Revista Axxón » «Agua turbia», José Antonio González Castro - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ESPAÑA

 

Hacia el poniente, por encima de las casas blancas del pueblo cercano, veo cómo se apagan los últimos esplendores del cálido atardecer. La quietud que hay a mi alrededor tiene esa peculiar cualidad que anuncia el crepúsculo, un silencio roto sólo por los trinos de algunas golondrinas lejanas y por el borboteo del manantial que hay junto a mí.

Según me contaba hace un momento un anciano del pueblo, de la fuente natural mana agua fría incluso en pleno verano, bebida que también se utilizaba hace años para abrevar el ganado. Sin embargo, ahora sale turbia y no es potable.

—Lleva ocurriendo así desde primeros de mayo —me decía el hombre.

—¿Porqué? ¿Qué es lo que la enturbia? —le pregunté.

—Cenizas —levantó el bastón que le servía de apoyo y señaló a unas ruinas que coronaban la cima del pequeño monte que se erguía ante nosotros. Y aclaró—: Cenizas de muertos.

A continuación me habló sobre los hechos funestos que acontecieron allí: de cómo de lo que ahora no quedaba más que un conjunto de escombros ennegrecidos, hacía tan sólo un mes era un reputado y hermoso monasterio cisterciense del siglo XII en el que vivía una docena de monjes sabios. Y de cómo aquella aciaga tarde del 4 de mayo, sin que aún se sepa la causa, el edificio ardió con una facilidad y rapidez inaudita, como si estuviera hecho de papel. Parece ser que el comienzo fue algo súbito. Todos los vecinos del pueblo dejaron sus quehaceres domésticos y se precipitaron a las calles, alarmados por el fuerte olor a quemado y el denso humo que comenzaba a cubrirlo todo. Cuando se apercibieron de lo que ocurría, y vieron aquellas colosales llamas que se elevaban hasta las nubes, una ola de pánico recorrió el municipio entero. Por todas partes se oían gritos de desesperación y horror. Dada la magnitud del incendio, muchos pensaron que el fuego acabaría devorando también sus casas y temieron por sus vidas. Algunos, incluso, tomaron sus pertenencias a toda prisa y se marcharon a las aldeas cercanas en busca de protección. Otros corrían despavoridos hacia las profundidades del bosque, como si huyeran de un monstruo. En pocas horas todo se convirtió en una desolación de escoria y muerte calcinada por un fuego que parecía demoníaco. Ningún monje logró escapar. Sólo una fuerte y oportuna lluvia, a la mañana siguiente, pudo poner fin a tan devastadora tragedia.

—Afortunadamente no hubo que lamentar más víctimas. Después de aquel incendio el agua del manantial se ha vuelto turbia, como ve. La lluvia caída estos días se filtra en la tierra caliza, absorbe las cenizas y la podredumbre de aquellos hombres santos, y se trae consigo ese color grisáceo junto con el olor de la putrefacción —explicó el viejo.

»No es la primera vez que ocurre algo así —continuó diciendo—. Hace un par de años el monasterio de San Bernardo, algo más al sur, corrió la misma suerte que este. Todo habría quedado en una mera casualidad si las semejanzas hubieran terminado aquí. Pero no es el caso, y esto es lo verdaderamente extraño. Entonces tampoco hubo sobrevivientes y, como aquí, el fuego únicamente afectó al convento; ni los sembrados de vides que había alrededor, ni las casas que estaban a tan sólo unas decenas de metros sufrieron daño alguno. Era como si detrás de aquello hubiera una intención oculta, como si el fuego estuviera dirigido por una mano invisible. La policía, que durante varios meses investigó el asunto, no pudo encontrar ningún indicio criminal. No hubo detenciones ni sospechosos. Comoquiera que no dieron con el foco del fuego, al final atribuyeron el desastre a un mero accidente natural.

»Era el mes de septiembre, cuando abundan las tormentas, así que dedujeron que probablemente un rayo había caído sobre el monasterio, provocando el incendio. En un principio esto podía parecer lógico. Pero resulta que, según los vecinos del pueblo, en la noche del desastre no hubo ninguna tormenta, ni se oyeron truenos, ni se vieron relámpagos. La investigación oficial requería encontrar una explicación, y como no tenían ni idea de lo que realmente ocurrió, determinaron la primera causa que se les presentó por delante, aunque esta no tuviera ninguna base. En lo que respecta a nuestro monasterio, las pesquisas tampoco están llevando a ninguna parte.

