Revista Axxón » «Los apestados de Tanit», Fernando José Cots - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

El operador de comunicaciones, de regreso del baño, se asomó al cubículo donde el hombre mayor revisaba un lector con expresión preocupada. Frente a ese hombre había una mujer de mediana edad sumida en sus pensamientos. Los mismos no debían ser nada gratos, porque su rostro reflejaba la peor de las amarguras.

El operador siguió camino hacia la cabina de mando. Cuando llegó, el copiloto miraba las pantallas con expresión preocupada.

—¡Qué despliegue!

El comentario respondía a la cantidad de naves que rodeaban a la principal que ellos tripulaban.

—Debemos llevar a alguien importante —fue el comentario del piloto.

—¿No saben quién es? —preguntó el operador de comunicaciones.

—No, sólo que no es el Primer Ministro.

—Es Boris Vomisa.

El piloto tuvo un respingo, en tanto que el copiloto apenas enarcó las cejas.

—¿Ése es Boris Vomisa?

—¿No conocías su rostro?

—La verdad es que no…

—Perdón… —terció el copiloto—. ¿Quién es Vomisa?

—Es el jefe de la oposición en el Parlamento.

—Pero, si es opositor… ¿cómo es que le dieron uso de la Nave Número Uno?

—Va en misión especial del Primer Ministro. Vamos a Nínive.

El piloto miró al operador con acritud.

—¡Oye! ¡Se supone que sólo yo conozco el destino de esta nave! ¡Yo y el jefe de seguridad!

—¡Vaya con el misterio! ¿No leen las informaciones?

—¿Qué informaciones?

—Las informaciones públicas. Vomisa va a Nínive a hacerse cargo del caso Tanit.

El último nombre hizo que el piloto y el copiloto se estremecieran.

—¡Tanit! ¿Él se hará cargo de esos hijos de puta?

—¡Yo los mataría! ¡Los mataría lentamente, con mucho dolor! ¡Lo que hicieron no tiene perdón!

—Sí… —intervino serenamente el operador—. Pero también dos de ellos son irreemplazables. Cada uno en lo suyo es el mejor… estamos en un momento en que no podemos prescindir de nadie.

—La guerra, claro; pero por buenos que sean… lo que hicieron no tiene perdón. ¿Acaso no mueren mejores que ellos en el frente de combate?

—Sí, pero una cosa es una baja causada por el enemigo. Otra es que nosotros mismos causemos esas bajas, aunque sea con una corte marcial.

—Al fin de cuentas… ¿Por qué estamos en esta guerra? ¡Por compromiso con los Columbos! ¡Ellos nos arrastraron! Estaríamos en el comercio, de otra manera.

—No quisiera estar en el lugar de este hombre —fue el comentario del piloto —. No entiendo cómo aceptó esta misión, siendo él opositor.

—Él la pidió.

El piloto y el copiloto miraron con asombro al operador.

—¿Qué? ¡Es un suicidio político! ¡Haga lo que haga, quedará mal! Si los perdona, la gente se le volverá encima; los hace matar y los Columbos protestarán. Claro; a ellos qué les importa Tanit.

—Tal vez haya negociado algo… no sé. Hay cosas que no se informan al público. No sé quién es la mujer que lo acompaña. Lo que es seguro es que no nos atacarán.

—¿Cómo lo sabes?

—El enemigo debe saber de esta misión. Debe saber eso que has dicho, que haga lo que haga Vomisa nuestra moral quedará por el suelo, nuestras alianzas sentidas… es una misión de mierda.

—Lamento que tú leas tanto. Si no hubiese sabido a qué vamos, volaría más tranquilo.

 

 

-.-

 

En el cubículo, la mujer no había cambiado de actitud, hundida en sus amargos pensamientos. Boris Vomisa levantó la mirada de su aparato lector y la miró con gesto impersonal.

—¿Pensativa, capitana?

La mujer emergió a desgano de la coraza de aislamiento que se había fabricado. Miró a Vomisa casi con resentimiento.

—¿Por qué asumió esta misión, Boris? Haga lo que haga,perderá. Y yo lo sé mejor que nadie, porque sé lo que se propone.

—Pero cuando se conozca, será un hecho consumado. El Primer Ministro dará una protesta formal y yo le responderé esgrimiendo los plenos poderes que me dio. No me contradecirá. No lo hemos ensayado, pero será una magnífica representación en el teatro de la política.

—Donde usted hará el peor de los papeles. Sabe que saldrá de escena para siempre. ¿Por qué lo hace?

—Por patriotismo.

—¿…?

—¡Sí, patriotismo! Si esta decisión la tomase el Primer Ministro, su poder tambalearía… nuestra nación se volvería ingobernable.

—¡Pero es su adversario político! ¿Qué más quiere?

Vomisa miró a la capitana con severidad.

—Si el caso Tanit, con todo lo horroroso que es, hubiese aparecido antes de nuestra entrada a la guerra, yo le habría dado la bienvenida; le habría dejado la decisión a él y su gobierno se habría hundido. Pero ahora…

—¿Ahora qué?

—Ahora, si el gobierno cae, seremos invadidos por nuestros «aliados» los Columbos. A ellos les interesa mantenernos de su lado en esta guerra; no tanto como combatientes, sino como sustento. Asimismo, el enemigo intentará capitalizar la situación a su favor. En cualquiera de los casos, nuestra nación se verá invadida, sufrirán muchos… no creo que podamos recuperarnos. En cambio, así, yo tendré toda la culpa. Nadie podrá cuestionar al Primer Ministro por lo que pase, ni los Columbos ni el enemigo tendrán motivo para invadirnos.

—Boris… ¿Cree que los Columbos necesitan excusas?

—No, pero son más vulnerables cuando actúan sin ellas. No quiero regalarles nada.

—Pero le ha regalado un enorme poder a su mayor adversario. Dígame, cuando termine la guerra… ¿qué cree que pasará? El Primer Ministro será un héroe y su partido… su partido habrá sido el que cargó con el peso de la peor decisión. ¡Usted lo conoce bien! Es un hombre que se enceguece con el poder. No habrá oposición porque usted habrá desacreditado a su partido. ¡Podrá hacer lo que quiera y cuando la gente se dé cuenta será tarde!

—No crea que no lo he pensado. He dejado instrucciones secretas a los dirigentes para que me expulsen cuando termine la misión, de esa forma el partido no se verá afectado. También he dejado, en manos de algunos amigos incondicionales, informaciones clave. Si cuando termine la guerra… o antes, el Primer Ministro se empeña en cruzar algunos límites, ellos sabrán qué hacer.

—¿Está seguro?

—Confío en ellos… pero confío en que no deban hacerlo durante la guerra, porque será elegir entre lo peor y lo peor. Pero, por el momento, es la mejor decisión que he tomado.

—¿Y por qué me eligió a mí?

—Porque usted necesita lo mismo que voy a darles a ellos… sólo que lo que usted hizo lo conocemos muy pocos.

La mujer inclinó la cabeza con amargura.

—No discutiré eso. Yo merezco lo mismo.

Vomisa vio que la mujer había vuelto a su mutismo y regresó a su lector. Accionó los controles para volver a leer, una vez más, el primer expediente.

Svetlan Teclanovich Valtachek.

 

 

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—¡Valtachek!

—¡Más respeto! Soy el primer oficial ingeniero Svetlan Teclanovich Valtachek. ¡No se olvide con quién está hablando!

—¡Me importa un cuerno! ¡Yo también soy primer oficial! ¡Y tengo una nave que no puede partir porque no ha reparado su transponder! ¡Un transponder que usted debería haber reparado!

—¡Ya está reparado! ¡Ya lo están instalando en su nave! ¡Mire!

Svetlan fue hacia el ventanal y señaló. Los robots terminaban de ajustar el transponder a la nave. Cualquiera podía ver que, en escasos minutos, la nave estaría disponible para partir.

El primer oficial resopló con rabia, al haberse quedado sin argumentos. Miró a Svetlan con furia contenida.

—Svetlan… perdón, primer oficial. Esta nave está desde ayer. Nada había cuando la dejaron, nada hay ahora. Usted, debo reconocerlo, es mejor ingeniero que yo. ¡¿Me quiere decir por qué ha esperado a último momento para hacer esta tarea que apenas lleva unas horas?!

Valtachek soportó la última frase, una verdadera explosión de ira.

—Importan los resultados. ¿No es así?

