Revista Axxón » «Condonautas» (parte 1), Yoss - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CUBA

 

 

Para Susana y Roland,

porque en su visita a La Habana

surgió esta idea para un posible cuento,

que ahora ya es noveleta.

Para Elizabeth, mi bichito inspirador.

 

 


Ilustración: José Manuel Schmill Ordóñez

En las holopantallas el cielo pasa de negro a azul oscuro, luego a claro, al fin a blanco lechoso… echo una ojeada a los instrumentos y corrijo el rumbo del picado, mientras las cifras en el altímetro disminuyen frenéticas, hasta que al fin las densas nubes amoniacales se abren y distingo el suelo.

Justo sobre el blanco. Claro, habría sido más sencillo dejarme guiar por el sistema de posicionamiento retroalimentado satelitalmente, pero me gusta pilotar al viejo estilo: un hombre, su habilidad e intuición, controlando a una máquina, sus sensores y propulsores. Y nada de IAs.

Ésta es también una de las satisfacciones extra que en ocasiones me ofrece este trabajo de Especialista en Contactos, vulgo condonauta. La convivencia y las relaciones sociales nunca fueron mi fuerte… y en una pequeña fragata de hipertránsito como la Antoni Gaudí no abundan precisamente las oportunidades para quedarse a solas.

Dócil bajo mis manos, el pequeño vehículo biplaza traza una elegante curva para sobrevolar el gris y desolado paisaje basáltico del Valle del Hallazgo. Voy perdiendo cota en la maniobra de acercamiento, de manera suave y constante, hasta detenerme, con milimétrica precisión, a ras del suelo y a unos prudentes quinientos metros de la nave Ajena… si bien ya completamente a su sombra.

—Bravo, Dralgoleño —felicito en broma al aún vibrante aparato con un susurro, aprovechando la intimidad que me concede el que todavía el micrófono interior de mi yelmo esté desconectado.

El flotador-lanzadera antigrav, el más pequeño de los cuatro con que cuenta la nave catalana, se llama oficialmente, en honor a quienes nos ¿dieron? la antigravedad, Drag de Algol… si bien yo prefiero llamarlo cariñosamente Dralgoleño. La cómoda y maniobrable maquinita resulta ideal para toda clase de exploraciones planetarias y hasta para cortos desplazamientos orbitales. También suelo usarla para Contactar: así la fragata puede aguardar prudentemente en la órbita. Pese a que su casco aerodinámico de mil doscientos metros de largo le permitiría descender sin ningún problema, lo mejor es no arriesgar nuestro único medio de abandonar este planeta perdido.

Bueno, aquí estamos ya otra vez en lo mismo de siempre. Pero cada vez diferente.

Como toda la tripulación, he observado la nave Ajena desde todos los ángulos que podían grabar nuestras holocámaras teledirigidas, durante los tres días de espera inactiva que aconseja el Protocolo de Primer Contacto… pero tengo que confesar que, aún así, vista tan de cerca impresiona muchísimo.

Y no porque su silueta sea rara, ni su diseño inusual. Al contrario; resulta muy común en vehículos interestelares, humanos o no: perfectamente esférica, de superficie mate, y…

El asunto es el tamaño. La única palabra que se me ocurre para calificarlo es gigantesco.

Ni las destartaladas naves-mundo de los quígaros son tan enormes, sin contar con que entre sus muchos perfiles tampoco abunda el esférico. No hay noticia de que ninguna raza de las que hasta ahora se han topado en sus andanzas por esta Galaxia los exploradores del hábitat Nu Barsa, (ni, me juego el pellejo, del resto de la humanidad) fabrique vehículos espaciales tan grandes.

No se puede negar que tuvimos una suerte igual de grande al verla en movimiento. De haberla detectado inmóvil como ahora, probablemente la habríamos tomado por un accidente natural del valle.

Tan inmensa es.

Grande también es lo que podría suceder en este remoto planeta del radián 1234, cuadrante 31.

Por cierto que resulta curioso cómo los antiguos, que tan penetrantes eran a veces, creían a pie juntillas que su alambicada cartografía estelar histórica, dividida en constelaciones y hemisferios y con soles de nombres árabes, se conservaría por los siglos de los siglos… sin imaginarse siquiera que, dado que la disposición del cielo nocturno que sus astrónomos conocían sólo tenía sentido vista desde la Tierra, cuando nos integráramos a la Comunidad Galáctica, que no es para nada antropocéntrica, acabaríamos adoptando un sistema de referencia cósmica mucho más universal y neutro.

Y además, más simple: tomando como centro el colosal agujero negro en torno al que gira toda la Vía Láctea, se divide la circunferencia en 3600 radianes en sentido «horizontal» y antihorario, y en treinta y dos cuadrantes en sentido vertical, y ya nadie se pierde ubicando una estrella, aunque de paso nombres tan hermosos y cargados de sentido mitológico como Leo, Hidra, Hornillo Químico, Fénix y Boyero conserven sentido en el siglo XXII tan sólo para un puñado de tradicionalistas.

Claro que los antiguos astrónomos nunca imaginaron la Comunidad Galáctica.

Paradójicamente, algunas razas Ajenas, como los algoleños, oriundos del quinto planeta de la gran estrella Algol de Perseo, han optado por ser conocidos según la denominación cargada de alegoría que les hemos dado los humanos… quizás también porque su verdadero nombre resulta impronunciable para cualquier ser que no utilice ultrasonidos en su habla cotidiana. También los arctianos, naturales del noveno mundo que orbita la gigantesca Arcturo de la constelación del Boyero, adoptaron encantados una contracción casi cariñosa del apelativo que les correspondería, según el viejo y poético sistema terrestre dado que hasta ese momento nunca se les ocurrió que su raza necesitara un nombre para distinguirse; ¡Ellos habían sido siempre Ellos!

Cosas veredes, Sancho.

Por ejemplo: este planeta, que incluso nos hemos tomado el trabajo de bautizar oficialmente como Encuentro Esperanzador, gira en torno a una estrella roja del hemisferio boreal que por puro paralaje resulta invisible desde la Tierra, al estar cubierta por la brillante y enorme Vega.

Hasta ayer era, por tanto, apenas uno más entre trillones similares de la Galaxia: por completo desconocido para los antiguos astrónomos terrestres, pero, según los inquietos quígaros, los primeros en cartografiar este sector de la Galaxia (y tantos otros) hace siglos, también absolutamente inapropiado para sostener vida basada en el oxígeno, y en consecuencia no sólo nunca explorado por naves humanas, sino también sin muchas posibilidades de serlo en un futuro próximo.

Y podría haber seguido perteneciendo a esa lista por largos milenios, de no mediar la pura suerte.

Gran cosa, la suerte.

Aunque hubiéramos culminado el enésimo salto hiperespacial de nuestro viaje de comercio-exploración justo en el perímetro de la esfera de influencia gravitacional del sistema, lo más probable hubiera sido que, sin elementos radiactivos ni metales raros ni agua u oxígeno libre en el espectro de ninguno de sus ocho planetas que atrajeran nuestra atención, nos habríamos limitado a, sin siquiera plegar las seis antenas de salto, aprovechar la gravedad de la primaria del sistema para recargar las baterías gravitatorias para el próximo hipertránsito.

Y luego, ¡hasta más no verte, sistemita!

A menudo he pensado que disponer de un método simple de viajar más rápido que la luz en realidad, más que facilitar, obstaculiza la exploración detallada de los trillones de mundos de la Galaxia. Es como pretender conocer cada recoveco de una zona tan sólo sobrevolándola en un avión supersónico.

El hipermotor que usamos quígaros, humanos, algoleños, furasgos, arctianos, en fin, la casi totalidad de las miles de razas que hoy integran la Comunidad Galáctica, es un antiguo diseño tarplino. Esta mítica especie, cuyo nombre en su propio (y lamentablemente olvidado) idioma quería decir «Sabios Creadores», desapareció de la Vía Láctea hace tanto tiempo que ni siquiera sus fieles herederos los quígaros (quiere decir «Indignos Discípulos», claro) recuerdan qué aspecto tenían.

Tampoco quedó dato cierto sobre cómo o por qué ya no están más los tales tarplinos… aunque muchos quígaros creen (o fingen creer, con esos pillos nunca se sabe) que con el transcurso de los milenios sus adorados maestros acumularon tanto poder y sabiduría que simplemente Trascendieron su mera condición física para convertirse en Dioses.

Pero hayan sido reptiles, mamíferos o insectoides, los tarplinos se ganaron su nombre. Que se trataba de excelentes ingenieros nadie lo discute: sus motores de hipertránsito, aunque construidos hace millones de años, no sólo son ligeros y pequeños, sino que sobre todo funcionan todavía a la perfección.