»He sido maestro de escuela durante cuarenta años y puedo considerarme una persona medianamente culta. Nunca he creído en maldiciones, ni influencias malignas de los astros ni supersticiones de ningún tipo. Pero después de esto ya no sé qué pensar. Para cualquier persona sensata las semejanzas entre los dos incendios son una coincidencia poco fortuita y demasiado sospechosa. La gente del pueblo ha comenzado a hablar, ¿sabe?, y en sus bocas se oyen palabras que hace tiempo que yo no escuchaba, como maldición, castigo divino y fin de los tiempos. Es para tener miedo, la verdad. En el ambiente se respira algo maléfico, y los vecinos del pueblo lo saben; apenas si salen de sus casas. Es como si buscaran la protección de algo invisible en la seguridad del hogar y el silencio.

»Algunos dicen que el origen de estas desgracias proviene del cometa que nos visita durante estas noches. Antiguamente, cuando aparecía en los cielos un astro de este tipo, se decía que había llegado la «escoba de las brujas». Mi abuelo me decía que un cometa es como una escoba, porque de vez en cuando hay que barrer el mal de nuestros corazones pecadores. Supongo que usted sabrá que esos cuerpos celestes siempre han estado asociados a leyendas de malos presagios: catástrofes naturales, epidemias, caída de reyes e imperios, augurios de cambio… ¿Lo ha visto después de la puesta de sol? La contemplación de su luz trémula, de tonalidad blanca lechosa, me produce escalofríos. Tanto es así, que tengo que apartar la mirada. No sé si será porque me voy acercando al fin de mis días, pero a veces tengo la sensación de que estos tiempos en que vivimos son singulares.

—Por curiosidad —le interrumpí—, ¿sabe usted a qué se dedicaban aquellos monjes?

El hombre se encogió de hombros.

—A lo que todo hombre que se ha entregado a Dios y ha decidido vivir en un monasterio: a la oración, a la vida contemplativa y a cultivar los frutos del Espíritu Santo.

»Aparte de esto, es de sobra conocido que estaban particularmente interesados en el conocimiento. Pero no en cualquier tipo de conocimiento, sino en la sabiduría que procede de arriba. Ansiaban descubrir la naturaleza auténtica del universo, ahondar en la personalidad de Dios a través del estudio de la Creación, y comprender Sus propósitos mediante lo que dejaron escrito otros hombres sabios de la antigüedad. Así que no es de extrañar que fueran tan buenos copistas. En pleno siglo XX hacían a mano muy buenas reproducciones de libros antiquísimos escritos en lenguas que ya no habla nadie. No exagero en absoluto si le dijera que allí dentro habría un millón de libros. Todos ellos permanecían guardados en la biblioteca bajo la celosa custodia de un feligrés. Sí, la biblioteca era enorme; el verdadero tesoro del monasterio. Era tan apreciada por teólogos y estudiosos de lo sagrado, que muchos venían desde lejos para admirar sus obras.

—Y supongo que todo aquel conocimiento se perdió.

—Pues de eso no estoy tan seguro, porque oí decir que la biblioteca era la única parte del monasterio que estaba construida a prueba de incendios. Así que no me extrañaría nada que se haya recuperado algo. En sus inicios el edificio tenía un sótano a varios metros bajo tierra que se utilizaba para almacenar utillaje y trastos de todo tipo, pero poco después se habilitó para guardar los libros y documentos eclesiásticos. Recientemente lo habían reformado por motivos de seguridad, aunque no podría decirle hasta qué punto estaba protegido ni lo que había allí dentro. Si quiere saber más, lo mejor será que le pregunte a don Ignacio, el cura del pueblo. En caso de que algo se hubiera salvado, él tendría que saberlo.

Cuando el anciano se despidió de mí el astro rey ya se hundía en el horizonte, tiñendo de tonos rojizos las escasas nubes que se alargaban como jirones hasta perderse en la lejanía. Las primeras estrellas vespertinas hicieron su aparición, mientras se encendían algunas luces del pueblo.

 


Ilustración: Valeria Uccelli

Han pasado más de cinco horas y sigo en el mismo sitio. Desde el último habitante rezagado que observé meterse en su casa hace media hora no he vuelto a divisar a nadie por los alrededores. La oscuridad se cierne sobre el poblado, atrapado en las garras del sueño e ignorante de cualquier amenaza que pueda perturbarlo.