—¡No en guerra! —estalló nuevamente el primer oficial— ¡Estamos en guerra y las naves deben estar disponibles para partir en cualquier momento! ¡No somos un servicio turístico que tiene horarios!

Svetlan sonrió con ironía.

—Tampoco es una nave de combate, por más que tenga armamento. Es un carguero que lleva suministros a las bases de retaguardia. ¿Qué puede pasar por unos minutos? ¿Algún oficial Columbo irá al Alto Mando sin bañarse, porque usted llegó tarde con el jabón? En cuanto a las municiones… ellos fabrican las propias. Entienda, no nos necesitan más que para sus lujos.

El primer oficial se crispó. Este hombre era invulnerable. Era el mejor, sin duda, pero la desidia era su enorme defecto. Cumplía, pero a costa de los nervios de todos.

En eso llegó una segunda nave al hangar. Una nave Delta de combate. Con evidente poca pericia se posó en el área libre. Valtachek fue a un comunicador.

—Nave Delta. Aquí el primer oficial ingeniero Svetlan Teclanovich Valtachek. ¿Cuál es su problema?

—¿Qué piensa usted, después de verme aterrizar? —respondió el piloto, a través del comunicador, con ironía.

—Pues, supongo que su sistema de pilotaje automático está averiado.

—¡Felicitaciones por la agudeza, ingeniero! Esta nave ya no tiene comando automático ni a distancia, sólo puede pilotarse en forma manual. Pensar en velocidad crucero es imposible.

Svetlan sonrió.

—Está bien. Déjela allí y vaya al Casino de Oficiales. Ya le haré las reparaciones correspondientes.

Svetlan y el primer oficial vieron cómo el piloto descendía y salía del hangar con paso rápido. Una señal sonora los distrajo. Svetlan sonrió y miró al primer oficial con expresión burlona.

—Ya está lista su nave.

—Supongo que ahora reparará la nave Delta que acaba de llegar.

Svetlan tuvo una mueca de disgusto, miró hacia el caza y se encogió de hombros.

—Tal vez…

El primer oficial hizo un gesto de resignación y se retiró con actitud vencida. Svetlan extendió su mano hacia el control maestro, pero se detuvo, hizo un gesto displicente y se dirigió hacia un monitor holográfico.

En el mismo se había paralizado una épica batalla de falsas naves espaciales. Svetlan se calzó los datagloves y comenzó a jugar al héroe.

 

 

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Boris Vomisa dejó de leer y reflexionó.

—Desidia. Por desidia pasó lo que pasó.

Suspiró con rabia contenida y abrió el siguiente archivo.

Pavel Kazla.

 

 

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—¡Kazla, cretino desgraciado! —bramaba el pobre hombre desnudo en medio del Casino de Oficiales. Los demás observaban, algunos entre divertidos y sorprendidos, otros con una mueca de desaprobación.

El desnudo corría desesperado y, tras él, lo que aparentaba ser un hombre enorme, con una musculatura impresionante y un miembro viril en pie de guerra más impresionante aún. La expresión del musculoso era de una lujuria incontenible, en tanto que el desnudo que de él huía no podía más de la desesperación.

—¡Pavel Kazla! ¡Detén a este monstruo!

Sólo a una mujer, una alférez muy bella y joven, no le hizo gracia la imagen. Sacó su arma y disparó un fotón de energía contra el musculoso.

Si ese fotón lo hubiese recibido un ser humano, se habría sólo desmayado; pero el musculoso se detuvo, su expresión se volvió impersonal y comenzó a sacudirse. De a poco su forma fue cambiando hasta adquirir la de la mujer que había disparado, sólo que con el mismo grado de desnudez del musculoso. Pero la imagen no duró mucho, volvió a cambiar, esta vez a una especie de figura humanoide completamente blanca, que cayó al piso inerte.

—¡Un robot metamorfo!

No hacía falta que lo dijera. Todos conocían los robots metamorfos, capaces de tomar la apariencia de cualquier ser humano en instantes, según la programación que se les diese. Eran muy usados en sabotaje, inteligencia y propaganda, ya que podían ser fácilmente confundidos con seres humanos. El enemigo no tenía nada parecido, pero había aprendido a detectarlos cuando sospechaba su presencia. Eran armas caras y poco frecuentes.

Y allí estaba, en medio del Casino de Oficiales, tal vez el único robot metamorfo que había en Nínive, anulado por una joven alférez que sólo había querido ayudar a un hombre.

El hombre, por su parte, ya había perdido el motivo para huir. Se encontraba desnudo ante sus pares, tapándose sus vergüenzas como podía. La joven procuraba no mirarlo, se concentraba en la figura inmóvil, tal vez pensando en cómo repercutiría en su carrera.

—Alférez Ana Delcanova…

No le hizo falta a la mencionada girar la mirada para reconocer a quién pertenecía esa voz. Giró sobre sí e hizo frente al recién llegado, quien tenía un control remoto en sus manos. Lo saludó por ser oficial, pero lo hizo con desgano.

—Diga, mayor Pavel Kazla.

El mencionado se esforzaba por mantener una imagen seria y formal, pero su tentación de risa era evidente. Por lo demás, entre los oficiales había quienes reían, otros que se esforzaban en no reír… y algunos que miraban a Kazla con severa desaprobación. Que todos tuviesen igual o menor grado que él impedía que le diesen su merecido.

—¿Sabe usted lo que acaba de hacer, alférez?

—Pues… —respondió la aludida tragando saliva—. Acabo de descomponer un arma de inteligencia, en tiempos de guerra. Vaya en mi descargo que actué en defensa de…

El gesto negativo y displicente de Kazla la interrumpió.

—De ninguna manera. Era una pieza destinada al desguace. La habilité provisoriamente, es todo.

—No entiendo…

—Lo que acaba de hacer, alférez, es privar al teniente Ilin, a nuestro querido teniente Ilin, de una nueva dimensión del placer.

La carcajada atronó el recinto. Los que se contenían para no reír también estallaron. Sólo el teniente Ilin y unos pocos, entre los que se encontraba la alférez Delcanova, miraban con odio a Kazla. Hasta que uno de los oficiales gritó:

—¡Atención!

Todas las risas se congelaron. Todos sabían, aunque no pudiesen verlo, que al Casino de Oficiales había entrado el comodoro, el comandante de la base. El hombre venía con expresión de furia contenida. Se plantó en medio de la escena.

—¡Descansen! ¡Y den algo a este hombre para cubrirse!

Un mantel dejó una mesa y pasó a la cintura del teniente Ilin, quien no perdió su expresión de vergüenza.

—Vengo observando esta escena desde el control central —dijo el Comodoro con disgusto—. Al principio me extrañó que la alférez Delcanova pudiese estar en dos lugares al mismo tiempo; en la oficina de suministros y en el Casino de Oficiales, sobre todo con ropa de civil en este último lugar.

Ropa de civil. Era un eufemismo para referirse al atuendo provocativo con el que el robot metamorfo, mutado como la alférez, había entrado. Todos sabían de la callada desesperación que el teniente Ilin tenía por la alférez; pero su ética, aparte de una patológica timidez, le impedía cualquier acercamiento. Había resignado su promoción merecida con la esperanza de que la alférez ascendiera a teniente y poder tratar con ella de igual a igual.

Y Pavel Kazla se había valido de esas aspiraciones para su burla. Había instruido al robot con las frases que podría haber dicho la teniente sin que él sospechara. La ropa provocativa había sido suficiente para que cualquier discrepancia con la verosimilitud fuera pasada por alto por el enamorado teniente.

Luego consiguió que ambos fuesen a un apartado, que ambos quedasen desnudos y entonces el robot metamorfo transformó en un macho lujurioso dispuesto a todo, con el consiguiente terror del teniente.

—Luego recordé que teníamos un robot metamorfo para desguace —continuó el Comodoro—. Sólo que no sabía hasta donde llegaría su broma… si se la puede llamar así, mayor Kazla. ¿Podría ilustrarnos al respecto?

Kazla intuyó que las cosas habían llegado demasiado lejos, sabía que si se metían en los restos de la memoria del robot no tardarían en encontrar la verdad. Decidió sincerarse.

—Señor, no tenía planeado que el teniente Ilin escapase. Todo debía quedar en el interior de esa habitación. El plan era… era que el robot abusase del teniente, pero sin dañarlo. Lo registraría todo y luego volvería al estado amorfo.

