Revista Axxón » «Sachayoj», Rogelio Retuerto - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ARGENTINA
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Ilustración: Ferrán Clavero Estrada

No recuerdo con precisión cuando terminé aquí. No lo recuerdo en términos cronológicos, pero sí recuerdo las circunstancias. Es que este estadio nuevo de mi vida me fue borrando de a poco todo vestigio de memoria y en él ya no existe el tiempo, no hay días, no hay horas, no hay ayer ni mañana. Por eso digo que no lo recuerdo con precisión. Pero jamás voy a olvidar el día en que me topé con él por primera, última y única vez.

Con Arnaldo Juárez nos habíamos alejado bastante del campamento. El gringo nos había encomendado hacer un mapeo, antes de que llegase el ingeniero forestal, indicando las zonas con mayor abundancia de quebrachos colorados. Nos encomendó la misión a nosotros, lugareños de la zona que conocíamos el bosque desde que éramos changos. Antes de partir, yo le había indicado a Juárez el quebrachal que quedaba cruzando la hondonada del viejo rio. Juárez asintió con un movimiento parco de cabeza y emprendimos la marcha. Salimos temprano, a poco de amanecer.

Hacía tres largos meses que no llovía en esta zona de Santiago, y el sol del mediodía iba a poner ascuas sobre nuestras cabezas. Yo llevaba mi cantimplora colmada de agua, pero Juárez llevaba una “bota cuero” con una importante provisión de vino tinto. De todas maneras, había recorrido esa distancia un centenar de veces, siendo niño, para acompañar a mi tío hasta el quebrachal; otras tanta yendo a buscar las cabritas que se perdían cuando soplaba el viento sur.

En épocas de sequía y de grandes calores, cuando comenzaba a soplar el viento sur, las cabritas solían extraviarse. Arremetía contra la frescura del viento, embelesadas. Levantaban las trompas y avanzaban, como hipnotizadas por el viento, como si el viento trasportase extrañas partículas suspendidas en el aire que las sumergían en un estado narcótico. Pero esta vez no soplaba el viento sur y el calor de diciembre era abrasador. El gringo nos había encomendado identificar tres ejemplares de quebracho colorado distantes entre sí y “marcarlos” abriendo una cuña de un palmo de profundidad. Dicen que era por un hongo que estaba atacando a los bosques vecinos. El corte no debería ser menor a quince centímetros de profundidad en la madera

–¿Pa’ que quiere una tajadita? –me preguntó Juárez.

–Pa’ que lo analice el ingeniero –le dije–. Se ve que el que estudia, sabe si el árbol está enfermo o si sirve la madera –agregué, mientras caminábamos por el monte.

–Igual, esto no me gusta –se quejó Juárez–. Es como matar bichos por deporte –agregó–. Cuando era chico, escuché sobre un porteño que vino a visitar a la familia de su mujer. A la siesta, de tan aburrido que estaba el hombre, salió a cazar pájaros al monte. Salió con una carabina 22. Nuca más regresó. Los familiares de la mujer los buscaron durante tres días y nada

–¿Y qué le pasó? –le pregunté.

–No sé. Ha de ser el Sachayoj que se lo llevó.

–¡Pero no chango! –le dije indignado– ¡El único que castiga es diosito! ¿O me vas a decir ahora que crees en esas supercherías? ¿Vos nos has ido nunca al culto? Nadie tiene poder sobre las cosas, excepto el señor.

–Si fui a la iglesia. Pero el Sachayoj y los diablos son como las brujas, uno no cree, pero que las hay, las hay.

–¿Brujas? –Intervine– ¡Pero por favor! Vos has de irte al infierno mismo si sigues en esa iglesia. Yo soy cristiano, chango. También he ido a la iglesia del pueblo, pero ¿quieres que te diga una gran verdad?: no conocía al señor. Al señor lo conocí hace dos años y lo acepté en mi vida como mi único salvador.

–No sé. Yo no haría enojar al Sachayoj como vos andás haciendo.

–Además ¿Dónde has escuchado vos esa historia? Si nos criamos juntos y yo nunca escuché nada. Vos me andás mintiendo.

