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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 

Una de las cualidades de la ficción breve es que debe golpear de una: no hay espacio para carretear y tomar impulso. Si el tiempo y las palabras se nos escurren antes de capturar al lector, o si hemos escrito una palabra de más que devele y desvanezca el golpe de efecto, habremos fracasado.

La ficción breve es cruel con el autor, no le da margen a excusas, exige de éste toda su capacidad literaria y seductora, y está lejos de ser un simple traspaso al papel de una buena idea.

Las historias que leerán a continuacion intentan cumplir estos requisitos. Esperamos que puedan darles, luego de conocerlas, el visto bueno del disfrute.

Dany Vázquez

 

 

 

EL PUNTILLOSO – Cristina Chiesa
Argentina ARGENTINA

 

Evelio no era un hombre de decisiones apresuradas, no obstante su innata generosidad. Y este caso era especial.

Se trataba de sus órganos, no de cualquier pavada. Su hígado, cuidado desde siempre con alimentos bajos en grasas y abundantes litros de agua; sus retinas, jamás profanadas por lujuriosas miradas; sus pulmones, que habían rechazado sistemáticamente el tabaco, alguna que otra sustancia non sancta; y finalmente su corazón, bien a resguardo de cualquier contratiempo emocionalmente desestabilizador.

Todo estaba en orden, a punto, casi perfecto. Y por eso Evelio, que en su vida se había apresurado en una sola determinación, estaba preocupado.

¿A quién irían a parar esos, sus cuidados órganos?

¿A qué descuidado, negligente, desaseado sujeto serían trasmitidas las poderosas y saludables cualidades de sus porciones interiores?

Por eso, cuando lo acostaron en la camilla aquella mañana, se sintió tan inquieto, tan resentido y disgustado con su prematura muerte que, en un supremo esfuerzo, juntando todas las fuerzas de su perseverante vida, desconectó el cerebro primero de las córneas, después del hígado y su jugos, y finalmente de los pulmones y el corazón, tan preciado, tan cuidadosamente resguardado de cualquier trasgresora contrariedad.

Cuando el médico constató la muerte cerebral y decidió abrirlo, horrorizado contemplo la visión de la catástrofe.

En lugar de los habituales órganos sanguinolentos, no había más que un ordenado sistema de cajas y circuitos gelatinosos, inodoros y trasparentes. Tan acordes todos ellos con la escrupulosa vida que Evelio se había empeñado en llevar.

 

 

 

 

UNA ISLA HERMOSA PARA NAUFRAGAR – Daniel Frini
Argentina ARGENTINA

 

Algo salió mal cuando el colisionador alcanzó los mil ciento cincuenta teraelectronvolts y los iones de níquel impactaron en los isótopos de plomo. Nunca se supo qué falló, y en el Crater de Laconnex —una perfecta media esfera, de treinta kilómetros de diámetro y quince de profundidad; que va desde lo que era Bellegarde-sur-Valserine, en Francia, hasta Cologny, en Suiza; y que se llenó con las aguas del Lago Lemán y de los ríos Ródano y Avre— ya no existe nada que permita un análisis.

Hablaron de disfunciones magnéticas, de vacío cuántico, de un microagujero negro inestable, de strangelets y catalización a materia extraña, de monopolos y desintegración de protones. Sin embargo, nada está claro.

Tampoco han podido explicar los fenómenos colaterales.

Los doctores Wagner y Sancho aventuraron la hipótesis de la Esponja Cuántica.

—Carece de sentido indagar sobre la causa —dijo Wagner—. Fuera lo que fuese, ocurrió una vez; y se debería construir un acelerador similar para estudiar, con detalle, aquel hecho. El riesgo es muy grande y existe un acuerdo general en no volver a incursionar en ese campo. Sin embargo, es interesante conjeturar sobre las anormalidades marginales que tienen lugar ahora. Creemos que el espacio-tiempo presenta una estructura similar a la de una esponja de virutas metálicas, del tipo de las de cocina, donde las hebras de metal actúan como caminos. La imagen más próxima que se nos ocurre es la de un gran laberinto en el que usted puede pasar de una habitación aquí en la Tierra, por ejemplo, a otra en una galaxia a millones de años luz de distancia, y a otra habitación en el centro de una estrella supermasiva, y a otra y a otra más. Asimismo, al pasar de un cuarto al siguiente, habrá cambiado de tiempo; digamos que a cualquier momento en el pasado. Y cuando llegue a otra habitación lo hará en cualquier momento del futuro, tan lejos o tan cerca como se imagine. Ese inmenso laberinto, que abarca todo el Universo y todos los tiempos, debe ser imposible de resolver. Es probable que el Incidente de Ginebra, sea cual fuere su causa, haya roto una pared y nos haya unido a ese esquema infinito.

Apoyado en su barcaza de madera, concentrado, el viejo reparaba la red de pesca, en la arena de una playa pequeña, al sur de la isla de Sikinos. Una borrasca persistente fustigaba al Egeo. Notó la presencia del otro cuando lo tuvo a unos pocos metros.

Levantó la vista: frente a él estaba un hombre no muy alto, musculoso, de piel aceitunada y vestido con ropas antiguas; el torso descubierto, sucio y con un olor más próximo al de un establo que al del mar. El pescador estuvo a punto de sonreír, pero la postura imponente del otro y la espada corta que llevaba en la mano derecha, lista para atacar, le infundieron cierto temor respetuoso. Notó que en la mano izquierda apretaba, con fuerza, un trozo de cordel blanco de dos codos de largo.