Por suerte, antes de trascender, extinguirse o desaparecer… y hay tantas teorías al respecto como exobiólogos: algunos ni creen que hayan existido de veras, y sostienen que fueron también quígaros con tecnología más desarrollada, de un ciclo cultural anterior… los tarplinos fueron lo bastante generosos y previsores como para dejar en herencia a sus protegidos quígaros un stock de algunos cuatrillones de unidades de esos motores, en sus tres tamaños o clases.

El procedimiento de hipersalto es simplísimo: basta con fijar las coordenadas de destino y que todo el casco de la nave quede comprendido dentro del poliedro imaginario (un octaedro, para más precisiones, de ocho caras triangulares e idénticas) trazado desde los extremos de las seis finas y larguísimas antenas generadoras de campo completamente desplegadas. Al energizarlas, en su centro surge una microsingularidad sobre la que el espacio circundante tiende a converger, sin que el hipercampo le permita comprimirse. Con lo que la nave no tiene otro remedio que abandonar nuestro espacio tridimensional hacia a un hiperespacio equidistante del que, al ser desconectado el impulso, emerge de nuevo al cosmos común como si nada, pero a muchos años-luz de distancia.

Simple ¿verdad? En la práctica, al menos. Sí, los tarplinos eran genios.

Lo malo es que además eran tremendamente soberbios y unos completos paranoicos: sus baterías gravíticas resultan simples y comprensibles pero sus hipermotores, en cambio, aunque jamás se rompan pues pueden resistir incluso explosiones nucleares, son unidades selladas que, cuando se intenta abrirlas, se consumen en pocos segundos como carcomidas por un potente ácido.

Nada de jugar a la ingeniería inversa con la tecnología tarplina. Miles de valiosos hipermotores de las tres clases se han perdido tratando de desentrañar su secreto.

El caso es que, hasta la fecha, para humillación de millones de sabios humanos y Ajenos, nadie ha podido averiguar en base a qué principio físico concreto funcionan los antiguos y eficacísimos artefactos que mantienen en comunicación hiperlumínica la Galaxia.

Lo que obliga a comprar todos y cada uno de esos hipermotores a los astutos herederos de los tarplinos, los quígaros, únicos que saben cómo activarlos. Verdad que los venden y ponen en marcha a un precio asombrosamente barato, para lo avariciosos que suelen ser estos «Indignos Discípulos» en el resto de sus transacciones comerciales.

Pero como venden tantos, no pocas especies acaban arruinadas y debiéndoles hasta la camisa…

Los hipermotores tarplinos vienen en tres tipos o modelos estándar, según el tamaño de lo que pueden trasladar y las razas de la Galaxia suelen denominar cada una a su manera. Para los humanos los hay de corbeta, de fragata y de navío, según sean aptos para ser usados en naves de cinco mil, veinte mil o cincuenta mil toneladas métricas de desplazamiento. Los kigros les llaman Menor, Mediano y Mayor. Más simple.

Lo gracioso o paradójico es que las tres clases tienen el mismo precio. Dicen los quígaros que por motivos religiosos, y no dan más detalles al respecto.

Por maravilloso que sea como sistema de transporte, el hipertránsito también tiene sus limitaciones. La más engorrosa es que casi nunca se puede saltar directamente a donde uno quiere. Las rutas en el hiperespacio, por razones que ni siquiera los quígaros, herederos de los tarplinos, pueden (o quieren) explicar, parecen variar constantemente. A veces, el mismo trayecto que a la ida llevó tan sólo cinco saltos de cien años-luz cada uno, a la vuelta exige para recorrerlo invertir seis, siete, ocho o hasta veinte en las peores circunstancias, cada uno de apenas treinta años-luz y, para más INRI, dando largos y aparentemente inútiles rodeos, lo que suele consumir de manera desesperante las baterías de gravedad.

Los quígaros no explican el hipertránsito; sólo creen en él… y venden hipermotores a granel. Pero en general, a los científicos humanos o Ajenos, se les da bastante mal eso de la fe, de ahí que haya casi tantas teorías sobre el salto hiperespacial como razas tiene la Comunidad Galáctica.

Los furasgos, por ejemplo, creen que los «Sabios Creadores» se limitaron a fijar una cantidad finita de senderos en el hiperespacio, por los que se deslizan las naves, como trenes por sus rieles. Sólo que esos rieles están en constante movimiento y reorganización. Ah. Los balenópteros kigros sostienen que, en cada hipertránsito, nave y tripulación se aniquilan y que lo que regresa a nuestro universo es una copia cuántica. ¿Y? Algunos físicos algoleños y humanos opinan que las supercuerdas están implicadas en el asunto. Notable. Los arctianos defienden la idea de que el hipersalto es sólo dejar inmóvil a la nave mientras el Universo se mueve a su alrededor.

Aunque la hipótesis que, en mi opinión, se gana la palma por su audacia, originalidad… y paranoia, me la confió una tarde Jaume Verdaguer, un joven físico catalán inteligentísimo y loco como una cabra, pero dulce y amable como pocos, con el que viví dos meses de feliz romance, hace años.

El y un puñado de colegas igual de jóvenes, heterodoxos y fanáticos de la Teoría de la Conspiración simplemente no creen que haya física «real» implicada en el hipertránsito. Navaja de Ockham mediante, se apuntan a la idea de que los geniales y extintos tarplinos nunca existieron, pero van más allá, al suponer que sus hipermotores son un inmenso fraude de sus «Indignos Discípulos» y que el hipertránsito es, no una propiedad física intrínseca del espacio, sino ¡una función mental! ¡Nada menos que de los quígaros! Extensión quizás de su extraña telepatía colonial sin límite de distancia…

Y por lo tanto, el que el hipertránsito sea más o menos difícil en uno u otro instante, dependería sólo de que en un sector de la Galaxia hubiera mayor o menor cantidad de naves-mundo llenas de quígaros, concentrando su poder mental en cada momento dado. Por lo mismo resulta imposible saltar fuera de la Vía Láctea, donde hasta ahora no ha llegado ninguna de sus miles de naves-mundo.

Personalmente, la idea me hace cierta gracia. Pero como teoría científica, me temo que nunca será muy popular: prestarle oídos significaría, para empezar, concederles a esos quígaros nómadas y pacifistas una inteligencia y un poder mental casi ilimitados, ¡capaces de teleportar miles de naves cada segundo! Da hasta miedo pensarlo.

Además, una especie tan poderosa ¿para qué necesitaría entonces mantener frente a las otras miles de razas de la Comunidad Galáctica un engaño-estafa tan complicado como el de los hipermotores y los inexistentes tarplinos, y por tantos milenios? Dominarían la Vía Láctea y punto.

En fin, dejando aparte a Jaume y sus colegas, la mayoría de los expertos humanos y Ajenos considera mucho más probable que la limitación de alcance de los saltos hiperespaciales al interior de nuestra Galaxia tenga que ver con alguna propiedad limitante del gigantesco agujero negro que tiene la Vía Láctea por núcleo, y de paso creen, optimistas, que algún día descubriremos el valioso secreto tecnológico de los tarplinos y podremos construir nuestros propios hipermotores y no seguir comprándolos a los quígaros.

Les deseo suerte… y paciencia.

Entretanto, saber qué rutas hiperespaciales están abiertas y cuáles no en un momento dado sigue siendo un proceso delicado y complejo, que requiere largas comprobaciones y pacientes tanteos antes de cada salto. Al punto de que, más que una ciencia, y aunque se enseñe en las Academias Espaciales, la hipernavegación viene a ser un don intuitivo que algunos poseen y otros no pueden aprender por más que se empeñen, como la habilidad para el Contacto de nosotros los condonautas, por ejemplo.

Quizás es por eso que me atrae Gisela, que ocupa dicha plaza en la Antoni Gaudí: simple afinidad entre almas dotadas de talentos valiosos y poco frecuentes.

Aunque los hipernavegantes abundan un poco más, a decir verdad.

Es una atracción platónica, claro está. Por mi viejo trauma, ella y yo nunca podríamos…

Pero no hay mal que por bien no venga, ¿no? Qué más da entonces que sea una flaca pecosa sin más atractivos que esa exuberante y desgreñada cabellera rojiza que le cae casi hasta la cintura. O que haya elegido como compañero sentimental estable justo a ese cachas insoportable de Jordi Barceló, segundo oficial de la nave.

Aunque también le da cierto morboso atractivo extra a mis suspiros de amante platónico rechazado, eso de imaginármela retozando precisamente con él.

Ah, Jordi… más rencoroso, ni su propio gato Antares, pero, con esos musculotes tan…

Mejor ni pensar en eso por ahora.

