ARGENTINA |
El sol apenas atravesaba el encapotado cielo verde. La niña empujó la silla de ruedas oxidada por los corredores de ladrillo a la vista y techos de cemento quebrado. A su izquierda, la playa. En su espalda llevaba una bolsa de arpillera con todo lo necesario: una lona, una palita de hierro, un balde, una botella de agua, una copia sin tapa de Final de partida y un número amarillento de Locuras de Isidoro para que su padre elija qué leer según la inclinación del día. El viento fresco de febrero aullaba a su alrededor. Querían aprovechar antes de que viniera el otoño y tuvieran que resguardarse de la nieve ácida.
La niña bajó la silla de ruedas a la arena, que no era suave y escurridiza como su padre contaba que lo había sido alguna vez. Él bajó el único brazo que su cuerpo le permitía y dejó rozar sus dedos en la arena húmeda. La parte de su piel que todavía no se había caído estaba minada de grandes manchas negras. Donde habían estado sus uñas ahora solo se veían costras oscuras.
De a poco se alejaron de la fortaleza de ladrillos rojos, un portal hacia la playa casi futurista para la época en que se había construido, lugar que el padre seguía llamando Alicante y que ahora era su hogar, y se dirigieron hacia la orilla, donde los esperaba otra fortaleza. Si algo de toda la ruina que asomaba la cabeza entre la arena áspera alguna vez había sido una carpa o una sombrilla, era difícil saberlo: suvenires de un mundo tan lejano que ya habían perdido la capacidad de remitir a su contexto de origen.
El castillo de arena era el más asombroso que jamás se había visto en la costa atlántica. La niña había empezado la construcción cuando tenía ocho años y no había parado de trabajar en ella un solo día. Incluso en otoño e invierno, entre las lluvias y las nieves, mortales para el resto, se tomaba un momento del día para ir a atenderlo, generalmente a la hora de la siesta de su padre, a quien no le gustaba mucho que ella saliera en esas condiciones climáticas.
De forma pentagonal, con una torre en cada punta, medía casi el doble de la altura de la niña. Un gran arco se alzaba sobre la entrada, frente al mar, tallado con dibujos de bestias de todo tipo: peces sin ojos (parte de la valiente fauna de este nuevo mundo), sirenas que vio en revistas para niños del siglo pasado, animales ahora mitológicos como la tortuga y el puercoespín, y, en la cima, un escudo con un fino trabajo de relieves representando al ser vivo que su padre sostenía no solo comprobaba la existencia irrefutable de Dios, sino también de su sentido del humor: el ornitorrinco.
—¿Y esto? Fauna de la Isla de Tasmania –dijo el padre una noche del verano anterior, cuando todavía podía mover ambos brazos y respiraba sin dificultad, mientras hurgaba en el botín de libros que su hija había traído de su último saqueo a la biblioteca municipal.
—Lo encontré en la parte de ciencia. Tenía dibujitos, y… Mirá, abrilo, fijate quién está. Página 42 –contestó la niña escondiendo una sonrisa.
Y, efectivamente, ahí estaba un claro y detallado dibujo del mamífero ponedor de huevos. El padre comenzó a reírse, y su hija se contagió. La niña brillaba de una manera especial cuando se ponía feliz por la alegría de otros, exactamente como lo hacía su madre, un brillo que su padre no veía muy seguido ya que, por un lado, hacía años que él no veía a la niña frente a otras personas, y por otro, cada vez le costaba más mostrarse feliz ante su hija. Pero cuando sucedía, como aquella noche, él sentía su corazón expandirse en su pecho, no sin enviar lágrimas a sus ojos que él reprimía lo más posible por las dudas, no fuera a ser que su hija viera en ellas el reflejo de su alma y pierda la esperanza.
La torre sudeste quedó devastada por la tormenta de la noche anterior. Reconstruirla será la tarea del día, pensó la niña mientras extendía la lona a un costado del castillo.
—Creo que voy a empezar con la torre –anunció la niña—. ¿Beckett o Isidoro? –agregó mostrándole las dos opciones a su padre.
