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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de febrero 2020

 

 

 ESPAÑA

9. VUELTA AL HOGAR

Fundido a… tarde tempestuosa en el hogar de los Casamara.

Raquel tenía la impresión de que todo se había salido del tiesto. De que ella misma, hasta hacía pocas semanas una madre de familia trabajadora y segura de sí misma, había sido suplantada por un clon madre de tres hijos, de más o menos su misma edad y con idéntica caligrafía al escribir —bonita, circunspecta, algo sesgada hacia atrás—. El que aquella tarde tuviera la casa llena de extraños a los que en realidad no había invitado, no ayudaba.

El ministro estaba por allí, en persona, buscando con cara de pocos amigos el mueble bar. Ellos no tenían mueble bar. Le acompañaba ese doctor de sonrisa poco fiable, el tal Syngman, y una tropa de técnicos, ayudantes y científicos que habían venido a convertir su casa en un circo. Syngman llevaba puesto una especie de casco de obrero, pero lo llevaba en un ángulo arrogante, garboso, con un símbolo del Ministerio de Defensa en un lado.

Ramón miraba a su mujer con cara de no entender nada.

—No, no me mires a mí buscando una explicación, porque en el territorio Raquel no la hay —le soltó, de mala gana—. Ocúpate de que los niños estén bien.

—¡Yupi, mamá, Chao Li ha vuelto, Chao Li ha vuelto! —gritaba entusiasmada Sofé, correteando de un lado a otro. Sus hermanos, aunque no lo exteriorizaban de forma tan manifiesta, también estaban contentos. El genuino mayordomo, el primero que habían conocido en sus vidas, había vuelto al hogar. El modelo nuevo se había retirado discretamente a un segundo plano, sirviendo bebidas a los invitados.

—Sí, hija, ha vuelto… pero solo de visita —se apresuró a matizar—. Volvió porque os echaba de menos. ¿Verdad, señor Kim? —La pregunta estaba cargada de dobles intenciones.

Syngman le sonrió mientras supervisaba lo que estaban haciendo sus técnicos: preparar a Chao Li para que se conectara a la corriente, y reviviera el escenario de sus anteriores cuelgues con la mayor precisión.

—Claro, señora, claro… es solo una visita de cortesía. Nos iremos en cuanto acabe el experimento, lo prometo. —Su voz sonaba como si hablara a través de una caja de galletas saladas.

—¿En qué consiste exactamente ese… «experimento»?

—Es muy fácil: creemos que su robot alcanzó un estado alterado de conciencia informática cuando estuvo aquí. Y eso le llevó a sobrepasar su programación e inventar cosas realmente nuevas, hablando siempre a nivel de programación… Fue un accidente, nada más, pero la ciencia vive de accidentes fortuitos, también.

—O sea, que lo conectamos, esperamos a que le dé un subido y entre en estado de éxtasis, y ya está —dijo ella, con sorna.

—Explicado a un nivel para legos… sí, es simplemente eso.

El ceño fruncido de Raquel se metamorfoseó en una sonrisa un poco escalofriante. El ministro, con una copa de vino en la mano —seguramente de un cartón que habían abierto hacía unos días y que llevaba desde entonces pudriéndose en la nevera, pobres de sus diarreas mañana—, se le acercó. Y le dijo con lo que él creía que era una expresión afable:

—El país agradece sus sacrificios por el bien de la seguridad nacional, señora Casamara.

—Eh… gracias, señor. Si usted lo dice, pues supongo que es un honor.

—Lo es. —Un ronco resuello salió de su garganta. ¿El vino pasado, haciendo ya de las suyas?—. Será generosamente recompensada.

—Eso espero.

—Bien, échense todos hacia atrás, por favor —avisó Syngman—. Dejen un espacio. —La gente se apretó contra la pared de teca del salón. Solo los operarios del domobot se quedaron junto a él, pulsando sus botones. En un momento, Chao Li estuvo conectado con su cable a la pared y esperando su chute de morfina eléctrica. Había algo obsceno en todo aquello, Raquel lo percibía, pero no podía saber si sus hijos eran lo suficientemente mayores para darse cuenta.

—Todo listo, señor —avisó un técnico.

