«Último adiós en Dulce Ofelia», Rafael MarÃn Trechera
Agregado en 29 enero 2017 por dany in 281, Ficciones, tags: CuentoESPAÑA |
Vivimos tiempos desquiciados. Perra suerte,
haber nacido yo para enmendarlos.
W.S. Hamlet, más o menos.
La sacudida hizo que la nariz volviera a sangrarme por tercera vez en menos de una hora. Mientras trataba de retener la hemorragia y echaba mano al pañuelo, alcé la mirada al cielo. No và nada, por supuesto. Es la desventaja de librar una guerra con metralla invisible. Las prestaciones del máser no incluyen un amplio espectro de colorines para que te distraigas con ellos mientras te mueres. Supongo que en el fondo debe ser como recibir una puñalada si eres ciego. Pero los estertores eran cada vez más violentos, y todos en Dulce Ofelia sabÃamos que la colonia no serÃa capaz de aguantar el ataque otras cuarenta y nueve horas más, apenas un dÃa estándar. A mi alrededor el mundo se habÃa vuelto completamente loco. Y yo tenÃa que resolver un último caso antes de que la humanidad se fuera de este mundo derechita al infierno.
No lo hacÃa por altruismo, eso es seguro. Necesitaba dinero, y de inmediato. Un detective como yo apenas vive con lo puesto, y para mi desgracia siempre he tenido vicios caros. El ataque de los invasores no habÃa sido una sorpresa. Lo que nos llenó a todos de indignación fue que el ejército decidiera batirse en retirada y renunciar al territorio. Demonios, ni siquiera tuvieron el detalle de preguntar nuestra opinión primero. Cuando se hizo evidente que Dulce Ofelia iba a caer en manos de los revolucionarios, todo el mundo se echó a la calle en busca de un medio de largarse con la música a otra parte. Todo el mundo menos yo. SabÃa que sin billetes por delante lo único que iba a conseguir era perder el tiempo.
Por eso, cuando aquel tipo desesperado apareció en el cuchitril que siempre hago pasar por oficina me hice a la idea de que se me habÃa abierto el cielo. Y no me refiero a la cúpula cada vez más agrietada por las andanadas de los rayos máser.
Si tengo que ser sincero, ni siquiera recuerdo cómo entró en materia, ni si se le veÃa apurado, nervioso, abotargado o si tenÃa aspecto de verdadero gilipollas. Yo estaba tan deslumbrado ante la posibilidad de echarle el guante a un par de pavos que pasé por alto todos los gemidos, los lloriqueos y la ceniza que me estaba poniendo perdida la mesa del despacho. Odio el tabaco, ¿saben? Llevo nueve años sin probarlo y aborrezco todo cuanto tiene relación con el humo. ManÃas de converso.
Me pareció un pobre patán. Desde luego, el caso que me presentó era patético, vulgar como una uña sucia: Su mujer le habÃa abandonado hacÃa semanas. Al parecer, las descargas del máser le habÃan hecho circular un poco la sangre entre los cuernos y justo ahora el amigo querÃa recuperarla, perdonarla, hacerla regresar a casa y empezar en otro sitio una segunda parte con banda sonora incorporada y final feliz. Supongo que la mujer le hacÃa falta para que le echara una mano en la mudanza: Los hombres solemos ser unos manazas a la hora de preparar el equipaje.
El amor es ciego, ¿no? Si el pobre diablo creÃa que ahora que Dulce Ofelia se hundÃa en mierda su mujer volverÃa al redil, tanto mejor para él. Se lo dije muy claro: Tal vez hubiera encontrado pasaje en alguna de las miles de naves que escapaban del planeta con el rabo entre las piernas. Tal vez ni ante la perspectiva de tener que servir de alivio rápido a dos docenas de sementales revolucionarios quisiera regresar con el hombrecito de su casa, ese que le manchaba las camisas y le rechazaba los platos de sopa y se quejaba de la falta de sal en los almuerzos. Tal vez no me diera tiempo de encontrar a su Dulcinea en medio del manicomio en que se habÃa convertido la colonia. Sinceramente, no me apetecÃa nada que los invasores me cortaran las pelotas mientras yo iba dando tumbos con el holograma de una desconocida en el bolsillo.