El cometa ya está muy bajo sobre el horizonte. Su brillo resulta espectral, semejante a la luz de un faro visto a través de un sudario de muerte. La forma alargada de su cola tiene la apariencia de una espada de hielo, apuntando siempre al sol a la espera de dar el golpe final.

La luz pálida e inerte de la luna me ilumina. Su disco plateado, inmenso e irreal, permanece suspendido en medio de un cielo despejado; parece un rostro que lo observa todo. Es una hermosa noche de primavera, con una mezcla embriagadora de olor a jazmín y a dama de noche que el aire transporta en oleadas desde los patios de las casas cercanas. Levanto la vista hacia la silueta recortada contra el firmamento de lo que queda del monasterio y, por un momento, pienso en lo efímera que es la vida.

Con decisión acerco mis manos a la fuente y lleno de agua la cavidad que formo con ellas. La miro, oscura y fría, y me doy cuenta de que se me hace difícil apartar la mirada; me atrae, misteriosa y cautivadora. Unas voces imperiosas parecen llegar hasta mí como si fueran montadas en los propios rayos del claro de luna, traspasándome el alma en un deseo arrebatador. Intento resistir la tentación, pues quiero prolongar todo lo posible el sabor de esa seducción cargada de erotismo. Vuelvo a observar con desmedido detenimiento el diminuto lago de agua sucia que contienen mis manos. Como si me estuviera haciendo señas con cada movimiento ondulante, de nuevo siento ese anhelo irresistible de tragar el elemento líquido. Sin embargo, esta vez mi fuerza interior no es lo suficientemente fuerte como para evitar el acto que de continuo reclama la atracción. Con el corazón palpitante y las glándulas salivares segregando a raudales, me dejo llevar; y en un acto compulsivo, bebo. Sí, bebo una y otra vez, sin pudor alguno, para a continuación llenarme de un infinito éxtasis necrófilo que culmina en intensos espasmos de placer.

A continuación me interno en un bosque próximo, dispuesto a pasar aquí mismo la noche, al amparo de las sombras. En este lugar me encuentro realmente a gusto, pues pocas cosas hay que me agraden tanto como tener a las estrellas como cobijo y a la hierba húmeda como lecho. Mientras mis ojos se cierran, aún puedo oír el ladrido lejano de unos perros que presienten la proximidad de algún peligro acechante.

Al día siguiente me dirijo hacia el pueblo con buen ánimo, y me aseo sin demasía en una fuente de agua clara. Más tarde me detengo frente a la puerta de una humilde casa y llamo. Un hombre de edad avanzada, con el vientre prominente, ojos risueños y cara de buena persona, abre la puerta. Muestro la misma sonrisa que, en soledad, he ensayado miles de veces frente al espejo.

—¿Elcura don Ignacio? —pregunto.

—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle, amigo?

Le hago saber, del mejor modo que me es posible, las razones que me han llevado hasta allí, pero para mí no son más que simples palabras memorizadas hace años y que ahora emanan de mi boca con la misma facilidad con la que saldrían de un papagayo. Ante él me presento como Ismael Gutiérrez, un historiador que realiza una investigación para una revista de antropología, y que desea recabar información sobre algunos libros proscritos por la Iglesia Católica durante la Edad Media; libros que posteriormente fueron copiados y custodiados por los monjes del monasterio español. También le doy a conocer, con palabras melosas, mi interés por tomar algunas notas de los volúmenes que hubieran sobrevivido a la quema. Cuando termino la perorata me sorprende la enorme dicha con que la diosa Fortuna me recompensa esta vez.

—Se perdió casi todo, señor Gutiérrez. Las altas temperaturas generadas durante el incendio acabaron con la práctica totalidad del tesoro literario que se hallaba en la biblioteca. Y eso a pesar de que se encontraba en el subsuelo. Sin embargo, se encontró una pequeña cámara de la que desconocíamos su existencia; era una sala especial, de apenas cinco metros cuadrados y reforzada en su interior con planchas de acero a modo de caja fuerte. En su interior se hallaron algunos libros, que felizmente no sufrieron ningún daño. Estoy a la espera de recibir instrucciones de mis superiores para ver qué hacer con ellos. Entretanto, los guardo en mi casa.