El padre esforzó una sonrisa ante la ironía del título de la obra de teatro.
—Hija…
La niña ya había dejado las dos opciones en la falda de su padre y agarrado su palita de hierro. Estaba quitando con fuerza los escombros alrededor de la torre y lanzándolos al agua desde ahí, a unos 20 metros de la orilla. Los cascotes de arena caían sobre las olas agitadas.
—Hija… lo que dijo… esa mujer…
—No importa eso, pa.
—Pero… escuchame…
—No. Nos vamos a quedar acá. Yo te voy a cuidar. Vamos a leer. Todavía hay comida, nos quedan varias latitas, y siempre puedo buscar más en la ciudad.
—No va a ser… siempre así… Vos podés… comer del mar… Yo no.
La niña tiró la palita de hierro a la arena, clavándola. Sin mirar a su padre, con los labios apretados, fue hacia el agua y se zambulló debajo de las olas. Una fina capa de humo recubría el mar esmeralda.
Una semana antes la niña había salido a uno de sus saqueos nocturnos en la ciudad. En un departamento en el piso 45 del edificio Maral 96, una torre que se había dedicado a recorrer centímetro por centímetro durante los últimos dos meses, encontró cuatro latas de lentejas y seis de jardinera, y las guardó en su bolsa. Mirando por la ventana hacia el oeste, notó que allí era lo más alto donde jamás había estado. No satisfecha con eso, decidió ir más arriba. Salió corriendo al pasillo y subió por las escaleras a la terraza.
El viento la recibió desde todas las direcciones al mismo tiempo. Su pelo corto, que apenas le tapaba las orejas, se agitaba con violencia. Ella veía la ciudad, el mar eterno y el cielo sin estrellas con ese tono grisáceo, a veces verdoso, con el que sus ojos inundaban la oscuridad. Y en medio de la noche, en el horizonte hacia el norte, un pequeño semicírculo incandescente. Fue la primera vez que vio la Cúpula. Debía ser mucho más grande de lo que imaginaba para poder verla desde allí.
Solo cuatro cuadras la separaban de lo que había sido la biblioteca municipal, el centro cultural más grande de la zona. El lugar permanecía prácticamente intacto, salvo por cierto daño estructural en las ventanas y las paredes, y un poco de desorden, causados por la Gran Tormenta de hacía once años. Miles de libros seguían abarrotando los anaqueles. Nadie había pensado en saquear la biblioteca luego de la catástrofe. Los más afortunados fueron directamente hacia la Cúpula. Los menos afortunados, aquellos a quienes dejaron afuera, escaparon tierra adentro lo más posible, donde se creía, y se sigue creyendo, que la toxicidad es menor.
En el camino hacia la biblioteca no hubo ninguna eventualidad, excepto por una jauría de perros rabiosos, apenas peludos, que la rodeó en la explanada que antecede a la entrada. Ella gruñó y golpeó su pie contra el piso, y media manzana retumbó. Los perros salieron corriendo despavoridos por las calles.
La niña fue directo al área de literatura. El viento corría entrando y saliendo por los ventanales rotos del primer piso. En la sección de teatro, antes de la parte de teoría literaria, encontró Final de partida entre un par de libros sucios carcomidos por las ratas. Del libro se habían comido sólo la tapa y pegado algún que otro mordisco en los costados. Se ve que no les apetecía el existencialismo absurdo, no como a su padre al menos, que sentía en él una mezcla de placer sadomasoquista y compañía esperanzadora.
Estaba guardando el libro en su bolsa cuando, por el rabillo del ojo, en la oscuridad que en ella se negaba a serlo, vio una figura pasar al final del pasillo de anaqueles. La niña caminó hasta allí con cuidado y escuchó un leve gruñido. Asomó la cabeza detrás de un anaquel y miró a la izquierda, hacia donde el pasillo desembocaba en un ventanal roto. Un perro se había apartado de la jauría y estaba acechando, pero no a ella. El perro caminaba lento y decidido, gruñendo, hacia una estantería en un rincón cerca de la ventana. La niña vio una figura allí acurrucada, tratando de esconderse tanto del perro como de ella.