—Bien. Procedan. —Syngman se inmovilizó y su cara experimentó una transformación pavorosa. Sus iris se dilataron hasta cubrir gran parte de las escleróticas. Eran los ojos de alguien que olfatea aguas putrefactas.

Chao Li volvió a la vida con un destello en su cara de cristal. Hubo algo más en su cuerpo, un sutil estremecimiento, pero casi nadie lo notó. Raquel se imaginaba la electricidad trepando a la velocidad de la luz por el cable como un elixir paregórico mezclado con unos cuantos discos de música punk, Cherry Bomb1. La cara del robot no se contraería en una expresión de rabia simiesca, como el heroinómano que se chuta fije, pero empezó a lanzar unos mensajes en forma de pitidos de luz, de bocinazos de arco voltaico. Los técnicos registraron todos los cambios en sus ordenadores y empezaron a analizarlos con ojos fríos, de pez nadando en nembutal.

Raquel tenía cogidas las manos de sus hijos, y notó la de su marido abrazándola por la espalda. Sí, los necesitaba a todos. Estaba asustada. El domobot lanzaba destellos asincrónicos sin parar, fogonazos que convirtieron la habitación en una discoteca pasada de rosca de la era del post-house, con una compulsiva línea de bajo y latidos rítmicos. Empezaba a dar algo de miedo incluso a los niños. Sofé y Nicolás se abrazaron a ella con más fuerza. El salón, oscuro salvo por los fogonazos, estaba saturado de actividad galvánica.

De repente, el domobot habló. Con una voz sintética, de emulador de la era de los primeros ordenadores IBM, dijo:

—Familia… familia… Sofé… Mariposas que volan… mariposas que volan

La pequeña Sofé, al oír su nombre, puso los ojos como platos y buscó consejo en los de su mamá. Raquel la colocó detrás de su cuerpo, como protegiéndola de aquella bestia mecánica. Syngman la miró, pero ella negó con fuerza con la cabeza, con una energía que dejaba claro que estaba dispuesta a matar al primero que se acercase a su pequeña con aviesas intenciones.

Cuando el robot dijo lo de «mariposas que volan», los destellos cambiaron y adoptaron la forma de lepidópteros voladores, la formalidad de sus ruidos representando un seco antagonismo.

—¡Los patrones matemáticos están adoptando la forma de la radiación TK pura! —avisó uno de los técnicos—. ¡Grupos de Mandelbrot con forma de mariposas fractales!

—¡Aumenten la potencia! —ordenó Syngman.

Chao Li empezó a temblar mientras un sonido como a centrifugadora estropeada brotaba de su interior. Era un deleite terrorífico, un barítono grave matizado de seductoras inflexiones. ¡Y qué miedo daba, aquella especie de electrobardo! Parecía haber alcanzado un estatus de espíritu eléctrico que, admirando su propio reflejo, sobrevolaba las eléctricas aguas. Todos los objetos metálicos que había cerca se imantaron, y los más pequeños —cucharas, marcos para fotos, bolígrafos, clips— salieron volando y se pegaron a la piel del robot. Los estallidos de luz de su cara eran veloces y esquizofrénicos. Sofé soltó un chillido.

—¡¡Mamá!!

—¡Tranquila, estoy aquí! —gritó ella, abrazándola con fuerza. A su lado, Ramón protegía con su cuerpo a los mayores.

De pronto, todo cesó. La luz se extinguió de golpe y porrazo, y se hizo el silencio. El domobot se quedó mirándolos a todos con una flemática nitidez, una especie de benevolencia universal hacia todo lo que existe.

Raquel miró confusa en todas direcciones, más para comprobar que la casa seguía ahí que otra cosa. Sí que estaba. El ministro se había refugiado debajo de la mesa del comedor, de donde salió gateando y mirando a Syngman con furia. Ninguno de los presentes lo supo en aquel momento, pero acababan de inventar una nueva palabra que se popularizaría en el futuro: quimerizar (in), que significa crear objetos o entidades que fingen existir pero que no existen. Como la masa de miedo y amenazas que había sido el robot un segundo antes, una masa sólida, ecuménica.

—¿Ya se terminó…? —se atrevió a preguntar Raquel.