–En la casa de los tíos, en Forres. Ahí la escuché –caminamos un trecho sin hablar. Ya habíamos cruzado la hondonada y faltaba poco para el lugar que quería enseñarle a Juárez.

–Mirá, Juárez –le dije, señalando un grupo de árboles–. Estos son los quebrachos que ha de andar buscando el gringo.

–Meta, compadre –me dijo Juárez–, andá vos por allá y marcate un árbol. Yo busco otro más lejos.

Me interné en el bosque. Habré hecho unos cien pasos hasta dar con un quebracho colorado de gran porte.

–bueno. Tengo que sacarte un pedacito, amigo –le dije.

Tomé mi hacha con ambas manos, tomé distancia alejando el filo y le asesté un hachazo al tronco. No podría explicar la procedencia, pero juro que escuché un grito en medio del monte.

Me di vuelta para ver si no era Juárez el que había gritado.

–¡Juárez! ¿Estás bien? –le pregunté, pero nadie respondió.

Juárez ya debía estar bastante lejos, pero no tan lejos como para no escucharme. Tomé impulso con mis brazos y asesté otro hachazo al tronco. Nuevamente ese grito desgarrador. Definitivamente, ese no era Juárez; porque puedo jurar que ese grito no era de cristiano.

Bajé el hacha y voltee sobre mi posición para ver si lograba divisar algo. No logré ver nada, pero otro grito cortó mi exploración. Un grito desgarrador me indicó que la criatura que los expelía estaba más cerca que antes. De pronto, pude escuchar el crujir de los árboles secos. A unos cincuenta metros, divisé la conmoción en las copas de los arboles, como si una entidad demoníaca los estuviera perturbando. Una ola de movimientos siniestros se acercaba por las copas de los arboles a gran velocidad. Yo no creía en el Sachayoj ni en supersticiones, pero conocía la palabra del señor, yo era un siervo suyo y sabía quién perturbaba y tentaba a los siervos del señor: el diablo.

Me sentí invadido por un profundo temor. Quise no temer, quise invocar la mano poderosa del señor, pero tuve miedo. Mi temor había mutado a un profundo terror. Eché a correr por el monte sin dirección alguna. Aquella entidad seguía gritando y confundiéndome. En un momento, sentí que los gritos provenían de delante de mí y eché a correr hacia otra dirección. Poco después los gritos cesaron. Me quedé inmóvil como devorado en las entrañas del monte mismo.

El monte se cerraba sobre mí, tupido, espeso, impenetrable. Me había devorado, pero quizás en sus entrañas estaba a resguardo. En un momento sentí pisadas detrás de mí. Pisadas descomunales, bestiales. Aquella entidad que se acercaba a mis espaldas, no era un hombre, pero tampoco un animal.

Tuve que tomar muchísimo coraje para voltear. Comencé a orar:

–No temeré al terror nocturno ni saeta que vuele de día, el señor es mi pastor. Aquella criatura se había detenido, pero estaba muy cerca, demasiado cerca. Sentía su aliento intensó a través de bocanadas expelidas a mis espaldas. El aliento no era pestilente. El aroma era una mezcla de fragancias de hierbas, aroma de tierra mojada por la lluvia y de pieles de animales. En verdad, era un aroma hipnótico, embelesaba los sentidos, y eso mismo lo convertía en macabro.

Hubiese preferido oler algún animal muerto o aromas que uno espera encontrarse en el bosque. Pero la frescura natural de aquel aroma no era propia del aliento de ninguna criatura viviente. “Es el diablo que intenta tentarme” me dije. “El diablo tienta con cosas hermosas”, pensé. Tomé coraje y comencé a voltear muy despacio.

–Nuestro señor Jesucristo te venció en el desierto. Nuestro señor venció a la muerte en la resurrección. No hay nada que pueda vencer al poder de Cristo.