El recién llegado habló, con voz enérgica, en una lengua que al otro le resultó familiar, pero ininteligible. Como pudo, mediante señas, se hizo repetir por dos veces, hasta que entendió: el guerrero hablaba su mismo idioma, pero de una manera distinta, cerrada y, se figuró, muy antigua. Al final, el pescador entendió:

—Me llamo Teseo —dijo el guerrero—. ¿Tiene usted idea de dónde puede haberse metido Ariadna?

 

 

Ilustración de Laura Paggi

 

 

NÉMESIS – Ricardo Gabriel Zanelli
Argentina ARGENTINA

 

Para un desempleado, buscar trabajo suele parecerse a las pruebas de un iniciado: hay que recorrer incontables kilómetros en un perímetro que es apenas mayor que el del centro de la ciudad; hay que explicar una y mil veces —ante caras de invariable incredulidad— la propia idoneidad —real o ficticia—; y hay que recibir —también invariablemente—, la clásica respuesta: «Ya lo vamos a llamar (O «contactar», que parece ser más prestigioso). Pero lo peor es, ante propios y extraños, justificar con el tiempo los fracasos. También ellos comienzan a dudar. A veces, uno preferiría no regresar a casa.

Los otros días —una de esas veces— caminaba bastante deprimido por la avenida Maipú cuando, en el frente de un edificio entre Olmos y 25 de Mayo, a la altura del primer piso, reparé en un cartel que llamó mi atención por el buen gusto de su confección. Allí decía: «Némesis – Empresa destructora SA«. Lo primero que pensé fue en una broma bien ejecutada. Pero pronto deseché la idea: un aura de seriedad emanaba del cartel. ¿Podía tratarse de un error? No, hubiese sido muy burdo. Fuera como fuese, seguí mi camino y al rato, quizás a causa de mi desánimo, me olvidé del asunto.

Días después, con los últimos pesos que me quedaban, compré el diario. Cuando uno es un desocupado, el grueso del pasquín carece de importancia. Sólo cuentan los «Clasificados». Buscando en «Empleos ofrecidos» —pocos, por otra parte— advertí con sorpresa que justamente Némesis ofrecía trabajo. De más está decir que corrí hasta el lugar; no sin cierta inquietud, para qué negarlo.

En la recepción me atendió una señorita, cómo decir, menos atractiva que vistosa, que se dirigió a mí con ese tono mecánico, aunque en apariencia amable, que usan los empleados de estos tiempos, remedando a las computadoras.

Me dijo: —Por favor, tome asiento. En breve lo va a atender el ingeniero.

El lugar derrochaba lujo, pero un lujo austero, marcial, si cabe. No pasó un minuto antes de que apareciera el mentado ingeniero. Era un hombre de mediana estatura, peinado anticuadamente, a la gomina, y con un breve bigote central. Se presentó, con una voz grave, entrecortada, elocuente:

—Buenas tardes. Permítame decirle: soy el ingeniero.

De golpe, se quedó en silencio. En vano esperé un apellido o tan siquiera un nombre de pila. Era esa mi segunda sorpresa. La primera fue que, en mi desesperación, no había reparado en que nadie más había concurrido por el aviso.

El ingeniero me hizo pasar a su despacho, que aparentaba un mayor lujo que la recepción. En las paredes no había cuadros. Estaban adornadas, en cambio, por extraños dibujos que no pude interpretar, pero me cuidé de hacer comentarios al respecto para no pasar por ignorante. Lo que siguió lo entreveo ahora como una nebulosa propia de un sueño o, mejor, de una pesadilla. El ingeniero, después de sentarse en un sillón tipo ejecutivo, me preguntó cuál era mi oficio, qué sabía hacer. Le respondí con lujo de detalles, pero dejé de hablar cuando advertí que no parecía convencido.

Aprovechó mi silencio para preguntar, restregándose la barbilla:

—¿Tiene experiencia en empresas como la nuestra?

Le respondí que, francamente, su empresa era la primera de esas características que conocía, al menos en cuanto al nombre. Recuerdo haberle preguntado si se dedicaban a hacer demoliciones.

Me miró con una sonrisa entre candorosa y maliciosa. Dijo:

—Oh, no. La nuestra es una de las primeras en su tipo, porque, verá usted, el éxito depende en gran medida de entrever el negocio; el nicho, como dicen ahora. Y nosotros fuimos de los primeros en advertir las potencialidades que generan los cambios que se avecinan en el mundo. Cambios que no vacilaré en describir como espantosos, cuando no apocalípticos.

Ahora su semblante, naturalmente serio, se había vuelto sombrío. También creí ver un brillo extraño, helado, en sus ojos. Pero tal vez fuera la sugestión que provocaban sus palabras. El ingeniero, inmutable, prosiguió:

—Pero usted no debe preocuparse. A fin de cuentas, más que experiencia o brillo intelectual, nosotros —abarcó su despacho describiendo un arco con el brazo izquierdo— más que nada necesitamos hombres fuertes dispuestos a jugarse por la divisa. En una palabra, soldados que se calcen la camiseta de nuestra empresa, para emplear una frase vulgar en boga en estos días.

El ingeniero remarcó cada una de sus últimas palabras, levantándose de su mullidísimo sillón. Apoyando los puños sobre el imponente escritorio —donde, a su derecha, imponía presencia un águila de metal que refulgía como si fuese de oro—, me miraba fijamente. Un tic le hacía mover sin control la aleta derecha de su nariz.

Intimidado, pregunté:

—¿Pero, puedo saber a qué se dedican y en qué puedo yo ayudarles?

—Oh, no se preocupe por ello —respondió, con esa frase que parecía ya una muletilla, de nuevo sentado y habiendo recuperado el aplomo inicial—. Suelen decir que Maquiavelo despreciaba los medios con tal de justificar el fin. Estamos acá —volvió a abarcar el despacho con su brazo— por el imperativo de la hora, para usar otra frase trillada de la vulgata. Porque, señor mío, las trompetas, estridentes, han sonado.

