Revista Axxón » «Necronautas», Terry Bisson - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

EEUU

La primera vez que morí se me abrieron los ojos. Literalmente.

Recibí una llamada de un investigador de la Duke. Me dijo que había visto mis cuadros en las revistas de la National Geographic y del Smithsonian y quería contratarme como ilustrador para una expedición que estaba planeando.

Le expliqué que era ciego y que estaba así desde hacía dieciocho meses.

Dijo que lo sabía; y que me querían por eso.

 

* * * * * * * * *

 

A la mañana siguiente, mi ex me dejó frente al Instituto de Estudios Psicológicos de la Universidad. Se puede decir mucho sobre un espacio por sus ecos, y aquel en el que entré era monótono como la sala de espera de un hospital.

La mano del doctor Philip DeCandyle era húmeda y fría, dos cualidades que no siempre van juntas. Me formo una imagen mental de los que estoy tratando, y vi a un hombre blando, excedido de peso, de casi un metro ochenta de estatura. Más tarde me dijeron que no andaba muy desencaminado.

Después de presentarse, DeCandyle me presentó a la mujer que estaba de pie junto a él como la doctora Emma Sorel. Ella era apenas un poco más baja, con una voz aguda, y un tacto frío y vacilante que me dijo que era más hábil para retirarse del mundo que para participar en él; una cualidad común en un científico pero curiosa en una exploradora. Me pregunté qué tipo de expedición podrían estar planeando estos dos.

—Estamos muy contentos de que haya podido venir —dijo el doctor DeCandyle—. Vimos el trabajo que hizo para la expedición submarina a la Fosa de las Marianas y sus pinturas demuestran que hay algunas cosas que la cámara, simplemente, no puede captar. No es sólo por un problema técnico de falta de luz. Usted pudo hacernos conocer la grandeza de las profundidades del océano, y su terror frío e impresionante.

Era él quien hablaba. Me introdujo a una forma de discurso que me pareció exagerada, casi cómica… antes de que conociera los horrores que me abriría con su llave.

—Gracias —dije, haciendo un gesto con la cabeza primero a su posición y, a continuación, a la de ella, aunque todavía no había dicho nada—. Entonces, sin duda, ustedes también saben que perdí la vista en la expedición, como consecuencia de un accidente de descompresión.

—Lo sabemos —dijo el doctor DeCandyle—. Pero también leímos la historia en el Sun y sabemos que usted siguió pintando, aun ciego. Y con gran éxito.

Era cierto. Después del accidente, me di cuenta de que mi mano no había perdido la confianza que me habían aportado casi cuarenta años de formación y trabajo. No necesitaba ver para pintar. En los artículos lo llamaron capacidad psíquica, pero para mí no era más notable que el dibujante que mira a su modelo y no a su libreta. Yo siempre había sido muy preciso en la forma de dibujar y poner los colores; el hecho de que todavía fuera capaz de sentir su forma e intensidad en mi lienzo tenía más que ver con la humedad y el olor, sospechaba yo, que con una habilidad extrasensorial.

Fuera lo que fuera, a los periódicos les encantó. Lo había discutido en varias entrevistas el año anterior, pero no le había dicho a nadie lo mal que iba mi trabajo últimamente. Un artista no es sólo un creador de belleza, sino también su principal consumidor, y yo había perdido el interés. Después de casi dos años de ceguera, había perdido todo interés en pintar escenas de mi pasado, sin importar lo notables que les pudieran parecer a los demás. Mi arte se había convertido en un truco. La oscuridad que había caído sobre mi mundo se estaba haciendo total.

—Todavía pinto, es cierto —fue todo lo que dije.

—Estamos comprometidos en un experimento único —dijo el doctor DeCandyle—. Una expedición a un ámbito aún más exótico, bello y peligroso que las profundidades del océano. Como la Fosa de las Marianas, es imposible de fotografiar, y por lo tanto nunca ha sido ilustrado. Por eso queremos que usted sea parte de nuestro equipo.

—Pero, ¿por qué yo? —le dije—. ¿Por qué un artista ciego?

DeCandyle no respondió. Su voz adquirió un nuevo tono de autoridad.

—Sígame y se lo mostraré.

Haciendo caso omiso de la horrible ironía de sus palabras, y un poco en contra de mis convicciones, lo seguí.

Con la doctora Sorel detrás de mí atravesamos una puerta y entramos en un largo corredor. Por otra puerta pasamos a una habitación más grande y más fría que la primera. Parecía vacía, pero no lo estaba. Caminamos hasta el centro y nos detuvimos.

—Hace veinte años, antes de comenzar mi tesis doctoral —dijo DeCandyle—, fui parte de una serie única de experimentos que se realizaron en Berkeley. Supongo que no está familiarizado con el nombre del doctor Edwin Noroguchi.

Sacudí la cabeza.

—El doctor Noroguchi estaba experimentando con técnicas para revivir a los muertos. Oh, nada tan dramático y siniestro como Frankenstein. Noroguchi estudió y adaptó los últimos logros en la reanimación de personas que se habían ahogado o habían sufrido ataques al corazón. Aprendiendo a inducir la muerte durante el lapso de una hora, nosotros (digo «nosotros» porque me uní a él y desde entonces he dedicado mi vida a este trabajo) comenzamos a explorar y a hacer, podríamos decir, un mapa de las áreas de existencia que se suceden inmediatamente después de la muerte. EDM, o sea, la Existencia Después de la Muerte.

Mi tía Kate, que me crió después de que murieron mis padres, me decía siempre que yo era un poco lento. Recién en este punto empecé a entender a dónde quería llegar DeCandyle. Si hubiese estado más cerca de la puerta, hubiese salido. Como estaba en medio de una habitación y no tenía una guía, comencé a retroceder.

—Utilizando técnicas químicas y eléctricas en voluntarios, pudimos confirmar las historias de quienes han sido revividos, ésas sobre sus espíritus dejando abajo sus cuerpos; sobre flotar hacia una luz; sobre un sentimiento intenso de paz y bienestar… todo científicamente investigado y confirmado. Aunque, por supuesto, no lo hemos fotografiado o documentado. No hubo manera de compartir lo que hemos descubierto con el mundo científico.

Había llegado hasta la pared, empecé deslizarme a lo largo de ella para alcanzar la puerta.

—Entonces se presentaron problemas jurídicos y de financiación, y nuestro trabajo fue interrumpido. Hasta hace poco. Con la ayuda de la Universidad y una generosa subvención de la National Geographic, la doctora Sorel y yo hemos podido continuar las exploraciones que comenzamos con el doctor Noroguchi. Y su capacidad de pintar nos permitirá compartir con el mundo lo que hemos descubierto. La última frontera inexplorada, el «País no Descubierto» sobre el que escribió Shakespeare, está ahora al alcance de…

—Estamos hablando de que ustedes se maten —le interrumpí—. Estamos hablando de matarme a mí.

—Sólo temporalmente —dijo la doctora Sorel. Fue la primera cosa que dijo; sentí su mano en mi brazo y me estremecí.

—La doctora ha estado en el espacio EDM muchas veces —dijo DeCandyle—, Y como usted puede ver… perdóneme, no quise decir eso… ha retornado. ¿Se le puede llamar verdadera muerte, si no es definitiva? Y las compensaciones son…

—Lo siento —volví a interrumpir. Mientras palpaba detrás de mí para encontrar la puerta, trataba de ganar tiempo—. ¿Qué pasa con los seguros y los derechos de autor?, mi situación económica es bastante buena.

—No estoy hablando de dinero —dijo el doctor DeCandyle. Aunque le pagaremos, por supuesto. Hay otra compensación, tal vez más importante que el dinero para usted,

La encontré. La puerta. Estaba a punto de deslizarme por ella cuando dijo las únicas palabras que podían hacerme regresar:

—En el espacio EDM usted volverá a ver.

 

* * * * * * * * *

 

A las dos de la tarde había completado mi examen físico y estaba amarrado a lo que DeCandyle y Sorel llamaban «el coche», listo para mi primera misión en el espacio EDM.

De todas las escenas del cielo y el infierno y de las regiones intermedias de las que iba a ser testigo, la que más deseaba pintar era esa habitación sin resonancias y el coche que iba a llevarme más allá de esta vida. Todo lo que tenía era la descripción del coche que me había hecho DeCandyle. Era una cabina (apropiadamente) negra, abierta y con dos asientos. La visualicé como un Corvette sin ruedas.