El caso es que, ya fuera por el talento de Gisela, ya fuera por los azares de las rutas galácticas, hace tres días que vinimos a dar a este sistema no cartografiado en el radián 1234, cuadrante 31, casi justo encima del plano de la eclíptica galáctica, y lo habríamos abandonado casi de inmediato, sólo que a Amaya, nuestra metódica técnica en sensores, se le ocurrió echarle una mirada al hipertrángrafo y descubrió una entrada reciente, y ninguna salida.

Por lo que acudió al telescopio y detectó algo que se movía en la superficie de su cuarto planeta, un canónico mundo amoniacal.

Otro valioso y enigmático instrumento tarplino, el hipertrángrafo. Abreviatura de hipertransitógrafo, su funcionamiento es, al igual que el del hipermotor con el que lo suministran los quígaros, un completo misterio, pero tan útil facilitando Contactos, que ninguna nave viaja sin él.

Algo había entrado pues, en el sistema, mediante un salto hiperespacial, y aún no había salido. Y resultaba muy posible que fuera el mismo algo que estaba en el cuarto planeta… un algo enorme… porque, como bien nos explicó la desconcertada Amaya, muy grande tenía que ser para que lo captáramos a tal distancia; la Gaudí había regresado al espacio normal más bien lejos de ese mundo y de su sol, casi a la altura de su Cinturón de Kooper, para ser más exactos.

Montaña en movimiento, gigantesco, colosal, la verdad es que todas las metáforas y hasta la mayoría de los superlativos le quedan pequeños a esta… COSA; ahora que la tengo enfrente, alzándose entre el rojizo sol del sistema y yo, su sombra mate cubre todo lo que abarca mi vista.

Debe medir su buen centenar de kilómetros de alto o de diámetro.

Quizás incluso más, porque a veces sus dimensiones parecen fluctuar.

Ni siquiera el célebre Olimpus Mons de Marte pasa de los veintitantos kilómetros de alto.

Claro que los humanos ya tenemos hábitats mucho mayores, ¡de setecientos cincuenta kilómetros de diámetro!, como Commonwealth; y algunas naves-mundo quígaras llegan a medir ochenta de largo, y además son casi por completo metálicas.

Pero ¿una nave de cien kilómetros? ¡Huy! Los dos ceros APLASTAN.

Por supuesto, al descubrir semejante enormidad, y encima con grandes posibilidades de haber llegado al sistema mediante hipertránsito, nuestras prioridades cambiaron de inmediato: ¡a la mierda la recarga de las baterías gravitacionales de hipertránsito, al carajo el copón divino!

Esto era mucho más importante. Quizás, inclusive, el acontecimiento más importante en los últimos cincuenta años de historia de la Humanidad, desde que gracias a la sagacidad y la falta de escrúpulos de Quim Molá obtuvimos aquellos primeros veinticinco hipermotores de los quígaros y llegamos a las estrellas.

Tan importante que, si existiese ese maravilloso y por desgracia mítico aparatito que nuestros fantasiosos autores de ciencia ficción del siglo XX llamaban ansible, esa especie de comunicador hiperlumínico capaz de enlazar en tiempo real dos puntos de la Galaxia sin importar cuán distantes se encontraran, u otra forma cualquiera de informar sobre el hallazgo a Miquel Llul y el resto de las cabezas pensantes de Nu Barsa sin volver al enclave, habríamos enviado un mensaje urgente en ese mismo momento.

Pero por desgracia (o por suerte), los ansibles no existen, y dejando aparte la singular telepatía colonial y sin límite de distancia de los quígaros, que los malditos trotaestrellas se niegan tercamente a poner al servicio de ninguna otra raza, nada es más rápido en la Galaxia que una hipernave de salto.

Según la costumbre entre los humanos, cada capitán tiene plena capacidad de decisión en casos de Primer Contacto con una especie Ajena no registrada. No obstante, Ramón Berenguer, nuestro jefe a bordo de la fragata de hipertránsito Antoni Gaudí, a diferencia de lo que habría hecho su homólogo feudal y tal vez hasta muy lejano antecesor, el célebre conde de Barcelona, tuvo la gentileza de consultar a su tripulación qué pensaban que debía hacerse en este caso.

Y fue en pleno consenso que decidimos plegar prudentemente las delicadas antenas (según el radar, sin cinturón de asteroides ni cometas, la ruta hacia el interior del sistema estaba limpia pero hasta un micrometeorito excepcional puede afectar notablemente la delicada sintonía del motor de salto tarplino impactando sus emisores de hipercampo) para acudir a investigar a todo empuje de los motores inerciales interplanetarios qué infiernos era el enorme objeto que se movía sobre el cuarto planeta.

Demoramos sólo un día en llegar a la órbita de Encuentro Esperanzador. Casi un décimo de año-luz recorrido en veinticuatro horas… no será récord, pero sí una buena marca para una fragata de hipertránsito.

Y vaya si valió la pena la prisa; aquella ciclópea bola móvil no era un accidente natural, claro.

No era la versión aumentada y local del titánico Monte Olimpo marciano. No hay montañas esféricas de un centenar de kilómetros de diámetro, ni capaces de flotar a dos metros sobre el terreno.

Ni que den lecturas positivas en el biómetro, sobre todo.

La primera reacción a bordo de la Gaudí fue de completo júbilo: como sospechábamos desde el principio, aquello tenía que ser un vehículo espacial Ajeno. Luego nos dio miedo hasta pensar en la potencia de los generadores antigrav capaces de mantener levitando a semejante mole. Aunque no tanto como imaginar la clase de seres capaces de construir una nave TAN GRANDE… sobre todo si nuestra eficientísima Amaya con su normalmente superexacto biómetro no era capaz ni de definirlos ni de localizarlos siquiera aproximadamente dentro de su inmensa nave.

Luego, claro, la ambición y la expectación nos borraron el miedo: dado que nadie había oído nunca hablar de una estructura esférica tan enorme, tal vez se tratara hasta del Premio Gordo; lo que toda forma viviente conocida de la Vía Láctea con inteligencia (que es una manera elegante de decir con ambiciones comerciales) Ajena o humana, está deseando contactar hace siglos: una especie extragaláctica. De la Nebulosa de Andrómeda, de la de la Cabeza del Caballo o de alguna de las dos Nubes de Magallanes, por lo menos.

Las posibilidades mercantiles para la primera raza, de las decenas de miles que ya hoy integran la Comunidad Galáctica, que Contacte a seres de más allá de la Vía Láctea y, de paso, consiga arrancarles o comprarles el secreto de un motor de hipertránsito capaz de superar el hasta hoy insalvable abismo entre Galaxias, ¡y tal vez incluso de un ansible funcional!, que nos permitan competir en igualdad de condiciones con los quígaros, o incluso superarlos, serían prácticamente ilimitadas…

Sobre todo para nosotros los humanos; como llegamos al cosmos tan tarde que casi todos los planetas de la Vía Láctea más o menos aptos para ser colonizados por razas respiradoras de oxígeno estaban ya ocupados, un motor así nos daría acceso a prácticamente todo el universo y entonces, ya no uno, sino decenas de mundos aptos para convertirse en Nueva Catalunya aparecerían de seguro.

Además de que otras razas tendrían que pagarnos, ¡y no poco, que no somos tan ingenuos como los quígaros!, por usar ese nuevo hipermotor, de manera similar a como se les paga hoy a los «Indignos Discípulos» por usar el ingenio tarplino del que tienen inexpugnable monopolio.

Es en nombre de tal esperanza que toda nave que zarpa de un enclave humano trata de llevar a bordo a un Especialista en Contactos como yo, o varios, si el armador puede permitirse sus sueldos.

Además, claro, con el objetivo de que si, como ocurre a menudo, en sus viajes Contactan con una especie Ajena nueva, aunque sea de nuestra misma Galaxia, puedan hacerse patentes las buenas intenciones humanas, y así la relación que surja sea de pacífico entendimiento y de comercio de mercancías y tecnologías, lo más beneficiosa posible, no de hostil incomprensión y guerra, siempre perjudicial.

Nunca antes me había enfrentado a un posible Primer Contacto con Ajenos extragalácticos.

Vaya chance, vaya responsabilidad: puedo lo mismo cubrirme de gloria que de mierda.

Podría muy bien ser la enésima falsa alarma, pero también no serlo…

Por un largo instante me regodeo imaginándome que estos Ajenos vengan de veras de fuera de la Vía Láctea. Que gracias a mi habilidad «cohabitacional» las negociaciones con ellos son un éxito rotundo y Nu Barsa consigue en exclusiva el primer motor de hipertránsito de alcance intergaláctico (y de paso no tarplino) de la Esfera Humana y de toda la Comunidad Galáctica, logrando vencer así de una vez y por todas el obstáculo del espacio intergaláctico que hasta la fecha nos ha impedido extendernos más allá de nuestra propia espiral de estrellas.