El ingeniero se puso nuevamente de pie, quedó firme y taconeó. Luego cruzó los brazos sobre su pecho, golpeándolo repetidamente con ambas manos casi a la altura de los hombros. Tenía los ojos vidriosos, como embargado por una profunda y repentina emoción. Exclamó, mirando hacia un horizonte indefinido:

—¡Nuestra lucha, su lucha, mi lucha, han llegado! Usted, más que un simple empleado, es un cruzado de los nuevos tiempos. Se acabó el desempleo en el mundo. Prepárese para trabajar hasta la extenuación, por un salario sin competencia, pero, mejor que eso: ¡Ad Majorem Satanae Gloriam!, joven. Prepárese, repito, porque, óigame bien, ¡el fin del mundo ha comenzado!

—Repita conmigo —dijo ahora con su voz granulosa e imperativa, pronunciando una fórmula que comprendí apenas pero que memoricé.

Con los ojos desbordados de lágrimas y sintiendo un inflamado orgullo, me puse de pie, taconeé con mis zapatos gastados, levanté mi brazo derecho al cielo y, cerrando el puño, acaté a viva voz la orden del ingeniero.

 

 

 

 

EL HOMBRE DEL 4-D – Luciano Sivori
Argentina ARGENTINA

 

Le escribo a usted porque es el único que podrá comprender el curioso hecho del cual he sido partícipe. Aún no sé cómo logré recuperar la compostura para redactar estas líneas. Mi modesto objetivo es explicarle la escena con la que se encontrará al ingresar al departamento «D» del cuarto piso de Uruguay 181. A su vez, le indicaré las acciones que deberá llevar a cabo.

Seré breve. Como sabe, me considero a mi mismo un tetradimensionalista. Es probable que usted esté al tanto de los postulados filosóficos que derivan de esta corriente de pensamiento, pero se los resumiré porque son trascendentes en la historia que le quiero relatar.

Las teorías continuantes diferencian a una partida de ajedrez de un sencillo tenedor. Una partida de ajedrez, que tenga lugar entre las tres y las cuatro de la tarde, no es estrictamente la misma durante el periodo en cuestión: tienen lugar diferentes jugadas, movimientos, distribuciones. Para los continuantes (aquellos que más se oponen a nuestras ideas) la partida es un objeto que solamente persiste parcialmente de un tiempo a otro; su identidad se ve modificada progresivamente a diferencia de un tenedor, cuya continuidad es completa en cada periodo de tiempo.

Como tetradimensionalista, sostengo que un tenedor y una partida de ajedrez no difieren en sus modos de perdurar. Es decir, ambos persisten de manera parcial en el tiempo: en cada momento de tiempo existe únicamente una porción temporal —nunca total— del objeto.

Tengo razones para creer que un objeto completo es la suma articulada de todas sus partes temporales, y dicho objeto se extiende tanto en el espacio como en el tiempo, es un objeto tetradimensional. El tenedor de las tres no es estrictamente idéntico al tenedor de las cuatro de la tarde. En el mejor de los casos son gen-idénticos. La supervivencia temporal es solo una cuestión de identidad de genes.

Por extensión, una persona es la suma maximal de partes temporales relacionadas entre sí, conectadas por una cadena de estados mentales que se solapan. Y en algunos casos, (atípicos, debo admitir) dos personas —dos partes temporales de personas— podrían llegar a coexistir en el mismo tiempo y en el mismo espacio.

Algo así me acaba de suceder. Por la puerta, utilizando mi llave, ingresé yo. Me escuché a mí mismo dejar el maletín en el suelo, desabrocharme el cinto y entrar el baño. Exactamente lo mismo que yo acababa de hacer al llegar a casa. Cinco minutos más tarde, el individuo ingresó al estudio y se encontró conmigo, consigo mismo.

Debatimos y, extrañamente, terminamos acordando en todo. Cuando una carretera se bifurca no decimos que en el punto de bifurcación había dos tramos diferentes de carretera que coexistían en el mismo espacio al mismo tiempo, sino que, simplemente, allí había un tramo común a ambas. Lo nuestro era un caso particular de solapamiento espacio-temporal, y solo existía una forma de resolverlo.

Le atravesé el corazón con un utensilio, un tenedor para ser más preciso. Se desangró y gritó como un cerdo, pero su fin fue fugaz. No me siento culpable. Sería incorrecto atribuirme responsabilidad moral por buscar la unificación de esta irregularidad. Siento una extraña sensación de placidez, de hecho. Al finalizar esta carta, haré lo mismo con mi persona. Si en verdad estamos inmersos en un solapamiento espacio-temporal, usted debería llegar en cualquier momento y dejar su maletín en el suelo. Cuando ingrese al estudio, no se asuste. Encontrará esta carta y descubrirá que todo tiene sentido.

Deshágase de los dos cuerpos y desaparezca para siempre. Váyase del país, del continente de ser posible. Solo así arreglaremos esta desafortunada distracción de la naturaleza.

Suyo siempre,

Álvaro Oviedo.

 

***

 

Una vecina advirtió una gran cantidad de cartas acumuladas bajo la puerta del departamento «D». Dio aviso a la policía, que inspeccionó el lugar una hora más tarde. En su interior no se encontró a nadie. Hasta hoy se desconoce el paradero del Dr. Álvaro Oviedo, destacado miembro de la comunidad científica argentina. Este documento, escrito a mano y en tinta, estaba prolijamente dispuesto sobre la mesa. Tenía colocado, como destinatario, al «Sr. Álvaro Oviedo».