La doctora Sorel me amarró, mientras DeCandyle me explicaba que el panel contenía el mecanismo de choque eléctrico para la reanimación y los sistemas de monitoreo. Ella me colocó en la muñeca izquierda un guantelete con cierre de velcro, que contenía la inyección intradérmica con la mezcla química de atropina que apagaría mi sistema nervioso simpático.

Más tarde me di cuenta de que, en una astuta movida psicológica, me habían sentado a la izquierda: la primera vez que estaba en el asiento del conductor desde que había perdido la vista.

—¿Los alcanzo al cementerio? —bromeé.

—Debe hacer este primer viaje solo —dijo Sorel. Ya aprendería que ella no tenía ningún sentido del humor. Se suponía que este breve viaje de orientación (o «inserción EDM», en la jerga estilo NASA que le gustaba a DeCandyle) era perfectamente seguro; me proporcionaría la oportunidad de experimentar el espacio EDM y serviría para observar mi reacción, tanto física como psicológica, a la muerte inducida.

Sorel ajustó el cinturón por encima de mi hombro con sus manos grandes y frías, y luego oí sus pasos alejándose. Me vino la imagen de ella y DeCandyle escondidos detrás de una cortina de plomo como los técnicos de rayos X. Los sistemas de control del coche se pusieron en marcha con un leve zumbido.

—¿Listo? —preguntó DeCandyle.

—Listo. —Pero tuve que decirlo dos veces para que la palabra saliera de mi boca.

 

* * * * * * * * *

 

Sentí un ligero pinchazo en la muñeca. —Señor Ray. ¿Puede oírme ahora? —preguntó DeCandyle, que de alguna manera había adquirido un tono alto y cascado en la voz, similar al de Sorel. Traté de responder, pero no podía, me pregunté por qué hasta que me di cuenta de que la inyección estaba funcionando y el viaje comenzaba.

De que me estaba muriendo.

Sentí pánico por un instante y traté de quitarme aquello de la muñeca, pero mis reflejos fueron disminuyendo y para el momento en que el impulso alcanzó mi brazo izquierdo, ya estaba demasiado débil para retirarlo. La doctora Sorel (¿o era DeCandyle?) estaba diciendo algo ahora, pero la voz se alejaba de mí. Traté de levantar la mano de nuevo; no recuerdo si lo logré. Experimenté un súbito sentimiento de vergüenza, como si hubiera sido atrapado haciendo algo terrible, irrevocablemente equivocado, después la vergüenza desapareció. Se había esfumado. Parecía como si soplara un viento a través de la habitación, como si se hubiese abierto una nueva puerta. Mi piel se enfrió y parecía estar expandiéndose, me sentí como un globo que se infla.

En aquellos primeros momentos no tuve la experiencia de la que muchos han hablado, de flotar y mirar hacia abajo y ver sus propios cuerpos. Tal vez, a causa de mi ceguera, había perdido el impulso de «mirar» hacia atrás. Sólo era consciente de flotar hacia arriba, más y más rápido, sin deseos y sin nada que me atara a lo de allá abajo. Me sentía como disminuyendo, y eso me producía alegría, como si fuera a reducirme hasta ser el pequeño punto brillante que siempre había deseado.

Mi instinto natural, que he cultivado cuidadosamente a lo largo de los años para equilibrar mi visión artística, de alguna manera se mantenía ajeno a todo esto. No tenía objetividad. Era lo que estaba experimentando, que es sólo otra manera de decir que no había un «yo» que experimentara mi experiencia.

De alguna manera, esto me complació, como un logro.

Cuando me estaba haciendo consciente de este placer, vi la luz, un enrejado de luz, hacia el cual flotaba, como si se tratara de la superficie de un estanque en el que había estado sumergido tanto tiempo y tan profundamente como para olvidar que tenía una superficie.

¡Veía! ¡Estaba viendo! Parecía perfectamente natural, como si nunca hubiese dejado de hacerlo y, sin embargo, me llenó de alegría.

Me acerqué a la luz y me pareció que me movía más lentamente, sentí que giraba y que «miraba» hacia atrás, o «hacia abajo». Por primera vez, en un flash, recordé el coche, mi ceguera, mi vida, el mundo. Vi motas de polvo flotando en los rayos de luz y me pregunté si era eso todo lo que alcanzaría. A pesar de que estaba perplejo, iba girando hacia el enrejado de luz, que me atraía casi como una amante.

En su exposición preliminar, Sorel y DeCandyle me habían advertido de lo «frío» que era el espacio EDM, pero yo no lo sentía así. Sólo sentía asombro y tranquilidad, como la que se siente mirando un mar de nubes desde la cima de una montaña. Tal vez mi experiencia fue suavizada por el don maravilloso de la vista, o tal vez en algún lugar de mis huesos yo sabía que esta muerte no era definitiva y que pronto volvería a la Tierra.

Me volví hacia la reja de luz (¿o fue ella la que giró hacia mí?) y vi que era un despliegue de luz y más luz, sin sombras. Me bañé en ella, flotando debajo con una clase de felicidad que sólo se puede comparar con la de un orgasmo, aunque duró mucho tiempo, sin aumentar, sin disminuir, en un interminable clímax de serena alegría.

¿Era ésto, entonces, el Cielo? Ya sea que me lo preguntara en ese momento o más tarde, al reflexionar sobre ello, no tenía forma de saberlo, pues entonces la memoria y la experiencia y la anticipación eran una misma cosa para mí.

«Después» (no hay sentido del tiempo en el espacio EDM) de haberme bañado en la gloria durante lo que pareció una eternidad, me sentí empujado hacia atrás, hacia abajo, lejos de la luz. La luz retrocedía y la oscuridad de abajo estaba cada vez más cerca. Podía ver tanto hacia el frente como hacia atrás mientras caía y estaba vagamente consciente (¿o lo añadió más tarde mi memoria?) de la oscuridad que me alcanzaba, como brazos amorosos.

Y estaba ciego de nuevo. ¡Ciego! Corrí de regreso hacia la muerte —y la luz— y de repente sentí una fuerte sacudida, y la indignación que el dolor trae consigo. Aturdido aún, sentí otra sacudida. Supe después que era el sistema de electrochoque integrado al coche, trayéndome a la vida.

Fui vagamente consciente de unas manos en mi cara. Traté de levantar las mías, pero estaban atadas. Luego me di cuenta de que no estaban sujetas sino muertas.

Muertas.

Describir como «miedo» lo que sentí es subestimar la ola de terror que me invadió. Aunque algo —¿mi conciencia?, ¿mi alma?— había revivido, mi cuerpo estaba muerto. No sentía nada y no podía moverme. Mi boca estaba abierta, pero no por mi propia voluntad. No podía cerrarla.

Recién cuando traté de gritar me di cuenta de que no estaba respirando.

El tercer electrochoque llegó como un amigo: recibí con agrado la desgarradora violencia que corrió a través de mí. Sentí, por primera vez en mi vida (¿era mi vida?), que mi corazón se agitaba en mi pecho, como aferrándose, y chupaba la sangre con la avidez de un niño sollozante. Lo oí burbujear mientras se llenaba. Luego la sangre inundó mi cerebro, frío como el hielo, y oí gritar a mi alrededor.

Eran los ecos de mi propio grito.

 

* * * * * * * * *

 

Debo haber perdido la conciencia otra vez, o tal vez fue una inyección para suavizar el proceso de reingreso. Cuando desperté, estaba respirando con suavidad, relajado, acostado en una camilla de ruedas. Según mi reloj braille eran las 4:03 de la tarde, sólo dos horas después del comienzo de mi viaje.

Oí voces y me senté; alguien puso en mi mano un vaso de papel con té caliente con bourbón. Mis labios estaban entumecidos.

—La primera retrocución puede ser dura —dijo DeCandyle.

—¿Cómo se siente? —preguntó Sorel—: ¿Está con nosotros?

Me dolía todo pero asentí con la cabeza.

Así comenzaron mis viajes al Otro Lado.

 

* * * * * * * * *

 

—Esos dos tienen algo escalofriante —dijo mi ex cuando me pasó a buscar a las 5:00 de la tarde, según lo previsto.

—A mí me parecen bien —le dije.

—Ella no tiene barbilla, pero su nariz lo compensa.

—Son investigadores, no modelos —le dije—. Es un experimento en el que pinto imágenes inducidas por el sueño. El trabajo perfecto para un ciego.

Era una mentira simplificadora. No había manera de que pudiera decirle la verdad.

—¿Pero por qué un hombre ciego? —preguntó.