Cuando conseguà que triplicara mi tarifa habitual (podÃamos considerar que estaba haciendo horas extra a pesar de que el tiempo nos corrÃa a la contra, ¿no?), lo dejé con la nariz sangrando y me puse a patear las aceras. No es que le descargara un puñetazo al pobre infeliz, no. Los efectos del máser, ¿recuerdan? Entre la ceniza y la sangre, habÃa acabado por ponerme perdida la alfombra. Dada la situación, consideré un feo por mi parte cobrarle el precio de la tintorerÃa en la factura. Todos podemos tener una mala tarde.
Lo que un detective como yo tiene son sus contactos para cortar camino, sus fulanas para desahogarse un rato y dárselas de buen samaritano, sus polis latosos con los que hacerse mutuamente la vida imposible y sus hampones para partirse la cara de vez en cuando. No es que me la hayan roto demasiadas veces, pero en alguna que otra ocasión he recibido más que dado. Los hampones estaban haciendo su agosto vendiendo a puñados pasajes en naves que no eran más que montones de latas vacÃas y papel maché con una capa de purpurina. Los polis latosos hacÃa ya dÃas que habÃan desistido de intentar reducir los disturbios callejeros y se habÃan quitado de en medio usando todo aquello capaz de volar y llevarlos a la estación orbital más segura. Las fulanas tenÃan la boca llena, ofreciendo su consuelo de última hora a los desgraciados conscientes de que jamás iban a poder escapar de este condenado planeta. Son los curas de nuestro tiempo, pero en especias. Si no encontraba a mi bella desaparecida, dentro de menos de un dÃa yo también tendrÃa que buscar un agujerito donde esconder la parte más vergonzosa de mi persona.
Sin hampones, sin polis, sin fulanas, no me quedaba más remedio que recurrir a mis contactos. Quién hubiera dicho que para la miseria que les pago iban a poder largarse de Dulce Ofelia antes que yo, ¿eh? Pero asà de feas estaban las cosas. Ninguno de mis colaboradores habituales podÃa tener más pasta que yo, era imposible. O habÃan asaltado la banca de alguno de los casinos o el máser tenÃa alguna otra propiedad aparte de hincharme las narices. El caso es que no vi a ninguno por ninguna parte.
Afortunadamente, cuando ya desesperaba de encontrar a nadie, me topé de bruces con Weirdo Willie. Su olor es inconfundible, y para mà fue una suerte que sufra una de esas enfermedades de laboratorio, creo que es lepra V o sida XXIII, que hacen que se desparrame en una atmósfera artificial y contagie a todo el mundo en menos de lo que se tarda en decir vade retro. Con semejante pedigrÃ, Weirdo Willie no habÃa encontrado pasaje en ninguna nave, ni siquiera en las de chatarra con las que timaban a los incautos mis viejos conocidos. Tampoco parecÃa molestarle demasiado. Weirdo Willie está un poco tarado, y sabÃa que sus habilidades serÃan útiles al ejército revolucionario cuando por fin cayera la barrera que nos mantenÃa a todos histéricos y de momento a salvo. Cosa que sucederÃa dentro de, exactamente, cuarenta y una horas y catorce minutos (sé que es una tonterÃa contar también los segundos).
Las habilidades de Willie son muchas, pero la que me interesaba era una sola. ¿Saben ustedes lo que es memoria fotográfica? Entonces pueden formarse una vaga idea de lo que es capaz de hacer mi amigo. Le enseñé el holograma, él puso los ojos en blanco, arrugó un poquito los labios, como si fuera a decir «uh», y me contó dónde habÃa visto por última vez a la bella de mis sueños. Aparte de que Dulce Ofelia no es una colonia excesivamente grande (cincuenta mil almas, la mÃa excluÃda), Weirdo Willie se pasa la vida deambulando por las calles, archivando rostros. Viene a ser más o menos una versión cuántica de la tÃpica portera chismosa. ¿Quién puede reprochárselo? Weirdo Willie no tiene otra cosa que hacer en todo el dÃa, excepto desintegrarse a trozos una vez cada seis meses. Ninguna medicina ha podido detener su deterioro, aunque el hijo de mala madre aguanta más que el almirante Nelson, ese que se murió en Trafalgar porque ya no le quedaban más partes del cuerpo por perder. Siempre imagino a ese hombre como una especie de monstruo de Frankenstein de la marina real. No me hagan demasiado caso.