Aún avergonzado, Ilin amagó con avanzar hacia Kazla, pero amigos lo contuvieron. El que sí avanzó fue el comodoro hasta que su rostro llegó a centímetros del de Kazla.

—Pues, antes de presentarse arrestado, me entregará esa grabación y se asegurará de que no exista ninguna copia. Y para asegurarme, iré yo mismo con usted.

—Permiso para hablar, señor.

—Permiso concedido, alférez Delcanova.

—El mayor Kazla hizo que el robot tomara mi imagen, incluso desnuda, que se ajusta bastante a la realidad. Debo presumir que el mayor tal vez tenga cámaras ocultas en las dependencias de las mujeres.

Algunos compañeros de avería de Kazla tragaron saliva. Las integrantes del personal femenino, incluso aquellas que se habían reído del incidente, echaron a Kazla una mirada furibunda.

—Buena deducción, alférez. Será mejor que unos expertos me acompañen para revisar los archivos del mayor.

Kazla, en su interior, maldijo a la alférez. Pero ésta continuó.

—Supongo que el mayor Kazla sabría de los sueños del teniente Ilin. Sueños que se quedan en sueños sólo por su silencio.

Los ojos del teniente Ilin brillaron y una sonrisa amagó surgir de su boca amargada. Sus amigos sí sonrieron con alegría. Pero la alférez aún no había terminado.

—Pero que un hombre que tiene responsabilidad de mando sea tan cruel con sus subordinados, que se burle de esa forma de sus sueños… Me temo que el mayor cometerá algún día un acto irreparable.

Kazla consideró que la alférez había hablado demasiado.

—¡Alférez! ¡Está refiriéndose a un superior!


Ilustración: Valeria Uccelli

—Por mi autorización, mayor. Y ya que lo menciona, creo que hoy ha cometido ese acto irreparable.

Pero el Comodoro se equivocaba. El más irreparable de todos los actos del mayor Pavel Kazla, oficial de comunicaciones, estaba todavía por cometerse.

 

 

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—Bromista —dijo para sí Boris Vomisa—. Bromista pesado. Desaprensivo, cruel. Eso lo hace culpable.

El jefe opositor sacudió la cabeza, apretó nuevamente el botón y el contenido de su lector cambió.

Palisendra Melamentova.

 

 

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—Pero… —dijo el sargento con preocupación—. ¿No es ése el monte Cataroi?

—¡No sea estúpido, sargento! Es imposible que veamos el monte Cataroi en nuestro trayecto.

Si la mayor Palisendra Melamentova, oficial navegante del transporte, no hubiese usado la palabra «estúpido», el sargento habría guardado silencio. Pero, ser humano antes que militar, se sintió agraviado.

—Pues… para ser nube es un poco baja y densa —comentó con tono agrio.

—¿De qué nubes habla? ¡El pronóstico informa buen tiempo!

—Habrá que arrestar al meteorólogo por inútil.

La mayor Melamentova se crispó más que lo habitual y, moviendo sus controles, habilitó su pantalla de visión exterior.

—¡No veo nada!

—Noventa grados a estribor, mayor.

Palisendra activó los controles y la pantalla mostró una prominencia emergiendo del mar.

—¡El monte Cataroi!

El sargento no pudo evitar una media sonrisa. Palisendra miró al timonel con furia.

—¡Dónde nos ha llevado, animal! ¿No le he dado un rumbo correcto?

El timonel, menos experimentado que el sargento, temblaba.

—¡Sí… sí, mayor! ¡Lo puede comprobar!

Palisendra movió otro control y la imagen desapareció de su pantalla para dar lugar a una serie de números y gráficos.

—¡Pero es imposible! ¡Siguió mis números! ¡Pero no deberíamos estar en esta posición!

Por un brevísimo instante la mayor Melamentova quedó paralizada de terror. Pero sólo fue un instante. Volvió a mover sus controles y otros números y gráficos aparecieron en la pantalla. Esta vez, Palisendra dio rienda suelta a su furia y encaró al pobre sargento, quien ya no tenía ganas de sonreír con ironía.

—¡Idiota! ¡Bestia cuadrúpeda! ¡Esa antena está mal orientada! ¡Podríamos haber terminado tras las líneas enemigas!

El joven sargento estaba temblando mientras la mayor Palisendra Melamentova hacía su numerillo.

—¡Ésta es una conspiración! ¡Una conspiración contra mí! ¡Averiguaré quién está detrás de esto! ¡Haré que lo ejecuten! ¡Confiese! ¡Quién le ordenó torcer la antena!

—¡Mayor Melamentova! ¡Cállese!

El comandante de la nave hizo que la mayor Melamentova se contuviese, lo que le costó mucho esfuerzo. No podía ignorar la jerarquía, menos del comandante de su misma nave que había llegado de su camarote al puente de mando al escuchar los primeros gritos.

—Mayor Melamentova —dijo el comandante en forma más serena, pero sin perder firmeza—. Está gritando como una feriante. Se supone que una oficial debe tener algo más de cultura y dominio de sí misma.

—Per… permiso para hablar, señor.

—Hable, mayor.

—Mis cálculos de navegación estaban errados, pero no por mi culpa. Una de las antenas estaba desviada y tuve una mala lectura de nuestros faros. Eso hizo que nos desviásemos. Si el sargento no hubiese reconocido el monte Cataroi, no nos habríamos dado cuenta.

—¿Habríamos terminado tras las líneas enemigas, según usted?

—En realidad… no; pero habríamos llegado a un punto en que no podríamos haber llegado a una base amiga, no sin romper el silencio obligado.

—Sin embargo, cuando el piloto señaló la anomalía, usted le respondió en forma agresiva, como si le estuviese mintiendo.

—Pues… pensé que eso sucedía. Mis cálculos son exactos, no podía haberme equivocado. Sólo cuando yo misma vi las pantallas me di cuenta de que mis equipos tenían información incorrecta; y todo porque este…

—¡Suficiente, mayor! —dijo el comandante, anticipándose a una segunda explosión de ira contra el sargento—. Por si lo ha olvidado, le recuerdo que hemos estado bajo ataque. Los disparos enemigos no han estado tan cerca como para derribarnos… pero sí lo suficiente como para afectar la posición de nuestras antenas. Es una situación que usted debió considerar antes de tratar como basuras al piloto y al sargento.

La mayor Palisendra Melamentova se contenía. Sus ojos estaban brillantes pero no quería llorar. Se negaba a admitir que podía cometer errores. Todos los contratiempos que podía sufrir eran, según su visión, ataques contra su persona de solapados enemigos.

El comandante tomó aire y trató de serenarse.

—Ahora que sabe lo que pasa, ¿ha calculado el grado de desvío de la antena?

—Sí, señor.

—¿Cree que podrá corregir el rumbo y llevarnos a Nínive?

—Sí, señor. Una vez calculada la desviación, programaré el nuevo rumbo.

—Proceda, entonces. ¡Y procure controlar su carácter!

 

 

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—Soberbia, paranoia, desprecio por sus semejantes —enumeró Vomisa—. Eso la hace culpable.

Vomisa cambió el archivo y en la pantalla apareció el último nombre.

Tanit.

Los ojos de Vomisa se llenaron de lágrimas.

 

 

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—¿Han visto a Tanit?

—Es la hora de la merienda, Myrmidia.

—¡Por eso mismo la busco!

—Pierdes tu tiempo. Seguro ya la está tomando con el comodoro.

La mujer hizo un gesto de fastidio. No se acostumbraba a que la niña ya no fuese su hija, sino la hija de toda la base de Nínive; que desde el comodoro hasta el último soldado de mantenimiento estuviesen rendidos a su dulzura y encanto.

Myrmidia saludó a aquellos que le informaron y partió hacia las oficinas del comodoro.

Nadie, salvo ella misma, conocía su verdadero nombre. Se hacía llamar Myrmidia, que en un antiguo lenguaje significaba «hormiga».

Una patrulla fronteriza la había encontrado hacía más de diez años, errando hambrienta por las costas de Nueva Estigia. Habría tenido doce años… tal vez más si se consideraba el grado de deterioro que tenía su cuerpo. Para más, no era muy agraciada.

Cuando la llevaron a la base, decir que devoró lo que le dieron es poco. Sólo ella sabía desde cuándo no había comido. Desde ese momento fue bien cuidada, pero nunca tuvo un cuerpo de aspecto sano ni un rostro atractivo.

Era fea, algo que nadie se atrevía a decir y que todos pensaban.

