Revista Axxón » «Malditos», Daniel Arrebola Borja - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

 

El templo de Tierra se hallaba envuelto en las tinieblas, tan solo un haz de luz iluminaba el altar situado entre dos pedestales con antorchas. El guerrero Caleb estaba allí, arrodillado con su armadura ante el sumo sacerdote de la orden. El sumo sacerdote oraba, clamando a los dioses por una bendición para Caleb. Alzaba los brazos mientras reproducía un cántico grave, lleno de contundencia y perversidad. En las sombras, otros sacerdotes y novicios oraban en silencio sentados en las bancas.

Las ceremonias solo se realizaban a oscuras cuando tenía lugar un juicio a los fieles o algún sacrifico en honor de los dioses. En esta ocasión juzgaban a Caleb.

Cuando el sumo sacerdote calló, Caleb alzó la cabeza hacia él pero sin verlo: tenía los ojos vendados.

—Caleb —dijo el sacerdote con voz imponente—. No hay salvación para ti. Tu lugar no está aquí en la ciudad, en la ciudad de Valor, que orgulloso has defendido con valentía y coraje cada vez que tuviste la ocasión.

Caleb permanecía inmóvil sin contestar.

—Solo hay una alternativa para ti, Caleb —continuó el sacerdote—. Solo hay una solución para redimirte de tus pecados. Debes vestir la armadura de penitencia y buscar el templo de Medianoche, más allá de los muros de la ciudad. Solo la voluntad divina y tu fe en los dioses verdaderos te ayudarán a enfrentarte a las criaturas paganas y hallar tu destino. Encuentra a alguna hija de la Luna, los oráculos que conocen el auténtico camino hacia el templo de Medianoche. Ese es el único camino hasta la salvación.

 

 

Hija de la Luna    

 

Caleb cruzaba un bosque de hayas durante una noche de luna nueva, caminando sobre la alfombra formada por un frondoso sotobosque. Una máscara de plata acoplada a un yelmo cubría el rostro de Caleb. La máscara no tenía orificio alguno, solo un grabado que representaba un rostro solemne, debajo del cual se encontraba el suyo, vendado. De la cabeza a los pies, pasando por las manos, tenía todo el cuerpo envuelto en cintas de tela que habían bañado en agua bendita antes de colocárselas. Un capote verde oscuro le protegía del frío. Del tahalí que llevaba cruzado en la espalda le colgaba una espada ancha, demasiado ancha, de dos varas de longitud. Tenía restos de sangre seca. Esa espada acompañaba a Caleb desde el día en el que le nombraron caballero y guardián de Valor.

Hacía semanas que vagaba, invidente y sin otro rumbo que no fuera su instinto.

Tras salir de Valor, los primeros días se había sentido desorientado, hasta el punto que le invadieron las ganas de acabar con su sufrimiento por su propia mano.

No lo hizo. Con el paso de los días fue desarrollando sus sentidos: el oído, la inclinación del cuerpo, el aire sobre su piel, los rebotes de cualquier crujido que sus pies produjeran en su camino sobre las superficies de las cortezas, o en las rocas, o en el suelo, hasta sentirse lo suficientemente capaz como para continuar el viaje.

También se respaldó en una robusta rama, que usaba como guía, con la que evitaba tropezar o caer. Ahora la única traba a la que se enfrentaba era la soledad, por eso prefería ir por terrenos accidentados para poner toda la atención en su entorno.

El rumor de la naturaleza le acompañaba hasta que percibió un suave susurro. Caleb se echó el capote hacia la parte de atrás del hombro derecho y dispuso el mango de su espada de una forma cómoda, por si pudiera necesitarla. Caminó hacia el rumor, que pasó a tomar forma y ritmo. Era el canto armónico de una mujer, sin palabras. Usaba la fuerza de su voz para crear una dulce y triste melodía, como clamando con alguna plegaria.

Caleb llegó a un claro.

Allí había un campamento con varias tiendas de lonas grisáceas, sucias y mugrientas. Tenían varias mesas con armas y herramientas manchadas de sangre y con restos de carne.