 

 

Ilustración de Laura Paggi

 

 

EL GUERRERO ÁGUILA Y EL JAGUAR NOCTURNO – Rubén Caballero Petrova
México MÉXICO

 

I

 

—Abuelo, siempre me he preguntado si Tezcatlipoca es un dios bueno.

—Digamos que es un dios complicado —respondió el anciano haciendo una pausa—. El más complicado de todos.

El fuego de la hoguera escalaba el aire nocturno en la Pirámide del espejo de la aurora. Huehuetls de troncos huecos y pieles de venado retumbaban en la fiesta al dios de la reverberación del espejo, los jóvenes danzaban filtrando con las mujeres, los ancianos contaban historias de la creación del mundo y los señores de las aldeas tomaban pulque y chocolate. El sonido de los cascabeles y las ocarinas susurraba una canción lenta entre visiones de jaguares corriendo, persiguiendo a su presa.

Huitz acariciaba su penacho de plumas sentado lo más alejado de todos; jamás había sido bueno danzando y prefería ver el espectáculo. Las fiestas no eran de su agrado, él era un guerrero y solo se sentía bien cuando combatía.

—Tu penacho es hermoso —dijo una chica mientras se acercaba.

—Es un símbolo de honor, pero también de muerte, Xicoco.

La joven envuelta en collares de jade sonrió, tomó la mano de Huitz y la acarició lentamente hasta llevarla a su boca y besarle la yema de los dedos.

—¿Ves las plumas? Cada una representa las batallas que he ganado y las muertes que he provocado.

—Eres el guerrero águila más fuerte de todos y los dioses te protegen, sobre todo nuestro señor Tezcatlipoca.

—Los dioses no me protegen, Xicoco, mi macuahuitl lo hace.

Su arma asesina estaba recostada a lado de sus piernas, era un poderoso mazo de madera de roble con obsidiana incrustada, tan filosa que cortaría dulcemente el alma de un chaneki.

—Te amo —dijo Xicoco al oído de Huitz, y le besó los labios.

—Y yo a ti mujer de obsidiana.

Sin embargo, esa blasfemia no se le pasaría por alto al dios más caprichoso de todos y mucho menos en su fiesta. Tezcatlipoca apareció como un jaguar negro de entre la selva y rugió con un eco tan potente que los huehuetls callaron. Todos se refugiaron en sus chozas. El jaguar se escabulló entre la multitud de sombras, en cada paso humo negro salía de su pata de hueso.

—¿Dónde está Huitz, el hombre que desafía a los dioses? —gritó Tezcatlipoca.

Xicoco se aferró a Huitz y él, sorprendido, la hizo a un lado, tomó su penacho de guerrero y salió al encuentro del jaguar nocturno.

—Yo soy Huitz, ¿qué quieres de mí y quién eres?

—Soy un nahual chaneki —mintió el dios—, y vengo a retarte en duelo.

—Agregaré una pluma más a mi penacho esta noche y la dedicaré a mi querida Xicoco.

Los guerreros y aldeanos se acercaron a ver la batalla, y los huehuetls sonaron una vez más. Todos querían ver combatir al poderoso guerrero águila.

—¡Vamos Huitz, acaba con él! —gritaban algunos.

Huitz preparó su macuahuitl y miró a los ojos al jaguar negro, éste agazapado mostrando los colmillos preparaba un salto asesino. Las plumas de guerrero águila despegaron ágilmente en un carrera letal pero su objetivo, atento, lo interceptó con un salto hacia atrás dando dos zarpazos. El penacho cayó al suelo pero una hoja afilada de obsidiana apareció de entre ellas, rozando el vientre del jaguar. Enfurecido el felino se abalanzó sobre Huitz, arañándole el brazo derecho. La sangre escurría, pasó su arma al otro brazo y atacó en seco; el jaguar distraído se sorprendió y desapareció en una bruma oscura. La sombra se deslizó entre sus piernas y el jaguar se manifestó detrás de él, dando un golpe en toda la espalda. Huitz cayó al fango. Su espalda en carne viva punzaba.

—No eres un nahual ordinario —gruñó Huitz poniéndose de pie.

El jaguar, dando carcajadas, embistió el cuerpo del guerrero. Cayó contra el suelo una vez más. Con esfuerzo se incorporó, el sudor resbalaba entre la piel y el fango. Las piernas le temblaban pesadas.

—¡Corte de espejo nocturno! —gritó Huitz, mientras se movía elegantemente esquivando los arañones de la bestia. El macuahuitl había caído certero en el cuello del animal y le había cortado la cabeza. Al menos eso creía. El cuerpo del jaguar se había desvanecido una vez más en forma de humo.

—Se terminó —dijo el jaguar.

El humo rodeó todo el campo de visión, y unas garras atravesaron un cuerpo frágil. Huitz, arrodillándose con lágrimas en los ojos, tocó la sangre que salía del vientre de Xicoco. Su cuerpo débil se rompía. Ella había protegido a Huitz de una muerte segura.

Tezcatlipoca no se esperaba eso, estaba tan sorprendido como Huitz. «Los seres de este mundo son muy interesantes», pensó. Caminó lento hacía los amantes y Huitz, enfurecido, tomó su arma y quiso asesinarlo, pero su cuerpo se detuvo, estaba paralizado. El jaguar tomó forma de hombre y su tobillo de hueso resaltaba de entre su piel. Huitz supo de quién se trataba y lo injurió.

—Dios desgraciado y asesino, ojalá tu padre Ometeotl te castigue y te maldiga por la eternidad.

El dios no dijo nada, tocó el vientre de Xicoco y giro su rostro a Huitz.

—Eres indigno de mi presencia, pero esta mujer no lo es. Ella dio su vida para protegerte, y eso es admirable en un guerrero. Puedes salvarla, joven águila.