¿Qué dirían entonces los otros del gremio? Todos esos altaneros del Departamento de Contactos que de manera tan poco disimulada me desprecian por no ser catalán, por mis orígenes «plebeyos».

Tendrían que tragarse en masa sus palabras.

Por ejemplo, ese altanero y envidioso naciborg de Helmut Schmodt… con sólo saber que fui yo, el inmigrante, el «plebeyo» condonauta tercermundista de primera generación o «natural», un contratado y no de plantilla, quien tuvo la suerte de Contactar con los primeros Ajenos extragalácticos, a ese nazi de alta tecnología de seguro se le fundirían todos sus nanocomponentes de puro despecho.

En cambio, aunque el gordo Joan daría toda su grasa subcutánea por estar aquí, bien sé que estará encantado de que justo a mí, su socio cubano, me haya tocado la lotería.

Es un buen amigo, el mejor que tengo, quizás porque ya está a punto de retirarse del oficio y no me ve como una amenaza. Ojalá todos los catalanes fueran como él.

La buena de Nerys, por su parte, también se sentirá orgullosa hasta el último radio de sus aletas de que haya sido precisamente su «novio» de primera generación y sin modificar quien diese ese paso, tan pequeño para él, pero tan grande para la humanidad. Y quizás de paso al fin la muy interesada acepte considerar seriamente la propuesta de matrimonio que le hice hace seis meses.

Esa ondina escurridiza me tiene loco.

Sería genial que lograra ese Contacto. Descontando el prestigio que ganaría, probablemente obtuviera también la dichosa ciudadanía de Nu Barsa, y con ella la definitiva seguridad de un trabajo fijo y no por contrata. Y tal vez hasta dejara de despertarme de madrugada empapado en sudor por esa repetitiva pesadilla sobre los infectos y entrañables muladares caribeños de la CH de mi infancia.

Todo depende de mí, como tantas veces. Y tengo que hacerlo perfecto, como siempre.

No; mejor que siempre, si puedo.

Así que a concentrarme en lo mío. En el aquí y ahora, y sin nostalgias que me distraigan.

Basta de soñar con melones teniendo el culo en un charco, como decía el viejo Diosdado.

La gravedad local de Encuentro Esperanzador es apenas mayor que la terrestre, no obstante, aunque todavía no hayamos podido echarle una ojeada ni a uno de sus tripulantes, a juzgar por las dimensiones de su nave y por las de los tres o cuatro de sus vehículos de superficie igualmente esféricos que hemos visto moviéndose desde la órbita, no resultaría nada disparatado atribuirles a estos supuestos extragalácticos una envergadura física mucho mayor que la nuestra.

Grandotes, entonces. ¿Lentos titanes con endoesqueleto hidrostático como los arctianos? ¿Moles vivientes de citoplasma indiferenciado como los continentines que fui justo yo mismo el primero en Contactar? ¿Cíclopes inquietos y musculosos capaces de aplastarme con un simple paso descuidado como los furasgos cuando todavía son jóvenes?

Todo podría ser, cualquier cosa debe esperarse en un Primer Contacto, eso es algo que todo condonauta hará bien en tener siempre presente.

Ahora, solo y apenas a quinientos metros de la montaña esférica, la perspectiva de que un pisotón me convierta en una versión bidimensional de mí mismo no me agrada en lo más mínimo.

Quizás debería rezar a Shangó, Obbatalá y todos los viejos dioses afrosincréticos de mi lejana Cuba natal en los que ya no creo. Para que la idea de estos Ajenos sobre lo que es una distancia segura no resulte muy diferente de la nuestra, por colosales que sean.

En vez de eso, tan sólo desciendo lentamente del Drag de Algol y echo a andar con la misma parsimonia hacia adelante, con las manos en alto para mostrar que no llevo armas.

Lo que es el profesionalismo; sólo me falta sonreír, aunque mejor no.

Recuerdo uno de los tantos consejos de mi buen amigo, el obeso y experimentado condonauta Joan Puigcorbé, y mantengo una expresión facial neutra: aunque únicamente mi oficial de control remoto de la misión podría ahora verme el rostro oculto por el yelmo. Los quígaros, y ellos le saben al asunto de razas Ajenas como nadie en la Vía Láctea, dicen siempre que los humanos somos la única especie racional conocida cuyos individuos se muestran unos a otros los dientes para tranquilizarse.

Nada de sonrisas, entonces.

Avanzo a pie, solemne, impertérrito, como estipula el antiquísimo Protocolo de Primer Contacto, supuestamente establecido por los míticos tarplinos hace millones de años. Aparentando la absoluta calma profesional de todo un experto condonauta modelo pero en verdad sintiéndome expuesto, vulnerable y hasta desnudo pese a mi traje de ultraprotección.

Al menos, bajo su triple blindaje, ninguno de mis colegas de la Gaudí, que estarán siguiendo cada movimiento mío desde la lejana seguridad de la órbita, podrá darse cuenta de que estoy sudando a mares y temblando como una hoja en la tormenta. Siempre me pasa lo mismo en esta fase preliminar del Contacto, cuando me muestro por primera vez ante los Ajenos con los que deberé intimar.

Especialista en Contactos o no, estoy literalmente cagándome de miedo. Y no me importa.

Ésta era mi gran vergüenza hasta que Joan me confesó que también él, con cientos de misiones exitosas en su hoja de servicios y todos los honores que un condonauta catalán pueda soñar en recibir de su Govern, aún siente el mismo espasmo en el estómago cada vez que se acerca a otra especie Ajena.

Nerys también me insinuó una vez algo por el estilo, a su típico modo femenino y elíptico.

Imagino que incluso ese pedante naciborg de Helmut también experimenta su discreto nerviosismo ante un nuevo Contacto, aunque del mismo modo supongo que se dejaría hervir vivo antes de confesarlo, el muy prusiano y engreído.

Sí, ¿quién dijo que los profesionales del peligro no tienen miedo?

Sabemos bien que es una cuestión puramente psicológica.

Que lo más probable es que, dentro de esa enorme nave, su propio condonauta, o como quiera que llamen a sus Especialistas en Contacto estos posibles extragalácticos, si es que tienen algo así, sienta tanto o más miedo que yo.

Que contra armas desintegradoras o de hiperanulación (si es que tienen algo así y no son pacifistas genéticos como los quígaros, que ni se atreven a tocar y mucho menos usar ningún artilugio de destrucción más sofisticado que un tirapiedras), la fina chapa de cerámica monomolecular del Dralgoleño sería un pobre resguardo, bastante inferior al que me ofrece la escafandra de ultraprotección.

Que si ellos usaran su artillería pesada por culpa de algún malentendido, los de mi nave responderían también desde lo alto y con toda su potencia destructiva, para vengarme (quiero creer en eso con todas mis fuerzas), así que se armaría un infierno aquí mismo.

Y que como a nadie que se empeñe en un Contacto y tenga dos gramos de cerebro le puede interesar armar semejante desastre, porque así se irían a la mierda todas las posibles y mutuamente ventajosas relaciones comerciales, la posibilidad real de que tal catástrofe suceda es estadísticamente ínfima, despreciable incluso.

Pero, ¿qué le voy a hacer? Sudo y tiemblo de todas maneras.

Porque ésta puede ser la ocasión en que la más improbable de las posibilidades se dé, ¿no?

Recuerdo cuando (allá lejos y hace tiempo) en Barrio Ripio de CH los huérfanos de Diosdado jugábamos pelota callejera en el rastro del viejo López, desafiando impávidos la radiactividad residual del terreno, y la bola se iba de homerun por encima de la cerca, siempre uno de los mayores decía en broma, supongo que imitando nostálgico a algún locutor de los viejos tiempos: ¡Y se va, se va… se fue! ¡Adiós Lolita de mi vida…!

Aunque en este caso sería más bien ¡Adiós, Josué! O sea, mucho peor, que maldita la mierda que me importaba esa Lolita u otra cualquiera, mientras que mi vida… de acuerdo, la arriesgaré cada semana en este singular trabajito de Especialista en Contactos, que parece ser para lo único que tengo algún talento, pero sucede que sólo tengo una, y que además me encanta.

Que nadie me hable del «desafío mental de lo desconocido» ni del «sentido del deber» o del «orgullo de ser la avanzada humana en la conquista del Cosmos»: está claro que tanto yo como todos los demás de mi selecto, envidiado y vilipendiado gremio hacemos esto solamente por el dinero. Que el reto intelectual y los ideales están bien, sí, pero sin créditos no se vive en el siglo XXII, ya se sabe.

