

«Yo maté a Cervantes», Iván Ávila Nieto
Agregado en 16 junio 2025 por Marcelo Huerta San Martín in 308, Ficciones
Así pues, accionó la palanca de inicio y se irguió por completo hasta quedarse totalmente quieto como una estatua.
No sabría precisar el tiempo que transcurrió desde que entró en la cápsula temporal hasta que apareció a la orilla del río Esgueva, bajo el Puente del Arco, uno de los numerosos puentes que vadeaban el ramal sur de dicho río a su paso por la capital vallisoletana. Tal vez sólo hubieran pasado unos minutos, pero el salto temporal había sido enorme, de más de quinientos años.
Dando un par de zancadas alcanzó la Calle de Santiago. El sol estaba alto en el cielo y el calor era asfixiante para esa época del año. Buscando la sombra de los aleros de las edificaciones, se dirigió hacia el cercano Rastro de los Carneros, donde se ubicaba la casa de Miguel de Cervantes.
Sin embargo, no lo encontró allí. Abrió la puerta una mujer que resultó ser Catalina de Salazar, esposa del escritor, y le dijo a Ramiro Gómez que su marido había salido. Ante la insistencia del visitante, se vio casi obligada a concretar que a esas horas, con seguridad, lo encontraría en la conocida Taberna de El Gallo, donde concurría la flor y nata de los escritores de la Corte vallisoletana.
Y hacia allí se encaminó Ramiro Gómez, dispuesto a dar por fin con el escritor alcalaíno.
La taberna de El Gallo no era el lugar más pulcro de la ciudad, ni mucho menos, pero sí el que más talento atesoraba entre sus cuatro paredes. Más incluso que cualquiera de los fastuosos palacios de la Corte vallisoletana. Allí, entre el olor a vino y el serrín del suelo, se reunían pintores y escritores de la talla de Pantoja de la Cruz, Bartolomé González y Serrano, Quevedo o Vélez de Guevara. Y por supuesto, Miguel de Cervantes.
Estaba el citado escritor componiendo unas coplillas para el gitano Saleroso, coplas que el famoso artista recitaba con asiduidad y éxito por la Corte. Las ganancias que Saleroso conseguía con sus actuaciones, las repartía posteriormente con el escritor, pues iban a medias en tan noble empresa. Y es que era aquella una asociación muy común en la época y que daba de comer a más de un aspirante al Parnaso.
Gómez fue hasta la barra y se acercó después al escritor con un cuartillo de vino en cada mano.
–¿Don Miguel de Cervantes? –preguntó Gómez, más por cortesía que por incertidumbre, pues la descripción que el propio Cervantes había hecho de sí mismo en el prólogo de las Novelas Ejemplares era bastante fiel a la realidad.
El alcalaíno detuvo la pluma, levantó la cabeza y observó al hombre que había preguntado por él, que por su aspecto, lo identificó como un bachiller o un hijodalgo.
–El mismo. ¿Quién lo pregunta?
–Un admirador de su teatro y de La Galatea, por supuesto. La Numancia, El Trato de Argel… –se apresuró a enumerar Gómez ante el inicial mutismo de Cervantes.
–Ya veo, ya. –fue todo lo que acertó a decir el escritor.
–¿En qué proyecto está enfrascado? –le preguntó entonces Gómez con fingido interés, señalando el papel que garabateaba el autor manchego.
–Unas coplillas. –apuntó el literato. –Del teatro, aunque usted lo tenga en tan alta consideración, no se vive.
–Qué injusticia, si me permite decirlo. Pues son sus obras unas de las cumbres de este siglo.
–Exagera vuesa merced. –desdeñó Cervantes, poco amigo de la adulación.
–Y ¿qué me dice de su Quijote?
El escritor se quedó lívido, estupefacto. Cómo podía aquel hombre saber aquello?
–No sé de qué me habla vuesa merced. No conozco a ningún Quijote.
–¿De veras no le suena de nada?
–No. Tal vez me haya confundido con otro autor de los muchos que frecuentan esta taberna o pululan por la Corte y me esté atribuyendo un texto que sin duda no es mío. –sin embargo, a Cervantes le delató el gesto instintivo de llevarse la mano al acero que le colgaba de la cadera.
–No, no lo creo. –dijo Gómez envalentonado, con una sonrisa maliciosa, haciendo idéntico movimiento que el escritor sobre el pomo de su espada.
–Me temo que sí. –contestó Cervantes. –Además, creo que está conversación ha llegado demasiado lejos. Habréis de saber que fui soldado…
–Lo sé.
–Id con Dios, pues. No quisiera lastimaros. –dijo Cervantes levantándose de la banqueta en la que estaba sentado, sin dejar de tocar la empuñadura de su espada ropera.
–Os espero fuera. –le retó Gómez, sin borrar la leve sonrisa que dibujaban sus labios.
–Sea.
Gómez salió de la taberna y aguardó al escritor en un callejón contiguo a la Plaza del Mercado, donde la vespertina luz del sol llegaba de forma diferida, ideal para percibir al rival sin ser cegado en ningún momento del duelo.
