Revista Axxón » «Un día en el Infierno», Holly Day - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESTADOS UNIDOS

Me desperté en el Infierno esta mañana.

Había tirado las cobijas a través del cuarto en mi sueño, y las paredes parecían fluctuar detrás de las líneas onduladas de calor. Me levanté y fui a tientas hasta el baño para echarme un poco de agua en la cara, o tratar de ahogarme a mí mismo o a mi cuerpo ardiente, no estoy seguro a cuál. Abrí el grifo del agua fría al máximo y me miré en el espejo. Mis ojos eran de color rojo brillante de las esquinas a los iris, como los de un demonio con resaca.

Algo caliente me salpicó la piel. Miré hacia abajo y vi que el lavabo se llenaba de sangre, sangre tan espesa que volvía todo púrpura. Rebalsó la porcelana blanca, por encima del borde, y cayó al piso. Retrocedí lentamente, tropezando con las paredes dos veces antes de poder salir.

Afuera se veía como mi viejo barrio, excepto que todo estaba caliente, caliente, caliente. Caliente como el Infierno. Así fue como lo supe. Caminé un corto tramo por la acera, con el pavimento quemando las plantas de mis pies desnudos. Una criatura que se parecía ligeramente a mi vecina, la señora Green, me saludó desde el columpio del porche, similar al porche real de la señora Green, excepto que humeaba, chispeando en los bordes cerca de los escalones, en llamas.

—¿Cómo estás, Johnny? —preguntó la cosa-señora Green. Su piel pulsaba en lugares extraños, grandes bultos aparecían en su cara como si algo estuviera tratando de salir, de salir y agarrarme. Me acerqué muy, muy cautelosamente.

—¿Qué ocurre, Johnny? —preguntó la criatura, sonriendo amigablemente. Sus gordos e hinchados labios escondían filas y filas de dientes súper afilados. Sabía que no me engañaba, pero continuó jugando conmigo. Una sonrisa burlona pugnaba por traspasar el ceño fruncido por la preocupación.

—No eres la señora Green —dije, deteniéndome en lo alto de la escalera—. Ni siquiera te pareces a ella.

—Tal vez deberías volver a la cama —dijo la criatura.

Comenzó a levantarse y pude ver que sujetaba una especie de rollo de papel, como un periódico, pero cubierto con una escritura diferente a cualquier otra que exista en la Tierra. Hizo como si fuera a pegarme con el rollo, así que me lancé contra ella, golpeándola con mis manos desnudas, haciendo girar mis puños salvajemente, por mi vida o lo que fuera que tenía en ese punto. Al principio la criatura se resistió, tratando de empujarme para meterse en la casa, pero finalmente cayó bajo mis golpes y quedó tirada, rota, en el columpio del porche, con los ojos vidriosos y un fluido negro y espeso goteando de la parte posterior de su cabeza.

—¿Qué diablos está pasando ahí afuera? —dijo una voz dentro de la casa, que sonaba parecida a la del señor Green. Me di vuelta y escapé, de regreso a mi propia casa, dejando los gritos de «¡Oh, mi Dios! ¡Martha!» detrás de mí.

Cerré de un portazo y me apoyé contra la puerta, jadeando en el calor de ese horno. Mis ojos cayeron sobre el termostato colocado en la pared. Así que el Infierno tenía sentido del humor. ¿Satanás? Así que Satanás tenía sentido del humor. Para experimentar, puse el acondicionador de aire en la potencia máxima. Como era de esperarse, sólo hizo más, más, más calor dentro de la casa.

Quise volver al baño y casi me resbalé con la inundación de sangre que había salido del grifo. Chapoteé a través del espeso líquido y cerré la llave. Una vez más el espejo probó que estaba realmente muerto. Mi piel se había vuelto de un blanco grisáceo y mi lengua estaba negra e hinchada por la putrefacción. Mis ojos ayer eran azules y ahora eran color verde pus, verde pus y rojo. Fui a la cocina y tomé un cuchillo grande. Lo clavé en mi mano, sólo un poquito, y la sangre fluyó perezosamente. Así que todavía podía sangrar. Extraño. La sangre era roja.

Llevé el cuchillo a mi dormitorio y me puse unos pantalones cortos y una camiseta. Me puse una gorra de béisbol y la empujé bien abajo, casi completamente sobre mis cejas. Mientras buscaba en el armario un par de sandalias, escuché un agudo gorjeo detrás de mí.

Había más ratas en la casa. Había colocado trampas, había llamado a los exterminadores, todo, pero siempre volvían. Una me había atacado hacía cosa de tres días, nada más había saltado de entre las sombras y se había aferrado a mi mano. Se colgó de ahí con la sangre que salía a chorritos formando un arroyuelo alrededor de su cabeza, debajo de su garganta. Logré tirarla al suelo y la pisoteé hasta que murió, pero me volví un poco más cauteloso con las pequeñas bastardas después de eso. Esta vez había dos ratas marrones bastante chicas mirándome fijamente desde abajo de la cama y cuando me di vuelta y las miré, se perdieron en la oscuridad, o quizás se escondieron entre los pliegues de las mantas, no estoy seguro. O tal vez algo debajo de la cama se las comió.