Y mucho menos en Nu Barsa, considerada no por gusto el hábitat más caro de la Esfera Humana.

Así que maldita la gracia que me haría, suponiendo que pudiera verlo, claro, el que después de acabar desintegrado por unos Ajenos paranoicos, los pomposos hipócritas intentaran limpiarse, como han hecho en los casos de fallecimiento en plena misión Contactadora de algunos colegas, poniéndole mi nombre a una calle o hasta a todo un nuevo sector de su flamante arcología.

Nada de ceremonias oficiales en la que la siempre pragmática Nerys aprovecharía para hacer valer sus derechos de casi-consorte viuda, y sobre todo casi-heredera de todas mis posibles regalías.

Sin contar con que, ¡la ironía final!, tal vez entonces a esos burócratas hasta se les ocurría concederme a título post-mortem la ciudadanía catalana por la que tanto he luchado en estos ocho años.

Pues bien: pueden meterse todo el honor y la gloria póstumos por el mismísimo…

Lo que soy yo, el dinero y el documento los quiero ahora.

Me percato de que, abstraído en mis pensamientos, he ido ralentizando mi marcha, hasta detenerme por completo cuando todavía me separan más de cien metros de la nave Ajena.

Así que respiro profundo, murmuro:

—¡Arriba, compatriotas! —como Elpidio Valdés, el héroe de comics y animados mi infancia, que luchaba a machetazo limpio desde la silla de montar de su inseparable caballo Palmiche para que Cuba se independizara de España, y…

—Sí, adelante, Josué… deja ya la cobardía, hombre, que después de todo sabes que te estamos cubriendo con toda nuestra potencia de fuego… dale, por tu santa madre, que ya has hecho esto mil veces y tampoco tenemos todo el milenio, que nos esperan en Nu Barsa. Ya queremos enterarnos de una buena vez si estos Ajenos de la navota redonda son o no de otra Galaxia. Tío, ¡métele caña!, que está bien que te tomes tu tiempo para dejar claro que no tenemos intenciones hostiles y hasta que invoques a ese revoltoso pasado de moda de tu país… pero sigue caminando ya, ¡cojons!, que llevas casi un minuto ahí sembrado con los brazos en alto… van a pensar que somos vegetales y estás dedicado a la fotosíntesis o echando raíces. Vamos, cubanito cabrón, muévete de una vez o perderás tu prima de Primer Contacto… y si me haces perder la mía, juro por Dios que te inutilizo los servos para que tengas que volver a bordo arrastrando ese trajecito tuyo tan ligero.

Vaya, me olvidé que al salir del Dralgoleño se conectaría automáticamente el micrófono interno de mi casco. Y sobre todo olvidé quién me estaría escuchando.

Tenía que ser Jordi Barceló, claro. Luego dicen que la mala suerte no existe.

El tercer oficial de la nave mercante exploradora Antoni Gaudí, para mi infinita desgracia, es hoy además mi operador remoto de Contacto. Siempre tan encantador, tan lacónico, tan homofóbico y sobre todo tan tolerante con toda forma de vida inferior que no hable catalán desde la cuna.

A veces pienso que, si no fuera porque es dueño de Antares, el perezoso y egoísta pero encantador gato pelirrojo, mascota y alegría de toda la nave, ya habría intentado estrangularlo hace rato.

Si alguien más de la tripulación no se me adelantaba antes, claro.

Como, por ejemplo, Amaya, nuestra técnica en sensores, que al igual que yo se encaprichó en la melena de fuego de Gisela y, me atrevería a apostar, dada esa estricta filiación lésbica de la que tanto se enorgullece, que en su caso no de modo precisamente platónico.

Todavía no le perdona a Jordi que fuera él quien se llevara finalmente el pez al agua.

Vano resentimiento, al menos en mi opinión; a fin de cuentas, la que decidió entre ambos pretendientes (yo no contaba, claro: todos en la Gaudí saben que no me van las hembras, al menos las humanas) no fue otra que la misma Gisela, ¿no?

Lo peor es que, más allá de Amaya, de Gisela y de todo su mal carácter, el señor tercer oficial Barceló tiene sus razones para sentirse despechado conmigo.

Se da por supuesto que los condonautas, dada la singular naturaleza de nuestro oficio, poseemos ciertas… habilidades para la intimidad que pueden impresionar muy favorablemente a un humano común, hasta el punto incluso de crear en él cierta «adicción» a nuestras humildes personas.

Esto puede ser o no verdad, según el caso pero lo malo es que todos los astronautas, que suelen ser bastante supersticiosos, sí se lo creen al pie de la letra. De ahí que se dé por sentado que, si un Especialista en Contactos muestra evidentes preferencias por alguno de sus compañeros de la tripulación, tal favoritismo generará automáticamente celos y resquemores bastante incómodos entre pequeños grupos humanos aislados por ciertos períodos de tiempo, como por necesidad se está en una nave de hipertránsito.

Así que se nos ordena, bueno, hay que ser justo: ése es un término demasiado estricto hasta para definir las directivas de Miquel El Imperativo, digamos que «se nos recomienda encarecidamente» que intentemos «mantenernos al margen de ciertas dinámicas grupales».

Pero, la inmensidad del cosmos, la distancia con el hogar, la soledad de una guardia, la carne, que es débil, y la de Jordi Barceló que era tanta, tan dura y apetitosa.

El caso es que una noche lo no recomendado OCURRIÓ. Y valió la pena, por cierto.

Gisela es una tipa con suerte, o con buen ojo para elegir. Ya me lo sospechaba; con toda esa musculatura; para ser catalán, Jordi Barceló resultó ser toda una bomba sexual.

Tanto me gustó nuestra «cohabitación», que esa noche me sinceré con él y le conté algunas cosas que no suelo relatar sobre mi pasado, entre ellas de Elpidio Valdés, uno de mis ídolos de la infancia.

Lo malo es que después de aquello, al muy engreído se le metió entre ceja y ceja no sólo volver a disfrutar de mis «servicios» de cuando en cuando, lo que no habría sido tan desagradable a fin de cuentas, sino que además yo tenía que ser de su exclusiva y secreta propiedad. O sea, estar siempre disponible para y sólo para sus caprichos sexuales. Y sin que nadie supiera de nuestro arreglo, encima.

Cuando por supuesto me negué a semejante esclavitud secreta, el grandísimo quejica acudió al mismo capitán de la fragata, acusándome de haberlo seducido y violado, ¡a él, que siempre había sido un heterosexual estricto!, hasta que yo, con mis artes de conquista caribeñas, lo había engatusado innoblemente para llevármelo a la litera.

Ja. Valga decir que, tenga o no nombre de señor feudal catalán, el capitán Ramón Berenguer se comportó con ejemplar justicia y mente muy abierta. En vez de tomar automáticamente partido por su compatriota y contra el extranjero, sólo le recordó irónica y diplomáticamente a Jordi que, dado que él mide un metro con noventa y algo, y encima parece el hermano gemelo de Hércules (de hecho, fue culturista profesional durante algunos años, antes de dejarlo por miedo a la muerte prematura que tan a menudo se lleva a los de su gremio, y esa contextura debe ser la única razón por la que todavía no lo hemos linchado los otros tripulantes), y yo apenas llego al metro con setenta, amén de que, aunque no me faltan mis musculitos, no tengo precisamente la figura del hijo de Zeus, lo de la violación era sólo burda patraña de amante despechado.

Y en cuanto a lo de la seducción, ¡pues bien por él! ¡Bienvenido al club de la manga ancha! Ya era hora de que renunciara a esa anticuada estrechez de miras suya, especialmente anacrónica en un astronauta. Se alegraba sinceramente por él, porque la vida de un pobre heterosexual en una nave llena de hombres y mujeres tan bisexuales como lo es la mayoría el género humano en el siglo XXII, debía haber sido un verdadero infierno hasta entonces, sobre todo considerando que ya tres de las cuatro mujeres de a bordo apenas si podían mirarlo sin sentir automáticamente ganas de abofetearlo.

Bueno, viéndolo bien ahora, casi lo estaba lanzando en brazos de Gisela, ¿no? Como la única mujer que le quedaba por probar era ella…

La reprimenda funcionó, claro. Que ayuda su poquito a que te protejan de un tripulante celoso y despechado el haber tenido antes una breve pero afable relación con tu propio capitán… Buen tipo, Berenguer, en la cama, no tanto como Jordi, por descontado; la edad se cobra siempre su precio en vitalidad. Pero sí cariñoso y comprensivo. Además, sobre todo, lo nuestro ocurrió antes de que me asignaran a su nave como condonauta bajo su mando, así que técnicamente no violó ninguna de las férreas directivas del Departamento de Contactos.