Mi ex es policía. A ella le debo la independencia que he disfrutado desde que quedé ciego en el accidente. Fue ella quien me trajo a casa del hospital y se quedó conmigo, viniendo a diario desde Durham, donde trabaja. Fue ella la que lidió con los contratistas y usó los recursos financieros de la liquidación del Instituto Mariana para adaptar mi estudio de la ladera de la montaña para que yo pudiera moverme en él (primero con sogas, como una marioneta, y luego en forma independiente) de la cama al baño, de la cocina al estudio, con la menor dificultad posible.

Y después fue ella la que siguió adelante con el divorcio que había estado planeando aún antes del accidente.

—Tal vez quieren a alguien que sea capaz de pintar con los ojos cerrados —dije—. Tal vez yo sea el único tonto que haría eso. Quizás les gusta mi trabajo, aunque me doy cuenta de que lo encontrarás un poco forzado…

—Deberías ver su cabello —dijo—. Está blanco en las raíces.

Salió de la carretera hasta el corto y empinado camino de acceso a mi estudio. La parte baja del patrullero raspó en los puntos altos del suelo.

—Este camino necesita arreglos.

—Será lo primero que haga en la primavera —le dije.

No podía esperar para ponerme a trabajar. Esa noche empecé mi primera pintura en casi cuatro meses, la que apareció en la portada del ejemplar «País no Descubierto» de la revista National Geographic, y que ahora se exhibe en el Smithsonian como «El Enrejado de Luz».

 

* * * * * * * * *

 

Una semana más tarde, a las 10 de la mañana, tal como estaba previsto, la doctora Sorel me recogió en mi estudio. Me di cuenta por la manija de la portezuela que conducía un Honda Accord. Es curioso cómo los ciegos vemos los coches.

—Probablemente se esté preguntando que está haciendo un ciego con una escopeta —dije. Yo estaba limpiando la mía cuando ella llegó—. Me gusta tocarla a pesar de que no la pueda disparar. Fue un regalo de la Asociación de Vida Silvestre de Outer Banks. Hice una serie de pinturas para ellos.

Ella no dijo nada. Lo cual es diferente a no hablar.

—Patos y arena —dije—. De todos modos, es plata verdadera. Es inglesa, una Cleveland. De 1871.

Encendió la radio para hacerme saber que no quería hablar. La emisora FM de la Universidad estaba tocando Funeral for Spring, de Roenchler. Conducía como alma que lleva el diablo. La carretera desde mi estudio a Durham es estrecha y sinuosa. Por primera vez desde el accidente, me alegré de no poder ver.

Decidí que estaba de acuerdo con mi ex, Sorel era espeluznante.

El doctor DeCandyle nos estaba esperando en el vestíbulo, ansioso por comenzar, pero primero tuve que pasar por su despacho para «firmar» el contrato con mi huella de voz, es decir, confirmamos nuestro acuerdo en una cinta.

Yo iba a compartir con ellos cinco «inserciones en el espacio EDM», una por semana. National Geographic (que ya conocía mi trabajo) tendría los derechos por la primera reproducción de mis pinturas. Yo iba a quedarme con las impresiones y con los originales y a recibir un pago por esa primera edición, además de un adelanto bastante considerable.

Firmé, y luego dije: —Nunca respondió a mi pregunta. ¿Por qué un artista ciego?

—Llámelo intuición —dijo DeCandyle—.Vi el artículo en el Sun y le dije a Emma (es decir, a la doctora Sorel) «Aquí está nuestro hombre». Necesitamos un artista que, digamos, no se distraiga por la vista. Que pueda captar la intensidad de la experiencia EDM sin perderse en un montón de referencias visuales. Además, francamente, entienda que necesitábamos a alguien con una reputación, por la Geographic.

—También necesitaban a alguien lo suficientemente desesperado como para hacerlo.

Su risa era tan seca como húmedas las palmas de sus manos. —Digamos «aventurero».

Sorel se unió a nosotros en la sala de camino a lo que DeCandyle llamó el «laboratorio de lanzamiento.» Por el susurro al caminar me di cuenta de que ella se había cambiado de ropa. Más tarde supe que, en nuestras «inserciones EDM», llevaba un traje de nailon como los de la NASA.

Tuve el placer de ocupar nuevamente el asiento del conductor. Esta vez, Sorel se amarró a sí misma a mi lado.

Mi mano izquierda quedó libre, pero mi mano derecha fue guiada dentro de un guante de goma dura de gran tamaño.

—El propósito de este guante, al que llamamos la «Canasta» —dijo DeCandyle—, es unir a nuestros dos viajeros EDM de manera más cercana. Hemos aprendido que a través de un contacto físico constante se mantiene una unión perceptiva en el espacio EDM. El nombre es una pequeña broma privada. Ya sabe, «Al infierno en una canasta».

—Entiendo —dije. Entonces oí un clic y me di cuenta de que no me había hablado a mí, sino a una grabadora—. ¿Cuánto tiempo durará este viaje? —le pregunté.

—Inserción —me corrigió DeCandyle—. Descubrimos que es mejor no hablar de la duración, de esa manera podemos evitar un enfrentamiento entre el tiempo objetivo y el subjetivo. De hecho, preferimos que usted no verbalice en absoluto sus experiencias, sino que las confíe estrictamente al lienzo. Lo llevaremos a su casa inmediatamente después de la retrocución, o reingreso, y no espere participar en reuniones informativas con la doctora Sorel o conmigo.

Clic.

No se me ocurrió ninguna otra cosa para preguntar. ¿Cuánto puedes desear saber acerca de cómo van a matarte?

—Bien —dijo DeCandyle. Oí sus pasos alejándose y luego escuché la cortina que se deslizaba; eso significaba que el viaje (la inserción) estaba a punto de comenzar.

—¿Lista, doctora Sorel? —El sistema de monitoreo del coche comenzó a funcionar con un leve zumbido, como un motor en punto muerto.

Sorel dijo:

—Lista. —Su mano se unió a la mía dentro del guante. Me resultó incómodo. En lugar de tomarnos de las manos, las giramos de modo que sólo se tocaban por el dorso.

—Serie cuarenta y uno, inserción uno.

Clic.

De nuevo sentí el pequeño aguijón y la repentina sensación de vergüenza, y luego llegó el viento de algún otro lugar, y yo estaba flotando una vez más hacia arriba, hacia el enrejado de luz. Esta vez, con aprensión, yo podía «ver» una forma oscura debajo que sólo podía ser el coche, con dos cuerpos horriblemente flojos, uno de ellos el mío… Pero ya me había ido. Luego, a lo lejos, vi las montañas de Blue Ridge, y más allá el Monte Mitchell, que había pintado desde todos los ángulos en todas las estaciones, aunque sabía que no era visible desde Durham. Los ciegos pierden las montañas para siempre y yo sentí un dolor agudo, y luego mi dolor, junto con mi montaña, se perdió en la luz. ¡La luz!

Una sombra se aproximó, alcanzándome desde abajo, fluyó dentro de mí y luego surgió como luz. La sentí como un otro: una presencia no muy diferente, sin embargo, una parte femenina de mí, ligada a mí como dos dedos de una mano, mientras girábamos bajo el enrejado de luz.

De nuevo sentí un dulce calor, como un orgasmo interminable, sólo que no había ese «de nuevo»: cada momento era el primero. El enrejado de luz se quedó siempre a la misma distancia, lo bastante cerca como para tocarlo, y sin embargo, tan distante como una galaxia. El Espacio era tan indistinto e indiferenciado como el Tiempo. La presencia que estaba relacionada conmigo de alguna manera duplicó mi éxtasis, me sentía —era— dos veces todo.

Entonces algo me empujó hacia abajo y estaba solo, de nuevo desconectado (¿incompleto?), girando lejos de la luz, sintiendo que el calor se desvanecía detrás. La vida desde aquí parecía tan oscura y solitaria como una tumba. Igual que antes, hubo un choque, el insulto del dolor, la agonía cuando la sangre, con su fría comprensión, corrió a… traer otra oscuridad.

—Retrocución a las cinco treinta y tres de la tarde —Clic.

Estaba en la camilla de nuevo. Sorel debía haber sido revivida (o «retrocutada») primero, porque estaba ayudando a DeCandyle. Me senté aturdido, silencioso, insensible, mientras ellos grababan mis signos vitales. Sentía familiares sus dedos y me preguntaba si nos habríamos tomado de las manos mientras estábamos muertos.