Allí apareció al poco el alcalaíno, que resultó ser un hombre decidido, que no se arredraba con facilidad.
El primero en ponerse en guardia fue Cervantes. Frente a él, estaba Ramiro Gómez, el retador, el viajero en el tiempo que había llegado a la Corte de Felipe III dispuesto a arrebatarle la gloria inmortal al auténtico autor de El Quijote. El usurpador adoptó una postura firme, confiado en su esgrima refinada, aprendida durante años en la más prestigiosa escuela de su ciudad natal.
El combate comenzó con cautela. Ambos duelistas medían la distancia, girando en círculo, con las puntas de sus roperas explorando la guardia del oponente. De pronto, Cervantes lanzó un rápido estocazo al pecho, pero Gómez lo desvió con un ágil movimiento de su guantelete. Aprovechando la apertura, intentó una contraofensiva con un tajo ascendente, pero el viejo soldado se retiró con gracia, a pesar de su edad.
La lucha se intensificó. Las espadas trazaban destellos en el aire, chocaban con chasquidos metálicos y cada paso medido sobre el suelo de tierra levantaba una pequeña nube de polvo. La técnica del alcalaíno era más agresiva, con fintas y ataques veloces, propia de los soldados de aquella época, los temidos tercios, mientras que Ramiro Gómez, con enorme frialdad, confiaba más en la precisión y control, en el fallo del rival y la estocada definitiva.
Finalmente, tras varios minutos de intercambio feroz y agotamiento, Gómez engañó a su rival con un amago a la derecha y, cuando Cervantes intentó responder, el viajero temporal giró su muñeca con rapidez, hundiendo su ropera en el flanco del escritor. Cervantes, retrocedió, tambaleándose, y llevándose de forma instintiva la mano al costado. Instantes después, cayó de rodillas. Incrédulo, se miraba la herida. El sudor perlaba su pálida y despejada frente. La sangre brotaba oscura con cada latido.
Ramiro Gómez observó con detenimiento cómo la vida se escapaba de los ojos del escritor. Una mezcla de culpa y triunfo se apoderó de repente de sus sentimientos, mezclándose con la adrenalina del lance. Cervantes le dedicó una última mirada perdida a su asesino y cayó de bruces al barro del callejón.
El duelo había terminado.
Después de contemplar el cadáver durante unos segundos, Ramiro Gómez se aproximó hasta el cuerpo sin vida de Cervantes y lo volteó para hurgar en los bolsillos de su ropa, hasta que dio con lo que buscaba: una llave. Rápidamente, se guardó la llave en el calzón, agarró el cadáver por los pies y lo arrastró hasta un montón de estiércol que había en el callejón, donde prácticamente lo dejó enterrado. Sin detenerse un instante, se alejó del escenario del crimen.
La tarde avanzaba y el calor se iba mitigando por momentos. A paso ligero, Ramiro Gómez llegó al Rastro de los Carneros en poco más de diez minutos. Allí se detuvo, frente a la casa de Cervantes y observó el edificio. Conocía el interior como la palma de su mano, tras horas memorizándolo en las numerosas visitas que había realizado en su presente a la que se había convertido en un museo dedicado a la memoria del escritor. Tan sólo tenía que esperar el momento adecuado para colarse en él y alcanzar el despacho del autor de El Quijote.
La oportunidad propicia se presentó media hora más tarde, cuando la mujer y la hermana del escritor salieron de la vivienda con dos cestos llenos de ropa, con dirección a los lavaderos del Pisuerga.
Ramiro Gómez aprovechó el instante para acercarse hasta la puerta principal y abrirla sin dificultad, desapareciendo como una sombra en el interior del edificio. Avanzó directamente hasta la cámara del célebre escritor y, sacando del bolsillo un mechero, la única licencia histórica que se permitió en su viaje al pasado, prendió fuego a todos los papeles que halló en el escritorio y los acercó a las cortinas de la ventana, que comenzaron a arder como la yesca. Acto seguido, salió corriendo de la casa en dirección a la cercana Puerta del Campo, por la que abandonó la ciudad a toda prisa.
A la mañana siguiente, Ramiro Gómez entró en la Capital de la Españas como si de un recién llegado a la Corte se tratara. Atravesó toda la calle de Santiago hasta llegar a la Plaza Mayor de la ciudad, donde se encontraba el convento de San Francisco. Llamó a la puerta, e instantes después, un monje abrió el portón de entrada. Tras intercambiar un protocolario saludo, Ramiro Gómez pidió hospedaje en el convento, aduciendo ser sobrino del prior del monasterio de Valbuena de Duero, dudoso hecho que el monje no se molestó en comprobar al venir precedido de unos cuantos maravedíes.
Aquella misma tarde, el viajero temporal se acercó hasta la calle de la Librería, donde se agrupaban todos los libreros, editores e impresores de Valladolid, como su propio nombre indicaba. Allí no se hablaba de otra cosa que de la muerte de don Miguel de Cervantes y el incendio de su casa.
–¿Quién le querría tan mal? –se preguntaban unos.
–No le faltaban enemigos. –discrepaban otros.
