En ese momento del atardecer, con la mitad de la moneda roja desapareciendo tras los edificios, a la distancia, Gaspar no recordaba ninguno de los nombres que había tenido. El sol le hacía daño en los ojos y en la piel; lo mordía y lo lastimaba. Pero la Luna cada vez más brillante comenzaba a despertar y acicatear ese oscuro fondo en su mente y en su estómago, y hacía que se revolviera inquieto, preparado, listo para levantarse y desandar los cuatro escalones que había bajado para ver el ocaso en la terraza del edificio. Para cazar. Cuando ni siquiera sería Gaspar, León, Viktor, Klauss, Yuri, Stan, Surrendra, tantos otros nombres, a lo largo de tantos cientos de años… Sólo una sombra en un terreno baldío; un fantasma que se colaba por una ventana abierta. En la hora fuera del tiempo. Entonces oyó la puerta crujir tras él.
Como muchas otras veces, se encontró con los ojos de Melisa. Ojos enormes y cabello rubio atado en una cola de caballo; siempre vestiditos que le quedaban un poco cortos y raspaduras en las rodillas. Siempre un chupetín en la boca y un león de peluche con cabellera de lana amarilla, deshilachada y mugrienta. Siempre sola. Melisa y su mamá vivían en el último piso del edificio.
—¿Qué mirás?
Hoy ella venía descalza y el chupetín era de frutilla. Una niña muy delgada; un metro de inteligencia inocente y callejera, de gatito perdido y desconfiado.
—Se dice hola.
—Hola.
Unos ojos profundos sin edad, como los que se pueden ver en India, Afganistán, Darfour. Hoy, hace quince años, hace quinientos años.
Ella pasó por el costado de la escalerita, empujando un poco a Gaspar con el león, azotando su boca con el pompón de puntas florecidas, partidas, como un diente de león a la vera de un camino desolado. Como aquellos de Turquía, cuando la primera vez, hacía tanto tiempo. La femineidad delicada de Samira, no muchos años mayor que Melisa en ese momento. Samira, uno de los pocos nombres que flotaba especialmente nítido en el anonimato de cada atardecer desde hacía trescientos años, cada día. Samira, que de otra forma se habría ido del mundo. Ojos enormes y oscuros, profundos, sin edad; cuerpo caliente y delgado, gracia de junco o de gacela. Cómo dolía abrazarla. Dejar de abrazarla.
Melisa peinaba al león con los dedos en el medio de la terraza, y el sol se había ido, pero su cabello seguía brillando y también su piel, mojada de sudor.
—¿Qué hacés acá? ¿Ya terminaste la tarea?
—¡Recién vine!
—Pero te habrán dado tarea. ¿Ya la terminaste?
—No tengo casi nada.
—¿Y la terminaste?
Ella se encogió de hombros sin darse vuelta, y siguió peinando al león. El piso debajo de Melisa debía estar mucho más caliente que los escalones donde se sentaba Gaspar, ya a la sombra hacía rato, pero él no le sugirió que viniera a sentarse a su lado. Los moretones en el brazo izquierdo y en la pantorrilla de la niña decían mucho de ella; decían que era un gatito callejero y los gatitos callejeros son tiernos pero no indefensos. No vendría; sabía del mundo y de la gente. Por eso se había sentado tan lejos de Gaspar. Pero como todas las criaturas maltratadas y demolidas, también sabía reconocer a los suyos. Y a veces se cansaba. Y venía, una tarde sí, una tarde no, a sentarse en la terraza para ver el atardecer, con Gaspar.
—¿Tu mamá ya volvió del trabajo?
—Sí.
—¿Está haciendo la comida?
Melisa volvió a encogerse de hombros, y esta vez se puso arrancar de las patas del león pequeñas bolitas de hilo y pelusas. Después empezó a sacudirlas y las frotaba con las palmas de las manos. Tomó al león por la tela de la espalda y lo levantó por el aire revoleándolo, la cabeza convertida en una porra patética, desconsolada. Bajo los pies de Gaspar y Melisa, el suelo empezó a vibrar al ritmo pegajoso y estridente de la cumbia. Melisa se levantó y fue hacia el borde de la terraza para mirar a la calle, que hervía de gente y coches a cinco pisos de distancia, sin dejar de abrazar al león.