—¿Cuánto tiempo? —pregunté, finalmente.

—Pensé que no íbamos a hacer esa pregunta —dijo DeCandyle.

—Lo llevaré a casa —dijo Sorel.

Condujo aún más rápido que antes. Durante los veinte minutos de viaje escuchamos la radio —Mahler— y no hablamos. No la invité a entrar, no necesitaba hacerlo. Los dos sabíamos exactamente lo que iba a suceder.

Escuché sus pasos detrás de mí en la gravilla, en el umbral, en el suelo. Mientras me arrodillaba para encender el calefactor —el estudio estaba frío— oí la larga carrera de la cremallera de su mono. Para cuando me había dado vuelta, ella ya me ayudaba con mi ropa, silenciosa, eficiente y rápida, y su boca estaba fría; su lengua y sus pezones estaban fríos; estaba desnudo como ella y cayendo con ella en mi propia cama, desordenada y fría, del estudio, explorando ese cuerpo que era tan extraño y tan completamente familiar. Cuando entré en ella fue ella la que entró en mí: nos unimos en una forma que se me había olvidado que era posible.

¿Olvidado? Yo nunca había conocido, nunca había soñado con una pasión como esta.

Veinte minutos después ella se vistió y se marchó sin decir una palabra.

 

* * * * * * * * *

 

Mi ex vino el jueves con su novio —perdón, pareja— a dejarme algunas comidas para microondas. Él se quedó en el auto, con el motor regulando.

—¿Estás pintando de nuevo? —dijo. La oía revolviendo mis telas, aun cuando sabe que eso me molesta—. Eso es bueno. Dicen que el arte abstracto es una buena terapia.

Estaba mirando «El Enrejado de Luz», o tal vez «Rotantes». Mi ex cree que todo arte es una terapia.

—No es terapia —dije—. ¿Recuerdas el experimento? ¿Los sueños? ¿Los profesores de Duke? —Sentí un tonto y súbito impulso de explicarme con ella—.Y no es abstracto, ninguno de ellos. En los sueños puedo ver.

—Eso está bien —dijo—. Sólo que estuve chequeando a esos dos. Tengo un amigo en la oficina del decano. Ellos no son profesores. Al menos, no en Duke.

—Son de Berkeley —dije.

—¿Berkeley? Eso lo explica todo.

 

* * * * * * * * *

 

El lunes a las diez Sorel me recogió con el Honda. Le ofrecí mi mano y por el modo tentativo, casi renuente, en que la estrechó, me di cuenta de que nuestro encuentro sexual había tenido lugar en un universo diferente. Para mí estaba bien. Encontré la FM de la Universidad en la radio de la furgoneta y escuchamos a Shulgin todo el camino a Durham. «The Dance of the Dead«. Estaba empezando a gustarme la forma en que conducía.

DeCandyle esperaba con impaciencia en el laboratorio de lanzamiento.

—En esta segunda inserción vamos a tratar de penetrar un poco más profundo —dijo. Clic.

—¿Más profundo? —le pregunté. ¿Cómo se puede lograr algo más profundo que la muerte?

Él me habló a mí y a la cinta al mismo tiempo.

—Hasta el momento, en esta serie sólo hemos visto las regiones exteriores del espacio EDM. Más allá del umbral de la luz se encuentra otro reino EDM. Parece haber, también, una realidad objetiva. En esta inserción observaremos ese reino sin penetrar en él.

Clic.

Sorel entró en la habitación, reconocí el roce de su traje de nailon. Yo estaba amarrado en el coche y mi mano era guiada dentro el guante, cuando la aparté con repugnancia. Había algo allí. Fue como poner mi mano en un cubo de entrañas frías.

—La canasta contiene ahora una solución de plasma en circulación —dijo DeCandyle—. Creemos que mantendrá un contacto más positivo entre nuestros dos viajeros.

Clic.

—¿Quiere decir necronautas? —dije.

No se rió, yo no esperaba que lo hiciera. Deslicé la mano en la canasta. El material era viscoso y pegajoso al mismo tiempo. La mano de Sorel se unió a la mía. Nuestros dedos se reunieron sin torpeza, incluso con una especie de confortable, lascivo deseo.

DeCandyle preguntó:

—¿Listo?

¿Listo? Durante una semana no había pensado en otra cosa que en la intensidad, la emoción… la luz del espacio EDM. Las máquinas del laboratorio comenzaron con su suave armonía de sonidos. Parecía que eso duraría para siempre. La solución del guante comenzó a circular mientras esperaba que la inyección me librara de la prisión de mi ceguera.

—Serie cuarenta y uno, inserción dos —dijo DeCandyle.

Clic.

¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón? Mi corazón latía.

Luego se detuvo.

Pude sentir que mi sangre se aquietaba, se ponía espesa, se enfriaba. Mi cuerpo parecía alargarse; entonces, de repente, me había ido; despegándome, arriba del coche, lejos de mi cuerpo, hacia la luz.

Subía como si algo tirase de mí. No había tiempo para mirar hacia atrás, a mi cuerpo, o a las montañas. Cada vez más rápido, subíamos hacia el reino de los muertos: el espacio EDM. Subíamos, porque yo era una sombra persiguiendo otra sombra; sin embargo, juntos éramos un círculo de luz, girando en un baile armonioso. Yo deseaba a Sorel como un planeta ansía a su sol. La luz nos amaba… y nosotros girábamos, disfrutando de su dulce resplandor de clímax sin fin, llenándonos de lujuria en una desnudez tan absoluta que hasta el cuerpo habíamos dejado de lado. Me sentí como deben sentirse los dioses, sabiendo que el mundo por el que andamos a los tumbos en vida es sólo un disfraz que se quita. Nos elevamos hacia el enrejado de luz y éste se abrió ante nosotros…

Y sentí un miedo repentino. Era suave, como el frío en la parte posterior de tu cuello cuando se abre una puerta que no debe ser abierta. La luz se oscurecía a mi alrededor y la presencia al final de la punta de mis dedos se había ido repentinamente. Estaba solo. Pensé (¡sí, estaba muerto, pero «pensaba»!) que algo había ido mal en el laboratorio.

Todo estaba quieto. Estaba en una oscuridad nueva. Sólo que se trataba de una oscuridad diferente a la oscuridad de la ceguera: Aquí, de alguna manera, podía ver. Estaba solo en una llanura gris que se extendía sin fin en todas direcciones, pero en lugar de una sensación de espacio sentí claustrofobia, porque cada horizonte estaba lo suficientemente cerca como para tocarlo. El frío se había convertido en una profunda, cruel, viciosa gelidez en los huesos. Traté de moverme y la misma oscuridad se movió conmigo…

—Retrocución a las tres cero siete —decía DeCandyle; Sorel estaba golpeando mis mejillas—. Perdimos contacto —le oí decir.

Yo no estaba en el coche, estaba acostado en la camilla con ruedas. Me estaba congelando.

—Duración: ciento treinta y siete minutos —dijo DeCandyle. Clic.

Me senté y me tomé la cara entre las manos. Mis mejillas estaban frías. Las manos me temblaban.

—Lo llevaré a casa —dijo Sorel.

—¿Dónde estábamos? —le pregunté, pero ella no me contestó.

En cambio, manejó más y más rápido.

Mi estudio estaba frío y me arrodillé para encender el calefactor. Manipulé torpemente los fósforos húmedos, temiendo que ella se fuera, hasta que sentí su mano en la parte de atrás de mi cuello. Ya estaba desnuda, tirando de mí hacia la cama, hacia sus rotundos, tersos, fríos pechos; hacia los muslos abiertos. En su vientre, tan gélido y dulce como su boca, olvidé el frío que había sentido.

¡Qué retrógradas son nuestras metáforas sobre el romance! Porque es la carne, despreciada en la canciones durante tantos siglos, la que lleva al espíritu hacia la luz.

Debajo de nuestra desnudez descubrimos todavía más desnudez, entrando y abriéndonos uno al otro, hasta que juntos nos elevamos como las criaturas que no pueden volar solas, sólo unidas; la carne desnuda yendo a donde nuestros espíritus desnudos habían estado apenas unas horas antes. Lo que hicimos fue más que el amor.

—¿Lo sabe? —le pregunté después, cuando estábamos descansando en la oscuridad.

Me gusta la oscuridad, iguala las cosas.

—¿Saberlo? ¿Quién?

—DeCandyle. ¿Quién si no?

—Lo que hago no es asunto suyo —dijo—.Y lo que él sabe, no es de tu incumbencia.