Un soplo de Weirdo Willie, babas aparte, es siempre un soplo de calidad. Fui a la dirección donde habÃa visto a la costilla de mi cliente por última vez. No estaba allÃ. Me dijeron que la habÃan visto trabajando en un night club cuatro calles más abajo. Le deseé un buen dÃa al informante (un funcionario japonés que estaba muy atareado preparándolo todo para hacerse el hara kiri), y volvà a ponerme en marcha.
Tuve que romper un par de narices para conseguir entrar en el night club. PertenecÃan a dos tipos enormes y con aspecto antipático (supuse que tampoco tendrÃan posibilidad de comprar pasaje a ningún precio), que se negaban en redondo a dejarme pasar sin pagar la entrada por más que yo les aseguraba que no tenÃa ninguna intención de hacerme donante de su banco privado de semen, pero con la ayuda de las descargas del máser hacerles un poquito más de sangre en la cara fue pan comido.
Estaba quitándome trozos de nariz ajena de los dedos, sofocado por el humo de medio millar de substancias diferentes y molesto porque no veÃa a más de un palmo, cuando localicé a mi bella. También le sangraba un poquito la nariz, como a todo el mundo, aunque no pondrÃa yo la mano en el fuego por la intervención del máser en todo aquello. TenÃa ese tono vidrioso en los ojos que suele anunciar una dependencia no muy aconsejable del terminatol, pero como habÃa poca luz no quise dármelas de moralista y esperé a que terminara su trabajo.
Con un hilillo rojo en las fosas nasales y otro blancuzco entre los labios, mi bella abrió todavÃa más los ojos cuando vio que me saltaba la cola de desesperados y pacientes parroquianos, pero mi pistola habló por sà sola, sin que fuera necesario conectar su voz artificial, pues últimamente, no sé por qué, me toca bastante los nervios.
—¿Bridget Vásquez? —le dije, mientras mantenÃa a raya a la tropa mostrando amablemente mis dientes falsos—. El nombre es Grendel. Me envÃa su marido.
Uno aprende a catalogar gentes y situaciones con una velocidad pasmosa. La mujer me miró con asombro y con un poco de asco (hacÃa varios dÃas que no me afeitaba, tal vez fuera por eso), y antes de que abriera la boca supe que iba a ponerme verde. Calibré la situación en dos segundos. Ya se lo habÃa dicho yo (sin demasiado énfasis, por supuesto), al atontado de su marido. La buena mujer no iba a estar dispuesta a volver a casa: Ni siquiera era Navidad. Y en aquel burdel de mala muerte parecÃa haber encontrado su perdida vocación de artista.
Uno aprende también que hay prioridades en esta vida. La mÃa, concretamente, es una de ellas. Se me acababa el tiempo, tarde o temprano también se acabarÃan los pasajes para escapar de este lugar (a la velocidad con que se movÃa la gente, nadie iba a esperar al último minuto), y enzarzarme en una discusión con la bella ofendida acabarÃa además con mi paciencia. Puestos a acabar por acabar, era mejor hacerlo pronto y por la tremenda.
No tengo un buen gancho de izquierda (doy mejor los uppercuts de derecha), pero tenÃa la mano de firmar ocupada con la pistola, y de todas formas la barbilla de Bridget Vásquez no era de adamantio ni nada por el estilo. La pobre puso los ojos en blanco, escupió un borbotón de saliva mezclada con esperma que me puso perdida la chaqueta y se desplomó en mis brazos como una muñeca hinchable a la que acaban de dispararle un dardo.
