Revista Axxón » «Las piedras movedizas», Víctor Coviello - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

NO TOCAR

La inscripción era clara pero la tentación también. Pachamé no le tenía miedo a nada ni a nadie. Además, en las bolsas de basura se podía encontrar cualquier cosa. Él era tan experto que podía adivinar la edad de la persona y qué es lo que hacía a través de la basura. Todo el mundo genera desperdicios, desde el hombre más gigante hasta el más diminuto. Y por estos barrios la gente desechaba muchas cosas, cosas que para Pachamé aún podían ser útiles. Tal vez ésa era una de ellas.

A simple vista, el paquete parecía contener vidrios rotos, pero el esmero con el que estaba envuelto le resultó sospechoso. El papel era muy grueso y de buena calidad. El bulto debía envolver una cajita. Pachamé había hecho hasta cuarto grado pero la advertencia la podía leer con claridad: NO TOCAR. Evidentemente, la persona quería que se mantuviera así. Y si quería que eso pasara desapercibido, ¿no era mejor no ponerle ningún cartel?

El papel estaba atado cuidadosamente con hilo sisal reforzado. Sacudió el recipiente y algo sonó dentro. ¿Monedas? Pachamé hizo un inventario de lo que había recolectado hasta ese momento: dos cucharas, un abrelatas, una remera, un pantalón que incluía dos billetes de 5 pesos, algunas medias de pares diferentes y un pedazo de metal difícil de identificar. Extendió todo sobre la vereda al mismo tiempo que pasaba una señora de mediana edad.

—¡Ay, por favor, no desparrame basura por todos lados! —le dijo.

—Métase en sus cosas, doña —contestó Pachamé con decisión.

La mujer siguió como si nada, pero Pachamé entendió que decía algo sobre que deberían mandarlos a todos a algún lugar, bien lejos. Pachamé se ofendió particularmente, porque se sentía un profesional. No destripaba las bolsas y después dejaba los restos tirados. Hacía las cosas con cuidado. Bolsa que revisaba, bolsa que cerraba.

Repasó el botín. No estaba mal. Ya no había nada más que buscar. Salvo esa caja, claro. A lo mejor era una pequeña bomba, ésas de las películas que te vuelan una mano si las abrís.

O tal vez hubiese algo muy valioso. Se arriesgaría.

De su cinturón sacó un cuchillo que era como su amuleto. Un cubierto dorado con incrustaciones que, Pachamé se ilusionaba, eran piedras preciosas. Lo había encontrado dentro de una lata de palmitos, sin duda un descuido. Desde que lo encontró eran inseparables. Le gustaba mucho y le había traído suerte. Procuraba mantenerlo afilado, aunque la solidez de la hoja jamás le había fallado.

Empezó a rasgar el hilo sisal con el cuchillo. El hilo era bueno y el nudo estaba firme. Igual, no tenía apuro. La tarde de verano era un recuerdo y ya se podía trabajar tranquilo. El domingo por la noche era uno de los mejores días. La pausa del fin de semana hacía que la gente tuviera más tiempo para desprenderse de lastre.

El hilo sisal se cortó haciendo un ruido como de resignación y Pachamé pudo desembalar el paquete. Se guardó cuidadosamente el papel, que le podría servir para forrar ese par de ladrillos rotos que tenían filtraciones en el techo de su casilla.

La caja parecía contener bombones o algo por el estilo. Abrió la tapa muy lentamente y se encontró con… nada. Un montón de algodón y eso era todo. Pachamé tomó el cuchillo y revolvió el algodón con mucho cuidado. No fuera que encontrara alguna sorpresa desagradable como aquella vez de las púas: una bolsa en donde había arreglos navideños estaba repleta de alambre de púas. Pachamé casi pierde el pulgar al quedar enganchada su mano dentro. Sin mencionar, en general, la cantidad de vidrios que desechaban sin cubrirlos con nada.

Revolvió un poco más y vio una forma negra, del tamaño de una aceituna. Siguió moviendo el algodón y apareció otra. ¿Para qué tomarse el trabajo de envolver aceitunas si…? Un momento. La tercera apareció y definitivamente no eras aceitunas. Pachamé las tocó con el cuchillo y se notaba algo sólido. Piedras, eran pequeñas piedras. Pequeñas y brillantes.