Pero no, no había acabado, porque en la cara del robot parpadeaba algo: un mensaje. Unas cuantas letras que los técnicos que tuvieron la valentía de acercarse se dignaron a leerles a los demás. Decía:

El último dígito cambiaba una vez por segundo, señalando 53, 52, 51, 50…

—¿Cómo que mensaje enviado? —se enfureció Raquel. ¿Habían puesto aquellos hombres en peligro a su familia para esto?—. ¿Enviado a quién? ¿Qué significa esa cuenta atrás?

Con el rostro tan pálido como un charco de leche, Syngman murmuró:

—A ellos. Ya vienen.

La comitiva de personas que cargaba con cajas y cables y trastos electrónicos salió a toda prisa de la casa de los Casamara. Marcus y la científica, escondidos tras los setos del jardín, los vieron salir y dirigirse a unos grandes camiones que estaban aparcados por fuera. Había policía y unos sanitarios vestidos de rojo. Un hombre mayor que parecía haber sobrevivido a la peor experiencia de su vida tenía la misma cara que el tipo ese que salía en las noticias, uno de los ministros del Gobierno. No paraba de rascarse furtivamente un acné que le había salido cuarenta años tarde, por el susto.

También rondaba por allí un tipo con una bata blanca que parecía emocionadísimo, aunque igual que asustado que el ministro. Sacudía con fervor las manos de los dueños del chalet, despidiéndose, y se veía cómo sus labios despedían una fina pulverización de saliva a medida que hablaba.

—¡Gracias, gracias! ¡No saben cuánto se lo agradezco, en nombre de la ciencia! ¡Y de la nación!

—Aún no sé lo que ha pasado ahí dentro, pero acuérdese de lo que me prometió —dijo la dueña de la casa—: una vivienda nueva pagada por el Estado, la que nosotros queramos en el barrio que queramos.

—¡Por supuesto que sí! Mañana mismo, nuestros abogados se pondrán en contacto con ustedes para ir formalizando esa gestión. ¡Vayan mirando webs de venta de inmuebles!

Y se marcharon, desapareciendo tan silenciosamente como habían venido. Dejaron a aquella familia sola, intranquila, una familia que había sido testigo de algo importante pero que no sabía qué era. Alrededor de ellos soplaba un viento que silbaba en solitario.

Raquel y su marido cogieron en brazos a los niños y se metieron en casa.

—Es nuestra oportunidad —sugirió Marcus. La mujer asintió. Marga llevaba en las manos el detector de radiación TK, que casi se había fundido cuando se acercaron al chalet.

Se acercaron agachados, como niños jugando al escondite, hasta la ventana que daba al salón. Al fisgar dentro, vieron que aquello parecía un garaje alquilado después de una fiesta de fin de año: los muebles estaban rodados, las sillas tumbadas, la mitad de los adornos decorativos y los libros por el suelo… y en una de las paredes había quedado una mancha negruzca, enorme, que se comía la pintura prácticamente desde el suelo al techo. La familia parecía agotada.

Cuando los niños se fueron a la cama y los padres volvieron al salón, a ver si podían minimizar los efectos del huracán, Marcus y Marga decidieron tocar con suavidad en la puerta.

—¡Ah, no, otra vez no! —oyeron que gritaba la mujer, llena de cólera, al otro lado. Y unos pasos que se acercaban como un ejército en carga—. ¡Ya está bien por un día! ¡Óigame bien, señor Syngman, yo…!

Raquel se quedó muda cuando abrió la puerta y se encontró con los rostros sonrientes de Marcus y su compañera. Parecían embebidos en la paz circundante, la que abarcaba ahora toda su propiedad. Pero aquellos rostros que no conocía de nada, plantados allí, sin justificación alguna… estaban cortocircuitando su cerebro.

—¿Es usted la dueña de esta casa? —le preguntó Marga, que aún sostenía el analizador.

—¿Quiénes son ustedes?

—Mire… sé que esta ha sido la quintaesencia de la tarde imperfecta. Y que la noche puede ser más rara aún, pero tenemos que hablar un segundo con ustedes. Es muy urgente.

Raquel miró al cielo, buscando el apoyo de los dioses, y se dispuso a cerrarle la puerta en las narices. Estaba a-go-ta-da, silábica y morfológicamente, y no tenía fuerzas para soportar más payasadas.