Aprendió pronto el idioma pero, cuando alguien le hablaba en alguno de los posibles idiomas de las tribus que podrían ser sus orígenes, miraba con extrañeza. Nunca quiso aclarar de dónde venía.

Se transformó en una mujer de todo servicio, agradecida de los bienes que recibía. Alguien le dio trabajo y pensaron que allí se acabaría su historia, puesto que tanta fealdad, pese a su juventud y su aceptable salud, haría improbable que un hombre se fijase en ella.

Pero lo improbable se dio cuando supuestamente ella había pasado los veinte años.

Un cabo de intendencia, tan poco agraciado como ella, la conoció. Al poco tiempo se casaron y se fue a vivir con él a Nínive. Se transformaron en una pareja típica, tal vez unidos por la mutua soledad.

Y ella quedó embarazada. Todos aquellos que los conocían auguraron un vástago de tanta fealdad como ellos, incluso se hicieron algunos chistes crueles que, si no tomaron más difusión, se debió a que ambos padres eran muy queridos por su buen carácter.

Cuando nació la niña le pusieron Tanit, un nombre que ella sugirió y él aceptó. Nunca quisieron decir su origen, tal vez el mismo de Myrmidia. Y la niña fue el asombro de todos.

Era indudable que era hija del cabo; pero lo que en él era fealdad, en ella se había tornado extraña belleza. La combinación de rasgos de ambos padres había dado un resultado tal que todo el mundo quedó convencido de que, cuando creciese, sería una de las mujeres más hermosas del mundo conocido.

Ya desde bebé todos en Nínive estaban fascinados con Tanit. Cuando fue creciendo no sólo se incrementó su belleza, sino que tenía en sí el dulce carácter de ambos padres.

Todos amaban a Tanit. Era la joya de la base de Nínive. Hologramas de ella comenzaron a circular primero internamente, luego hacia otras bases. Y de las otras bases pidieron más hologramas, que también fueron pasando al campo civil. Militares y civiles con influencia comenzaron a visitar la base de Nínive con diversos pretextos, pero con el único propósito de conocer personalmente a tan bella niña.

En poco tiempo, Tanit se había convertido en una celebridad mundial con sólo un año y medio de existencia.

Se dijo entonces que el Primer Ministro, recién electo, ascendería al padre de Tanit a sargento y lo trasladaría a la capital, como pretexto para estar personalmente más cerca de la niña.

Pero estalló la guerra.

El Imperio Columbo, que sostenía una callada hostilidad hacia la Confederación de Concejos, encontró un pretexto para iniciar los ataques. Como siempre, la Confederación evidenció tener mayores recursos, y el Imperio se encontró ante un enemigo más fuerte que lo que había pensado. No lo suficiente para perder la guerra, pero sí para que ésta fuese más prolongada que lo estimado.

Los gobernantes Columbos necesitaban aliados… o, mejor dicho, quienes obedeciesen sus órdenes en retaguardia y proveyesen recursos, mientras sus mejores tropas iban al frente.

Eso llevó al país de Tanit a «aliarse» a los Columbos, en una guerra que sólo una minoría corrupta deseaba.

Y entre las primeras víctimas de esa guerra estuvo el padre de Tanit. El pobre cabo, sólo ascendido a sargento tras su muerte en acción, dejaba una viuda, una hija pequeña… y un mundo completo enamorado de la flor que había engendrado.

Myrmidia quiso quedarse en Nínive, pese a todo. El comodoro autorizó la permanencia y ya no fue posible que, con el pretexto de la guerra, Myrmidia fuese compulsivamente trasladada a un lugar más seguro. Por otra parte, antes de las hostilidades, las imágenes de Tanit habían circulado también por la Confederación de Concejos. Se decía que los integrantes de su Alto Mando, sin consultárselo entre sí, habían colocado a la base de Nínive entre las últimas prioridades como objetivo. Cierto o no, el Alto Mando Columbo consideró dotar a Nínive como una fuerte plaza de retaguardia.

Y así, mientras la guerra transcurría, Myrmidia tuvo que reconocer, sin aceptar jamás del todo, que tenía todo un ejército como niñera; porque, fuese donde fuese Tanit, siempre había alguien con ella. En este caso en particular, nada más ni nada menos que el comodoro, el comandante de la base, que, con los privilegios del rango, la había llevado a tomar la merienda con él.

—¿Te agrada?

—Es muy rico. ¿Qué es?

—Jalea de manzana. Puedes comer todo lo que quieras.

—Gracias, pero mamá dice que no debo abusar.

—Dice bien, pero no creo que en este caso sea un abuso.

—No más de tres. Mamá se enojaría si se entera.

El comodoro siempre se asombraba de que una niña tan pequeña tuviese una educación tan buena. Myrmidia evidenciaba ser una madre formidable, ya que estaba peleando contra la mala crianza que no sólo él le daba a la niña, sino hasta el último soldado y el último visitante civil. Tanit tenía todo a favor para ser una niña caprichosa, pero se atenía a lo que su madre le indicaba.

—Comodoro… ¿tú haces que las naves vuelen?

—En realidad, vuelan porque tienen antigra… porque tienen motores que las sostienen en el aire, las hacen ir a todas partes. Lo que yo hago… es decirles a dónde deben ir, qué deben hacer.

—¿Podrías hacer que una nave me lleve?

—¡Creo que sí! ¿Dónde querrías ir?

—Al cielo, a ver a mi papá.

El comodoro se atragantó. Recordaba que, cuando él supo que el cabo estaba de servicio en el «Pechelik», estuvo a punto de hacerlo regresar a la base; pero se detuvo, pues pensó que iba en una misión de rutina. Al regreso, se propuso, reasignaría al cabo a una función en tierra firme, lejos del frente de combate.

Nadie podía pensar que ése sería el último vuelo del «Pechelik», que sería la primera baja nacional de la guerra, que acabaría en el fondo del mar con sus cuarenta tripulantes. Ese día, Myrmidia se había convertido en viuda, Tanit en huérfana y él en un comandante culposo. Tal vez por eso se empeñaba en que nada le faltase a ambas mujeres, sobre todo a esa dulce niña que robaba el corazón de quien la viese, tanto en persona como en los hologramas que ya circulaban por todo el mundo.

—Mamá dice que está en el cielo, que de allá me mira y me cuida.

—Sí… debe ser verdad.

—¿Cree que podría llevarme a verlo?

En ese momento, en la puerta, apareció la figura de Myrmidia mirando con severidad. El comodoro, que otras veces se disgustaba al ver aparecer esa mujer que le privaba de tan dulce compañía, esta vez agradeció la interrupción.

—Tanit, te he dicho que no molestes al comodoro.

—¡Pero, mamá! ¡Él hace que las naves vayan donde él quiere! ¡Quiero subir a una, ir al cielo a ver a papá!

Los ojos de Myrmidia se volvieron brillantes, pero no perdió en ningún momento esa expresión de severidad carente de dureza, una sutileza que sólo ella parecía lograr. Se acercó a la niña y se puso en cuclillas, hasta que sus miradas estuvieron a la misma altura.

—Tanit. El comodoro no puede llevarte con tu papá.

—¡Pero él dice…!

—El cielo donde está tu papá no es el mismo donde vuelan las naves del comodoro.

Tanit miró a su madre entre dolorida y extrañada. Myrmidia continuó.

—El cielo donde está tu papá es el cielo del Espíritu, es la casa de Aquel que ha creado todas las cosas. Él llamó a tu papá porque era su momento de estar con él.

—¿Quieres decir que… que ya no veré a papá?

—Lo verás, pero sólo cuando sea tu momento, cuando el Espíritu te llame, no antes.

—¿Cuándo será eso?

—No lo sé, sólo el Espíritu lo sabe. Pero creo que será dentro de mucho tiempo, cuando crezcas, cuando hayas encontrado un joven que te quiera como tu padre me quiso a mí. Cuando toda tu vida haya sido un homenaje a ese Espíritu, del cual mucho hemos hablado. Ese día verás a tu papá… y a mí también, porque yo estaré con él.

Tanit estaba triste, pero pareció conforme. Myrmidia le sonrió con ternura.

—Y ahora despídete del comodoro, que debo bañarte.

Ambas giraron sus miradas hacia el comodoro y lo sorprendieron de pie, dándoles la espalda. Pudor de militar, está mal visto un oficial llorando.