—Ustedes viven acá abajo, ¿no? Se ve que a tu mamá le gusta la música fuerte.
Ella no contestó. Gaspar se levantó de la escalera y fue también a la cornisa, para apoyar los muslos contra el tapial. A dos metros de Melisa; la distancia era suficiente para ver el cambio de la luz de sus ojos de celeste mediterráneo a azul marino, el color del océano inmediatamente antes de una tormenta. Samira había tenido ojos así, con esa misma expresión de alerta desbocada, la tarde que la perdió. Y todas las otras tardes, sospechaba, hasta esa misma.
Melisa había dejado de peinar al león.
—¿El novio de tu mamá es ése que le dicen el Negro? Lo vi varias veces entrando al edificio. Es plomero, ¿no?
Ella asintió en silencio, sin sonreír, sin mirarlo, oteando la vereda más abajo. Era la hora a la que unos regresaban, otros salían, y algunos se encargaban de sobrevolar las vidas ajenas sorbiendo su energía, su propósito, el néctar de sus amores y sus alegrías, para extinguirlos como la llama de una vela. Abajo, el gordo calvo de la remera a rayas, con amplios círculos de sudor en los sobacos, cruzaba la calle, entre las frenadas y los bocinazos, atropellando sin esquivar, disfrutando de la impunidad de los malvados y los indiferentes.
—Es linda tu mamá. Judith se llama, ¿no? Una vez la ayudé a meter las bolsas del supermercado en el departamento. Se le había roto una en el ascensor, y tenía un montón de naranjas dando vueltas por todas partes. Debe ser muy buena. Trabaja mucho. ¿A vos quién te cuida cuando no está?
—A veces la abuela. Vive abajo.
—Ah.
Hacía trescientos años había visto a Samira por última vez. Exactamente este día en el calendario, exactamente a esta hora, cuando el esposo y sus sicarios lo dejaron por muerto en el pajonal. Y en el instante más oscuro, había sentido sobre su cuerpo al extraño ser y el extraño dolor, los dientes que desgarraban la poca sangre que quedaba en su garganta. Hasta que no hubo más dolor. Sólo preguntas. Preguntas y tiempo que no cesaba. Bajo los pies de Melisa y Gaspar la vibración aumentó y golpes sordos atacaban, con un ritmo irregular, las paredes. Pronto empezarían las voces fuertes.
—Yo tengo hambre. Hace calor. ¿Vamos abajo a llamar al señor de la bicicleta? Te invito un helado. Salgamos de acá que el suelo está que hierve.
Melisa movió la cabeza de un lado a otro.
—Un helado nomás. Tu mamá recién llegó. No te va a llamar para comer ahora mismo. Tomamos el helado en la calle, que está bien fresco ahora que el sol ya bajó, y después te volvés a tu casa.
Melisa volvió a negar con la cabeza. Entonces los alaridos comenzaron, y Gaspar miró hacia la vereda, con el cuello duro y la boca más dura todavía. En aquel momento, resultaba menos doloroso mirar al sol del ocaso de frente que ver los ojos de Melisa, de pie a su lado; un arbolito que ve acercarse un huracán. Sería mejor tratar de abrirse paso entre las cuchilladas de los soldaditos del barrio; eran mejores el pánico y el terror, el temor a la muerte, la pelea y la sangre, que ese silencio de la niña. Melisa, llena de misterio y de fatalidad. Melisa con ojos como tifones o agujeros negros.
Un rato después, las voces concluyeron, y Gaspar contuvo lágrimas de agradecimiento, soledad y tristeza. Un minuto después, también la música se detuvo. Gaspar miró a Melisa, y nada había cambiado. Y todo había cambiado.
Gaspar estaba al rojo blanco de furia.
Y tenía Hambre. O por lo menos, valía la pena tener Hambre en ese momento.