Pero entonces vio que aquella mujer apuntaba a su casa con un extraño aparatejo que parecía un contador Geiger estrafalario, y que este emitía un pitido. Estaba captando algo, una especie de residuo energético. Y por el ruido y la intensidad de la señal, parecía potente.

—¡Esos cabrones nos han contaminado la casa! —exclamó Ramón, indignado.

—No… Bueno, sí, la verdad es que sí —tuvo que admitir Marga—. Pero no es una radiación letal para los seres humanos, tranquilos. Sé que es mucho pedir, y que a esta hora ya deben de estar hartos de conocer gente nueva y de oír teorías absurdas, pero ¿nos deja que nos presentemos y lo hablamos junto a una taza de café? Creo que podemos contarle todo lo que esos tipos de batas blancas seguramente no les habrán contado.


10. ANILLOS DE URANO

La actividad en el laboratorio de Syngman II Kim era febril. El ministro estaba con él, todavía con un sudor frío manchándole las axilas y el cuello alto de la camisa, pero no podía marcharse a casa. No, ahora que después de años y años de inactividad estaban pasando por fin cosas importantes en el «caso Susu».

—Doctor, explíquemelo como si yo fuera un lego en la materia —le pidió—. ¿Qué hemos visto hoy en casa de la arquitecta?

Si le quita el «como si yo fuera un lego» a esa frase, se la compro, pensó Syngman.

—Las sospechas que mis colegas y yo teníamos sobre el sujeto A01 eran ciertas: es telépata, o mejor dicho, tecnópata. Puede comunicarse mentalmente con máquinas, pero no con cualquiera, sino solo con aquellas con las que se enlace a través de la vía de la radiación TK. —Mientras le explicaba su teoría, el ministro la escuchaba con una expresión cada vez más incrédula—. El domobot de los Casamara, de algún modo, encontró la manera de fusionarse con esta radiación imitando lo que hacen los colgados del trank: alcanzando un estado distinto de conciencia mediante la saturación eléctrica de sus circuitos.

—Pero… no lo entiendo. ¿Cómo un robot con afición por la sobrecarga pudo pasar de la electricidad simple a la radicación TK?

—¡Eso es lo mágico! Verá, señor ministro, las mentes (cualquiera, la suya, la mía, la de un mayordomo mecánico…) no son más que nubes de electromagnetismo inducido o bien por química, como en el caso de los humanos, o bien por chips de silicio. Esas nubes están, por decirlo así, sintonizadas con una longitud de onda específica que las hace funcionar. Pero pueden adaptarse para percibir otras longitudes distintas si se saturan de energía. Eso es lo que le pasó al domobot: al convertirse en un yonqui, su cerebro cambió y fue capaz de sintonizar la onda pura del trank. Y así fue como lo encontró nuestro querido Susu, explorando a distancia desde su confortable celda.

El ministro parpadeó.

—Increíble… O sea, que se puso en contacto con él, y…

—Y lo convirtió en su esclavo —dijo el señor Sejong, entrando en la sala. Syngman se puso firme al verlo—. O, mejor dicho, en su antena parabólica. ¿Estoy en lo cierto, señor Kim?

Este asintió, nervioso.

—Sí, es justo eso: el sujeto A01, gracias a nuestra maniobra de colocar al domobot de los Casamara en su entorno ideal, enlazó su mente con él y lo usó para enviar un mensaje muy, muy lejos. Hacia el espacio.

—¿Y por qué no hacia las naves de sus compatriotas que todavía están posadas aquí, en la Tierra?

—Eso no lo sabemos… pero tal vez él mismo nos lo aclare, ahora que parece más propenso a comunicarse.

—¿Hacia dónde se dirigía esa señal? —preguntó el ministro, estrechando la mano del señor Sejong con cierta familiaridad. Se notaba que ambos se conocían por haber frecuentado los mismos círculos.

El doctor señaló hacia el techo de la habitación, pero estaba claro que se refería a algo que estaba mucho más allá.

—Arriba. Lejos. He… he dado el aviso al mando estratégico de control espacial de Miryang para que rastree la señal. Creo que en breve tendremos más datos.

—¿A qué se refería el mensaje del robot con aquello de «tiempo estimado de llegada, 31 horas»? ¿A que el mensaje tardaría treinta horas en alcanzar su destino?