 

 

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Vomisa cerró su lector. También tenía los ojos brillantes. Tenía su plan para solucionar el problema, pero la relectura de la ficha de Tanit, que tenía hasta un holograma de la pequeña, había reavivado en él el odio hacia estos personajes. Habría deseado no ser tan ecuánime, pero debía esforzarse por serlo pese a todo.

Sí, debía esforzarse. Porque si analizaba el caso sin recordar a Tanit, lo que era muy difícil, podía calificarlo como «una sucesión de eventos desafortunados»; sólo que el azar no era el responsable, sino la pésima actitud de tres oficiales, cada uno en un rubro distinto, que causaron el horror.

Y había toda una nación, tal vez un mundo, que pedía sangre, que pedía cabezas cortadas.

Sólo el Alto Mando Columbo, sin aprobar lo sucedido, se oponía a que Valtachek y Kazla fuesen sancionados. Si bien conocían sus defectos, también se reconocían sus méritos y se comentaba que propiciarían una promoción de ambos hacia puestos más altos.

La mayor Melamentova no les interesaba en forma particular, pero como formaba parte del paquete, si quedaba como chivo expiatorio provocaría un malestar de consecuencias imprevisibles.

Vomisa conocía todo eso. Él debía aplicar justicia, sabía cómo aplicarla, pero debería fundamentarla para que no quedasen fisuras.

Por eso debía reconstruir la sucesión de hechos, la cadena de responsabilidades.

 

 

-.-

 

—¿Qué haces aquí? ¡Te suponía arrestado!

El asombro del teniente Ilin, al ver a Pavel Kazla en su puesto de Comunicaciones, era indescriptible. Éste, por su parte, se encogió de hombros.

—Amistades…

Ilin se crispó de furia.

—¡Ya veo, el Delegado Militar Columbo!

—No tanto, me espera una sanción, por supuesto; pero por el momento alguien tiene que cubrir las comunicaciones de la Base y aquí estoy yo. De mi puesto a la celda y viceversa.

—Por ahora, hasta que te promuevan.

—¿Lo sabías?

—¡Es un secreto a voces, Pavel! Habría que ser un necio para desconocer que eres el mejor oficial de comunicaciones. También se sabe de ese programa que hiciste llegar al Alto Mando Conjunto.

—¡Eso es alto secreto!

—Lo sabe toda la Base. Y si hay un espía, seguro lo sabe el enemigo. No te preocupes, nada impedirá que te trasladen, que te asciendan… y nos veamos libres de ti para siempre. ¡Estamos hartos de tus malditas bromas!

—No me has perdonado lo del robot…

—¡Al contrario! Si lo analizo bien, te debo la felicidad. He hablado con Ana.

—¿La alférez Delcanova?

—Sí, hemos puesto las cosas en claro. Nos casaremos… pero después de que te vayas.

—¡Lástima, me habría encantado ser el padrino!

—¡Ni lo sueñes! Aun cuando estuvieses todavía aquí, tienes prohibido acceder al Casino de Oficiales. Ya es demasiado con haberte dejado en tu puesto. Las mujeres son capaces de despellejarte si apareces por allí.

—Sí… algunas no se recuperarán del ridículo.

—Por suerte son pocos los que vieron esos registros.

—¡Está bien! Más tarde hablaré con el Delegado… pero te prometo algo.

—¿Qué?

—No me iré de aquí sin hacer una buena broma. Algo que recordarán para siempre.

—No me cabe duda, Pavel. No me cabe duda de que harás también tus horribles bromas allí donde vayas. Hasta que topes con algo que te destruya.

Y el teniente Ilin se retiró sin saludar.

Kazla quedó pensativo. ¿Qué podría hacer?

Revisó las recientes comunicaciones, el último movimiento general, para inspirarse. Había que darle un buen susto a esta base de idiotas.

Habían dejado una nave Delta en el hangar de reparaciones. Si conocía al primer oficial Valtachek, estaría aún tal cual había quedado. No podía destruirla, pero podía crear un alerta.

Había que pensar cómo.

Siguió revisando y encontró un pedido de un carguero para aterrizar. Era un servicio regular y esperado, pero habían estado bajo ataque y una de sus antenas de orientación se había desviado. Podían llegar a la Base, pero el último tramo debía ser dirigido desde tierra firme, pues no podían llegar al hangar de reparaciones por sus propios medios.

En un instante, en su mente, imaginó lo que haría. Tomaría el control de la nave desde tierra, la haría entrar a media velocidad dentro del hangar y la detendría pocos metros antes de estrellarse contra la nave Delta. No habría daños.

Se llevarían el susto de su vida.

 

 

-.-

 

Svetlan Teclanovich Valtachek seguía con sus juegos, en tanto la nave Delta seguía esperando una reparación que podía hacerse en minutos.

Una luz se prendió en los controles, indicando que alguien no autorizado había penetrado en el recinto del hangar. Desde su puesto de control vio a Tanit caminando hacia la nave Delta. La figura parecía más pequeña y adorable en semejante inmensidad. La vio subir por la escala y entrar.

Suspendió su juego a sabiendas que algo más interesante se desarrollaba fuera. Por medio de sus controles accedió a las cámaras de seguridad y fue siguiendo los pasos de la pequeña por el interior.

Entonces tuvo la inspiración. Movió unos controles y eso que él veía pasó a verse en la pantalla del Casino de Oficiales.

Tanit llegó hasta la cabina y, con mucha dificultad, se sentó en el asiento del piloto. Desde allí comenzó a hablar.

—Nave. ¿Me oyes?

La dulce vocecita conmovió a todos los que veían y oían.

—Me han dicho que vuelas cuando te lo piden.

Sin dejar de sonreír con ternura, Valtachek supo a qué se refería la niña. Eran unas naves experimentales que podían ser conducidas por órdenes verbales. No eran muy populares aún y dudaba de que lo fuesen entre los pilotos experimentados, más acostumbrados a confiar en los reflejos de sus dedos que en las tonalidades de sus palabras.

Y esa nave, precisamente, no era una de ellas. Era una Delta de combate común.

—Quisiera que volases, que me llevases de viaje.

Valtachek revisó los comandos. El piloto los había anulado antes de salir, así que no había peligro si la niña tocaba algo. Pensó en cumplirle su fantasía, pero recordó que, hasta que él la reparase, esa nave estaba incapacitada para ser operada a distancia.

—Quiero que me lleves al otro cielo, al cielo del Espíritu, donde está mi papá.

No sólo Valtachek notó su propia mirada borrosa. En el Casino de Oficiales todos estaban pendientes de la pantalla y todos tuvieron de súbito los ojos brillantes.

—Mamá dice que no se puede… pero yo quiero verlo.

—¿Pavel Kazla? ¿Ése era el nombre del oficial que nos contactó?

—Sí —contestó el Sargento—. Como tú dices.

El piloto lanzó un suspiro de resignación.

—¡Uf! ¡Habrá que prepararse!

La conversación no pasó desapercibida para la mayor Palisendra Melamentova.

—¿Prepararse para qué?

—Le sugiero que vea su base de datos, Mayor; qué dice sobre Pavel Kazla. Es amigo de bromas pesadas. Demasiado pesadas, incluso con gente que apenas tiene contacto. Seguro nos hará pasar un mal momento.

Palisendra era desconfiada por naturaleza. No demoró en contactarse con la fuente de información y comprobar que era cierto. Figuraba incluso la última broma con el robot metamorfo y el descubrimiento de un archivo de registros holográficos clandestinos tomados en los camarines de damas.

Palisendra no demoró en sentir odio por ese hombre. Lo consideró un enemigo personal, alguien dispuesto a dañarla por el gusto de hacerlo. Se dispuso a arruinarle la broma, fuese cual fuese.

—Pues bien, veremos quién se ríe de quién.

—¿Está pensando en una broma, mayor Melamentova? —preguntó, incrédulo, el sargento. Que la «señorita Vinagre» pensase siquiera en algo gracioso ya era extraordinario.

—Nada de eso. Simplemente le quitaré el mando.

—No entiendo…

—Por nuestro problema con la antena, debemos ir al hangar de reparaciones. Por esa misma causa debemos ceder el mando a distancia, para que nos lleven al lugar. Pues bien, yo le quitaré el mando a último momento y entraremos al hangar por nuestros propios medios.

Tanto el sargento como el piloto se pusieron pálidos. La situación era lo suficientemente grave como para que el sargento se atreviese a hablar.

—Mayor Melamentova… falta menos un minuto para que lleguemos a Nínive.

—¿Y con eso?