Pachamé las olió. No olían a nada. Entonces, con un pedacito de papel de diario agarró una. No tenía mucho peso. Y sí, realmente su forma era similar a la de una aceituna, tal vez, ligeramente ovalada. Al ver que no había ningún peligro inminente, tomó las otras dos y las apoyó en el piso. Tres piedritas. Eso era todo. Acercó su cara al suelo y las vio de más cerca. No tenían filo ni aristas. Supuso que tendrían algún valor. Se las llevaría al viejo Tamales y él seguro le diría. Pero algo pasó cuando juntó las tres piedras dentro del papel. Un ruido, más precisamente, un zumbido, como si se hubiera metido una mosca o algún otro insecto. Pachamé abrió el papel y descubrió algo extraño. No sólo las piedras estaban muy juntas sino que oscilaban. El roce producía ese chirrido molesto. La curiosidad de Pachamé fue más fuerte que la precaución y tocó las piedras. Nada ocurrió. Puso una a una en la palma de su mano y cuando ubicó la tercera se volvieron a juntar y volvió el chirrido.

Movió las piedras en su mano, las juntó, las pesó y apretó. Y las tiró al aire para atraparlas. Las piedras salieron separadas y volvieron juntas. ¿Podía ser que las piedras y ese chirrido lo hubieran dejado sordo? Pachamé notó que no había ningún tipo de ruido, ninguno. Sin embargo todavía sentía el zumbido de las piedras en su mano.

Miró a su alrededor. Se restregó los ojos y por las dudas se dio un cachetazo en la mejilla.

El mundo se había tomado una pausa, había dejado de respirar.

Los autos estaban detenidos. Pero no sólo los objetos estaban en pausa. Las personas también. Hasta una paloma había quedado flotando entre los edificios. No soplaba viento pero se podía respirar. Pachamé pensó que se había intoxicado con esas piedras y que estaba alucinando. ¿Tendrían algún tipo de droga? Se asustó y dejó caer las piedras de su mano. Rebotaron en la vereda pero rápidamente se juntaron otra vez.

Volvieron los sonidos y el mundo salió de su inmovilidad.

¿Esos cascotes tenían algo que ver?

Pachamé recogió los otros elementos, los metió en su mochila y comenzó a caminar. Primero mirando para abajo y después levantando la cabeza pero ocultando parte de su rostro con su gorrita gris. Sea lo que fuere, debía llevárselas y rápidamente. Había que desaparecer, como siempre cuando el peligro era evidente. Confundirse con las paredes de los edificios de ser posible.

Pero algo, o mejor dicho alguien, hizo que cambiara de parecer. Se debía algo y ahora podía llevarlo a cabo.

Caminó sobre sus pasos y miró toda la cuadra buscándola. La ubicó fácilmente. Ya había cruzado pero caminaba lentamente. Pachamé aceleró sus pasos y dejó atrás a un hombre con un perro y a una madre con su hijo en brazos.

Quería adelantarse.

Verla cara a cara.

Cruzó por la vereda de enfrente y llegó hasta el semáforo.

Tendría que detenerse ahí.

Perfecto.

Ilustración: Tut

Sacó las piedras del bolsillo y las volvió a tirar al aire.

Zumbido.

Silencio total.

Tan sólo el sonido de los pasos de Pachamé, el ruido de las ropas.

Era verdad que después de ver el contenido de las bolsas, las cerraba cuidadosamente y también cierto que de haber más volquetes todo sería más prolijo. Casualmente había encontrado uno y bien grande. De un metro sesenta y vestido de mujer.

La estatua lo miraba a Pachamé con ese gesto suficiente, la mandíbula levantada y el puño cerrado.

Pachamé recogió un par de bolsas de consorcio y las arrastró hasta la mujer. Antes que nada, miró para todos lados.

Ni un movimiento.

Abrió la primera bolsa y encontró mucha comida desechada. Trabajó sobre todo con un par de cáscaras de bananas abiertas y se las colocó en la frente como dos mechones. Siguió aplastando unos tomates en su cabeza. En la otra bolsa encontró restos de comida, pero había una perla para terminar su obra: pañales usados de bebé, y recientes. Puso uno en su mano, el más fresco, y uno antiguo en unos de sus bolsillos. Completó la faena con yerba usada en los pantalones y una colección de tierra sobre sus hombros.

Fue a la vereda contigua y se ocultó detrás de una columna de luz.

Volvió a tirar al aire las piedras y el escenario se puso en marcha nuevamente.

Esperó sin moverse.

El grito vino primero y las manos de la mujer, la que lo había mandado a algún lugar lejano, no pararon de moverse. El desmayo vino como consecuencia lógica.

Pachamé no pudo contener la carcajada y tuvo que darse vuelta para no llamar la atención.

Varias personas se acercaron a la señora. Un hombre mayor la apantallaba con la mano. Los ojos de la mujer estaban fuera de las órbitas.

Otro grito.