El perro saltó hacia la figura. La niña se abalanzó sobre el animal justo cuando estaba a punto de morder a su presa. La figura se levantó y empezó a correr, mientras el perro se defendía y mordía el brazo de la niña con fuerza. Ella lo levantó y lo lanzó por la ventana rota. El perro gimió al golpear la vereda, luego se paró con dificultad y se fue cojeando hacia la noche.
—¡Ey! –gritó la niña.
La figura corrió manoteando en la oscuridad hasta que chocó de lleno contra una pared al final del pasillo y cayó inconsciente en el piso.
Cuando despertó, el fuego la encandiló por un momento. Al acomodarse sus ojos, vio a la niña frente a ella a través de las llamas.
—Tu piel… —le dijo.
—Es verde. ¿Algún problema?
—No…
Era difícil distinguir su rostro y su voz detrás del traje amarillo hermético y el vidrio sucio del casco que cubría su cabeza.
—Yo había hecho una fogata. La apagué cuando sentí retumbar el edificio –dijo la figura luego de un momento de silencio.
La niña, sentada con las piernas cruzadas, la miraba fijamente. La figura prosiguió:
—¿Cómo la hiciste tan rápido? Yo tardé tres horas. Y cuando la hice, si me distraía por dos minutos, se me empezaba a apagar. ¿O es que estuve inconsciente tres horas?
—Tengo un encendedor –dijo la niña con total seriedad.
La figura rió, y su risa le hizo notar a la niña que se trataba de una mujer.
—Gracias por lo del perro.
—De nada— dijo la niña—. Ahí te dejé tu mochila.
—Ah, gracias…
La mujer había querido romper el hielo, pero no estaba funcionando. Sentía la mirada fija de la niña sobre ella. ¿Acaso nunca pestañeaba? Intentó de nuevo:
—¿Y qué te trae por estos lugares? ¿Siempre andás peleando con perros mutantes en bibliotecas? –preguntó con una risa que no fue retribuida.
—¿Y vos? –dijo la niña.
La mujer estuvo a punto de decir: “Yo pregunté primero”, pero el rostro duro de la niña la desmotivó.
—Estoy yendo al norte, a Buenos Aires. Como tenía este traje, aproveché para ir bordeando la costa.
—¿A la Cúpula?
—Sí. Escuché a gente decir que hay una manera de entrar. Me la voy a jugar. Vengo caminando desde Santa Rosa. Pensé que acá era un buen lugar para esconderme unos días y recuperar fuerzas. Es una biblioteca y está cerca de la costa, dos cosas que van a hacer que nadie se me acerque. Ya nadie lee en estos días.
—Yo sí.
—Sos la excepción.
—Y mi papá también.
—Dos excepciones.
La niña sólo miraba el fuego. El humo se escapaba entre los volúmenes empolvados en las estanterías y a través de los ventanales rotos hacia la noche.
—¿Y tu papá sigue con vos?
—Se quedó en casa.
—¿Dónde es eso?
Ante la falta de respuesta, agregó:
—No te preocupes, no voy a ir a saquear, violar y prender fuego todo. Fui testigo de eso un par de veces, y creeme que no es algo que quiera imitar –pero la niña continuó en silencio, mirando las llamas–. Entonces, ¿y tu mamá?
—Mi mamá murió cuando yo nací. Fue al poco tiempo de la Tormenta. Después mi papá me llevó con él hacia adentro, lejos del mar, con otro grupo de personas. Me acuerdo poco de ese tiempo. Sé que en algún momento me di cuenta que mi cuerpo era diferente y que eso era un problema para el resto. Algunos creían que yo los iba a contaminar más. Otros, que era la cura de lo que sea que tuvieran. Que conmigo los iban dejar entrar a la Cúpula. Se peleaban entre ellos. Hasta que apareció gente del gobierno. De traje amarillo, como el tuyo.
La niña sacó la mirada de las llamas y la clavó en la mujer.
—Sí, los conozco –dijo la mujer–. Uno de ellos pensó que mi obligación era hacerlo sentir menos solo. Ahora está solo y enterrado. Su traje me permitió venir a la costa.