—¿Cómo puedo hacerlo? —preguntó Huitz, desesperado.

—Yo no soy un dios ilimitado como mi padre, pero a cambio de ofrendas puedo lograr cosas maravillosas.

—Te entregaría mi corazón, si es necesario —suplicó Huitz.

Tezcatlipoca lo miró asombrado, le tocó el rostro y sus ojos brillaron maliciosamente.

—Tú también la amas —dijo mientras sonreía—. Me darás algo más importante que tu corazón.

 

II

 

A la mañana siguiente Xicoco despertó, palpó su vientre y estaba intacto. Se incorporó confundida.

 

III

 

Y Tezcatlipoca dijo: «Me darás los recuerdos sobre ti, todos olvidarán quién eres, incluyéndola. Huye lejos de la pirámide. Aunque no recuerden nada, si un día cruzas la mirada con Xicoco, morirá».

 

 

Ilustración de Valeria Uccelli

 

 

MEDIA REVOLUCIÓN – Jack H. Vaughanf
Argentina ARGENTINA

 

La ciudad estaba sorteada por extensos laberintos de fuego. Los caminos que provenían de todas direcciones se cruzaban hasta interceptar en los bordes de un círculo libre de peligro. Allí, entre la luz del resplandor intermitente, estaba la cuadrilla de los libertadores, que eran los responsables de los incendios y las matanzas que habían acontecido. Aún permanecían de pie, con sus armas dirigidas al cielo enrojecido y humeante, festejando con el sabor del triunfo en sus lenguas ardientes de victoria.

Habían entrado al palacio de gobierno arrojando centelladas de metralla por los aires. Asesinaron a todos los guardias que se habían interpuesto al paso de la fina alfombra que conducía al fondo, en donde, sentado en su trono dorado, un rey de corona también dorada, los vio irrumpir y, con cierta sorpresa pero con igual tranquilidad, permaneció en su lugar observando toda la escena, mientras la cuadrilla avanzaba implacable en su dirección.

Los libertadores avanzaron implacables sobre la alfombra real, ensuciando y profanando cuanta figura o símbolo de autoridad se cruzasen por el camino. Luego de cortar las cabezas de los guardias y clavarlas en lanzas con banderas de la libertad, estuvieron enfrente del trono, en donde la figura del rey había aguardado impasible su llegada.

Los disparos callaron de pronto; el silencio se hizo en todo el palacio. El rey se levantó de su trono y, luego de una reverencia, extendió ambas manos y comenzó a aplaudir con entusiasmo a toda la cuadrilla presente. Los aplausos resonaban en cada rincón del palacio manchado con sangre, y a medida que transcurrían sonaban con más vigor exultante. Los libertadores se miraron unos a otros; sonrieron y se sintieron favorecidos por el agasajo. Finalmente arrojaron las armas al suelo y se inclinaron ante el rey, agradeciéndole que les haya permitido volver a experimentar el antiguo y olvidado éxtasis de la revuelta.

Cuando las llamas de la ciudad se hubieron extinguido en la noche, el grupo de libertadores guardó sus armas y cada uno de ellos regresó feliz a su hogar.

 

 

 

 

SUPONGO QUE OÍSTE HABLAR DE GREGOR SAMSA – Daniel Frini
Argentina ARGENTINA

 

¿No? ¿Nunca? Es el protagonista de la novela corta de Franz Kafka, Die Verwandlung, publicada en mil novecientos quince, que en su traducción correcta debería llamarse La Transformación; aunque por aquí es conocida como La Metamorfosis. No. No te la voy a contar. Sí puedo decirte que, en el relato, Gregor es un vendedor de telas, único sostén de su familia —padre, madre y hermana—,que un día cualquiera amanece en su cama convertido en un insecto gigante.

Ahora bien: hay una cosa que Kafka calla, y otra que desconoce.

Lo que Kafka no dice, es que su novela está inspirada en un hecho real. Existió una persona, evidentemente conocida por él, que sufrió ese cambio; aunque nadie registró su nombre verdadero. Algunos aseveran que se trata del propio autor; que la novela es, a todas luces, autobiográfica y esconde su historia real entre alegorías y metáforas; e inclusive proporcionan pruebas en al más clásico estilo conspirativo. Por ejemplo, Stanley Corngold menciona en The Commentator’s Despair que el apellido Kafka es muy parecido a Samsa y que en el alfabeto latino usado en Alemania a principios del siglo XX, la cantidad de letras entre la K y la S es la misma que entre la F y la M, por lo cual Gregor sería el alter ego de Franz. Otros autores aportan argumentos por el estilo. Y hay quienes refutan diciendo que Kafka murió siendo humano, por lo que no es posible que alguna vez hubiera sido insecto; y que a quien ciertamente le pasó tal cosa fue a su hermano, casualmente llamado Gregor; aunque no existe constancia de que en la familia alguien llevase ese nombre.

Lo que Kafka desconoce es que el caso relatado en su obra no fue el único. De hecho, podemos contabilizar, hacia mil novecientos diecinueve, unos ciento ochenta humanos, hombres y mujeres, mutados en insectos. Y esos son sólo los conocidos.

En este punto es indudablemente llamativo cómo estos sucesos pasaron desapercibidos para el resto de la humanidad. Creo, sin duda, que colaboraron dos hechos fortuitos: por un lado, para cualquiera suena descabellado que una persona pueda despertarse siendo insecto; por otro, los afectados ocultaron su estado, considerándose a ellos mismos repugnantes, y, literalmente, se exiliaron en los sistemas de alcantarillado de las ciudades. Uno a uno, al principio. Formando comunidades, después.