«Encontró el otro pañal», pensó Pachamé.

Siguió un par de cuadras, disfrutando del poder que tenía en el bolsillo.

La tarde olía a rosas, pero no había rosas por allí.

Comida, no sólo comida. Comida deliciosa. Sobre la vidriera de una confitería había todo tipo de tortas imaginables. De todos los gustos y colores. Grandes, chicas. Adornadas o simples. ¿Cuándo había sido la última vez que Pachamé había comido algo semejante? Lo más parecido que recordaba había sido para el cumpleaños de la Patricia, su hija menor. Un bizcochuelo que cocinó Pampero y que todos celebraron. Y comieron, menos él. La torta no era muy grande y no se hubiera permitido que sus hijos no la compartieran.

Ahora podía desquitarse.

Activó las piedras nuevamente.

Como ya lo había hecho varias veces, comenzó a notar los detalles. El movimiento no se detenía instantáneamente. Había como una demora. Pachamé recordó cuando jugaba a la mancha congelada. Esto era igual. Las personas se encapsulaban en su nuevo status de momias vivientes pero por un segundo dudaban de ese estado anormal. Había una resistencia. Por eso, Pachamé no se movió de su lugar hasta que el proceso quedó nuevamente cristalizado. Y lo bien que hizo, porque un mozo saliendo de la nada, quedó a pocos centímetros de su cara. Era como estar viendo un muñeco, y un muñeco de una calidad muy dudosa. Tenía una expresión de permanente estornudo y sus dientes como granos de choclo no pasaban una revisión seria. ¿Repararían los clientes en ese detalle?

Pero ahora, las tortas.

Buscó rápido la heladera y eligió una de chocolate. Primero devoró las frutillas de la decoración y después le dio varios mordiscos. ¿Estaría mejor ese Lemon Pie? Aunque una Pasta Frola no debía despreciarse. Pachamé hundió su cara en una torta helada.

¿Bombones? ¿Por qué no? De licor, que picaran bien. Una bola de fraile para acompañar, churros rellenos, o con chocolate. El piso de la confitería era un collage dulce que Pachamé extendía indefinidamente.

Se miró al espejo y por un momento le pareció ver a un papá Noel flaco: la cara y el pelo llenos de crema. Su gorrita había cambiado drásticamente al color marrón.

Sacó una botella de gaseosa, la agitó y el chorro le empapó el rostro. Resbaló con el líquido y fue a dar contra el cajero, un hombre serio con una arruga kilométrica entre ceja y ceja. La arruga y el hombre se tambalearon sin chistar y algo de su cuerpo tocó la caja y aparecieron los billetes y monedas relucientes.

Pachamé no supo qué hacer. ¿Y si todo era un montaje para ver si se tentaba?

Aprovechó el saco del cajero para secarse la cara y salió de la «zona dulce».

Entonces la vio. Sentada en una de las mesas a la calle de esa confitería.

La mujer más hermosa que Pachamé hubiese visto.

Estaba con una señora muy elegante, posiblemente su madre. La chica tenía un sombrero lila enorme y un escote amplio donde asomaban unos pechos como uvas perfectas.

Esa figura había quedado fija en la eternidad de ese instante, tomando un té que no llegaba a su boca entreabierta.

Sus ojos celestes cristalinos aún reflejaban su mano delicada de uñas rojas pintadas.

Pachamé se sentó en la silla que estaba vacía.

Puso los codos en la mesa, se sirvió un brownie y se acercó.

El perfume, aún en estado de suspenso, se podía sentir.

Le recordó a su infancia en la Provincia, cerca del río. Ese aroma a flores frescas, a la madera que cortaba su padre para hacer leña. O a su prima María el día que salió empapada de la orilla.

El primer beso fue en el cuello, después en la oreja y finalmente fueron los labios. Su boca siguió bajando hasta encontrar los senos uva. Pachamé cada tanto verificaba si todo seguía igual.

Sentía crecer su virilidad pero se contuvo. Ese manjar era tentador pero a Pampero, su mujer, no la cambiaba por nadie.

Ella nunca olió de esa manera, era generalmente una mezcla a pachuli, sudor y humedad, pero era la mujer de su vida, la que le dio los hijos, la que pudo bancarlo cuando hizo lo del tren y más. La que…

Escuchó ruidos.

Se aparto rápidamente del cuerpo y se paró violentamente.

Había un hombre muy alto delante suyo.

—Usted tiene algo que no le pertenece —dijo con un vozarrón—. Unos objetos ovoides. Son tres.

«Las piedras», pensó Pachamé.

—Tiene que devolvérmelas— exigió el hombre y extendió la mano.