La niña continuó:
—Me quisieron llevar con ellos. La cosa se puso… violenta. Escapamos. Después de eso mi papá decidió que lo mejor era volver al mar, alejarnos de todos.
El fuego estaba empezando a achicarse. La niña tiró un libro sobre las teorías económicas de los Chicago Boys a las llamas.
—¿Cómo aguantás ese traje? –preguntó con una mueca y dejando caer sus hombros, relajando su cuerpo al fin.
La mujer sonrió.
—No lo aguanto. Pero me mantiene menos contaminada. Eso espero. Este coso en el casco, esta rejilla metálica, filtra el aire. Para comer y cagar apenas lo abro. El traje después purifica un poco el aire adentro. No voy a llegar totalmente saludable a la Cúpula, pero debería ser suficiente para aguantar.
La mujer levantó las rodillas y puso sus brazos sobre ellas.
—Ya que ahora estamos en confianza… Tu piel. Ya había visto algo parecido antes.
—¿Cómo? –preguntó la niña, y sus ojos se agrandaron.
—Ya me encontré con otros niños como vos. Diferentes. Ninguno pasaba los once años. Eran seis. Me alojaron durante unos días, me dieron comida para aguantar un tiempo más. Son buenos pibes. Siguiendo la costa hacia el sur los podés encontrar, en Necochea. Hicieron base en lo que era el casino de la ciudad, justo frente al mar. Digo, por si te interesa.
La niña cerró los ojos unos segundos. Al abrirlos, sólo miró el fuego.
—Gracias, pero no nos vamos a mover de acá. Mi papá no aguantaría un viaje así.
Antes de despedirse, la niña le dio a la mujer dos latas de lentejas y tres de jardinera, y le deseó suerte en su viaje.
El sol apenas atravesaba el encapotado cielo verde. El depósito que ellos habían convertido en su hogar, dentro de la fortaleza rojiza, estaba en penumbras. Había decenas de libros, juguetes, estatuitas de plomo, herramientas, muebles antiguos, revistas, historietas, algunas pocas botellas de agua y latas de comida. La niña se levantó de su cama y abrió las ventanas de madera forradas en tela de pólar.
—Igual que ayer –dijo la niña mientras la luz verdosa de la mañana iluminaba su rostro.
Su padre yacía en otra cama a pocos metros de la puerta.
—¿Pa?
La niña no lloró. Con delicadeza levantó a su padre y lo puso en la silla de ruedas. Lo llevó por los corredores de ladrillo a la vista y techos de cemento quebrado. A su izquierda, la playa. Bajó a la arena. El brazo de su padre colgaba a un costado, sus dedos rozaban la arena húmeda. El castillo de arena los esperaba.
Atravesando el arco de la entrada, desde el cual el ornitorrinco miraba indiferente y en silencio la escena, la niña comenzó a cavar un pozo con su palita de hierro en el centro del castillo. Cuando vio que era lo suficientemente grande para que su padre se sintiera cómodo, lo puso allí y lo tapó lo más rápido que pudo. Luego se sentó al costado del túmulo durante horas, en silencio.
Al caer la noche se puso de pie. Dejó la silla de ruedas al pie de las olas, como una ofrenda al mar humeante. Hizo una parada en su hogar y luego caminó por la arena áspera hacia el sur. En su espalda llevaba una bolsa de arpillera con todo lo necesario: una lona, una palita de hierro, un balde, cinco botellas de agua, seis latas de comida y una copia de Fauna de la isla de Tasmania.
Mariano Falzone nació en 1988 en Mar del Plata. Estudió Realización Audiovisual en la UNICEN en Tandil, y ha participado en radio, televisión y docencia, generalmente diciendo incoherencias sobre cine y otras artes perversas. Publicó cuentos y ensayos en revistas de Buenos Aires y Tandil. Como guionista de historietas, publicó en antologías de Argentina y Gran Bretaña. Piensa que hablar en tercera persona sobre sí mismo como su compatriota el jugador de fútbol Riquelme es incómodo y divertido a la vez.