No es fácil aventurar un número, pero Wilhelm Beicken acota, en Die Verwandlung. Erläuterungen und Dokumente, que hacia mil novecientos cuarenta y nueve los insectos-humanos eran unos cinco millones en toda la Tierra.

Como debés saber, la primera bomba H fue hecha estallar por Estados Unidos, en Eniwetok, en el atolón de las Marshall el 1 de noviembre de mil novecientos cincuenta y dos. La Unión Soviética respondió, sólo doce horas después, con una andanada de bombas atómicas convencionales sobre los países aliados de este lado de la Cortina de Hierro.

La Guerra Atómica destruyó, en la primera semana, al noventa y ocho por ciento de la población del planeta. El resto murió en el año siguiente, en general debido a los terribles problemas relacionados con la radiactividad.

Desde mucho antes se conocía la resistencia de algunos insectos a la radiación, por lo que no es de extrañar que sólo haya sobrevivido nuestra especie, hijo, el escalón más alto de la evolución, el Homo Blattalis. Es decir nosotros, el Hombre Cucaracha.

 

 

Ilustración de Laura Paggi

 

 

VENTA – Jack H. Vaughanf
Argentina ARGENTINA

 

Entre mis ojos y las estelas de humo que soltaba el hornillo de la pipa se estaba gestando el retoque final de una idea que había tardado semanas en aparecer. Con la fuerza de mi poder mental, había sido afortunado completar el boceto antes de que se vencieran las cuentas de la luz y del gas. Lo que importaba era que el resultado fuese total y absolutamente de mi propiedad intelectual.

Me regodeaba del ingenio de mi última idea mientras aguardaba la llegada de la araña. Aún no daba señales de vida y su atraso empezó a impacientarme. Me puse de pie y di varias vueltas por la habitación antes de caminar hacia la puerta y plantar rostro ante la oscuridad del exterior. Nadie deambulaba por la noche, todo estaba quieto y petrificado como la pintura seca de un cuadro. Pude ver a lo lejos las oxidadas torres de metal que recortaban el cielo de una noche con nubes violáceas que probablemente anunciaban la llegada de una tormenta.

Un relampagueo iluminó el paisaje por un segundo y pude ver la figura gigantesca que se asomaba sobre una de las torres. La oscuridad regresó, pero continué notando su presencia recortada contra el fondo del cielo. Allí estaba; al fin había aparecido.

La contemplé fascinado hasta que su figura se borroneó y luego apareció aferrada a la cúspide de la torre contigua. Me pregunté si ya me habría leído el pensamiento y su tardanza no era otra cosa que una paciente espera.

La araña nocturna descendió en dirección a mi casa con el movimiento coordinado de sus enormes y delgadas patas. Regresé al interior de mi habitación y me senté en un rincón a fumar mi pipa, mientras sostenía la mirada fija en el umbral. Comencé a escuchar el ronroneo de sus articulaciones. Cuando llegó, su consistencia flexible le permitió escurrirse hasta ingresar la mitad de su cuerpo a través del umbral. Allí se detuvo, y su ojo cristalino me contempló con esa frialdad tan usual de los bots. Enseguida activó su señal y sus redes se conectaron con cuanto objeto encontraron en su radio de alcance. Pude oír los sonidos de la estática mientras analizaba el entorno. Una de las redes aterrizo en mitad de mi frente. Cerré los ojos. Pude notar cómo hurgaba en lo recóndito de mi memoria, sondeando los datos en busca de algo que indexar. Pude sentir cuando encontró lo que buscaba, lo que fui armando con el correr de días y noches. Como un relampagueo, mi idea pasó la prueba de originalidad y fue retirada de mi mente.

Luego de que comprobé que mis honorarios estaban depositados en mi cuenta, el enlace se retiró de mi frente. Ni bien abrí los ojos, pude ver a la araña contraerse en el umbral para regresar a la noche.

Me arrimé a la puerta y la cerré. Volví a llenar la pipa y a encender la llama. Me produjo cierta gracia saber que en algún momento había tenido una idea medianamente original, solo que no podía acordarme cómo era, ni de qué manera se me había ocurrido. Pensé que esa condición hacía de la creatividad un acto de fe.

Supuse que a ese ritmo de trabajo, en unas semanas tendría alguna idea más para vender.

 

 

 

 

1756-1827 – Marcelo Brandán
Argentina ARGENTINA

 

Su distancia es prudente, casi exagerada. Apenas veo los detalles de su silueta con mis ojos entrecerrados por la arena incesante. El sol, un asesino nato, arriba y abajo, dando vueltas sin parar. Buscando encandilar y oscurecer. Mi mano, temblando sin ser vista. En su intimidad, llena de vergüenza y rencor. Mis piernas rígidas, enterrando con cada pulsación sus propias venas como raíces en la tierra muerta. El poncho cubierto de sangre bajo mi sombrero, rasgando las marcas de mi quijada. Tensa, con los dientes queriendo comerme la cara. Las casas y edificios, todos llenos de ojos y a la vez desiertos. La muerte viene y va, bamboleándose, a través de espejismos en oleadas, sobre la asfixia de esta última siesta. Una punzada en el ano. Los testículos secos y rígidos, bien encogidos en mi abdomen. Mastico, en silencio y con cuidado, la arena que me parte los labios. Lo sigo viendo, bien atento, allá en su distancia. Está igual que yo. No se mueve. No me muevo. Cierro los ojos y veo miles de formas geométricas. Todas componiéndose a la vez adentro de mi ojo. Tengo que elegir una. La correcta. Las admiro. Siento la paz de su belleza por un segundo de meditación. Un segundo en el que ella brilla. La reconozco y la guardo para mí. Abro los ojos por demás y la tierra me pega con violencia. Vuelvo y no quiero. Pero vuelvo con ella. La recuerdo, en forma y en esencia. La recuerdo porque ella me eligió. Muevo la mano derecha, sintiendo la piel seca resquebrajarse. Tomo mi revolver sin mirar. Lo estoy viendo a él, allá, en su distancia. También está sacando el suyo. Despacio. Ninguno de los dos está cargado todavía, pero un sólo movimiento fuera de lugar.