Sí, la carne es débil… y confieso me estoy aficionando peligrosamente al sabor de la catalana. Qué remedio, ¿no? Viviendo hace ocho años en Nu Barsa, no tengo muchas opciones. Pero debería andar con cuidado con el resto de la tripulación de la Gaudí… con los que aún no me he enredado, claro.

Volviendo a Jordi, ni qué decir tiene que, desde aquel día, y aunque después se consolara ganándole a Amaya la mano con Gisela, me considera su enemigo personal número uno. Y que si no fuera porque del reglamento de a bordo prohíbe expresamente cualquier enfrentamiento físico entre tripulantes, so pena de terribles castigos, ya me habría roto más de un hueso con esos inmensos y preciosos músculos suyos; como si no le bastara con ser un gorila, es cinturón negro de Krav-Magá.

En vez de eso, cada vez que puede, como por ejemplo ahora, se da gusto recurriendo a sus prerrogativas como oficial para complicarme la existencia.

Y vaya si podría hacerlo: con todos los sensores, el ordenador con software de traducción incorporado, los sistemas de soporte vital y las corazas reactiva y de campos, en esta gravedad de 1,08 g mi traje pesa casi dos toneladas: no ya el tío cachas de Jordi, sino ni siquiera el Hércules auténtico podría arrastrarlo a puro músculo.

Pero la escafandrita de ultraprotección también vale diez veces más que mi duro e inescrupuloso pellejo de humilde Especialista en Contactos contratado, así que espero que ni jugando se le ocurra a este forzudo resentido gastarme semejante bromita con el control remoto.

Por si acaso le respondo rápido, con el respeto debido a un superior y ciudadano catalán:

—Sí, me muevo, Jordi… El Dralgoleño es biplaza y ya deben tener una idea de nuestras dimensiones corporales, únicamente quería dar tiempo para que se diesen cuenta de que vengo solo.

Claro, al muy puntilloso no le basta; más bien es peor el remedio que la enfermedad. Su rostro de prominente y bien afeitada mandíbula se retuerce de dignidad ofendida en la pequeña ventana holográfica del visor de mi casco:

—¡Nada de Jordi, latinito; me tratas de usted! Para ti soy el tercer oficial Barceló… o mejor aún, señor tercer oficial Bar…

Sí, en mala hora me fui a la cama con él; me gané la rifa del elefante, como decía Diosdado cuando alguien creía haber tenido buena suerte, pero luego se veía que se había metido en problemas.

Para mi gran suerte, el pedante regaño de Barceló se ve interrumpido por una vertiginosa sucesión de luces a la que respaldan sonidos (bien pensado; por si acaso fuéramos una especie no visual) que brota de la nave Ajena, yo no le hallo ni orden ni concierto, pero según el ordenador de mi traje, y probablemente Jordi desde la Gaudí podría confirmarlo si hiciera falta, se trata de números primos. La clásica secuencia matemática que ningún proceso natural puede generar. Un tópico de todo Contacto.

Por lo visto, ellos también piensan que me estoy tomando demasiado tiempo para llegar.

Y como para recalcármelo, justo en el punto donde el titánico esferoide casi toca el suelo, se abre como de la nada en su superficie una entrada inmensa, o sea, como de quinientos metros de alto. He aquí la solución al misterio de por dónde entraban sus vehículos cuando parecían simplemente fundirse con la nave: escotillas temporales. ¿Tensión superficial controlada, tal vez?

Una súbita sospecha me asalta, en consecuencia. ¿Y si la nave entera estuviese hecha, no de materia, sino de energía como mi mascota Diosdado?

Por eso Amaya y su sensible biómetro no habrían podido individuar a sus tripulantes: todo energía, energía todos. Energía viviente.

Las posibilidades de entendimiento entre seres compuestos de materia, como somos los humanos y la casi totalidad de los Ajenos conocidos hasta hoy, y entidades de energía pura, serían prácticamente nulas: simplemente, nos movemos en frecuencias distintas, aunque lo hagamos en el mismo universo.

Y no digo nulas porque podría darse el caso, aún peor, de dar con entidades de antimateria.

Ése sí que sería un Contacto literalmente explosivo.

Menos mal que hasta hoy la humanidad no se ha visto involucrada en un episodio tal.

Cuentan los furasgos que una vez pasaron por la experiencia y que no quisieran repetirla.

Por suerte, Amaya no ha detectado hasta el momento ninguna emisión extraña de fotones típica de la aniquilación, ni radiación de Cherenkov… no, no debo pensar en antimateria ni en energía, ni siquiera en Diosdado, si bien… ah, qué bien me lo imagino, moviéndose con sus hermosos y constantes cambios de forma y color cerca del techo de mi cómodo apartamento en Nu Barsa… en casa. Cada vez que veo a ese minino vago, ronroneador y cariñoso de Antares me acuerdo tanto de él…

No, no debo imaginarme a mi mascota de energía, ni acordarme de Antares ni del dueño de Antares, sino concentrarme en el Contacto. Mente en blanco…

Pues no, qué bien: los sensores de mi traje no registran ningún cambio en los campos electromagnéticos de la nave talla XXXXXL. Una preocupación menos; simple y sólida materia convencional. Si no son de energía pura, ¿se trata pues de una bionave, como las que usan los kigros y los algoleños? En se caso tampoco serviría de mucho el biómetro.

Un escalofrío me recorre la espalda, podría ser como salir de Guatemala para caer en Guatepeor.

El año pasado me tocó Contactar con los monstruosos balenópteros de Kigrai o Alfa de Ofiuco, según la vieja cartografía astronómica terrestre. Ellos también usan biotecnología, pero cada individuo puede llegar a medir hasta medio kilómetro de largo (las hembras un poco menos), para más INRI con unos genitales a escala.

Fue un asunto duro y trabajoso, ese Contacto; desde ese día ya tengo una idea aproximada de cómo debe sentirse un espermatozoide en una vagina.

Bueno, este oficio de Especialista en Contactos tiene sus espinas y sus rosas, como todos.

Por eso nos pagan tan bien a los pocos que estamos lo bastante locos para desempeñarlo.

Sigo adelante, trepando con la mecánica laboriosidad de un escarabajo por la pequeña rampa que ha surgido junto con la abertura. Un detalle de cortesía que se agradece; evidentemente se dieron cuenta de que, si camino, es porque no puedo levitar.

El interior del colosal vehículo Ajeno comienza a relucir en un rojo apagado. Muy bonito; si encima tuviera dientes me recordaría de manera bastante incómoda a una enorme boca hambrienta, o a otra víscera generalmente no tan visible, también dentada y bastante menos atractiva, que siempre he confiado en que sea sólo una leyenda negra de nuestra profesión.

Ah, y ahora además de brillar, late. Falta nada más que una voz aúlle: ¡Acaba de entrar, idiota!

Curiosamente, ya con eso comienzan a caerme mejor: grandes o no, al menos la impaciencia es un rasgo que comparten con nosotros, los humanos.

Así que, siempre con las manos en alto (y espero que no lo interpreten como un ademán amenazador) me interno en las entrañas de la nave Ajena, no sin antes despedirme de Jordi, tomándome incluso el trabajo de sonreírle a su diminuta holoimagen.

—Supongo que nuestro enlace se interrumpirá cuando entre en ese leviatán Ajeno. Por si acaso, fue un placer trabajar con usted, señor tercer oficial Barceló. Adeu. Y saludos a Antares… y a Gisela.

Su diminuto rostro no mueve prácticamente un músculo al responderme:

—Condonauta Josué Valdés, trasmitiré tus saludos a mi gato y a mi novia. Aunque espero volver a verte, de veras. Me dolería que otro se encargara de ti. Pero, por las dudas… Adeu.

Sí, lo que se dice una auténtica y sincera amistad.

Como supuse, se trata de una bionave; apenas estoy dentro, a mis espaldas la rampa se pliega y la entrada se cierra con suave fluir de material, hasta que parece como si nunca hubieran existido. Y al punto la ventana holográfica con la imagen de Jordi también se distorsiona y desaparece, con lo que quedo envuelto en una penumbra rojiza inequívocamente orgánica.

Según los sensores de mi casco, la atmósfera amoniacal externa del planeta está cambiando rápidamente por otra oxigenada. ¿Habrán identificado el gas que respiro por el dióxido de carbono que libero? Gente competente, estos tipos.

Vuelvo a sudar, regresan los temblores.

Prueba de autodisciplina profesional: no pensar en vaginas dentadas, no pensar en vaginas dentadas…

Análisis del lugar: cámara aproximadamente esférica, de unos dos mil metros de diámetro, grande, sí, pero en verdad insignificante en relación con el volumen total de la nave. Si es una esclusa o una especie de portal de descontaminación, ¿adónde conduce? No veo otras entradas; claro que en una bionave la disposición interior resulta elástica y variable por excelencia.