Fue el final de nuestra primera y más extensa conversación. Dormí durante seis horas y cuando me desperté, ella se había ido.

 

* * * * * * * * *

 

—Resulta que tengo un amigo en Berkeley también —dijo mi ex cuando llegó el jueves a dejarme algunos alimentos para microondas. Los policías tienen amigos en todas partes, por lo menos piensan en ellos como amigos—. DeCandyle estaba en la escuela de Medicina hasta que lo expulsaron por vender drogas. La otra estaba en Literatura Comparada pero la expulsaron durante el tercer año. Todo muy en silencio, pero parece que ella estaba usando drogas para reclutar estudiantes para hacer experimentos. Incluso creo que hubo una muerte de por medio. Tengo otro amigo que está comprobando los archivos policiales.

—Bla, bla, bla y bla —le dije.

—Sólo te estoy dando los hechos, Ray. Lo que hagas con ellos, en todo caso, es cosa tuya.

De nuevo estaba revisando mi pila de lienzos.

—Me alegra ver que de nuevo estás haciendo montañas. Era lo que vendías mejor. ¿Y qué tenemos aquí? ¿Pornografía?

—Según los ojos de quien lo mire —dije.

—Tonterías. ¿No crees que esto es un poco… ginecológico para Natural Geographic? Sé que ellos muestran tetas y todo eso, pero…

—Es National —dije—.Y hazme un favor… —Moví la cabeza hacia su compañero, que estaba de pie junto a la puerta, pensando estúpidamente que si permanecía inmóvil no me daría cuenta de que estaba allí—. Ya que tú y tu novio están jugando al sargento Friday, te pido que me investigues otro nombre.

 

* * * * * * * * *

 

El lunes iba a entregar el primer lote de pinturas de la serie. DeCandyle envió una camioneta contratada a buscarme. Yo sabía que el conductor era un predicador local de los que ponen bombas en las clínicas de abortos. Tuve cuidado de mantener las pinturas cubiertas mientras las cargaba.

—He oído que está trabajando con los Doctores del Infierno —dijo.

—No sé de qué está hablando. Estoy haciendo un tratamiento —mentí—. Soy ciego, ¿sabe?

—Como quiera —dijo—. Oí que están enviando al Infierno a un hombre y a una mujer. Algo así como los nuevos Adán y Eva.

Él se echó a reír. Yo no.

 

* * * * * * * * *

 

—Magnífico —dijo DeCandyle cuando desembaló las pinturas en su despacho—. ¿Cómo puede hacerlo? Podría entender la escultura al tacto, pero ¿pintar?, ¿colores?

—Sé cómo se ve mientras estoy trabajando —dije—. Después, cuando se seca, ya no. Si quiere una teoría, la mía es que los colores tienen olor; olores con un tono muy alto para la mayoría de las personas. Así que yo sería como el perro que oye un silbato ultrasónico. Por eso mis cuadros son al óleo; jamás uso pintura acrílica.

—Así que usted no está de acuerdo con el artículo del Sun, de que es una habilidad psíquica.

—Como científico, usted no creerá esa basura.

—Como científico —dijo DeCandyle—, ya no sé qué creer. Pero vayamos a trabajar.

Había algo diferente en los ecos del laboratorio de lanzamiento. Me condujo directamente a la camilla y me ayudó a subir.

—¿Dónde está el auto? —protesté.

—Prescindiremos de él durante el resto de esta serie —dijo DeCandyle. Supe por el clic que hablaba para su grabadora además de para mí—. En esta inserción comenzaremos a emplear la cámara T-F, o Tejido Frío, desarrollada cuando estuve en Europa. Nos permitirá penetrar aún más profundamente en el espacio de la EDM.

Clic.

—¿Más profundamente? —Me asusté; no me gustaba estar acostado—. ¿Voy a estar muerto más tiempo?

—No necesariamente —dijo DeCandyle—. La cámara enfriará mucho antes el tejido madre, permitiendo una penetración más veloz en la EDM. Esperamos que en esta inserción se pueda cruzar la barrera del umbral.

Clic.

Con «tejido madre» se refería al cadáver.

—No me gusta esto —dije, incorporándome en la camilla—. No está en el contrato.

—Su contrato estipula cinco inserciones en la EDM —dijo DeCandyle—. Sin embargo, si usted no desea ir…

En aquel preciso instante, Sorel entraba en la habitación con su mono. Percibí el roce del nailon entre sus piernas.

—No dije que no quiero ir —dije—. Sólo quiero…

Pero ya no sabía lo que quería. Volví a tumbarme y ella se acostó a mi lado. Oí el ruido de la conexión de los tubos. Guiada por la de ella, mi mano se deslizó dentro de la pasta fría y olorosa de la manopla. Nuestros dedos se encontraron y se entrelazaron. Eran como adolescentes encontrándose en secreto, cada uno con su pequeña libido.

—Serie cuarenta y uno, tercera inserción —dijo DeCandyle.

Clic.

La camilla rodó hasta que entramos en una pequeña cámara. Más que oírla, sentí que se cerraba una puerta justo atrás de mi cabeza con un suave clic. Entré en pánico, pero Sorel apretó mi mano y el aire se llenó de olor a formaldehído y atropina. Me sentí caer… no, ascender, con Sorel, enlazados, con las manos unidas, hacia la luz. Esta vez íbamos más lento, y vi nuestros cuerpos girando, tan desnudos como el día en que nacimos. Alcanzamos el enrejado de luz, que se abrió, rodeándonos como una canción.

Y ya no estaba.

Todo alrededor era oscuridad gris.

Estábamos en el Otro Lado.

No sentía nada. Pero la nada me llenaba. Estaba congelado.

La presencia de Sorel tenía ahora una forma. Ella, que había sido toda luz, era toda carne. Me resulta imposible describirla aunque la pinté varias veces. Tenía piernas, pero estaban curiosamente segmentadas; tenía pechos, pero no los pechos que conocían mis labios y mis dedos. Las manos eran romas; el rostro estaba en blanco; sus caderas y lo que sólo puedo llamar su mente tenían la blancura del hueso. Se movía alejándose en la distancia gris y yo me moví con ella, aún enlazados «mano» en «mano».

Sentí —supe— que hasta entonces había estado en un sueño y que sólo eso era real. El espacio que me rodeaba era un gris vacío e infinito. La «Vida» había sido un sueño. Eso era lo único que existía.

Flotaba a la deriva. Parecía tener de nuevo un cuerpo, pero no estaba bajo mi control. Durante horas, centurias, eternidades, flotamos por un mundo tan pequeño como un ataúd, que sin embargo no acababa nunca. Su centro absoluto era un círculo de piedras. Seguí a Sorel hacia abajo, en dirección a aquel lugar. Había algo —o alguien— en su interior.

Esperando.

Ella cruzó las piedras en dirección al Otro, arrastrándome consigo. Yo retrocedí, luego me alejé, lleno de terror. Porque había tocado la piedra. No había nada real allí, pero yo había tocado la piedra. De pronto comprendí que estaba despierto porque todo estaba a oscuras, y yo ya no veía.

A mi lado estaba el cuerpo de ella; su mano muerta enlazada con la mía. Nunca me había despertado —retrocutado— antes que Sorel. Levanté la mano izquierda con miedo, tanteando hasta tocar la tapa de mi ataúd ahí donde sabía que estaba. Era de porcelana o de acero, no de piedra. Pero fría como una piedra.

Quise gritar pero no había aire. Antes de que pudiera gritar, sentí la sacudida y me hundí en otra oscuridad más oscura.

 

* * * * * * * * *

 

—Lo que usted palpó fue el techo de la cámara T-F —estaba diciendo DeCandyle—. Le permite permanecer en el espacio de la EDM sin daños al tejido madre. Y con el enfriamiento ultrasónico de la sangre, cruzar directamente al Otro Lado.

Era la primera vez que oía la expresión, aunque sabía exactamente qué significaba.

Alguien me estaba apretando la mano; era Sorel. Seguía muerta. Yo estaba tumbado en la camilla, que se movió sobre sus ruedas cuando quise sentarme.

Me estremecí al recordarlo.

—Antes de tocar la tapa, cuando aún estaba muerto, toqué una piedra.