Uno solo…

Abro el tambor de mi revólver cuando se acerca a mis labios. Lo veo ahí, vacío y esperando. Cierro los ojos y le susurro la palabra en su interior, mientras veo la figura, mientras la veo a ella en la oscuridad. Cierro el tambor antes de abrir los ojos. A los lados, sobre los edificios abandonados y los techos de madera podrida, ojos rancios esperan, soltando humo. Veo a la muerte pasando en una oleada. Pienso en la luna esperando detrás del sol. Pienso en la ecuación. Pienso en ella. La disparo. Se proyecta.

 

 

Ilustración de Laura Paggi

 

 

TODOS PARA UNO, Y UNO… – Hugo A Ramos Gambier
Argentina ARGENTINA

 

El Iphone vibra, se desliza sin otro ruido sobre la mesita de luz de la habitación en penumbras. Una mano descarnada alcanza a tomarlo antes de que caiga al piso.

Una actualización de Facebook: Anoche, la primera noche sin Carlitos, reza al pie de la foto, que Nacho acaba de subir a la red.

Carlitos se refriega los ojos.

—No recuerdo la noche de ayer —se dice, mirando la foto de sus tres amigos—. Tampoco recuerdo que los muchachos me hayan invitado a salir. —Bosteza y estira los brazos—. Es más, no recuerdo nada del día de ayer.

Sacude la cabeza y mira nuevamente la pantalla del Iphone.

Nos dejó solos, ve que escribió el Bocha. Es el primer comentario que aparece debajo de la foto.

¿Qué? Si no me dijeron nada, escribe enseguida Carlitos.

Lo vamos a extrañar mucho, comenta ahora Javi.

—¿A quién van a extrañar? —enfatiza Carlitos—. ¡Boludos, no me avisaroooon!

Sin D’Artagnan, escribe Nacho, y manda un emoticón de tristeza, sólo somos tres simples mosqueteros.

—Ya veo, me están gastando —se dijo Carlitos—. Quieren jugar conmigo. ¡El pedo que me habré agarrado! Debo de estar volcado a un costado de la foto.

Le dije que iba muy rápido, escribe Javi, que levantara el pie del acelerador.

Siempre le gustó correr, comenta más abajo el Bocha. Convengamos que a nosotros también.

Pero él… Él siempre fue el más jugado. Siempre al límite. Nacho otra vez.

—¡Bueno che! Cortenlá —escribe Carlitos, repitiendo en voz alta.

El boludo se comió la curva. Ahora el Bocha.

No vio el cartel. Ahora, Nacho.

Tampoco el camión, escribe Javi. ¡Justo en ese momento, al señor se le dio por tomar del pico de la botella!

—¡Epa! Recuerdo eso —dice Carlitos en voz alta—. Pero es una imagen borrosa, lejana, un flash, algo efímero ¿Un sueño tal vez?… No, no fue un sueño, ahora recuerdo. Yo iba manejando el Bora de mi viejo. Recuerdo que…

Alcancé a pegarle un volantazo, envía Javi.

—Recuerdo a Javi, sí. Iba sentado a mi lado, en el asiento del acompañante.

Fue un choque de frente. El Bocha. Todavía escucho el ruido de los fierros… y el crujido de los huesos.

Y el fuego, comenta Nacho, todavía tengo la imagen de Carlitos envuelto en llamas.

—¿Qué? ¿Cómo? —dice Carlitos. Nervioso se mira las manos chamuscadas—. ¡Nooo! —grita horrorizado—. ¡No puede ser! —Busca el espejo en la pared de su cuarto, y se da cuenta de que no es el suyo. Es un cuarto extraño, de paredes blancas, frías y desnudas como una heladera vacía. Levanta con mano temblorosa y chamuscada el Iphone, y se saca una foto.

—¡Nooo! —implora cuando miró la pantalla del Iphone—. ¡Dios, por favor! ¿Qué me ha pasado?

La selfie le devuelve la imagen de un cuasirostro, deforme por el fuego.

Yo recuerdo ver un pedazo de chapa. Del Bora o el camión, no estoy seguro, escribe Javi. Le cortó las dos piernas. ¡Limpitas se las cortó! como a una rebanada de pan ¡Pobre Carlitos!

Pobrecito —manda Nacho—.Nosotros tuvimos mejor suerte.

Carlitos, tiembla. No quiere mirar hacia allá abajo, no soporta la idea. Lleva sus manos hasta donde deben de estar sus piernas… No hay nada, sólo la suavidad de las blancas sábanas.

—¡Nooo! ¡La puta madreee! —Carlitos golpea la cama, la mesita de luz, se da la cabeza contra el respaldo—. ¿Estoy muerto? ¿En dónde estoy, que es esto? ¿Es el purgatorio? ¡Ayudenmeee!

Los gritos son desgarradores. Carlitos, convulsionado, cae de la cama.

En ese preciso momento, la puerta de la habitación se abre. Un luz muy blanca y brillante, ingresa a la habitación.

—¡Es la luz! —dice Carlitos desde el piso—. ¡Es la luz blanca al final del túnel, la luz de la que todos hablan!

Ingresan dos enfermeros vestidos de blanco, con sendas linternas en las manos. Le apuntan a Carlitos, que está acurrucado como una alimaña al pie de la cama, en el piso de cerámica barata con olor a Espadol.