—Qué te metés, ¿sos yuta?

El hombre, totalmente calvo y de riguroso negro, hizo una pausa rascándose la nuca pero insistió.

—Entrégueme esas piedras, como las llama usted. Por favor. Son de alta peligrosidad y el gobierno necesita incautarlas para eliminar todo riesgo.

A Pachamé lo enojaba mucho que le hablaran raro. Le gustaban las cosas de frente y se lo dijo.

—¿Para qué las querés, vos? Yo las encontré —se confesó.

—No me obligue a usar la fuerza, por favor.

Pachamé se acordó del cuchillo de la suerte y lo extrajo de entre sus ropas.

—Sacámelas, puto —respondió prácticamente escupiendo la última palabra.

El hombre hizo un gesto como si hubiera perdido una muela. Pachamé vio que movía los labios a la vez. Y murmuraba algo:

Sector 9 grilla azul, repito sector 9 grilla azul intensifica.

Pachamé miró hacia alrededor. Ese hombre era un viejo para él y si se ponía a correr no tenía posibilidades de darle alcance. Ni siquiera terminó de pensarlo cuando una leve brisa a cada uno de sus costados lo desaminó: dos tipos tan enormes como montañas se le pusieron uno a cada lado.

Si punteaba a uno con su cuchillo de la suerte, sería muy difícil darle al otro antes de que lo inmovilizara.

—Las piedras, por favor.

—¿Quién lo dice, gato?

—Mire, nosotros tenemos que arreglar el problema. Así que entréguenos las muestras.

—Vos y tus monos se pueden ir a la…

Unas manazas levantaron a Pachamé y lo dejaron colgando como un embutido. El que hablaba le revisó los bolsillos mientras él trataba de patalear en el aire y puntear a los mastodontes. Uno, con cara de maní gigante, le arrebató fácilmente el cuchillo. Una de las patadas dio en pleno rostro del hombre que lo revisaba. El raspón no se hizo esperar y el pómulo ya estaba bien enrojecido pero el hombre con rostro de pescado siguió hurgando.

Finalmente, el cara de pescado encontró la caja de terciopelo y se la entregó al jefe.

Mientras Pachamé insultaba al jefe y a sus ayudantes percibió que la vida volvía a ponerse en movimiento.

Primero fue la bocina de un auto, después la frenada de un colectivo. Y las voces de la gente vinieron un poco después, como saliendo por un tubo.

Al mismo tiempo que el escenario se coloreaba de movimientos, los ayudantes soltaron a Pachamé.

Antes de salir corriendo, pudo darle un último vistazo a la chica del sombrero lila. Toda ella era una gran flor. Pachamé hubiera deseado aspirar su aroma aunque más no fuera por otro segundo pero prefirió escaparse de ahí.

Corrió. Corrió sin mirar atrás y llegó a la villa con muy poco aliento. Los ómnibus de la estación, testigos de aquel maratón, no iban a decir nada. Pachamé se sentó al final de la última dársena y, apenas recuperado el aire, se echó a reír. Era una risa incontenible, una risotada que bien valía un mundo.

«Venga acá», le diría a Pampero. «Elija un ómnibus a donde quiera ir».

«¿Tás loco? ¿Te pegaste en la cabeza?», le contestaría ella. Y Pachamé le daría un beso a su mujer, que no olía a flores ni era perfecta pero era suya y le mostraría lo que llevaría escondido en el pantalón: tres piedritas negrísimas, algo ovaladas y relucientes, no como las tres piedras ordinarias que había metido en la caja y entregado a ese especie de ratis.

Movería aquellos ojos negros pétreos, las lanzaría nuevamente y el mundo sería esta vez de los dos. Sólo de los dos.

 

 

Víctor Coviello nació en Buenos Aires, Argentina, en 1967. Su debut literario fue con Luz negra en Axxón, 1992, nominado al Premio Más Allá. Ganó el Más Allá para cuentos no-inéditos con El chip verde en 1997. Tiene una novela inédita, de ciencia ficción, titulada Carne de Dios y dos volúmenes de cuentos, también inéditos. Colabora en revistas como LEA. Vive en Buenos Aires y es librero.

Hemos publicado en Axxón: LUZ NEGRA, EL SECRETO DE MORFEO, EL CONGRESO y EL CASTIGO.


Este cuento se vincula temáticamente con 9:14:32, de Matías Orta; TOPACIO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras; LA GEMA AMARILLA, de Carl Stanley y EL RECADO CUMPLIDO, de Claudio Damián Villareal.


Axxón 229 – Abril de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Tiempo : Amuleto : Argentina : Argentino).

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