DeCandyle continuó diciendo:

—Al parecer, existen zonas dentro del espacio de la EDM cuya accesibilidad depende de los campos eléctricos residuales del tejido madre. —Esperé el clic, pero no llegó y comprendí que estaba hablando sólo conmigo—. Existe una polaridad magnética en el cuerpo que se mantiene varios días después de la muerte. Queremos saber qué ocurre cuando decae el campo eléctrico. La cámara T-F nos permite explorarlo sin esperar una mortificación real de la carne.

Mortificación.

—Así que hay muertos, y hay más que muertos.

—Algo parecido. Permítame llevarlo a casa.

Yo seguía sosteniendo la mano de Sorel. Me costó liberar los dedos.

 

* * * * * * * * *

 

No pude dormir. El horror del «Reino Gris» (como lo llamé en uno de mis cuadros) volvía una y otra vez. Me sentía como un hombre en medio del Amazonas, temeroso de continuar pero con miedo de retroceder, pues no importa qué horrores lo aguardaban adelante, conocía bien el horror que dejaba atrás. La Isla del Diablo de la ceguera.

Deseaba a Sorel. Se dice que los ciegos somos virtuosos de la masturbación, quizá porque nuestra imaginación tiene práctica en evocar imágenes. Más tarde, encendí las luces y me puse a pintar. Siempre trabajo con luz. La pintura es una colaboración entre el artista y sus materiales. Sé que la pintura adora la luz, y me imagino que al lienzo al menos le gusta.

Pero no sirvió. No podía pintar. Hasta después del amanecer, en medio del estridente ruido de los pájaros que despertaban, no comprendí qué era lo que me perturbaba.

Estaba celoso.

 

* * * * * * * * *

 

Mi ex vino un día antes (me pareció) a traerme la comida para microondas.

—¿Dónde has estado? —preguntó—. Te estuve llamando todo el día.

—El lunes en la Universidad, como siempre—respondí.

—Hablo del martes.

—¿Ayer?

—Hoy es jueves, perdiste un día. De todos modos, nos impactó un hallazgo interesante sobre tu otro nombre. Noroguchi existió, era profesor en la Facultad de Medicina de Berkeley, nada menos. Es decir, hasta que lo mataron.

Pude oír que se movía entre mis cuadros mientras esperaba mi respuesta. Me imaginaba su media sonrisa.

—¿No quieres saber quién lo mató?

—Déjame adivinar —dije—. Philip DeCandyle.

—Ray, siempre he dicho que deberías haber sido policía —dijo—. Te tomas todo en broma. Homicidio. Negoció homicidio en segundo grado. Pasó seis años en San Rafael. La horripilante fue su cómplice, pero ella no fue a la cárcel.

—Creí que habías dicho que los dos eran horripilantes.

—Ella lo es más. ¿Sabes que sus tetas son de diferente tamaño? No me contestes. ¿Sabes que hay una tela vacía en la pila de los cuadros terminados?

—Está bien allí —dije—. Se llama El Otro Lado.

 

* * * * * * * * *

 

El lunes, fue DeCandyle quien me recogió con el Honda.

—¿Dónde está Sorel? —pregunté. Tenía que saber. Aunque estuviera muerta quería estar con ella.

—Está bien. Nos aguarda en el laboratorio.

—Me muero por verla —dije. No esperaba que se riera y no se rió.

Conducía con una lentitud exasperante. Yo echaba de menos la velocidad de Sorel, que me dejaba sin aliento. Le pedí que me dijera algo de Noroguchi.

—El doctor Noroguchi murió durante una inserción; es decir, falló la retrocución. Me acusaron a mí. Pero tengo la impresión de que ya ha oído la historia.

—Y aún está allí.

—¿Dónde si no?

—¿Por qué él? Millones de personas han muerto y no las vemos.

—¿Han visto a Edwin? —DeCandyle detuvo el coche y se sintió un chirrido de frenos cuando alguien estuvo a punto de chocarnos por detrás. Luego apretó el acelerador—. No sabemos por qué —dijo—. Parece que la conexión persiste cuando ha sido muy fuerte. Emma y él fueron compañeros en muchas inserciones. Demasiadas. Emma está convencida de que es posible llegar a mayor profundidad para encontrarlo.

—¿Y traerlo?

—Desde luego que no. Está muerto. Edwin insistía continuamente en alcanzar mayor profundidad, aunque entonces no disponíamos de la cámara T-F. Ahora es Emma la que está obsesionada. Es peor que él.

—¿Ellos fueron…?

—¿Fueron amantes? —No era lo que iba a preguntar, pero sí lo que quería saber.

—Cerca del fin, lo fueron —dijo. Rió, una pequeña risa amarga—. No creo que supieran que yo lo sabía.

 

* * * * * * * * *

 

Al llegar al Instituto percibí unos ruidos rítmicos y un crujido de grava que no me resultó familiar.

—Entramos por atrás —dijo DeCandyle—. Tenemos manifestantes en el frente, porque un predicador local les ha dicho a los nativos que estamos tratando de duplicar la Resurrección en el laboratorio.

—Siempre tan retrógrados —dije.

Cruzamos una puerta lateral que conducía directo al laboratorio. Me senté en la camilla esperando el roce del mono de nailon entre las piernas de Sorel. Sin embargo, lo que oí fue el rodar de unas cubiertas de goma y el leve ruido de unos rayos.

—¿Estás en una silla de ruedas?

—Temporalmente —respondió.

—Tromboflebitis —dijo DeCandyle—. La sangre se coagula cuando se queda quieta en las venas demasiado tiempo. Pero no se preocupe; ahora el fluido de la cámara T-F contiene un anticoagulante.

Nos acostamos juntos, uno al lado del otro. Mi mano encontró el guante, que estaba entre nosotros. ¿Se estaría poniendo en mal estado la solución? Percibí un curioso olor. La mano de Sorel encontró la mía y nuestros dedos se unieron con la misma lascivia tierna de siempre, excepto que…


Ilustración: Ferrán Clavero

Ella había perdido un dedo. No, dos.

Muñones.

La mano me tembló; sentí el impulso de retirarla, pero dentro de la manopla ya había comenzado a gorgotear el fluido y rodamos hacia delante. Luego nos detuvimos.

—¿Listos?

—Listos.

Una parte de mí estaba atemorizada; otra parte, impactada por la impaciencia con la que una tercera parte deseaba la muerte. Rodamos de nuevo y entramos con los pies por delante al aire frío y ligeramente acre de la cámara. Una puerta se cerró detrás de mi cabeza. Antes de que entrara en pánico, los dedos de Sorel encontraron los míos y los confortaron, abriéndolos como pétalos. Sentí el pinchazo. Mi corazón se detuvo como cuando se apaga un televisor.

O se enciende. Comencé a ascender cada vez más rápido a través de un calidoscopio de colores. No tuve la sensación de flotar, no miré atrás, no gocé del enrejado de luz; los familiares esplendores del espacio de la EDM desaparecían casi sin darme tiempo a vislumbrarlos. Penetramos en la otra oscuridad.

El Otro Lado.

Se extendía a nuestro alrededor interminablemente, y sin embargo nos encerraba. El «cielo» estaba a la altura de la tapa de un ataúd. Sorel y yo nos movíamos rígidos, dejándonos arrastrar; ya no espíritu, sino únicamente carne. Era un muerto consciente. Noté sus nalgas, la carne de sus brazos, que estaba estriada como la piel de un hongo, y el olor frío a insecto cuando empezamos a rodear los pilares de piedra que sostenían el bajísimo techo. No pareció que nos aproximáramos cuando rodeamos Los círculos (el nombre que les daría en un cuadro). Giraban lentamente en el centro de nuestra inmovilidad, como un sistema de estrellas de piedra. De nuevo alguien, Otro, aguardaba en su interior. Debajo del enrejado de luz no se percibía el transcurso del tiempo, quizá porque el espíritu (a diferencia del cuerpo) se movía a la velocidad exacta del tiempo; pero aquí, en el Otro Lado, el tiempo no nos arrastraba en su corriente. No existía movimiento. Cada eternidad estaba contenida en otra, y los momentos ya no eran una corriente, sino un estanque: círculos concéntricos que no iban a ninguna parte.

Había otras diferencias. En el espacio de la EDM, aun estando muerto, yo sabía que estaba vivo. Aquí sabía que estaba muerto. Que aun estando vivo estaba muerto, y que siempre había estado muerto. Que aquella era la realidad hacia la que todo lo demás fluye pero de la que nada sale. Que era el fin de todas las cosas.

Mi terror no disminuía, aunque tampoco aumentaba: un tranquilo pánico llenaba todas las células de mi cuerpo como sangre que no circula. Sin embargo, no estaba conmovido; veía mi propio sufrimiento tan desapasionadamente como un niño que observa un bicho que se quema.