—Está con un ataque —dice uno de los enfermeros.

—¡Puta madre! —dice el otro—. Justo sin luz y sin generador.

—Entró en convulsión.

Ayudándose, lo suben a la cama. Le inyectan un calmante.

En segundos, Carlitos vuelve a dormirse.

—Pobre pibe, estuvo delirando otra vez.

—También…Como para no estarlo —contestó el compañero—. Hace unos meses se dio un palo de frente contra un camión, con el auto del padre. Los tres amigos que viajaban en el Bora murieron en el accidente, y él quedó convertido en un monstruo. Yo hubiese preferido morir.

El Iphone de Carlitos vibra en el piso, debajo de la cama.

—Es el celu del pibe, está debajo de la cama —dice un enfermero, agachándose para recogerlo—. Están llamando.

—¿Quién es?

—No sé, en la pantalla aparece un tal Javi.

—Dejalo que suene, nomás. Ponelo arriba de la mesita de luz. Seguro lo vuelve a llamar más tarde.

 

 

 

 


AUTORES:
 

Cristina Enriqueta Chiesa nació en Rosario el 1º de mayo de 1957, es Licenciada en Ciencia Política. Le fueron publicados cuentos en Axxon 195 y 264, NM 16, 24 y 28, y en la antología «Cien Páginas de Amor». Desde el 2013 colabora en la corrección de la Revista NM (La nueva literatura fantástica latinoamericana).

 


 

Daniel Frini: Ingeniero, escritor y artista plástico argentino (Berrotarán, Provincia de Córdoba, 1963) Fue redactor y columnista en varias revistas, En 2000 publicó «Poemas de Adriana» (Ed. Libros en Red, Buenos Aires); y tiene dos libros de cuentos, a punto de ser editados en papel: «El Diluvio Universal y otros efectos especiales» y «Manual de autoayuda para fantasmas». Colabora en varios blogs y ha sido publicado en e-zines, revistas digitales y en papel y en varias antologías en Sudamérica, Estados Unidos, Canadá y Europa. Ha sido traducido al inglés, francés, italiano, portugués y uzbeko. Fue distinguido con varios premios literarios, participó como jurado en varios concursos literarios y prologó varios libros.

 


 

Ricardo Gabriel Zanelli nació en la Argentina en 1962. Es autor de La ruleta rusa del tiempo (Cuentos), 2004, Editorial Argenta (ISBN 950-887-267-5). Ha publicado varios cuentos y ensayos breves en diarios (La Voz del Interior) y revistas (Revista Cuásar y Axxón) de Argentina.

 


 

Luciano Sívori nació en 1987 en Bahía Blanca (Argentina) y es Ingeniero Industrial. Vive de su profesión y es profesor universitario, pero sus verdaderas pasiones son la escritura, el cine, la filosofía y los libros. Comparte sus cuentos, notas literarias, cultura y reflexiones cinéfilas a través de su blog.

Ha escrito guiones, cuentos, obras de teatro y artículos de interés general. Su cuento «A veces vuelven» obtuvo la 2da mención de honor en el Concurso Literario de Cuentos «Horacio Quiroga» (2013). Su cuento «Implacablemente suyo» obtuvo el 2º Premio~en el género~cuento~del 1º Certamen Literario «Dr. Juan Atilio Bramuglia». Por su parte, «Castillos en el cielo» recibió Mención Especial en el Concurso Internacional de Antología Digital «Los Elegidos 2014», organizado por el Instituto Cultural Latinoamericano.

En junio de 2013 se publicó su primera novela «Un verano para recordar») a través de la editorial bahiense EdiUNS. La novela abarca varios elementos sociales contemporáneos referidos a la juventud y da espacio para la intervención de aspectos filosóficos que forman parte de las creencias del autor y sus experiencias de vida.

 


 

Rubén Caballero Petrova, (nombre verdadero Iván Carmona Salazar). Nació el 16 de marzo de 1991 en la ciudad de Puebla, México.

Escritor mexicano, mochilero, músico y youtuber. Estudió la licenciatura en Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y formó parte del taller de Creación Literaria en la Universidad Iberoamericana.

Viajó por el centro del país como mochilero en el año 2013. Ha publicado en la revista Hojarasca de la Universidad Iberoamericana, colaboró en el fanzine Revolución 15 y en la revista electrónica Letras y letras. Creador del canal Rubén Caballero «Caballero Caminante». en Youtube.

 


 

Jack H. Vaughanf nació en Buenos Aires en 1993. Es estudiante de Psicología en la Universidad de Buenos Aires. Desde muy joven le gusta escribir, principalmente poesía, cuentos cortos y guiones.

 


 

Marcelo Brandán es de Jesús María, Provincia de Córdoba. Argentina. Es Guionista de comics, Pseudoescritor y Técnico Informático argentino. Publicó por primera y única vez en una antología de poesía a los 18 años. Por el mismo tiempo escribió su primer novela «Siwa» sin llegar a publicarla por disgusto personal. En este momento se encuentra en proyecto de publicación impresa su primer trabajo como guionista de comic llamado «Chica Imaginaria».

 


 

Hugo A. Ramos Gambier: Argentino. Ciudad natal: Pellegrini (1962). Escribe cuentos del género fantástico, Ciencia Ficción, y Terror. Algunos de sus cuentos están publicados en las revistas: Fantasía Austral de Chile, Cosmocápsula de Colombia, Valinor de España, Alfa Eridiani de España y Axxón de Argentina. Recientemente fue publicado en una antología de cuentos de la editorial Dunken. Forma parte del taller literario de Claudia Cortalezzi.

 

 

 

Axxón 265 – septiembre de 2015
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).

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