano derecha, a sus pies un cerdo degollado, ambos sobre un charco de sangre.

Ya nos acercamos al momento estelar en la vida del Prócer, ese momento que todos conocen. Pero, piensen: ¿Acaso no fueron todos los momentos de su vida momentos estelares? ¿Acaso nuestro héroe hubiera podido ser el benemérito Héroe de la Soberanía Nacional, sin antes haber tenido una sólida formación como Argentino y como Cristiano? ¿Acaso de haber tenido un padre apátrida, una madre casquivana, un cura despreocupado de sus obligaciones pastorales o un Suboficial a cargo de Guarnición que diera un mal ejemplo, Hernán hubiera cristalizado en sí todas las virtudes que nosotros queremos emular? Por eso —les aconsejamos—, no ahorren esfuerzos en aprender de todas las acciones virtuosas de la vida de Hernán Sosa. En especial ahora, que nos acercamos a la:

 

 


 

[SIGUIENTE]

 

 


Axxón 275

Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).

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