—Ya estamos bajo control de la Base, no estamos manejando nuestro vuelo.

—Sigo sin entender, sargento.

—Para retomar el control, hay que hacerlo en forma consensuada; de lo contrario, el sistema se desconecta y perdemos la nave.

—¿Por cuánto tiempo?

—Un segundo, tal vez dos. Pero a esta velocidad…

—Será suficiente para hacerlo.

—Mayor… pasar a control manual es una operación delicada —intervino el piloto—. Sólo los pilotos experimentados lo han logrado y en situación de extrema emergencia…

—¿Sugiere que deje que este mayor Kazla me burle impunemente?

—Por lo que sé del mayor Kazla, nunca ha causado daños graves…

—No, señores. No me dejaré burlar por este imbécil. Si usted no se atreve, yo conduciré la nave.

—Pero…

—Yo también soy piloto. Y tengo más jerarquía que usted. ¡Retírese! ¡Sargento, no lo autoricé a dejar el puente!

Los dos hombres, atemorizados, quedaron en sus sillas de emergencia mientras la mayor Palisendra Melamentova se sentaba frente a los controles y ponía su mano peligrosamente cerca del interruptor.

—Extraño a mi papá. Si tú navegas por los cielos, conocerás el cielo del Espíritu. ¿Te dará permiso para que entremos juntas?

A esa altura, los oficiales no miraban la pantalla ni a sí mismos. Estaban todos conmovidos por la confesión de la pequeña. Los ojos de cada quien buscaban algo distinto que les abstrajese de esa dolorida inocencia. La alférez Ana Delcanova, entre ellos, prefirió mirar por el ventanal hacia el campo de aterrizaje.

Y vio acercarse al carguero.

Al principio no entendió lo que estaba pasando, pero de inmediato comprobó que la velocidad del aparato era excesiva para un aterrizaje.

—¿Qué hace ese loco?

Los rostros emocionados se pusieron en alerta. La alférez Delcanova no necesitó aclarar su expresión. Todos lo veían.

—¡Va hacia el hangar de mantenimiento!

—¡Ahí está Tanit!

El que estaba más cerca pulsó el botón de alarma general. Otro pulsó la comunicación interna.

—¡Evacuen el hangar de mantenimiento! ¡Evacuen el hangar de mantenimiento! —la voz desesperada.

Valtachek dejó de mirar la pantalla y prestó atención hacia la puerta abierta del hangar. No se veía nada, pero sabía que las alarmas no suenan porque sí. No sólo debía abandonar el lugar sino que debía sacar a la niña de la nave. Su primer instinto fue operar el control a distancia.

Hasta que sus dedos se agarrotaron milímetros antes, cuando recordó que no había reparado esa nave, que sólo podría moverse con un piloto experto a bordo.

Mentalmente evaluó la distancia que había desde su lugar de comando hasta la nave. Imposible llegar a tiempo, ni siquiera enviando a un robot, ya que éstos eran demasiado grandes para entrar hasta la cabina de mando y demasiado pequeños para desplazar la nave entera hasta un lugar más seguro.

Se crispó de impotencia, rogando en su fuero íntimo que nada grave sucediese… nada más que por el azar.

—¡Mayor! ¡Vamos muy rápido! ¡Estamos demasiado cerca! —gritó, desesperado, el sargento.

—¡No importa! ¡Este imbécil no se reirá a mi costa! —fue la respuesta de Palisendra.

Y desconectó el sistema automático.

Kazla seguía las evoluciones de su broma por el sistema holográfico. De pronto, un cambio de color en la imagen de la nave le dijo que estaba fuera de su control. Seguía con el mismo rumbo, a gran velocidad, hacia la puerta del hangar. Y él no podía aplicar los frenos, como había previsto hacer.

Tampoco la mayor Melamentova podía hacerlo, por más que se esforzaba.

—¡Se lo advertimos, mayor! —aulló el sargento al tiempo que cerraba los ojos.

Y Palisendra Melamentova vio, a través de la pantalla, cómo su carguero entraba a velocidad descontrolada dentro del hangar, directo hacia una nave Delta estacionada.

En la mente de Svetlan Teclanovich Valtachek el tiempo comenzó a correr con lentitud exasperante. Vio al carguero entrar como si fuese una nube, lento, directo hacia la nave Delta… hasta que la explosión lo derribó.

En su representación holográfica, Pavel Kazla observaba una pálida imagen del desastre. No se engañaba, algo no había salido como esperaba. Rogó en su interior que los daños hubiesen sido menores… pero era más un deseo que la realidad.

Lo último que vieron en el Casino de Oficiales fue el rostro extrañado de la niña, antes de que la pantalla sólo reprodujese ruido.

 

 

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Lo que siguió fue el shock.

El primero que se recuperó fue el comodoro. Ordenó a Control de Daños ir al lugar de los hechos.

Luego fue comprobar que, pese a la violencia del impacto, Valtachek había sobrevivido y estaba ileso. Otro tanto ocurría con los tripulantes del carguero.

Por supuesto, envió a los guardias a detener a Kazla, el más manifiesto responsable del desastre, quien hasta el momento no tenía idea cabal de las consecuencias de sus actos.

Y Tanit consiguió lo que quería, que la nave la llevase con su papá.

 

 

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Fue una larga investigación, donde el sargento y el piloto testimoniaron contra la mayor Melamentova, dando detalles de su obsesión paranoica, su mal carácter y sus caprichos.

El titular de la nave Delta testimonió la hora en que la había dejado en el hangar y el grado de reparación que requería. Hasta quienes no sabían de ingeniería comprendieron que esa nave pudo haber estado reparada en minutos y lista para ser operada a distancia.

El teniente Ilin, a su vez, testimonió sobre las intenciones de Pavel Kazla de hacer «la gran broma» antes de despedirse.

Y ninguno de ellos negó los cargos que les hacían. Estaban ajenos, golpeados por el suceso del cual habían sido actores principales.

Encerró a los tres irresponsables en la zona de máxima seguridad, más para evitar que los lincharan antes que temiendo una fuga. Elevó los informes al Alto Comando, creyendo que todo quedaría en el terreno militar. Pero ya la información se había filtrado a todo el mundo.

Incluso del enemigo, a través de países neutrales, llegaron notificaciones de condolencia.

Y aunque no había habido detalles, la primera información fue «Tanit ha muerto». Luego los detalles gruesos de lo sucedido.

Y las voces comenzaron a pedir sangre.

El Comando Columbo y sus embajadas, ante la posibilidad de perder a sus dos protegidos, comenzaron una campaña para cargar todas las culpas sobre la mayor Melamentova, pero nada alcanzaba para exonerar a Kazla y Valtachek.

El Primer Ministro se encontró con una bomba entre las manos, un desastre que no podía haber llegado en peor momento.

Por eso, cuando Boris Vomisa se ofreció a cargar con la responsabilidad de las sentencias, lo recibió como una bendición del cielo.

Vomisa, por su parte, había guardado en la intimidad de su pensamiento sus reales propósitos. A cada quien había dicho una parte y siempre quedaba algo que no le había dicho a nadie, así que la Inteligencia de los Columbos estaba en ascuas sobre la derivación que podría tener el incidente. Sólo se atrevieron a dar un difuso alerta general, pero sin saber a qué atenerse.

 

 

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La Nave Número Uno descendió en la base de Nínive. Salvo el personal de guardia en los puestos indispensables, toda la guarnición estaba en la pista, ofreciendo una marcial recepción.

Frente a la escalinata estaba el comodoro y, a su lado, el Delegado Columbo. Este último tenía una presunta expresión de severidad que ocultaba su terror. Había recibido instrucciones de ponerse al tanto de las intenciones de Vomisa y, si éstas perjudicaban de alguna forma al Imperio, impedirlas.

¿Pero cómo impedirlas? ¿Y cómo saber si realmente perjudicaban o no al Imperio? Boris Vomisa tenía fama de ser uno de los hombres más inteligentes. Indudablemente disfrazaría sus órdenes de modo tal que resultasen inobjetables a su entendimiento. Cuando él pudiese informar a sus superiores sobre las mismas… ¿estaría a tiempo para detenerlo?

El Delegado Columbo convocó todas sus luces para que lo asistiesen en esta inesperada responsabilidad.

La puerta de la nave se abrió. En el marco apareció Boris Vomisa acompañado de la mujer. Tanto el comodoro como el Delegado Columbo sabían quién era, pero ninguno entendía qué función cumpliría en esta desagradable situación. Vomisa le cedió el paso y ella descendió primero, seguida por él de inmediato. El comodoro fue a su encuentro.