—No —respondió Syngman. Parecía tétricamente sereno—. Creo que se refería a lo que iban a tardar ellos… en llegar aquí, después de recibirlo…

Sejong y el ministro intercambiaron una mirada fría.

—¿Qué ellos?

No hizo falta responder. En ese momento, sonó un aviso en la terminal principal y el servicio de seguridad los enlazó vía teleconferencia con lo que estaba pasando en tiempo real en el ARI, el instituto para la investigación aeronáutica y espacial coreano. Una ventana se abrió en la pantalla y vieron un montón de técnicos y de militares apelotonados frente a sus monitores, observando con cara de pasmo lo que estaban captando los radiotelescopios.

Al parecer, un objeto de enorme masa había sido localizado en la órbita de Urano en una trayectoria que, según les contaron los astrofísicos sobre la marcha, lo llevaría a coincidir con el planeta Tierra. A su ordenador llegó una imagen tomada por el telescopio de una sonda que había sido lanzada hacia el borde del Sistema Solar por los japoneses veinte años atrás, y que estaba lo suficientemente cerca de Urano como para poder fotografiarlo.

La imagen estaba en falso color, y muy granulada, pero pudieron distinguir el borde de una esfera asomando por la derecha —«eso es el planeta Urano», les aclaró Syngman—, con lo que parecía una carretera circular totalmente negra por detrás. En primer plano, aunque diminuto, un punto blanco brillante.

—¿Qué estamos viendo? —preguntó el ministro.

—Esa especie de carretera que se ve de fondo son los trece anillos de Urano —aclaró el doctor, hablando por un canal secundario con los astrofísicos para que le solventaran las dudas.

—Creía que solo Saturno tenía anillos…

—Eso es un error muy común, ministro. En realidad, también Júpiter y Urano los tienen. Lo que pasa es que, debido a la increíble distancia a la que se encuentran del sol, los de este último son completamente negros. No les llega ninguna fuente de luz.

El señor Sejong apuntó con un dedo al píxel blanco de la pantalla, el que estaba frente a los anillos.

—¿Y eso qué es?

—Eso —sonrió Kim— son ellos.

Dos archivos más se descargaron de la central del ATI, unas imágenes que los dejaron desconcertados: la primera estaba casi completamente en blanco, como cuando una persona apunta al sol con una cámara de fotos y abre el obturador. Era una imagen saturada, radial, que solo dejaba ver estática. La segunda foto ya era en falso color otra vez, y mostraba un cuadro impactante: el punto blanco ya no estaba en la imagen, como si se hubiera evaporado. Y los anillos que tenía por detrás parecían haber sido barridos por una escoba o soplados por los pulmones de un gigante, porque se veían difuminados hacia atrás. Polvo lanzado hacia el espacio profundo por un vendaval.

La reacción de los astrónomos del ATI ante estas imágenes fue como si alguien les hubiese dicho a todos y cada uno de ellos que habían ganado la Lotería Nacional, con el máximo premio. Estaban eufóricos, fuera de sí. Fuegos de artificio emocionales por doquier. El señor Sejong y el ministro tuvieron que esperar unos minutos a que se calmara la cosa y Syngman pudiera pedir explicaciones, para averiguar qué diantre había pasado.

Syngman se frotó las sienes: su jaqueca palpitaba en oleadas bajas, lentas, pero logró resumirles lo que habían dicho los científicos.

—Es increíble. Lo que acabamos de ver es lo que en el mundillo aeroespacial llaman un ingenio de propulsión nuclear. Es un motor que expulsa una cantidad increíble de energía, equivalente a la de una explosión atómica, para impulsarse hacia delante. Por eso ya no vemos la nave de los Vahn: ha salido disparada del cuadro, supuestamente en dirección a la Tierra. Y por eso los anillos de Urano se han difuminado: la tremenda potencia del impulsor lo barrió como quien sopla una montañita de arena.

Sejong y el ministro tragaron saliva. Sus nueces se movieron a la vez, sincronizadas.

—Entonces… ¿el mensaje del robot se refería a eso, a que faltan solo treinta horas para que…?