A continuación me hace pasar a su estudio, con el corazón latiéndome al ritmo de tambores de guerra. Y me muestra su colección; un conjunto de unos cincuenta tomos, todos ellos resguardados del polvo y apilados unos encimas de otros; es el modo correcto en el que deben almacenarse los códices de pergamino.

Una expresión de júbilo contenido se dibuja en mi rostro, ya que los títulos de aquellos libros son lo bastante elocuentes para un conocedor de los aspectos recónditos de la naturaleza. Todos ellos tratan de materias terribles y prohibidas, de las que el mundo apenas ha oído hablar, excepto a través de breves menciones en voz baja. Estos volúmenes son horribles compilaciones de secretos y fórmulas antiquísimas acumulados a lo largo de los siglos desde que el ser humano tomó conciencia de sí mismo.

Todos son enormes, forrados en piel, cosidos con hilo de seda e ilustrados con bellos colores. Se percibe la delicadeza y el esfuerzo que aquellos monjes imprimieron a su trabajo. Un bibliófilo hubiera dado una fortuna por cualquiera de ellos, sin embargo, mis ojos se dirigen a uno en concreto; el resto no me interesa. Ante mí tengo nada más y nada menos que una copia fiel del infame Necronomicon, el más peligroso. Prohibida su posesión y lectura por el Papa Gregorio IX, cuatro siglos más tarde —en el año 1647— apareció en Toledo la última edición latina impresa, también conocida en los más reducidos círculos ocultistas como El Libro de los Árabes. No sobrevivieron al tiempo muchos ejemplares. Sin embargo, ocurre que la ciencia de aquello que debe quedar oculto para siempre coloca multitud de impedimentos para ser erradicada de la faz de la Tierra, abriéndose paso entre la muerte y el olvido. Una sucesión de casualidades insondables hizo que, mucho tiempo después, el texto impío fuera a parar a manos de unos curiosos religiosos de un humilde convento cisterciense del norte de España.

Ese libro negro es más que un simple libro: es un arma poderosísima, pues contiene palabras en latín que, pronunciadas por una persona entrenada, pueden excitar tempestades, provocar epidemias y alterar el curso de los astros. Pero además, es el único sobre la Tierra que contiene invocaciones precisas para someter la voluntad de los demonios; ante un iniciado en las artes oscuras éstos quedarían convertidos en meros servidores, simples marionetas en manos humanas y sumidos en un sueño eterno. Este descubrimiento no hace sino confirmar mis anteriores sospechas de que aquellos monjes no eran tan santos como la gente pensaba.

Su dueño esboza una tímida sonrisa con la intención de complacerme. El pobre desdichado no tiene ni la más remota idea de lo que tiene en su poder.

—Esto que ve aquí es todo lo que hallamos en la cámara secreta de la biblioteca. No cabe duda de que, por el lugar en el que permanecían, estos libros debieron de ser muy importantes para aquellos hombres. Lamentablemente, mi conocimiento del latín no es lo bastante amplio como para entender lo que dicen. El incendio fue un verdadero drama, tanto humano como espiritual.

—No me cabe ninguna duda —replico, mientras examino el grimorio con atención.

Poco después muestro un ligero gesto de satisfacción y cierro el grueso volumen. Me siento henchido de euforia, de furor y de una fuerza sobrehumana que parece inspirada por seres invisibles, con la que ni cincuenta hombres podrían competir.

Con la suprema satisfacción que me proporciona el deber cumplido, comienzo a hablar con palabras ebrias.

—Me pregunto si el destino está escrito en algún lugar. ¿En los astros, quizás? ¿En un libro sagrado? ¿En la mente de algún ser sobrenatural? A lo mejor es cierto eso que dicen… que con su llegada el cometa se apodera de la voluntad de los hombres, trayendo consigo horrendas calamidades. La sombra del cometa… Así lo llaman. ¿Crees que el dios al que sirves sabía que esos hombres fieles morirían abrasados, al igual que los del monasterio de San Bernardo? ¡Ja! No puedes ni imaginar el placer que uno puede llegar a experimentar ante la belleza que se esconde tras el fuego. No me sorprende en absoluto que éste haya sido objeto de adoración en multitud de antiguas civilizaciones paganas. ¡Vamos, Ignacio!, no pongas esa cara. No hace demasiado tiempo que tu Santa Iglesia se aplicaba con esmero en purgar a la comunidad haciendo uso del fuego purificador sobre los infieles. Sin embargo, yo te digo que llegará el momento en que el paganismo se levantará de entre sus cenizas para dar comienzo a un nuevo día, y entonces el mundo brillará con esplendor como ya hiciera en los viejos tiempos. Pero la gente común aún ignora muchas cosas.