El gordo de la remera a rayas salía del edificio y esperaba para cruzar la calle, con dos envases de cerveza vacíos bajo el brazo. El supermercado de la esquina ya había cerrado, pero había un mercadito chino abierto toda la noche, a dos cuadras, pasando la plaza. Melisa no volvería a casa hasta las dos de la mañana, cuando el gordo volviera a irse del edificio. Abrazaría el leoncito toda la noche si hacía falta. Gaspar la había oído muchas noches.
—¿Sabés qué? Yo todavía quiero el helado. Me voy a ver adónde fue el señor de la bicicleta. Después vuelvo. Si vos no estás acá, te jodiste.
Melisa lo miró, pero no respondió.
Gaspar bajó de la azotea sin prisas, tomó el ascensor y salió del edificio con calma, midiendo cada paso para que no fuera más rápido que el anterior, volviéndose uno con las paredes. Con los años ser invisible se había vuelto como respirar. El gordo caminaba adelante con insolencia, azotando a los transeúntes con la prepotencia de la grasa ganada con el sudor ajeno. Gaspar pasó junto a los borrachos tumbados frente al bar; sorteó a los adolescentes que se pasaban una botella frente a la puerta abierta de una casa, brillante de ruido y de música; sobrepasó a los dos ancianos que se hacían aire con revistas frente a su puerta abierta, que aún les dejaba ver el noticiero de la noche. El gordo seguía adelante, tropezando cada tanto con las baldosas sueltas de la vereda. Para cuando Gaspar lo alcanzó en la plaza, ya se había vuelto de nuevo lo que había sido desde hacía cientos de años. Y nuevamente, Gaspar abrazó la maldición y el alivio. En aquel momento, era bueno sentir aquello.
El gordo de la remera a rayas miró hacia atrás un par de veces sin ver a Gaspar. A su alrededor sólo había sombras inquietas, de un gris profundo, matizando la noche, cambiando de forma como las figuras de un caleidoscopio tenebroso. Estaba solo, podía asegurarlo. Una bola transparente de miedo espeso empezó a cerrarle la garganta y le hizo abrir más los ojos vidriosos, con relámpagos tibios de sangre, y acelerar el paso hacia hacia la nada frente a él, como si estuviera en plena selva presintiendo el merodear de los leones. Pero aquello no tenía sentido. Estaba solo. Caminaba cada vez más rápido y el corazón se le saltaría del pecho en cualquier momento, pero estaba solo. Las ramas de los árboles se cruzaban y cantaban tonadas cada vez más oscuras, y le dejaban caer encima montones de hojas verdes llenas de bichos y palitos. Pero estaba solo. Solo.
A la distancia sólo se oía la música de la bicicleta del heladero.
La música se oyó un rato más, mientras el gordo finalmente descubría que nunca había estado solo, que los leones eran reales, y que era tarde para correr entre los árboles, que nada lo salvaría, que la noche era el reino de los colmillos y que habría hecho bien en quedarse a cuidar a la prole, en el agobiante calor atado a la vida del verano.
Disfrutando de aquellos minutos de retirada, Gaspar volvió al edificio caminando despacio, mirando al cielo, pero no en paz. La plaza no quedaba tan cerca; Melisa no lo habría visto más que el resto de los mortales. Pero no obstante la inquietud, los pasos de Gaspar no podían evitar ser seguros y elásticos. Le era irresistible esa malsana marcha de todos los depredadores, esa vaga expectación omnipotente. Y lo encontraba detestable. Gaspar, a veces, no podía evitar el miedo.
Un palito de crema chantilly para Melisa y uno de dulce de leche para él. Esperaría ver de nuevo los ojos de Melisa, preguntándose qué pasaría detrás de esos ojos. Notaba que también él era una presa. Se preguntaría una vez más, temería una vez más, que ella decidiera una noche seguirlo o jugar en la plaza.
Una niña, sólo una niña con un arruinado león de peluche, a la que le gustaban los helados de crema chantilly.
Una niña tan pequeña.
Delicioso este cuento.