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Ilustración: Ferrán Clavero Estrada

Mis oraciones me dieron el coraje necesario para completar mi vuelta. Y fue ahí cuando lo vi. Ahí parado, delante mío. Aquella entidad no era el diablo. Era como si el bosque mismo se hubiese personificado en ese ser. Esa criatura debía tener cuatro metros de altura. Su cuerpo no parecía de carne, parecía de tallos reverdecidos cubierto de musgo. Sus largos cabellos estaban formados por “sajastas”, las barbas del monte. Todo su cuerpo estaba cubierto con esa vellosidad vegetal. En sus brazos sostenía un pedazo de tronco en donde rebalsaba miel y lechiguanas. Unas enredaderas trenzadas atravesaban su pecho y pendían de ellas varias mulitas. Era la viva personificación del Sachayoj. “el inicuo puede tomar la forma de mis temores para tentarme” me dije. La entidad gruño y ese aliento fresco, montaraz, pero tenebroso, me envolvió por completo.

Aquella entidad permaneció una eternidad contemplándome. Yo permanecí inmóvil. Puedo jurar que aquella entidad, al verme, rió en un espectral susurro. No podía ver su rostro ni sus facciones. No escuché risa alguna, pero puedo asegurar que una sonrisa aviesa se ocultó en su rostro. Dio media vuelta y se perdió entre los árboles. Cuando estuvo lo suficientemente lejos, quise voltear para escapar, pero no pude moverme. Mis piernas estaban enterradas hasta la altura de las rodillas en un lodazal. Quise liberarme, pero resultó una tarea imposible. Aquel lodazal era una ciénaga. Quise llamar a Juárez pero temí que mis gritos atrajeran nuevamente a la criatura. Así que decidí permanecer quieto y en calma.


Desperté cuando el bosque se sumía en la oscuridad de la noche. Debí quedarme dormido a casusa de la tensión nerviosa y el cansancio. Note que mi cuerpo estaba enterrado casi hasta la cintura. Traté de permanecer inmóvil. Comencé a orar. A esa altura era la mejor opción.


El brillo destellante del sol entre las ramas de los arboles me despertó de mi narcótica somnolencia. Miré hacia abajo y sentí un doloroso tirón en el cuello. Mis músculos y tendones estaban como petrificados. Mire de reojo y pude notar que mi cuerpo no se había hundido durante el letargo. Solo estaba enterrado hasta la cintura. Eso debería ser bueno si no fuese porque el calor abrazador había secado la ciénaga, convirtiéndola en una prolongación de la tierra seca y resquebrajada del monte.

Todo el cuerpo me dolía, como si cada musculo de mi cuerpo, cada tendón, cada articulación se estuviesen entumeciendo.


Abro mis ojos sumergido en la lúgubre oscuridad de la noche. Es de noche otra vez. La segunda noche, creo, o la tercera. Siento que algo se desliza sobre mi cabeza. Quiero darle un manotazo pero mi cuerpo no responde, como si cada musculo de mi cuerpo, cada tendón, cada articulación se hubiesen desprendido de mi voluntad y respondiesen al monte. Un pajarillo sale volando de mi cabeza “era eso. Al menos no era una serpiente” me dije, buscando consuelo.


Amanece.

El periplo que el sol recorre, jugando a las escondidas tras el follaje de los arboles del monte, transcurre delante de mí como una secuencia de destellos que acribillan mi inconsciencia. Cada vez que cierro los ojos y los vuelvo a abrir no sé si pasaron minutos, horas o días. Nuevamente la oscuridad se cierne sobre mí. Estoy muy cansado. No sé cómo explicarlo, pero la quietud de mi cuerpo me resulta extenuante. Necesito moverme. Presiento que si no logro moverme estaré condenado a pasar así mis últimos días en esta tierra.


La luz fulminante de la mañana vuelve a despertarme. Ahora no solo estoy entumecido, estoy petrificado. Puedo observa que a mis pies (o mejor dicho a mi cintura) comenzó a crecer la hierba, una especie de gramilla. No deja de resultarme un fenómeno por demás extraño que la gramilla crezca con esa velocidad en una tierra azotada por la sequía. Ayer no había ni rastros de ella. Siento sed, como si la sequedad de la tierra comenzara a secarme por dentro. Intento moverme pero mi esfuerzo me deja exhausto. Caigo dormido.


