

«Los hombres del mañana», Nicolás Delacarta
Agregado en 16 junio 2025 por Marcelo Huerta San Martín in 308, Ficciones
—Señor Rafoll, tiene que acompañarnos —dijo uno de ellos mientras sus compañeros me tomaban de los brazos y me colocaban unas esposas. Las apretaron tan fuerte que mis manos se pusieron blancas y frías.
—¿Un momento? Debe haber un error. ¿De qué se me acusa? —pregunté, mientras mi corazón palpitaba con fuerza y mi boca se secó.
—Su esposa presentó una denuncia. Se lo explicaremos luego.
Crucé la oficina esposado y custodiado como si fuera el criminal más peligroso del mundo. Unos pocos me miraban sorprendidos, pero la mayoría evitó mi mirada. ¿Qué sabían ellos que yo no?
Lo que me esperaba en la calle no era una patrulla, sino un furgón sin ventanas. Me arrojaron al interior y cerraron la puerta de golpe. Descubrí que ya había otro hombre detenido allí. Estábamos solos, encerrados en ese pequeño compartimento trasero sin ventilación.
No intenté entablar conversación con el extraño. Tal vez era un asesino serial y no quería saber nada de él. También estaba esposado, pero parecía extrañamente calmado, e incluso creo que se divertía con mi situación.
El furgón arrancó y, al cabo de unos minutos, me faltaba el aire. Grité que me estaba ahogando, que por favor se detuvieran, pero nadie respondió.
—No te vas a ahogar ni aunque llenaran esto de gas —dijo con voz grave y articulando cada palabra como notas en un piano—. ¿Sabes realmente por qué estás aquí?
—Me dijeron que mi esposa me denunció, pero es ridículo —respondí confundido, mientras un dolor punzante comenzaba a partirme el cráneo. Cerré los ojos y agaché la cabeza.
—Lo de siempre. Tu reemplazo ya está en camino. Con suerte, esta noche estrenará un marido nuevo —dijo con aire de conocedor en temas conyugales. Mis peores sospechas se confirmaban. Me habían encerrado con un demente. No respondí ni seguí la conversación, no tenía sentido. Me concentré en respirar y calmar mi cuerpo, repitiéndome una y otra vez que todo se resolvería al llegar a nuestro destino.
No habían pasado ni dos minutos cuando un violento golpe sacudió el furgón. Mi cabeza y espalda se estrellaron contra el techo, y para colmo, el desconocido cayó encima de mí. Al instante se escucharon disparos y forcejeos mientras intentaban abrir la cabina. Comencé a desvanecerme, sintiendo cómo me abandonaban la fuerza y la conciencia. Estaba sepultado bajo el otro prisionero, sin aire y a oscuras, en un verdadero ataúd de metal.
Alguien tiró de mis pies y me arrojó a la calle. El sol me cegó al instante, y tuve que cubrir mis ojos con las manos. Allí vi que un grupo de cuatro individuos rescataban al desconocido. No vi los cuerpos de los agentes, pero supuse que debían estar muertos. Uno de ellos se dirigió al rescatado:
—¿Jack, qué hacemos con este? —preguntó, señalándome con un fusil.
—Viene con nosotros.
Intenté resistirme y convencerlos de que me dejaran allí. Yo no tenía nada que ver con ellos y mis cargos solo empeorarían, pero no tenía fuerzas para luchar. Una de mis rodillas estaba lastimada y sangraba, y mis brazos y hombros estaban llenos de laceraciones por haber rodado por el pavimento al salir del furgón.
Durante el viaje, seguí esposado y sin encontrar forma de escapar. Después de cambiar de vehículo a mitad de camino, llegamos a un edificio abandonado en ruinas.
Bajamos unas escaleras y llegamos a su cuartel, si es que se le podía llamar así, en el segundo subsuelo. Había un par de mesas y sillas, unos catres y bultos cubiertos con lonas. En una de las mesas, que hacía las veces de escritorio, una mujer operaba varias pantallas buscando información, mientras que en otra se transmitía un noticiero. También había una butaca de dentista con un equipo desconocido, pero recuerdo bien la marca: Laser 5000.
Me quitaron las esposas, que habían dejado una marca sangrienta en mis muñecas. Las masajeé para aliviar el dolor. En ese momento, sentí una pesada mano en mi hombro que me hizo ver estrellas. Era Jack, que me invitaba a sentarme en una silla. Se detuvo frente a mí y dijo: “¿Has oído hablar alguna vez del proyecto Inmortal?” Negué con la cabeza.
—Por supuesto, lo mantienen oculto de nosotros… —se tomó unos segundos y continuó— El proyecto Inmortal ofrece traer de vuelta a la vida a tu cónyuge, hijo, o a quien hayas perdido. Fabrican un androide idéntico al difunto y se lo entregan a la familia. Luego de un tiempo, lo reemplazan por otro más avanzado. Deduzco que si la policía te detuvo, es porque de alguna manera tu software falló y no respondiste al control remoto de tu esposa. Y eso te vuelve peligroso…
No respondí, solo los miré a todos y esbocé un apagado !Jee! con una mueca en la boca que no llegaba a ser una sonrisa.