Pero uno esperaría, al menos…

El rojo apagado sigue siendo el tono predominante en la iluminación. ¿Carne o…? ¿Será que su visión es mejor en el infrarrojo? Tendría lógica; este anodino planetita no está precisamente bien iluminado por la débil estrella roja que tiene por sol. Por algo debieron escogerlo para posarse.

Bueno, espero averiguar pronto por qué fue… y también muchas más cosas.

Sintonizo los visores de mi yelmo justo a tiempo.

Una sombra se acerca, al otro lado de la membrana traslúcida que delimita la cámara en la que estoy, se diría que ahí vienen los chicos del equipo homeclub de Contactos.

O el chico, porque parece que es sólo uno… bien, en cualquier caso, aquí está ya, atravesando la última barrera. Es el momento de la verdad.

A medida que se sigue aproximando, lo detallo con esa veloz precisión que da la experiencia.

El asunto, en principio, pinta bien: no demasiado grande, incluso casi de mi altura, lo cual es siempre una comodidad que se agradece. Postura bípeda: dos brazos, dos piernas, decididamente antropoide, ¡vivan Shangó y Obbatalá!, una cabeza, cintura estrecha, caderas anchas, senos erguidos… o sea que es hembra: suelo preferirlas, tratándose de otra especie, tal vez para compensar mi obligada abstención de las humanas por tantos años, aunque algunos machos o hermafroditas Ajenos no están nada mal, brazos finos, piernas largas, cabello rubio…

¿Cabello… y rubio? Vaya. De veras que hoy la suerte, más que sonreírme, me dedica carcajadas.

Ya no cabe duda; esta Ajena, además de hembra, es cien por ciento humanoide. ¡Y qué humanoide!

Una belleza perfecta, y ni un solo centímetro de tejido que oculte la gloria de su carne desnuda.

No una mujer, sino La Mujer. Elegante, hermosa, voluptuosa, distinguida, y todo en una misma piel. Extragaláctica o no, esta Especialista en Contactos Ajena podría ganar sin gran competencia cualquier certamen de Miss Humanidad.

Y encima me recuerda a alguien concreto, qué curioso.

Sí, eso es… a alguien que conozco muy bien… ¿Modelo, actriz, presentadora de holovisión de Nu Barsa? Mirándola bien, se da cierto aire a Nerys…

No, definitivamente no, ni siquiera tiene la tez verde, ni agallas, no es a mi ondina ni a ningún otro personaje público catalán, sino a algún recuerdo más remoto y a la vez más personal; hurgo en mi memoria, alguien de mi infancia, sí, de CH…

Al fin caigo. ¡Por supuesto; Evita!

La pequeña belleza, la única niña rubia y de ojos azules de Barrio Ripio, la hija del Pablo Vargas, el hiperenvidiado, poderoso y altanero gerente de Transplutonics Travels, concebida e incubada por encargo en las sofisticadas matrices genéticas de Northia a un precio que habría mantenido a cien familias de CH en el lujo por casi un año, la rebelde florecilla de invernadero que cada vez que podía se escapaba de su cárcel de oro para jugar con nosotros, los humildes y felices huérfanos del suburbio.

Los mismos que la cuidábamos, más que como simples hermanos mayores adoptivos, como si fuera de cristal. Y no sólo porque intuíamos que su padre (¡y cuánto no hubiéramos dado por tener uno también nosotros!), aunque se hiciera prudentemente el de la vista gorda ante sus escapadas, nos hubiera hervido vivos si su piel perfecta sufría un solo rasguño, sino sobre todo porque era un placer servirla como caballeros a su dama: ayudarla a vadear los arroyuelos de fango, a cazar y/o matar los enormes y omnipresentes escorpiones, ciempiés y cucarachas mutantes que la hacían chillar de miedo y asco, reservarle las mejores frutas que robábamos en la finca de Margot, la vieja ciega.

Porque aunque todavía todos éramos niños, ella lo era aún más que nosotros: conservaba la inocencia, mientras que muchos ya lo sabíamos todo sobre el sexo y pensábamos, en secreto, que cuando creciera, tenerla por novia sería como estar con la princesa del cielo, por lo que ya tratábamos de comprar acciones en la cuenta bancaria de su cariño.

O quizás fuera sólo amistad. Simple y limpia amistad infantil. ¿Por qué no? Si es que puede existir algo así de puro e inocente entre los niños de Barrio Ripio, claro.

Evita, mi amor secreto de la infancia. Supongo que, dejando aparte mi «pequeño problema» con las mujeres, fue su recuerdo y el leve parecido que con su rostro tiene el de Nerys lo que me hizo encapricharme con esa sirenita altanera.

Evita, mi amor para siempre imposible. Cuando yo acababa de cumplir diez, unos chicos emprendedores del capítulo local de la mafia pancaribeña la secuestraron, y su padre decidió no pagar el astronómico rescate que le exigían, sino mudarse para siempre del vecindario, abandonándola.

A la semana siguiente apareció muerta en un basurero. Antes la violaron, claro. Tenía ocho años. Un episodio habitual en CH, pero igual, qué lástima; todos la lloramos tanto, y tal vez yo el que más.

El caso es que si Evita Vargas hubiera sobrevivido y crecido hasta hacerse mujer, se parecería mucho a esta… diosa ¿extragaláctica?

Dos y dos son cuatro. Evidentemente, los dueños de la navota, sean o no de la Vía Láctea, son telépatas: menos mal, porque por sofisticado que sea el software de traducción de mis auriculares, uno de los pocos orgullos de la no muy avanzada tecnología humana, sólo funciona con lenguas conocidas.

Ah, esos milagrosos traductores automáticos de los que tanto escribían los viejos autores de ciencia ficción, ¡qué bien nos vendrían a los condonautas! ¡Cuánto nos facilitarían el Contacto, cuántos equívocos molestos y dolorosos evitarían! Lástima que sean sólo eso: ficción. Ningún artefacto puede traducir de un idioma para el que no haya sido programado.

Por lo visto, como mismo supieron que respiro oxígeno, estos Ajenos extrajeron la imagen de mi amor de la infancia de mi mente y la rapidez con que moldearon esta versión adulta suya indica o que son polimorfos naturales, o que su dominio de la biotecnología es soberbio, como si esa puerta y toda esta nave no lo demostraran ya.

No es una situación del todo inédita. Hace cinco años la Pravda Pobieda, una nave exploradora neorusa del planeta Rodina, contactó a los guzoids, unos pólipos coloniales oriundos de un planeta oscuro en un cúmulo globular del radián 56, cuadrante 12, creo que eso es cerca de la constelación boreal del Sextante… Y no recuerdo bien si los tales guzoids usaban naves esféricas (en todo caso, con la que dieron los rusos no debió ser tan grande como ésta o lo habrían señalado en su informe), pero sí que el útero del único individuo sexuado del nido, la «reina», demostró ser el más sofisticado telar genético conocido hasta el momento: consiguió crear rápidamente a varios individuos especializados para el Contacto, que además imitaban tan perfectamente a los seres humanos que nadie habría podido distinguirlos de nosotros a la primera ojeada, y además lo hizo a simple vista, sin tener acceso a nuestro preciado ADN, lo que, por supuesto, tiene el doble de mérito.

Supongo que en esa ocasión, el condonauta eslavo se dio banquete en su Contacto, si es que le tocó una partenaire tan sólo la mitad de divina que esta seudo-Evita Ajena que ahora tengo frente a mí.

—No, Josué Valdés; no somos extragalácticos, ni tampoco esos pólipos guzoids del Sextante que piensas. No los conocemos. Pero sí hemos Contactado antes con una nave-mundo de quígaros que visitó nuestro sistema natal. Ellos fueron quienes nos vendieron el hipermotor de los tarplinos que nos permitió llegar hasta aquí, así como algunos datos sobre su especie y sobre otras de las que más activamente exploran la Galaxia en estos momentos. Es por eso que no llegamos del todo desprovistos a este Contacto —La voz de contralto que me llega a través de los micrófonos de la escafandra es como la que deberían tener los ángeles, si existieran: musical, cadenciosa, a la vez inocente y sensual, con un acento que me recuerda lo mejor de mi infancia en CH.

E indudablemente la misma que habría tenido Evita al crecer, al menos según mi memoria. Quizás son sólo telépatas parciales; telerreceptores, ya que hasta ahora no me trasmite sus pensamientos, sino que prefiere hablar.

—No, somos telépatas completos… pero tememos que no podrías comprender nuestros pensamientos. Aunque sí puedes quitarte el casco, Josué Valdés, no temas… como supusiste, captamos tus necesidades respiratorias y hemos modificado en consecuencia la atmósfera que te rodea. El aire tampoco contiene ninguna clase de bacteria, virus, prión u otra entidad patógena que pueda dañar tu metabolismo, ni aunque no tuvieras tu inmunidad reforzada.