—Señor Parlamentario… bienvenido a Nínive.

—Gracias, comodoro. Le presento a la capitana Pastova Broteslava, de Fuerzas Especiales.

Pastova saludó militarmente, a lo que el comodoro respondió. Luego volvió a encarar a Vomisa, pero en ese momento el Delegado Columbo se adelantó.

—Señor Parlamentario, me presento. Soy…

—Ya sé quién es usted —interrumpió Vomisa con sequedad—. Lo autorizo a presenciar el dictado de sentencia, pero no tendrá voz ni voto. Éste es un asunto interno de mi nación.

El Delegado quedó casi atemorizado. No estaba ante un hombre que se dejase amedrentar fácilmente.

—Señor Parlamentario… debo recordarle que el Imperio tiene intereses particulares en dos de los sentenciados. Esto podría afectar las relaciones entre nuestros dos países, por no decir el desarrollo de la guerra.

—Por mera cortesía, le diré que su Imperio no debe temer por una sentencia que aleje a los acusados de la guerra. Y ahora, si me disculpa, debo hablar con el comodoro.

La respuesta no sólo desconcertó al Delegado Columbo, sino también al militar. Hacia él se volvió Vomisa.

—Es necesario terminar con esta situación cuanto antes.

—De acuerdo, señor Parlamentario. El Casino de Oficiales está dispuesto para que pueda…

—No será en el Casino de Oficiales.

Ambos miraron a Vomisa con desconcierto.

—Será en el interior del «triste y solitario pájaro del crepúsculo».

Si algo faltaba para terminar de asombrar al comodoro, fue la última frase.

—¿Usted?

—Sí, yo ordené que trajesen esa nave Delta mediana.

—Está lista, en el hangar principal.

—Espero que traslade allí a los detenidos… con custodia responsable. A partir de este momento, comodoro, yo estoy a cargo.

Vomisa sacó un pequeño aparato lector y se lo entregó al comandante.

—Aquí están instrucciones para los encargados de mantenimiento. Que trabajen sobre la nave, pero sólo cuando todos estemos adentro. No deben enterarse de que la sentencia se dicta allí. ¿Comprendido?

—Comprendido, señor Parlamentario.

El comodoro dio las instrucciones a un asistente y los cuatro se encaminaron hacia el hangar principal en un vehículo.

 

 

-.-

 

La nave Delta mediana tenía un amplio puente de mando que permitía la presencia de doce personas, aunque en operaciones sólo había lugar para cinco. Era, en realidad, un modelo viejo. Un intermedio entre un caza de combate y un transporte de patrullas.

Boris Vomisa y Pastova Broteslava se mantenían de pie, pese a los asientos disponibles. En ese momento entraron los tres imputados, seguidos por dos guardias de seguridad. Cerraban la marcha el comodoro y el Delegado Columbo.

La actitud de los tres imputados era marcial, sin que eso borrase la amargura de sus expresiones. Tal vez Kazla recordaba la frase de la alférez Delcanova: «Algún día hará algo irreparable». ¡Vaya que si lo había hecho! Los otros dos parecían muertos caminando. Tal vez lo único vivo que había en ellos era la curiosidad por saber quién era esa enigmática mujer con insignias de capitana que acompañaba al Parlamentario.

Nada bueno sería para ellos, seguramente; no obstante, nada objetarían. Se habían resignado a su destino.

Vomisa los miró con severidad, también lo hizo Broteslava. Una vez que el primero hubo revisado sus rostros, miró al Delegado Columbo.

—Le recuerdo, Delegado, que usted está aquí por cortesía. Es un observador y no tendrá voz ni voto en la resolución que transmitiré.

El Delegado Columbo contuvo su furia, pero asintió. Vomisa sacó de entre sus ropas un aparato y apuntó al Delegado, quien lo miró con sorpresa y disgusto. Una luz del aparato comenzó a titilar y el parlamentario avanzó hacia el invitado. Metió la mano en su bolsillo y extrajo un pequeño aparato de comunicaciones.

—Por esa misma causa, Delegado, no admitiré que tenga esto aquí. No se preocupe, le será devuelto cuando todo haya terminado.

Y dicho esto lo entregó a uno de los guardias.

—Se lo regresará cuando yo le dé la orden, no antes.

El guardia elegido se cuadró marcialmente, aunque no pudo evitar una sonrisa de satisfacción.

—Vayamos a lo que nos ha traído aquí…

Pero Vomisa se quedó perplejo. Los demás siguieron su mirada hasta la puerta de entrada. Allí estaba Myrmidia, con serena tristeza, mirando al grupo. Los tres imputados desviaron la mirada inmediatamente.

—Señora, no puede estar aquí —fue el único momento en que la voz de Vomisa perdió firmeza y autoridad. Myrmidia lo miró comprensiva.

—Me retiro inmediatamente, señor Parlamentario. Sólo… sólo quería ver a estos tres oficiales. Corrijo… quería que me viesen.

Pero los mencionados no se atrevían a hacerlo. Vomisa recuperó su autoridad, iba a decir algo, pero el gesto de Myrmidia lo detuvo.

—Está bien… creo que yo tampoco tendría coraje después de haber hecho algo así.

Hizo una pausa.

—No me miren si no quieren, pero escuchen mi voz. No sé qué sentencia les darán… pero a donde vayan recuerden el sol que me quitaron. No sólo a mí, al mundo entero.

Volvió a mirar a Vomisa.

—Señor Parlamentario… gracias.

Y se retiró tan silenciosamente como había venido. Vomisa debió tomarse unos instantes para recomponerse. Luego alzó un dispositivo y se acercó a los imputados. Éstos supieron instantáneamente de qué se trataba, pero no por eso les sorprendió menos.

Vomisa lo acercó a las insignias pectorales de cada uno y éstas cambiaron de color de inmediato.

—Listo. Ahora todos han sido degradados a alféreces.

Se volvió hacia el comodoro.

—Que los guardias se retiren de la nave, que nos esperen afuera.

El comandante sólo necesitó hacer un gesto y los mencionados se retiraron. El Delegado Columbo miró con ansiedad al que se llevaba su comunicador. Cuando quedaron sólo siete en el puente, Vomisa enfrentó al resto.

—Lo que informaré es Alto Secreto, sólo ha sido mencionado en el Estado Mayor Conjunto y es uno de los planes de batalla más temerarios que se conocen. Yo tuve acceso a él por ser líder parlamentario.

Vomisa colocó un archivo en el proyector holográfico y éste representó la imagen del mundo, coloreada según los países en guerra, los neutrales, las zonas de batalla, etc. La pesadumbre de momentos antes había dejado lugar al desconcierto.

—Como pueden ver, aquí está representado el estado actual de la guerra… por lo menos como estaba hasta dos horas atrás. No he querido actualizarlo desde aquí porque el Secreto me lo impediría.

Activó unos controles y en territorio enemigo, muy lejos del frente de batalla, comenzó a brillar una luz intermitente.

—Ese lugar se llama Ménil. Es la mayor fábrica de generadores de energía del enemigo. Prácticamente es el sostén de sus fuerzas. Como comprenderán, no sólo está lejos del frente de batalla, sino que está protegida por una coraza de detectores y unidades de combate listas a defenderla. Es prácticamente inexpugnable.

Vomisa hizo una pausa. Activó otro control y hubo una aproximación a la zona, la mayor posible, donde se detallaba no sólo la fábrica, sino también el paisaje circundante con todas las instalaciones de defensa que tenía.

—No obstante, un miembro del Estado Mayor Columbo, la general de primera Yoparda Fossdaratt, ideó un plan para destruir esa planta. Consiste en enviar una nave pequeña con una gran carga explosiva y dejarla caer en el corazón de la fábrica.

Sobre el lugar se marcó un itinerario que terminaba en el edificio.

—Una nave pequeña, como ésta, puede pasar por zonas indetectables para los sistemas de seguridad. Cuando la descubran será demasiado tarde. La fábrica habrá saltado por los aires y ganar la guerra sería cuestión de días, un mes a lo sumo, suponiendo que hubiese reservas en otra parte.

Vomisa hizo una pausa, apagó el proyector y miró al resto de los concurrentes. Curiosamente, el más aterrado era el Delegado Columbo. Los tres imputados, por el contrario, tenían una apática serenidad, la serenidad del condenado a muerte que sólo espera el final inevitable. Ya sabían cuál sería su castigo.

