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 ARGENTINA |
Violentamente ntentó zafarse, tenÃa las manos y la ropa con sangre seca. Uno de los guardias dudó por un instante.
—Llévenselo —le dijo el cabo. TodavÃa no lograba creer que algo asà hubiera ocurrido en el pequeño y tranquilo pueblo austriaco. Se preguntó si alguna vez podrÃan desprenderse del horror.
—¡Insensatos! —chilló el reo con más fuerza que antes—. ¡Yo los salvé! ¡Yo salvé al mundo!
El golpe seco de una cachiporra, y el pasillo se inundó de silencio. Los guardias arrastraron al detenido y lo arrojaron en la última celda.
—¿Ese es el asesino? —preguntó una voz aguda a espaldas del cabo.
—SÃ, comisario.
—TodavÃa no tengo su informe.
—Disculpe, señor. No he tenido tiempo de terminarlo.
Los guardias salieron, dejándole la llave del calabozo al cabo.
—DescrÃbame los hechos —ordenó el comisario.
—La directora del coro infantil de la iglesia fue testigo. Vio a un hombre de aspecto amable que detuvo al grupo de niños que salÃan del ensayo. Les daba caramelos mientras les preguntaba los nombres. A uno de los más chicos, un pequeño de ocho años, pálido y débil, lo separó unos pasos. Delante de todos, le destrozó el cráneo con una barreta que escondÃa en su abrigo.
—¿Quién es el detenido? No lo habÃa visto antes en el pueblo.
Para el comisario los foráneos solo significaban problemas. Esperaba que el nuevo siglo ordenara la situación.
—No es de aquà —dijo el cabo—. Hablé con él brevemente. Después de cometer el crimen tuvo la posibilidad de escapar, pero se quedó sentado junto a la vÃctima. Aunque lo rodearon, los vecinos no se atrevieron a acercarse demasiado.
—¿Cómo se enteró del incidente, cabo?
—Yo estaba en mi puesto de guardia frente a la abadÃa, con Klaus, el novato. Nos alertó el griterÃo de los niños que huÃan. Fuimos hasta la escalinata del coro. Al llegar y ver lo que habÃa pasado Klaus se desmayó. No puedo acusarlo de cobardÃa. En veinte años de servicio nunca fui testigo de algo asÃ. Parece que el chico levantó los brazos para protegerse del ataque. Los golpes le arrancaron varios dedos. HabÃa dientes, mechones de pelo y restos de cráneo esparcidos por la calle, la vereda y hasta las paredes. —Los ojos del veterano policÃa se volvieron lÃquidos. Recuperó la compostura y, como si no quisiera pensar en la vÃctima, continuó—: Fue raro. Cuando me acerqué, el asesino temblaba, pero a la vez… se veÃa feliz. No, feliz no: aliviado. Jugueteaba con los caramelos.
—Continúe —dijo impaciente el comisario.
—Estaba desarmado. El hierro habÃa quedado clavado en la cara del niño, en un ojo. —Se estremeció—. El hombre estaba lleno de sangre. Sus manos tenÃan… partes del cerebro del chico. No se resistió cuando le puse las esposas. Lo revisé, no tenÃa documentos. La única seña particular que noté fue un número inscripto en el antebrazo izquierdo. Lo interrogué: dijo llamarse Jacob Bronowski y ser un cientÃfico polaco que habÃa llegado a Lambach el jueves pasado. Después mencionó algo muy extraño.
—¿Qué? —presionó el comisario.
—Que nuestro futuro era su pasado. Que venÃa del año 1949 —el cabo hizo una larga pausa y tragó saliva—, que habÃa inventado una máquina que le permitÃa viajar en el tiempo y que la guardaba en una habitación que alquiló.
—¿Le preguntaron por qué mató al chico?
—Eso no lo alcancé a preguntar. Yo estaba confundido. En ese momento apareció el padre del niño, un funcionario de aduanas. No sé quién le habrá avisado. Se abalanzó sobre el extranjero, pero pude contenerlo. Entonces unos vecinos tomaron coraje e intentaron linchar al homicida. Por suerte Klaus ya se habÃa repuesto. Nos costó mucho separarlos. Lo trajimos aquÃ.
El comisario suspiró y se pasó las manos por la cara. Un demente, pensó.
—No parecÃa loco —dijo el cabo como si pudiera leer la mente de su superior—. De hecho, se comportó bien en la comisarÃa. Eso fue hasta que llegó el juez y le contó que una turba habÃa dado con su habitación y quemado todas sus pertenencias. Entonces sà enloqueció. Se volvió incontrolable, desquiciado. Intentó golpear a un guardia y escapar. Fue cuando usted llegó.
—¿Ya trasladaron al niño a la morgue?
—SÃ, ¡pobre criatura! Sus…
Un tumulto que provenÃa del exterior los interrumpió. Abrieron la puerta de la oficina y se toparon con dos guardias que forcejeaban con un joven de unos dieciocho años. Se lo veÃa enajenado, la cara roja, echaba espuma por la boca, sostenÃa un revólver que apuntaba al azar. Rápidamente el cabo se adelantó y le dio un golpe en un costado de la cara, eso lo desmayó. Uno de los policÃas tomó el arma y la guardó en su ropa. El otro sostuvo el peso muerto y lo apoyó contra la pared.
—¿Conoce a este loco? —preguntó el comisario.
—Es Klaus.
Al escuchar su nombre, el joven pareció volver en sÃ.
—¡Debemos organizarnos! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Acabar con estos cerdos que nos contaminan!
—Pónganlo en el calabozo —ordenó el cabo.
Los guardias levantaron al joven y lo arrastraron, pero este no dejaba de aullar.
—¡Hay que acabar con los extranjeros! ¡Con los judÃos!
El comisario le hizo una seña al cabo, y volvieron a la oficina.
—¿Quién es este Klaus? Todo el mundo ha enloquecido hoy.
—Es el novato que estaba conmigo esta mañana. Voy a tener que exonerarlo. Quizá contemplar el asesinato del niño fue demasiado para él.
—SÃ, el niño, ¿cómo dijo que se llamaba?
—No lo dije: Adolf Hitler.
Juan Keller (Mendoza, Argentina) se describe como músico, escritor, nihilista. Lidera la banda Las Flores del Mal con la cual grabó los álbumes Plasma, Orgánico y Bi. Como solista, realizó una serie de EPs titulados HÃbridos compuesta por nueve volúmenes a la fecha. Administra el sitio https://www.sondarecords.com. Apasionado de la ciencia ficción y el terror. Ha publicado textos en diarios, revistas y antologÃas de Argentina, México, Colombia, Chile, Venezuela, Uruguay, Perú, Ecuador, Bolivia y España.
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