Los parroquianos protestaron porque les habÃa dejado sin desahogo en lo que tal vez fueran (y sin tal vez, demonios: si tuvieran esperanza de largarse de aquà no estarÃan en ese sitio arriesgándose a contagiarse de media docena de variantes de gonorrea), sus últimos minutos de vida. El más vocinglero demostró tener una hermosa voz de barÃtono. Lástima que desafinara un poco, pero ya quisiera yo haber visto a Carusso cantando Rigoletto con un tiro en la rodilla. Me cargué a la buena de Bridget al hombro y salà tal como habÃa entrado por la puerta. Los dos matones debÃan de estar todavÃa buscando sus narices, porque no me molestaron.
Cogà un taxi. Es una suerte que existiera un servicio automático, porque el conductor humano debÃa estar a estas alturas camino de Factor Equis, o tal vez guardando cola en cualquiera de los muchos prostÃbulos de esta zona. Le dà la dirección del marido de mi bella a la máquina, y ésta arrancó sin protestar ni hacer ningún comentario sobre el tiempo, las vibraciones periódicas que me habÃan convertido la nariz en una hamburguesa machacada o las barbaridades que harÃan los rebeldes cuando entraran en la ciudad y nos pasaran a todos a cuchillo. Las máquinas, claro, no tienen ningún problema polÃtico: Pase lo que pase, siempre les espera su puesto de trabajo.
A mà me esperaba Brandon Vásquez. Como suponÃa, con las maletas preparadas y el dinero listo. Me di cuenta de que estaba impaciente por largarse del planeta. No pude reprochárselo, pues a mà me pasaba lo mismo, aunque todavÃa no tenÃa la pasta para el pasaje, ni idea de dónde encontrarlo con la seguridad de que no fueran a timarme.
Tendà a la mujer en un diván, y él me mostró su agradecimiento estrechándome la mano. Yo habrÃa preferido el fajo de billetes por el que me habÃa manchado la chaqueta, pero él se demoraba. Miré el reloj. Treinta y nueve horas veinte minutos.
Una nueva sacudida imperceptible. Nuestras narices sangraron. Me encogà de hombros. Uno acaba por acostumbrarse a todo. Bridget se agitó en su sueño, tosió para no atragantarse con su propia sangre y abrió los ojos. Vio a su marido y empezó a proferir una sarta de insultos que me habrÃan puesto colorado si no los hubiera estado esperando (soy un tipo realmente previsor). Me pregunté si los habrÃa aprendido en su nueva profesión o si aquella era la charla común en un matrimonio tan bien avenido como aquel.
Deduje (soy muy observador) que la mujer habÃa abandonado al calzonazos de Vásquez después de la enésima pelea. Deduje que Vásquez se morÃa de ganas de recuperarla ahora que todavÃa tenÃa tiempo: Dentro de treinta y nueve horas dieciocho minutos serÃa ya imposible. Parafraseando a alguien, mañana no serÃa otro dÃa. Deduje que él habÃa perdonado y que ella, arrastrada en la marea de la vida, no lo habÃa hecho. Deduje muchas cosas, pero también meto la pata de vez en cuando.
Me equivoqué, querido Watson. Brandon Vásquez dejó que su mujercita del alma dijera un par de tonterÃas más. Entonces sacó una pistola y le metió un tiro entre las mismas piernas. La mujer se desplomó, las rodillas dobladas hacia adentro, como un caballo con demasiado peso. Se miró la mancha roja que le cubrÃa todo el vientre y entonces un nuevo impacto en el pecho izquierdo le arrancó la mitad del torso. Otro disparo, esta vez en el pecho derecho, le voló el resto de la blusa y el pezón. Ya estaba muerta cuando la cuarta bala le abrió un tercer ojo en mitad de la frente.