—La operación fue desestimada porque, como sabe hasta el enemigo, una nave pequeña, lo suficientemente pequeña como para poder esquivar los detectores, no tendría la autonomía necesaria para regresar. Eso sin contar con que la explosión podría afectar a la nave atacante. No se encontrarían voluntarios para una misión así. Eso se pensaba… hasta hoy.

—¡Señor Parlamentario! ¡Esto es inadmisible! —fue la protesta del Delegado Columbo.

—¡No lo autoricé a hablar!

—¡Es algo que me compete! Usted está enviando a la muerte a tres combatientes de su propia nación… en una guerra donde mi nación es su aliada. Creo que, por lo menos, deberían ser informados de algo importante.

—Si es así, lo escuchamos.

—Yoparda Fossdaratt es… fue una gran estratega, uno de nuestros mejores elementos; pero desde que murió su único nieto… pues… se ha derrumbado. Tiene… problemas con el alcohol.

—Dígame algo que no sepa, porque eso lo sabe hasta el enemigo.

—No conocía este plan… pero es probable que el Estado Mayor no lo haya tomado en serio.

—Lo tomaron con la suficiente seriedad como para ponerlo entre los más altos secretos; no obstante, como ya he dicho, lo consideraron improbable por la falta de voluntarios.

—¡Estos combatientes no son voluntarios!

—¿Puedo hablar, señor Parlamentario?

—Hable, alférez Valtachek.

—Quiero desmentir al Delegado Columbo. Soy voluntario.

—Yo también —dijo Kazla.

—Yo también —agregó Melamentova.

El Delegado Columbo no pudo contenerse y avanzó hacia ellos.

—¡No sean estúpidos! ¿No saben que van a una misión sin regreso?

—He analizado la misión, Delegado —contestó Valtachek—. Deberé confirmar los cálculos, pero tenemos una probabilidad de regresar tras nuestras líneas.

—¿Una probabilidad? ¿Contra cuántas?

—Contra diez mil de no volver. Son números aproximados.

La voz de Valtachek era apagada, resignada. Un hombre enamorado de su muerte que se sabía en camino de su amada. La misma mirada estaba en los otros dos. El Delegado Columbo lanzó un bufido de impotencia y se retiró a un rincón.

—Bien, señores. Irán bajo el mando de la capitana Pastova Broteslava.

Los ojos de los restantes se encendieron con una chispa de alarma. La primera que reaccionó fue Palisendra.

—Permiso para hablar, señor Parlamentario.

—Hable, alférez Melamentova.

—La capitana no estaba aquí cuando… cuando hicimos lo que hicimos. ¿Por qué viene ella con nosotros?

Vomisa se dispuso a contestar, pero Pastova Broteslava dio un paso al frente.

—Soy voluntaria. Si quieren más detalles, se los daré en el camino. Ahora, Melamentova, al puesto de navegación. Kazla, al centro de comunicaciones. Valtachek, a control operacional. Prepárense para partir.

En silencio pero con rapidez, los tres mencionados ocuparon su puesto. Pastova se dirigió al comodoro.

—Permiso para partir, señor.

—Permiso concedido, partirán apenas estemos nosotros en la zona verde del hangar.

—Quiero decir algo más —intervino Vomisa—. Presten atención.

Todos atendieron.

—La burla es una perversidad del alma. Cuando alguien disfruta del sufrimiento ajeno, sea sólo una molestia o un dolor intenso, es un monstruo. La perversidad es perversidad, tenga el grado que tenga.

Kazla tragó saliva e inclinó la cabeza.

—Esa perversidad es una forma de desprecio por el otro, igual que cuando se lo insulta, se lo maltrata, se le hace sentir el poder por el gusto de hacerlo.

Palisendra tuvo de pronto los ojos brillantes.

—También la desidia es una perversidad. Dejar los deberes para más adelante significa que ese «más adelante» jamás llegue. Ha sido siempre el problema de nuestro pueblo, aún antes de la guerra, que ha tenido un futuro dudoso porque nunca tuvo las cosas a tiempo.

Valtachek se crispó sobre su tablero de control.

—Hace días, una combinación de estos males hizo que perdiéramos lo más hermoso que teníamos. Se apagó una belleza y una dulzura que serán irrecuperables. Quiero que sepan eso, que lo tengan presente en su misión. Esta nave lleva el nombre de «Tanit», por si hacía falta que no perdieran la memoria de lo que nos han quitado.

Diciendo eso, se retiró. El comodoro lo siguió de inmediato.

 

 

-.-

 

Desde la zona verde del hangar, vieron cómo la nave partía. El Delegado Columbo se acercó impaciente a Vomisa.

—¿Puede, por favor, señor Parlamentario, hacer que me devuelvan mi aparato?

—Devuelva su comunicador al Delegado —ordenó Vomisa, como al desgano. Éste lo tomó con ansiedad al tiempo que se retiraba apresurado, operándolo. Lo último que escucharon de él fue pedir, en su idioma, una «línea segura».

—¿Cree en lo que dijo Valtachek? —preguntó el comodoro.

—No recuerdo de qué habla…

—Sobre que había una probabilidad de volver contra diez mil que no…

Vomisa se encogió de hombros.

—Creo que mintió para que el Delegado no nos molestase demasiado… pero recuerde que él es el mejor ingeniero que tenemos. Es posible que haya pensado algo. Si tienen éxito en la misión, la guerra acabará pronto y la mayor pesadilla habrá terminado.

—O sea que pueden cumplir su misión y volver.

—Pero no como héroes. Nadie podrá olvidar que mataron a Tanit. A donde vayan se les recordará lo que hicieron. Ellos mismos no pueden olvidarlo. Serán unos apestados para el mundo.

—Y la capitana Broteslava. ¿Por qué fue con ellos?

Vomisa se detuvo y miró al comodoro con seriedad, pero sin perder el tono amable.

—Disculpe, no estoy en libertad para explicar eso.

—Pero algo habrá que decir. En todo el mundo estarán esperando una noticia sobre la sentencia.

—Pues… ya lo había pensado. Se dirá que fueron enviados a una misión sin retorno, donde pagarán su culpa y de paso servirán a la causa. No necesitan saber sobre la capitana.

—¿Será suficiente?

—Deberá serlo. Los Columbos no tendrán nada para objetarnos, ya que a ellos les interesaba tener a los condenados dentro de la guerra. El Primer Ministro podrá acusarme públicamente, si la gente sigue pidiendo sangre.

—Me temo que eso sucederá, señor Parlamentario. Lo que hicieron fue horrible. Que se vayan sólo con una degradación y una misión suicida…

—Yo jamás conocí a Tanit —la voz de Vomisa se quebró—. Había visto sus hologramas, siempre soñé con verla en persona… yo también los habría matado con mis propias manos. Pero no sacrificaré la civilización a mis instintos. Les he dado un castigo, una condena a muerte. Pero también les he dado algo más.

—¿Qué más?

—Una posibilidad de redención. Eso a nadie se niega.

 

 

Fernando José Cots Liébanes nació en Córdoba, Argentina, a mediados de 1950 y viene publicando desde hace ya tres décadas. Quienes leen ciencia ficción argentina desde hace tiempo seguramente recordarán su Los invasores del sábado (1987), cuento que de haber existido Axxón en aquel momento nos hubiese gustado publicar, pero claro, pasa el tiempo y ya tenemos esa historia en el número 179.

De sus ficciones, hemos publicado en Axxón: QUILINO, CARACOLES, LA NOCHE DE LA RATA, RECHAZO, OBERTURA PARA DIOSES LOCOS, PROCÓNSUL, LA TRAMPA, SI MARTE FALLA, LOS INVASORES DEL SÁBADO, MADUREZ y RADIO MALDITA. También publicamos en Axxón sus artículos LAS MALAS COPIAS, ECOS Y SILENCIOS, EL GRAN HERMANO Y SUS MODELOS REALES y EL TRISTE OFICIO DE WINSTON SMITH.

 


Este cuento se vincula temáticamente con ERINNIS, de Raquel Froilán García; EL REGRESO DE MANÉ, de Ricardo Giorno; GÉNESIS, de Elaine Vilar Madruga y EL CASTIGO, de Víctor Coviello.

 

Axxón 212 – noviembre de 2010

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Guerra interestelar : Crimen, culpa : Argentina : Argentino).

 

 

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