Sorel estaba pálida como la muerte. Estaba algo más cerca de los círculos y cuando quiso alcanzarlos, se encontró con la piedra. Se volvió hacia mí y su rostro estaba inexpresivo, con una mirada de calavera. Mi mirada no fue distinta, nuestra nada era absoluta. Estábamos cerca de las piedras verticales y a través de ellas pude percibir una figura. Él (porque era un él) le hizo señas, y Sorel cruzó entre las piedras. Yo retrocedí y entonces toqué la piedra (más fría que el frío) y estaba con ella de nuevo. Estábamos dentro de los círculos los tres, y era como si hubiéramos estado allí siempre. Seguíamos a Noroguchi (era él, seguramente) hacia una especie de laguna negra que crecía. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para detenerme. Me di vuelta, y esta vez Sorel, con su rostro blanco como el hueso, se volvió conmigo.

Me desperté en la oscuridad, la ciega oscuridad del mundo.

Toqué la tapa de nuestro ataúd. Era de porcelana suave y fría. Percibía en mi mano la mano de Sorel, con el férreo apretón de los muertos. No sentí pánico, sino paz.

Hubo una sacudida, luego otra, y la oscuridad cayó sobre la oscuridad, y todo quedó en calma.

 

* * * * * * * * *

 

—Hicimos contacto —oí que decía Sorel. Yo estaba contento. ¿O no?

Estaba en la camilla. Me senté. Mis manos estaban en llamas, en especial las yemas de los dedos.

—El dolor es a causa del retorno de la sangre —dijo DeCandyle—. Han estado en el espacio de la EDM durante más de cuatro horas.

Era raro que me dijera espontáneamente la duración. Además, no hubo un clic. Me di cuenta de que me estaba mintiendo.

—Lo llevaré a casa —dijo Sorel. Su voz sonaba débil y lejana como cuando estamos muriendo—. Aún puedo conducir.

Era por la mañana. Puede que el amanecer no «surja como un trueno», como decía Kipling, pero tiene un sonido. Bajé la ventanilla del Honda y me sumergí en el aire frío, dejando que el nuevo día cubriera los horrores nocturnos como una capa de pintura fresca.

Pero el horror se empeñaba en volver.

—Estuvimos toda la noche.

Sorel rió.

—Más bien dos —dijo. Era la primera vez que oía su risa. Parecía feliz.

Se detuvo en la entrada de mi estudio pero dejó el motor encendido. Alcancé la puerta y giré la llave.

—Entraré si quieres —dijo—, pero tendrás que ayudarme en la puerta.

La ayudé. Podía saltar bien en una sola pierna. Bajo su mono de nailon de la NASA me sorprendió descubrir una delicada lencería de seda con encaje en la entrepierna. Por el tacto deduje que era blanca. Una de sus piernas estaba hinchada como una morcilla. La piel estaba rígida y fría.

—Sorel —dije. No podía llamarla Emma—. ¿Quieres traerlo de regreso o quieres ir con él?

—No hay regreso —dijo—. Nadie vuelve.

Colocó mi mano en los muñones de sus dedos, luego en sus labios fríos, luego entre sus muslos helados.

—Entonces quédate aquí conmigo —dije.

Nos tocamos con torpeza, con los labios y dedos entumecidos.

—No me quites el sostén del todo. —Se bajó una de las copas. El pezón estaba frío, pegajoso, dulce. Demasiado dulce—. Es demasiado tarde —dijo.

—Entonces llévame contigo —pedí.

Ese fue el fin de nuestra última conversación.

 

* * * * * * * * *

 

—Una especie de Stonehenge —dijo mi ex el jueves, cuando vino a traerme la comida para microondas. Estaba hurgando entre mis cuadros una vez más—. ¿Y esto qué es? Dios mío, Ray, una cosa es la pornografía, pero esto, esto es…

—Ya te lo he dicho, son imágenes tomadas de los sueños.

—Peor todavía. Espero que no se lo muestres a nadie. Va contra la Ley. ¿Y qué es ese olor?

—¿Olor?

—Como a algo muerto. Tal vez un mapache, o algo así. Tengo que decirle a William que revise debajo del estudio.

—¿Quién es William?

—Sabes perfectamente bien quién es William —respondió.

 

* * * * * * * * *

 

El sábado por la noche me despertaron unos golpes en la puerta del estudio.

—DeCandyle, son las dos de la madrugada —dije—. Se supone que no teníamos que vernos hasta el lunes.

—Lo necesito ahora mismo —dijo— o no habrá un lunes. —Me metí en el Honda con él. Aún en una emergencia manejaba con mucha lentitud—. No puedo retrocutar a Emma, ya lleva más de cuatro días en el espacio de la EDM. Nunca ha estado tanto tiempo. El tejido madre comienza a deteriorarse. Hay excesivos signos de morbidez.

«Está muerta», pensé, «pero este tipo no se atreve a decirlo».

—La he dejado ir demasiado a menudo —dijo—. La dejé ingresar demasiado tiempo. A demasiada profundidad. Pero ella insistía; se ha convertido en una mujer obsesionada.

—Pise el acelerador o nos golpearán de atrás. —No quería oír nada más. Puse la radio y escuchamos Carmina Burana, una ópera sobre un atajo de monjes cantando camino al Infierno.

Parecía apropiado.

 

* * * * * * * * *

 

DeCandyle me ayudó a subir a la camilla y sentí el cuerpo a mi lado, hinchado y rígido. Enseguida me acostumbré al olor. A tientas, con un sentimiento de temor, deslicé la mano dentro de la manopla.

Su mano dentro del guante se sentía blanda como un queso viejo. Por primera vez sus dedos yacían pasivos y no buscaron los míos. Desde luego… estaba muerta.

Yo no quería ir. De pronto, desesperadamente, no quería ir.

—Espere —dije, aunque mientras lo decía sabía que no me serviría de nada. Me estaba enviando tras ella. La camilla ya estaba rodando y la pequeña puerta cuadrada se cerró con un suave clic.

Entré en pánico. Mis pulmones se llenaron con el olor ácido de la atropina y el formaldehído. Sentí que mi mente se encogía y se volvía dócil. Dentro de la manopla, sentía mis dedos diminutos, miserables, solitarios, hasta que encontré los de ella. Esperé palpar más muñones, pero sólo había dos. Me mantuve inmóvil, esperando como un amante el pinchazo que me… ¡Oh! Por fin floté libre hacia la luz y vi el sombrío laboratorio y los coches como luciérnagas en la carretera y las montañas a la distancia, y comprendí, impactado, que estaba absolutamente consciente. ¿Por qué no había muerto? El enrejado de luz se apartó a mi paso como una nube y de pronto estaba de pie en el Otro Lado, solo. No, ella estaba a mi lado. Con el Otro. Los tres derivamos en la corriente y el tiempo trazó un bucle sobre sí mismo. Siempre habíamos estado allí.

¿Por qué había tenido miedo? Era tan fácil. Estábamos dentro de los círculos de piedra, que formaban un anillo en el horizonte en todas las direcciones, muchas, muchas piedras. Tan cerca que podían tocarse y al mismo tiempo tan lejanas como las estrellas que yo apenas recordaba… y a mis pies, el agua negra y quieta.

Plena oscuridad, pero sin estrellas, en el Otro Lado.

Me movía. El agua estaba quieta. Entendí entonces (y lo entiendo ahora) lo que quieren decir los físicos cuando afirman que todas las cosas del universo están en movimiento, girando alrededor de todo lo demás, porque yo estaba en el agua negra y tranquila, en el centro de todo: la única cosa que no se movía. ¿Era una realidad subjetiva u objetiva? No tenía importancia. Era lo más real que me había ocurrido en la vida y no me ocurriría nunca más.

Por cierto, no había dicha. Ni tampoco temor. Nos llenaba una nada fría, absoluta. Yo había estado allí siempre y estaría allí para siempre.

Sorel está frente a mí, y frente a ella está el Otro, y volvemos a movernos. A través del agua negra. Cada vez más hondo. Es como si me viera a mí mismo alejarme y hacerme pequeño.

No es un sueño. Noroguchi se hunde. Sorel se achica siguiéndolo adentro del agua negra, y entonces comprendo que abajo hay otro mundo, y otros mundos debajo de ése, y este conocimiento me llena de una desesperación tan profunda como mi miedo.