Metí el cuchillo dentro de la cintura de mis pantalones, luego reconsideré la ubicación de la hoja y opté por envolverlo en una toalla. El brillo del exterior había aumentado todavía más, así que agarré un par de anteojos oscuros a la salida para atenuar la horrible luminosidad. Las calles del Infierno estaban completamente vacías, y me pregunté si se suponía que los demonios iban a trabajar los días de semana como hacía la gente. Con mi suerte, podía ser que Satanás me diera un trabajo de oficina, clavado todo el día detrás de un escritorio haciendo una pila sisifeana de papeleo. Caminé hacia la esquina, observando cada sombra por si acaso se escondía algún monstruo allí, hasta llegar a un área pequeña del centro de la ciudad, muy parecida a la de mi viejo vecindario de cuando estaba vivo.

La tienda de comestibles rebosaba de versiones mutadas de mis vecinos, el color de la piel un poquito erróneo, los ojos un poquito más maliciosos y traicioneros que antes. ¡Oh, y los dientes! Cuando sonreían podía ver filas y filas de diminutos dientes puntiagudos que se extendían hasta el fondo de la boca. ¡Hasta el fondo! El demonio que estaba detrás del mostrador de la carne clavó los ojos en mí desde atrás de su cuchilla de carnicero, como si estuviera tratando de averiguar si me había dado cuenta de que todo era diferente, si ya sabía que estaba en el Infierno. No le di la satisfacción de devolverle la mirada. Apreté mi paquete contra el cuerpo, listo para sacar el cuchillo y embestir a la primera señal de hostilidad. A esa altura tenía una sed increíble, pero todo lo que pude encontrar fueron jarras plásticas de sangre y bilis en la sección «Agua» —otro indicio del sentido del humor de Satanás— y el hielo de la sección Delicatessen me quemó los dedos cuando lo toqué.

Ilustración: M.C. Carper

Todo el mundo en la tienda tenía los ojos clavados en mí, observando, esperando. Un demonio pequeño me señaló y murmuró algo al demonio grande que estaba junto a él, como lo haría un comandante. Retrocedí contra la pared y extraje el cuchillo. Lo agité amenazadoramente hacia el creciente gentío, y comenzaron a zumbar como abejas entre ellos, y los escuché decir «¡Él sabe! ¡Él sabe!» al menos una vez. Dos enormes criaturas vestidas con uniformes azules de guardias de seguridad se acercaron a mí desde diferentes ángulos. Me lancé sobre uno con el cuchillo, hundiéndolo profundamente dentro de su grueso pecho. Antes de que tuviera la oportunidad de arrancárselo, el otro saltó hacia adelante y me enfrentó. Le mordí el cuello, justo sobre una vena jugosa, la espesa jalea negra salió a raudales de la herida y entró en mi boca. La escupí, casi ahogado, y el demonio me soltó, gritando, sujetando con fuerza su cuello. Otros demonios avanzaron, cada uno más espantoso que el anterior, agarrando mis ropas, mi pelo. Moví mis brazos en un amplio arco y rechacé a golpes a los que podía, clavando los dientes en otros. El guardia de seguridad que había apuñalado yacía sangrando, inadvertido, tocando torpemente el mango que sobresalía de su pecho. Agarré el cuchillo y tiré tan fuerte como pude. El demonio lanzó un fuerte gemido e hizo un extraño estertor, y el cuchillo llegó flojo a mis manos, y yo estaba armado otra vez, armado contra la turba, y el demonio carnicero se escabulló de la vista y sentí su propia hoja hundiéndose en la parte posterior de mi cuello, cortando carne y huesos y nervios, y pensé:

«¿A dónde vas cuando mueres en el Infierno?»

 

 

Holly Day es una escritora independiente que vive en Minneapolis, Minnesota, con su marido y sus dos hijos. Entre sus libros de no ficción recientemente publicados se encuentran Music Theory for Dummies, Music Composition for Dummies y Walking Twin Cities.

 


Este cuento se vincula temáticamente con ¿PUEDE SER QUE A TODOS LOS MUERTOS SE LES OCURRA HABLARME HOY?, de Julio Carabelli, EL AMANTE DE LAS ESTATUAS, de Ian Watson, DIOS Y EL SR. SLATTERMAN, de Mike Resnick, NO ME QUIERO MORIR, de Alejandro Moia

 

Axxón 202 – noviembre de 2009
Cuento de autor americano (Cuento : Fantástico : Terror : Visiones infernales : Estados Unidos : Estadounidense).