—Sí —asintió Kim, mirando a Susu a través del ventanal. El extraterrestre parecía nervioso, no paraba de moverse—. Para que lleguen los Vahn. Los de su mundo de origen, sus rescatadores. Abróchense los cinturones, porque la hipótesis de Cuernavaca está a punto de hacerse realidad.

Raquel y su marido escucharon la explicación de Marga hasta el final, sin hacer la menor pregunta. Un montón de conceptos peligrosos salpicaron aquel discurso: teórico-terroristas, robots yonquis, posibilidad de que toda la humanidad y también todas sus máquinas se engancharan al potencial energético del trank, lo que llamaban energía TK… Y ellos solo tenían cabeza para preguntarse cómo podían mantener alejados a sus hijos de todo aquello.

—¿Y para qué habéis venido a nuestra casa? —preguntó Ramón.

—Mi aparato detectó el mayor vórtice de energía TK de la historia emanando de este lugar, y siendo canalizado en un rayo hacia el cielo. Creo que es una llamada —elucubró Marga. Curiosamente, como tanto ella como sus anfitriones era españoles, se pasó inconscientemente a usar este idioma, y luego tuvieron que traducírselo todo a Marcus.

—¿Y qué quieren de nosotros? No tenemos la culpa de nada en lo que ha pasado…

—Ya lo sabemos, señor Casamara… Lo único que les pido es que me cuenten quiénes eran esas personas y qué estaban haciendo aquí, para yo poder encajar las piezas del puzle que me faltan —le suplicó la científica—. Luego, nos iremos. Y les dejaremos en paz, prometido.

Ante semejante promesa, el matrimonio accedió a contárselo todo, todos los hechos ocurridos en aquella casa desde el nefasto día en que el maldito domobot había entrado en sus vidas. Un centenar de imágenes espeluznantes desfilaron por delante de ellos como un doble mazo de naipes. Cuando llegaron a la parte de lo que había sucedido esa noche, a Marga ya le salían chiribitas por los ojos, del entusiasmo.

—¡Es lo más increíble que he oído nunca! ¿Volvieron a llevarse a Chao Li?

—Claro, no iban a dejarlo aquí. Yo lo habría tirado a la basura sobre la marcha.

—Tenemos que ir a la prensa —sugirió Marcus—. Denunciar lo que ha estado haciendo el Gobierno, antes de que pasen a la siguiente fase. Yo sé lo que es estar enganchado a una droga dura; no me gustaría vivir en un planeta donde todos sus habitantes lo estén, niños incluidos.

—Sería inútil —dijo Marga—. No tenemos pruebas de nada, a menos que exhumemos algo contra ellos del pasado… y ni siquiera yo puedo demostrar que a la doctora Akane la mataran por sus teorías científicas. Además, si lo que creo que va a ocurrir ahora es cierto… dentro de treinta horas ya nada importará.

—¿Por qué?

Marga sonrió.

El sonido del cristal roto y del canasto rodando por el suelo los asustó a todos. Un objeto había entrado en el salón atravesando la ventana, había chocado contra la pared, rompiendo uno de los diplomas enmarcados de la arquitecta, y ahora rodaba locamente expulsando humo sobre la alfombra. Era una nube densa y amarilla que brotaba de aquel objeto como una columna de humo del cráter de un volcán: con intensidad y fiereza.

—¡Dios mío! —gritó Raquel, tapándose la nariz, pero ya era tarde: aquel gas narcótico cogió su voluntad y la doblegó a base de amontonar mil mantas sobre ella: edredones de sueño, de pesadez, de un sopor químico contra el que era imposible luchar. Marga gritaba algo inconexo de fondo, tipo «¡Noviembre Negro, nos han encontrado!», o algo así… A medida que iba viendo caer al resto de los adultos a su alrededor, todos tosiendo y llevándose las manos a la garganta, las últimas palabras de la arquitecta fueron para sus hijos—: ¡Piedad, por favor! ¡Los niños no… los niños… no…!

El mundo se cerró frente a ella con un embudo negro, como los que marcaban el final de las películas de Charlie Chaplin. Incluso le pareció ver formarse un THE END en letras plateadas, flotando en medio de aquel caos.


[1] Grupo punk de los ochenta cuyo emblema incluía la efigie de un cantante con forma de pato emplumado blanco que tocaba la guitarra.

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