Y estoy retrocediendo, lleno de terror, arrancando mi mano de la de Sorel, aunque ella me atrae hacia sí. Luego ella se sumerge también.

Se ha ido.

Levanto las dos manos y toco la tapa del ataúd. Mi mano fuera de la manopla gotea plasma frío sobre mi rostro. Estoy gritando sin sonido y sin aire.

Luego la sacudida, y la cálida oscuridad. Retrocución. Al despertar, me sentí tan frío como nunca.

DeCandyle me ayudó a sentarme.

—¿No salió bien?

Lloraba, porque lo sabía.

—No —dije. Mi lengua estaba hinchada y con el mal sabor del plasma. La mano de Sorel aún se hallaba en la manopla, la saqué y me llevé entre los dedos su piel, que se desprendió como la de una fruta podrida. Afuera se oían los cánticos de los manifestantes. Era la mañana del domingo.

 

* * * * * * * * *

 

Aquello fue hace dos meses y medio.

DeCandyle y yo esperamos a que los manifestantes se fueran a la iglesia, y entonces me llevó a casa.

—Los he matado a ambos —dijo, lamentándose—. Primero a él y ahora a ella, luego de veinte años. Ya no queda nadie que pueda perdonarme.

—Ellos lo querían, y lo utilizaron a usted. —dije. También me habían utilizado a mí.

Le pedí que me dejara en la entrada. Estaba harto de él, de su autocompasión, y quería caminar solo hasta el estudio. No pude pintar. No pude dormir. Aguardé todo el día y toda la noche, con la irracional esperanza de sentir la frialdad de su tacto en la nuca. ¿Quién dijo que los muertos no pueden andar? Pasé la noche entera recorriendo el estudio. Tuve un sueño en el que ella volvía a mí, desnuda y resplandeciente, inmensa y absolutamente mía. Desperté y permanecí tumbado escuchando los sonidos que entraban por la ventana semiabierta sobre mi cama. Es asombroso cuánta vida hay en los bosques, incluso durante el invierno. Los detesté.

 

* * * * * * * * *

 

El miércoles siguiente recibí una llamada de mi ex. Habían encontrado el cuerpo de una mujer en el Instituto de Estudios Psicológicos y cabía la posibilidad de que me llamaran para identificarlo. Habían detenido al doctor DeCandyle. Además, podían convocarme para atestiguar contra él.

Pero no me llamaron nunca. La policía no tiene mucho interés en la identificación que pueda hacer un ciego.

—En especial cuando lo que busca la Universidad es echar tierra sobre todo el asunto —dijo mi ex mujer.

—Y sobre todo con un cuerpo como éste, erráticamente descompuesto —añadió el novio.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo un amigo en la oficina del forense, y él empleó la palabra «errático». Dice que nunca ha visto un cadáver tan extraño; algunos órganos estaban completamente descompuestos y otros casi frescos; como si la occisa hubiera muerto por etapas, a lo largo de varios años.

A los policías les encantan las palabras como «occisa» y «cadáver». Ellos, los médicos y los abogados son los únicos que todavía hablan en latín.

Sorel recibió sepultura el viernes. No hubo funeral, sólo un breve trámite al pie de la tumba para firmar los documentos apropiados. La enterraron en la parte del cementerio que se reserva a los miembros amputados y los cadáveres utilizados en la Facultad de Medicina. Resultaba extraño llorar a una persona a la que había conocido mucho mejor de muerta que de viva. Me pareció más bien una boda. Cuando olí la tierra y la oí caer sobre la tapa del ataúd, tuve la impresión de estar entregando a la novia.

DeCandyle se hallaba presente, esposado al novio de mi ex. Se lo habían permitido por ser el pariente más cercano.

—¿Cómo es eso? —pregunté.

—Era su esposa —dijo mi ex mientras me conducía a su coche para llevarme a casa—. Se casaron cuando eran estudiantes. Estaban separados, pero nunca se divorciaron. Yo creo que ella se largó con el japonés. El que mató primero. ¿Ves cómo encaja todo? Es lo lindo que tiene el trabajo de policía, Ray.

 

* * * * * * * * *

 

Ustedes ya conocen el resto de la historia, sobre todo si están suscritos a la National Geographic. El artículo fue candidato al premio Ballantine. Las primeras imágenes del otro lado, el lejano reino, el País no Descubierto, como dijo Shakespeare. DeCandyle hizo lo suyo en la revista People:

 

El Magallanes de la Estigia habla desde su celda

 

y mi muestra en una galería neoyorquina fue un éxito enorme. Pude vender, a un precio astronómico, una edición limitada de reproducciones impresas, y doné las pinturas al Smithsonian (a cambio de una generosa reducción de impuestos).

Mi ex y su novio me recogieron en el aeropuerto de Raleigh-Durham a mi regreso de Nueva York. Se iban a casar. El novio había buscado debajo de mi estudio, pero no había encontrado nada. Ella estaba embarazada.

 

* * * * * * * * *

 

—¿Qué es eso que he oído sobre tus dedos? —me preguntó mi ex cuando me llamó el jueves pasado. Ya no tenía tiempo para venir a mi casa, y me cocinaba una señora de la zona. Le conté que había perdido las yemas de dos dedos a causa de lo que, según mi médico, era el único caso de congelación ocurrido en Carolina del Norte durante el invierno excepcionalmente templado de 199… De algún modo mi habilidad para pintar se fue con ellas, pero de momento no tiene por qué saberlo nadie.


Ilustración: Ferrán Clavero

Por fin ha llegado la primavera. El olor a tierra húmeda me recuerda la tumba y despierta en mí deseos que la pintura ya no puede satisfacer, aún si hubiese conservado los dedos. He pintado mi último cuadro. Mi ex —perdón, la futura señora de William Robertson Cherry— y su novio —perdón, su prometido— me han asegurado que enviarán un chofer para que me lleve a la boda el domingo que viene.

Pero no iré. Tengo una escopeta de plata detrás de la puerta en la que puedo volar como si fuera un cohete cuando me dé la gana.

Y odio las bodas. Y la primavera.

Y envidio a los vivos.

Y amo a los muertos.

 

 

Título original: Necronauts. Traducido por Eduardo J. Carletti y Silvia Angiola

 

 

Terry Bisson nació el 12 de febrero de 1942 en Owensboro, Kentucky. Se graduó en la Universidad de Louisville en 1964 y es miembro de la asociación Science Fiction and Fantasy Writers of America (SFWA). Es autor de siete novelas y sus cuentos han aparecido en Playboy, Asimov’s, Omni, Fantasy & Science Fiction, Socialism & Democracy, Southern Exposure y Harper’s. Su relato «Cuando los Osos Descubrieron el Fuego» arrasó con todos los premios del campo de la ciencia-ficción en 1990-1991, incluyendo los premios de lectores de las revistas Asimov’s y Locus, y los premios Nebula, Hugo y Theodore Sturgeon. A su vez, «macs» ganó el premio Locus (2000), el Nebula (2001) y el Grand Prix de l’Imaginaire de Francia (2001). Terry Bisson ha novelizado numerosas películas incluidas Johnny Mnemonic (R. Longo, 1995), Asesino Virtual (B. Leonard, 1995), El Quinto Elemento (L. Besson, 1997), Alien Resurrección (J.P. Jeunet, 1997), Héroes fuera de Órbita (D. Parisot, 1999) y El Sexto Día (R. Spottiswoode, 2000). También ha adaptado las obras de William Gibson, Greg Bear, Jane Austen, Joel Rosenberg, William Shakespeare, Roger Zelazny y Anne McCaffrey al cómic. Este trabajo incluye la adaptación gráfica en seis partes de las dos primeras novelas de Ámbar, de Roger Zelazny, para DC, así como «Orgullo y Prejuicio», «Emma» y «Enrique V» para Classics Illustrated. Bisson completó la secuela póstuma de la obra cumbre de Walter M. Miller Jr., «Cántico por Leibowitz», que se publicó en 1997 con el título «San Leibowitz y la Mujer Caballo Salvaje». Sitio oficial: http://www.terrybisson.com/.

 


Este cuento se vincula temáticamente con QUIERO VIVIR, de Susana Sussmann, CICLOS, de Eduardo J. Carletti, FIGURAS DE CERA, de Sergio Gaut vel Hartman

, UN POCO DE PAZ, de Jorge Jiménez Ríos

 

Axxón 206 – marzo de 2010
Cuento de autor norteamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Experimentos : Muerte : Arte : Estados Unidos : Estadounidense).