Yo me habÃa quedado de piedra. Por entre el reguero de humo asomó la nariz ensangrentada de Vásquez. Desenfundé la pistola y le apunté, por si acaso. El sonrió. Se guardó la pistola en el bolsillo y sacó un fajo enorme de billetes. Me los lanzó y los cogà al vuelo con la mano izquierda. Su sonrisa de tigre me daba miedo, y ni por un momento dejé de buscarle el quinto espacio intercostal con la boca de mi arma.
—Mi nave parte dentro de quince minutos, Grendel. No quisiera llegar tarde.
Cogió la maleta, el sombrero y una gabardina gastada y se marchó tranquilamente por la puerta. SabÃa, mejor que yo, que no iba a mover un solo dedo por detenerle. Supongo que era el signo de los nuevos tiempos. Aquel hombre no era un mafioso, ni un traficante, ni siquiera un polÃtico. Era un tipo de lo más normal, jodido como cualquiera, anodino y zafio como el mecánico del taller de enfrente. Pero la ocasión la pintaban calva. La semilla del crimen no da en modo alguno frutos amargos y puede que la venganza sea un plato que se come frÃo, pero ya hace siglos que inventaron el microondas.
Era un crimen perfecto y yo su único testigo. Miré el cadáver de Bridget Vásquez, el reloj en mi muñeca, la pistola en la otra mano. Treinta y nueve horas doce minutos. Ni uno más. Ni uno menos. Justo el tiempo que me quedaba para buscar un pasaje que me sacara de aquel sitio. Yo era el único testigo. Pero no era juez, ni jurado.
Los billetes crujieron en mi mano. Los guardé. Me pagan para que meta la nariz en otros asuntos, no para que los huela. TenÃa que encontrar una nave, y de inmediato. A Dulce Ofelia, mañana mismo, se la habrÃa llevado el viento.
Salà a la calle enloquecida. El reloj, mientras tanto, siguió corriendo. También él tenÃa prisa, pero no iba a llegar a ninguna parte.
Rafael MarÃn Trechera (Cádiz, España, 3 de febrero de 1959) es profesor, escritor, traductor, guionista de cómics. Ha realizado crÃtica de cine, cómics y de literatura de ciencia ficción. Como novelista ha sido galardonado con los premios UPC, Ignotus, Pablo Rido, Castillo-Puche y Albacete de Novela Negra. En la Eurocon celebrada en Finlandia en 2003, recibió el premio al mejor traductor europeo de ciencia ficción. Escribió numerosos libros relativos al estudio de la historieta y realizó decenas de traducciones de libros de ciencia ficción y fantasÃa. Entre sus obras de narrativa se destaca: Lágrimas de luz (1984, reeditada en 1987, 2002, 2008),Unicornios sin cabeza (1987, antologÃa de relatos), Serie La Leyenda del Navegante: Crisei, Arce y Génave (1992), El muchacho inca (1993), Ozymandias (1996, antologÃa de relatos), Mundo de dioses (1998, reeditada en 2009), Contra el tiempo, en colaboración con Juan Miguel Aguilera (2001), La piel que te hice en el aire (2001), La sed de las panteras (2002, antologÃa de relatos), El centauro de piedra (2002, antologÃa de relatos), Detective sin licencia (2004), Elemental, querido Chaplin (2005), La leyenda del Navegante (2006, reedición en un solo volumen), Juglar (2006, reeditada en 2014), El anillo en el agua (2008), Piel de fantasma (2010), El niño de Samarcanda (2011), La ciudad enmascarada (2011), Las campanas de Almanzor (2011), Oceanum, en colaboración con Juan Miguel Aguilera (2012), Los espejos turbios (2012), Lona de tinieblas (2013), Está lleno de estrellas (2015), Mobtel (2015) y Son de piedra y otros relatos (2015).
En Axxón hemos publicado su cuento MEIN FÜHRER.
Este cuento se vincula temáticamente con BORGEANO, de Daniel Vázquez y Alejandro Alonso.
Axxón 281
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Policial, Venganza, Guerra interplanetaria : España : Español).
[…] salió Relatos IncreÃbles 12 (de lectura gratuita). Y nn Axxón 281 podemos leer el cuento Último adiós en Dulce Ofelia de Rafael MarÃn […]