Les contaba que no recuerdo con precisión cuando terminé aquí. No lo recuerdo en términos cronológicos, pero sí recuerdo las circunstancias y se las he contado. Aunque no se cuanto tiempo pasé en este lugar. Empiezo a considerar la posibilidad de que quedarme aquí para siempre.

Deseo que llueva. Es en lo único que pienso últimamente. Siento que mi carne comienza a agrietarse. La sed duele. Ahí viene otra vez la noche. Otra vez el cansancio…


Un ruido familiar me despierta bruscamente. La secuencia es regular y gana intensidad a medida que avanza. “¿Qué me está pasando? ¡Esas son pisadas!”. Intento gritar, pero nada se articula en mi garganta. Intento hablar, pero nada sucede. De pronto, lo que antes hubiese sido un escalofrió es ahora un golpe eléctrico que recorre mi cuerpo. “¡El Sachayoj! ¿Y si es el Sachayoj?”. Creí que era mejor no poder hablar. Me propuse permanecer inmóvil y en silencio. De repente, me doy cuenta que ese pensamiento me hubiese provocado risa “quedarme inmóvil y en silencio”, sí señor, en esa situación.

Me doy cuenta que me estoy quedando sin sentimientos, sin emociones, sin sensaciones. Siento las pisadas cada vez más cerca. El solo hecho de pensar que en cualquier momento “aquello” podía irrumpir delante mío me hubiese hecho temblar. Pero mi cuerpo no tenía ya esa facultad.

De pronto aparecen. En el sendero que pasa frente a mí aparecen Juárez y dos hombres. Uno de ellos lleva ropa marrón y un sombrero claro. Me hizo recordar a un explorador que ilustraba la tapa de un libro amarillo que había visto cuando niño en el almacén del pueblo. “Ese debe ser el ingeniero” me dije. “¡Volviste Juárez!” intenté pensar. “Estoy salvado” fue lo que sentí en mi interior.

Por primera vez desde que caí en aquella trampa del monte, una brizna de recuerdos llegó hasta mí: mis hijos, mi mujer, mis padres. Sin embargo algo andaba mal.


Juárez y el ingeniero pasan frente a mí. No se percatan de mi presencia. ¡Como deseo que volteen y me miren! De pronto, el ingeniero voltea, lo llama a Juárez, quien comienza a perderse en la senda, y señala hacia mí. “Por fin mi Dios. ¡Gracias mi señor!” Les juro que hubiese sonreído, pero ya les dije que no quedaban en mí emociones manifiestas. El ingeniero se acerca hacia mí junto a Juárez. Me señala una vez más. Hablan entre ellos pero no puedo entender lo que dicen. Me doy cuenta que perdí la capacidad de entender la lengua de los hombres. Como una tragicómica paradoja de mi destino, escuchó claramente el murmullo de los animales del monte, el cuchicheo de las aves, el pensamiento de los arboles que me rodean. El ingeniero sonríe “Se dio cuenta”. Juárez camina hasta quedar en frente mío. “Volviste amigo. Aquí estoy”. Si hubiese podido sonreír, lo que vi en ese momento me hubiese borrado toda sonrisa de mi rostro. En los cristales de los grandes anteojos de Juárez, pude verme. Pero no entiendo lo que veo. Juárez me mira, pero en sus anteojos solo veo un quebracho colorado de gran porte erguido frente a él. Juárez se frota las manos y toma su hacha. Lleva sus brazos hacia atrás para tomar impulso. Los pajarillos que viven en mi cabello salen revoloteando horrorizados. Ya viene el hacha. Cierro los ojos e intento gritar.



Rogelio Oscar Retuerto, argentino, nació el 18 de febrero de 1972 en Hurlingham, Buenos Aires. Alternó su infancia entre el conurbano bonaerense y el paraje montaraz de Mailín en Santiago del Estero. La mitología americana y las creencias populares adquirieron un papel de relevancia en su formación literaria, así como la narrativa oral. Ha brindado charlas y talleres sobre mitología americana en el ciclo denominado “Fauna de las tinieblas”. Su obra la componen cuentos y novelas cortas de terror y ciencia ficción. Entre ellas se destaca “Sinfonía gris para una ciudad de tinieblas”.

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