Ramiro Gómez se presentó en los establecimientos de los impresores y editores más importantes del gremio, muchos de ellos venidos de Madrid unos años atrás, siguiendo a la Corte. Llevaba su manuscrito de El Quijote bajo el brazo que, tras unas cuantas entrevistas, finalmente entregó al impresor salmantino Luis Sánchez.
–Aquí hay monedas suficientes para salvar los gastos de impresión, la Tasa y el Privilegio Real, –le dijo Gómez al impresor entregándole un saquito lleno de monedas. –así como las cédulas y permisos de la censura inquisitorial. Espero que no haya ningún contratiempo.
–No lo habrá, señor. –le aseguró Sánchez.
–Lo sé. –sonrió Gómez. –No hallarán en el libro nada que les parezca peligroso.
Una vez asegurados los trámites de publicación de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de La Mancha, había llegado el momento de volver al presente.
Ramiro Gómez salió de la imprenta de Luis Sánchez, sacó del bolsillo de su jubón el transmisor temporal y apretó el botón del mismo. Una brusca sacudida muscular hizo temblar su cuerpo, a la vez que su visión se volvía borrosa. Sintió un fuerte mareo y se desvaneció.
Despertó en el interior de la cabina de la máquina temporal que construyera su abuelo. El intenso dolor de cabeza que sentía le impidió salir del habitáculo de manera inmediata y hubo de esperar unos minutos para hacerlo, de forma torpe, tambaleándose.
En cuanto estuvo recuperado, subió las escaleras del sótano y corrió hacia su despacho. Una vez allí, se sentó frente al ordenador del escritorio y lo encendió.
Pasó algo más de dos horas frente a la pantalla del ordenador, consultando de forma frenética y compulsiva decenas de páginas y sitios web de prestigio que hablaran sobre literatura. No podía creerlo. Aquellas dos horas le habían servido para sumirse en la más absoluta desesperación; dos horas bastaron para constatar que su obra no había tenido éxito en su época y su repercusión se había perdido en los albores del tiempo. Había buscado a Ramiro Gómez como el mundialmente famoso autor de El Quijote y se había encontrado con unas cuantas reseñas brevísimas sobre una novela mediocre escrita por un autor del que no se conocía que hubiese escrito ninguna otra obra. Su Quijote, en definitiva, había pasado totalmente desapercibido, sin dejar huella en la historia de la literatura, apenas unas notas al pie de página de los manuales más exhaustivos sobre la materia. Una auténtica decepción.
Desconcertado, abatido, advirtió que incluso el propio Cervantes tenía, en el presente, más relevancia que él y era reseñado como un destacado autor del Siglo de Oro español por sus obras anteriores al Quijote, el cual nunca escribió, pues las crónicas relataban que murió en extrañas circunstancias.
Sin duda había fracasado.
Poseído por la ira, descargó un tremendo golpe contra el monitor del ordenador, que salió despedido varios metros, hasta estrellarse en una de las paredes de la habitación. De igual forma arremetió con todo lo que había encima del escritorio: una pila de libros, papeles, un portalápices y hasta una taza de café, que se hizo añicos al estamparse contra el suelo.
Gritó y gritó sin dejar de golpear la mesa libre de objetos. Pero de repente se detuvo, como si hubiese recordado algo. Abrió el cajón del escritorio y rebuscó entre los cuadernos y bolígrafos que había en su interior. Hasta que dio con lo que buscaba. Sacó entonces el pequeño revolver del calibre 22 que allí guardaba. Era un recuerdo de su padre. Jamás pensó que algún día lo utilizaría y mucho menos para lo que pensaba usarlo.
Destapó el tambor del arma y comprobó satisfecho que estaba cargada. Lo levantó y apretó contra la sien. Cerró los ojos y tembló de miedo. Un par de lágrimas resbalaron entonces por sus mejillas.
Ni siquiera tuvo valor para apretar el gatillo.
Iván Ávila Nieto nació en Valladolid el 28 de febrero de 1978. Comenzó su carrera literaria ganando dos años consecutivos el concurso de Cuentos de Navidad de su colegio. Desde entonces ha publicado artículos y relatos en varios fanzines nacionales como El Centinela, Nitecuento o Sangre y Acero. En 2002 editó, junto con otros miembros del Grupo Artístico Index, el libro de fotopoemas “A Retazos”. Ya en 2005 ganó el primer premio del III Certamen de Poesía Rafael Alberti de Valencia de Don Juan. También consiguió llegar con uno de sus relatos a la fase final de la selección del Visiones 2009.
Estudió Filología Hispánica en la Universidad de Valladolid, especializándose en literatura medieval. Declara que le encanta la ciencia ficción clásica y la fantasía anterior a Tolkien. He publicado poemas y relatos en revistas impresas y digitales como El Centinela, Sangre y Acero, La masa literaria, Alborismos, Relatos Increíbles o La cueva del lobo y participado en antologías de editoriales como El Gato Descalzo o blogs como Las palabras se las lleva el viento.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: EL TATUADOR (nº 212).
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Entretenido, interesante y bien documentado, enhorabuena al autor. Esperemos poder leer más cosas suyas.