Vaya, buenos telépatas de verdad. Están aprendiendo demasiadas cosas sobre nosotros.

Todo condonauta que se enfrenta a un Contacto lo hace con algunas pequeñas protecciones extra. La primera es un sistema inmunitario potenciado al máximo. La capacidad natural de repeler agentes infecciosos se nos estimula de tal modo, por medios biofarmacéuticos, que en nuestros intestinos simplemente no puede siquiera habitar una bacteria que no comparta al menos el 10% de nuestro ADN.

Es un poco incómodo, cierto, sobre todo al principio, con sus descomposiciones de estómago continuas. Pero luego uno se acostumbra, y resulta bastante tranquilizador saber que puedes rechazar casi cualquier parásito o patógeno Ajeno que penetre en tu organismo sin recurrir a fármacos externos.

La segunda protección es lo que llamamos «count-down». De modo más bien incomprensible para los profanos como yo, aunque, para variar, para los físicos humanos no tanto como el hipertránsito, este ingenioso artilugio de patente algoleña protege nuestro valioso patrimonio genético de robos y copias: a la hora escasa de haber sido activado, las imperceptibles vibraciones ultrásonicas que emite ya se han sintonizado de tal modo con el biocampo de su portador, que el ADN de cualquier célula suya que se aleje de la singular emisión quedará automáticamente degradado en cuestión de segundos.

Se evita de ese modo que la inmensa mayoría de los Especialistas en Contactos que lo usan (algunas razas no resisten los ultrasonidos, por supuesto, y recurren a sistemas equivalentes que no sabría detallar), tengan que preocuparse por la nada tranquilizadora posibilidad de que el más preciado tesoro de cada especie, su código genético, caiga en manos de los Ajenos con quienes Contacta y pueda en consecuencia verse (al menos teóricamente) manipulado de maneras poco éticas, justo como se dice que hacían en un tiempo los quígaros, por ejemplo, para crear razas de clones-esclavos.

El emisor de ultrasonidos en forma de collar se ha vuelto casi el emblema de mi profesión, de hecho, una de las tantas teorías que circulan sobre el origen del jocoso apelativo por el que popularmente se nos conoce considera que se debe a la corrupción oral del nombre del artilugio, en inglés, al hispanizarse: «cuenta – atrás»; «count-down»… condón.

Personalmente, me parece una hipótesis tan buena como cualquier otra. Un italiano diría: se non è vero, è ben trovato. Más o menos: si no es verdad, está bien pensado.

Nos llaman condonautas pero la verdad es que es pura palabrería. Desde los tiempos de Quim Molá han cambiado un poco las cosas, y hoy los Contactos suelen producirse sin más protección realmente física que nuestra piel. Nada de látex, ¿qué sentido tendría? Como a nadie le preocupa quedar embarazado «cohabitando» con algún Ajeno…

—Gracias —le replico a mi escultural interlocutora, lacónico (las palabras sobran con los telépatas completos), abriendo la válvula de mi yelmo antes de quitármelo, para respirar por primera vez el aire Ajeno, absolutamente inodoro, por cierto. Conocen nuestros parámetros respiratorios tan bien como nosotros mismos.

Palio a medias mi decepción por el elevadísimo monto de la prima de Primer Contacto con Ajenos extragalácticos que acabo de perder, felicitándome por anticipado mi buena suerte.

¡Humanoide y Miss Esfera Humana! ¡Qué hembra! ¡Y se parece a Evita! ¡Un sueño erótico de mi infancia vuelto realidad! Soy un tipo con suerte. ¿A quién puede entonces importarle que no sea una humana auténtica, con semejante Contacto fabuloso esperándolo?

A mí, desde luego. Porque si lo fuera no iba a poder funcionar ni como Especialista en Contactos ni como hombre, ésa es mi mayor cruz y a la vez mi mayor suerte y mi talento.

Claro que nadie lo sabe a bordo de la Gaudí ni tampoco en Nu Barsa, salvo el buenazo de Joan Puigcorbé, en cuya discreción puedo confiar, se retire al fin o no este año.

Me libro también de los auriculares de traducción, en tiempo récord y más que dispuesto a hacer de inmediato lo mismo con el resto de la escafandra. Algo bueno que tienen hasta los trajes de condonautas mejor blindados es la facilidad con la que se quitan, requisito indispensable del menester, claro.

No obstante, cuando una belleza como ésta, por muy Ajena que sea (o precisamente por eso), se acerca a brindarme su ayuda para que me deshaga de ese pequeño obstáculo entre su carne y la mía, todo se vuelve mucho más simple… y agradable.

—Provenimos de la tercera estrella de la constelación que ustedes los humanos llamaban La Copa, un sol azul quíntuple y sin planetas. Radián 3278, cuadrante 6, en la cartografía actual. Somos una entidad unitaria, no de energía, pero sí de bioplasma elástico, evolucionada en el ralo anillo asteroidal del sistema —continúa informándome la preciosa seudo-Evita Ajena, tocándome entretanto suavemente el collar del «count-down» con su perfecta mano, apenas quedo tan desnudo como ella.

Pues claro que el biómetro no podía individuar tripulantes dentro: si toda la nave es una única entidad. No una bionave, sino un ser capaz de viajar entre las estrellas. Contactar con Ajenos es una constante fuente de sorpresas y obliga a replantearse los paradigmas que más sólidos parecían.

Una de las razones por las que me encanta este trabajo.

La preciosa entidad unitaria continúa su discurso, amable pero impertérrita:

—Asimilamos directamente la energía radiante y dado nuestro tipo de metabolismo, somos casi inmortales, así que nos reproducimos rara vez, por gemación o bipartición. De modo que el Contacto, ese rito diplomático de intercambio sexual y origen tarplino, que acatan casi todas las formas de vida de esta Galaxia, nos resulta bastante… falto de sentido —Si está sacando cada palabra de mi mente, se las arregla bastante bien para sonar convincentemente humana. Bueno, con esa cara y ese cuerpo, las cosas se le facilitan un poco, claro—. No obstante lo cual, estamos dispuestos a respetar la costumbre, como la respetamos en nuestro Primer Contacto con los quígaros. Este… cuerpo humanoide, moldeado a partir de tus recuerdos, es sólo una proyección parcial para facilitarte la interacción física con nosotros. ¿Procedemos, Josué Valdés? —termina con las palabras correctas del Protocolo de Primer Contacto, que puede haber aprendido de los quígaros o tomado de mi mente, qué más da.

Bendita sea la costumbre, por una vez. Y también los que la respetan al pie de la letra, claro.

Me acerco a la fascinante «proyección parcial» de la entidad unitaria Ajena de bioplasma, y con mi mejor tono cariñoso, le digo algo que podría no quedar claro en mi pensamiento:

—Ella para mí era Evita, pero tal vez como especie ustedes prefieran ser conocidos por otro nombre más… formal.

—Está bien —las palabras no resuenan en mis oídos, sino en mi mente—. Seremos la entidad Evita.

Bueno, hay muchos modos de dejar una huella indeleble en la historia. Y no seré el primero ni el último Especialista en Contactos que lo haga, por azar o a propósito. Después de la Guerra de los Cinco Minutos, la historia humana del último medio siglo lleva casi toda la impronta de los condonautas.

Josué Valdés, Contactador de la entidad Evita… no suena nada mal.

Reciprocando su gesto anterior, ahora soy yo quien coloca la mano sobre su fino cuello. Es la gloria misma, su rosada piel estremeciéndose bajo mis yemas, aquella misma suavidad de seda que tan bien recuerdo. Me demoro casi diez segundos simplemente disfrutándola, hasta que al fin digo las palabras rituales, con la libido temblándome ansiosa en cada sílaba:

—Bienvenida entonces al espacio de la humanidad y del enclave Nu Barsa, entidad Evita. Y que este Primer Contacto y su intercambio sean el principio de una fructífera relación comercial entre nuestras especies. Procedamos.

Y ¡vaya si procedemos!; mi mano se desliza hacia sus enhiestos senos, la beso, la abrazo, y lentamente nos vamos dejando caer al suelo en un apretado ovillo de brazos y piernas. Tengo una erección total: pensar que parece humana, sin serlo en realidad, es el mejor afrodisíaco imaginable.

Así que todo funciona a las mil maravillas; incluso antes de que sus nalgas se posen en la acolchada superficie orgánica ya la estoy penetrando, y por largo rato, mientras nos movemos al unísono, rodando sobre el lecho bioplasmático, la siento húmeda, suave, exquisitamente acogedora.

 

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