Ignacio da unos pasos hacia atrás, vacilante, impelido por el temor que le provocan mis palabras. Abre la boca para decir algo. El tono que imprime a su voz denota asombro y espanto al mismo tiempo.

—¿Quiéneres? ¿Qué haces aquí?

Y entonces, como si de repente hubiera comprendido un hecho terrible, de forma impulsiva se abalanza sobre el libro en un intento desesperado de arrancármelo de las manos.

—¡Dameese libro!

Pero ni siquiera llega a tocarlo. Con un movimiento veloz de mi mano, imposible de detener por un mortal, agarro la nuez del lacayo de Cristo y hundo mis cinco dedos en la garganta con la misma facilidad con la que se estruja la mantequilla. Después se oye un «crac» en el momento en que arranco todo el cartílago sangrante. El hombre mira al techo como si quisiera implorar a las alturas, pero sólo se oye un gemido ininteligible, ya que sus cuerdas vocales están en mi mano. Al instante cae al suelo, retorciéndose y dando boqueadas como un pescado atrapado en la red sobre la cubierta del barco. No sé si hay alguien más en la casa, pero no me importa. Salgo de allí sin ninguna prisa, no si antes darme a la voluptuosidad al revolcarme, cual perro callejero, sobre el cuerpo muerto del clérigo.

A continuación, sin detenerme en ningún momento, me encamino hacia el mundo que siempre está sombrío, donde el moho y la herrumbre florecen en abundancia, donde jamás se oye el trino de los pájaros, y donde el sol no es más que un disco nebuloso que apenas tiene fuerza para arrojar luz. Ante mí se extiende un paisaje inmenso de aguas tenebrosas y rocas salitrosas bañadas en un verdor inmundo y ponzoñoso.

—¡Tú,hijo de Satanás, espíritu insaciable! ¿Qué es lo que me traes? —me preguntan al llegar a mi destino.

—Aquí tienes, padre. Mi labor de años ha concluido con éxito —y entrego el libro al Príncipe de las Tinieblas. Éste lo toma en sus manos y lo hojea con efusión.

—¿Estásseguro de que es el único que queda?

—Sí, estoy seguro —le contesto.

—Entonces supongo que ya estamos a salvo —sus pupilas brillan como brasas candentes. Su sonrisa delata felicidad, mientras pasa las páginas de aquel objeto tan temido. Nunca antes recuerdo haberlo visto tan entusiasmado.

Cuando su curiosidad parece haber quedado satisfecha, lo cierra de golpe. Después clava sus arrugados ojos en los míos:

—Has hecho un buen trabajo, Azazel. Sabía que podía confiar en ti cuando te encomendé esta delicada misión. Pero esta vez me aseguraré yo mismo de que arda entre las llamas; no quiero que haya más imprevistos. De hecho, supongo que habrás comprendido que siempre hay que asegurarse de todo.

—Así es —respondo con humildad, inclinando la cabeza.

Entonces, el amo del Infierno se aleja unos metros y se detiene frente a una chimenea natural que escupe un fuego inextinguible desde un abismo impenetrable.

—Vamos, ven aquí. ¿No quieres verlo con tus propios ojos? —me pregunta mi amo y señor.

Me acerco y, cuando estoy a su lado, arroja el tomo en el hueco del horno. Durante el escaso minuto que dura la combustión de esa obra de arte ninguno de nosotros dice o hace nada; sólo la contemplación silenciosa de esa escena tan esperada capta toda nuestra atención.

Poco después ya no quedan más que cenizas; cenizas de un libro muerto que revolotean sobre nuestras cabezas.

 

 

José Antonio González Castro vive en Dos Hermanas, Sevilla, España. En este momento participa en dos talleres de escritura online; además ha publicado algunos cuentos en diversas revistas electrónicas y alguna que otra en papel.

Ya ha participado en Axxón con el cuento EL LIBRO DEL HIEROFANTE.


Este cuento se vincula temáticamente con EL COLOR QUE CAYÓ DEL CIELO y LA LLAMADA DE CTHULHU, cuentos clásicos de H.P. Lovecraft, y STATUS QUO, de Marcelo Dos Santos.

Axxón 214 – enero de 2011

Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico : Terror : Universo de autor clásico : España : Español).


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