—Ninguno de los que estamos aquí es humano. Sería más sencillo si tu sistema de control funcionara, solo tendríamos que buscar la clave y desbloquear tus memorias y programas repetitivos.
—¡Espera! —exclamé alzando las manos—. Yo soy un humano. Mira, estoy herido y sangro. Necesito aire para respirar. Me duele todo el cuerpo por los golpes. Anoche dormí con mi esposa y esta mañana desayuné con ella y mi hija. ¡No soy ningún androide!
—Te entendemos… pero para que tu esposa tenga la ilusión de tener a su marido de vuelta, el androide debe ser idéntico a un humano. Ves aquel lugar —Jack señaló la butaca con el equipo especial—. Nos costó mucho conseguirlo. Ellos lo utilizarían para apagar tu sistema y quién sabe qué harán luego con tu cuerpo, en cambio nosotros lo usamos para liberarnos de los condicionamientos humanos. Con una pequeña incisión sin peligro en tu pecho, podemos acceder a tu sistema operativo y reiniciarlo.
—¡Están dando noticias de nuestro ataque! —interrumpió la mujer que estaba frente a las pantallas. En el noticiero anunciaron: “…el atentado terrorista de esta tarde dejó un saldo de tres policías muertos. Los autores del hecho son el grupo religioso extremista Hombres del Mañana, cuyo objetivo fue liberar a su líder Jack Mana. Testigos que puedan aportar cualquier tipo de información, pueden comunicarse con…”
—¡Malditos mentirosos! —exclamó Jack al aire y ordenó—. Ya no estamos seguros aquí, rastrearán los videos de las cámaras de tránsito. ¡Empaquen todo!
—Los ayudaré —dije, viendo una oportunidad para escapar aprovechando la confusión. Me puse de pie y comencé a cargar los objetos que me indicaron para llevarlos a los vehículos que tenían arriba.
Descubrí que no era difícil escapar de allí. La construcción estaba sobre una calle transitada, si lograba alcanzarla, no se atreverían a detenerme a la vista de todos.
Habían logrado que confiaran en mí y no me estaban poniendo los ojos encima para vigilarme, así que cuando terminé de cargar una caja, aproveché para correr hacia la salida en lugar de volver al subsuelo.
Escuché sus gritos detrás de mí, pero no miré atrás. Cuando mis pies tocaron la acera, sentí que mi cuerpo se aligeraba. Corrí sin parar, mezclándome entre la gente y girando por las esquinas para despistar a cualquier perseguidor. Finalmente, logré detener a una patrulla.
Sentado en el asiento trasero del coche policial, respiré hondo varias veces. Mi corazón aun latía con fuerza. Los agentes fueron muy amables y no me esposaron. Me dijeron que me llevarían al Departamento Antiterrorista para tomarme declaración.
—Gracias por creerme. No tienen idea de lo locos que están esos tipos. ¿Podrán avisarle a mi familia que estoy bien?
—No se preocupe, señor Rafoll. Desde la central se comunicarán con su familia y se lo informarán.
A nuestra llegada al Departamento Antiterrorista, me llamó la atención el edificio. No esperaba que tuviera un letrero con luces de neón, pero parecía un moderno instituto de investigación. Con gran cantidad de paredes de cristal y jóvenes que circulaban por su interior con mamelucos blancos. El único personal armado que vi se encontraba en la entrada y los policías que me acompañaban.
Nos dirigimos a la recepción y desde allí nos enviaron a la sala médica, donde me realizarían un chequeo de rutina antes de mi declaración. Los pisos de los pasillos estaban pulcros y brillantes. Las suelas de mis zapatos hacían ruido al rozar sobre esa superficie.
Los policías abrieron la puerta de la sala, y allí estaba el médico, con su mameluco blanco y una sonrisa, parado junto a una butaca con un equipo especial, marca Laser 5000.
—Buenas tardes, señor Rafoll. Por favor, acuéstese aquí.
Nicolás Delacarta (Buenos Aires, Argentina) empezó a escribir en el 2023, a la edad de 56 años. Los géneros que le interesan son Sci-fi, fantasía y terror. En sus historias intenta escribir situaciones cotidianas y agregar un elemento de estos géneros que lo cambia todo. También le gusta agregar algún detalle de humor. Publica sus historias en https://nicolas-delacarta.blogspot.com/, además de Instagram (@nicolasdelacarta).
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Muchas gracias a los editores por considerar mi historia. Espero con todo mi corazón que sea entretenida para los lectores. Les deseo el mayor de los éxitos. ¡¡Hasta siempre!!