Los malditos custodiaban aquel campamento, patrullando los alrededores con sus pasos torpes y sosegados.

Caleb los sintió, escuchaba sus pasos y olía el hedor a putrefacción que desprendían. Se acercó por detrás de un maldito.

El hombre estaba desnudo, no era más que músculos adheridos a los huesos, como si le hubieran arrancado la piel. Alzaba una antorcha que crepitaba con el fuego y blandía una espada corta mellada con la otra mano.

Lento y sigiloso, Caleb empuñaba el espadón con ambas manos. La espada siseó en el aire hasta que chocó con el maldito y sus huesos crujieron; le rompió el espinazo y cayó inerte al suelo. El ruido llamó la atención de otro maldito que corrió veloz en dirección a Caleb.

Caleb no podía verlo, pero estaba seguro de su aspecto. Los ojos le centelleaban rojos como el fuego.

Caleb, sereno, permaneció inmóvil hasta que el maldito se posicionó delante y lo recibió con un tajo directo en el pecho. Tras abatir al segundo maldito, Caleb tomó aire y auscultó los alrededores con sus afilados sentidos.

Parecía todo tranquilo. Solo se escuchaba el canto y provenía de muy cerca. Allí mismo, en mitad del campamento, estaba la chica.

Ella se recostaba sobre una gran tela púrpura que cubría el suelo. En el centro había clavada una estaca desde donde salían unas cadenas con grilletes que atrapaban las muñecas de la chica. Cesó su canto y miró a Caleb, pero él no podía verla.

La joven contrastaba con aquel entorno horrible, su piel era clara y su tez hermosa, sus ojos negros eran penetrantes y tenía una luna creciente tatuada en la frente. Su pelo negro, largo y liso le llegaba hasta la cintura y vestía un precioso vestido añil con encajes de flores en los bordes, aunque con la parte baja de la falda hecha jirones. Estaba descalza.

Caleb se acercó con prudencia, ella se levantó y le sonrió.

—Gracias por venir a salvarme, penitente. —Su voz era dulce y sonreía—. Me llamo Lilia, hija de la Luna.

Caleb se arrodilló ante ella.

—No, por favor —Lilia abrazó a Caleb—. No me veneres como a uno de tus clérigos. Mi melodía clamaba a la luz de la luna, que me abandonó esta noche, y debió de llamar tu atención.

Lilia comenzó a llorar.

—Te arrancaron los ojos y cortaron tu lengua, ¿verdad? No puedo ayudarte. Vete de aquí y busca un lugar tranquilo para pasar el resto de tus días. Vete, largo.

Caleb no movió ni un músculo como respuesta. La joven se levantó y el viento meció su cabello.

—Aún así, si es tu deseo, te mostraré el camino hasta el templo de Medianoche. Pero mi consejo es que te marches.

Caleb palpó la cadena hasta llegar a la estaca. La rompió de un golpe y agarró la cadena para que Lilia lo guiara.

 

 

El monje loco    

 

Con la llegada de los primeros rayos del sol, en el lugar donde a la noche se hallaba cautiva Lilia, se encontraba un monje. Levaba una túnica naranja muy sucia, desgastada y con las mangas llenas de sangre; en el pecho se distinguía la insignia del puño alzado, un emblema de una antigua religión olvidada con el paso del tiempo.

Su rostro estaba oculto tras una máscara herrumbrosa llena de perforaciones.

Examinaba el terreno buscando alguna pista de la dirección hacia donde hubiese escapado la chica. En un rato, ya había encontrado un rastro válido.

Luego arrastró los cuerpos de los dos malditos caídos hasta ponerlos juntos. Bramó palabras horribles y llenas de malicia, hasta que las palmas de sus manos irradiaron humo. Tocó con cada mano a cada uno de los malditos y éstos sufrieron fuertes espasmos. Los ojos de los malditos se encendieron incandescentes, como llenos de rabia.

Las heridas se regeneraban y los huesos rotos se soldaban.

Se pusieron en pie de nuevo frente al monje. El monje tomó rumbo a la espesura del bosque, los malditos le acompañaban por detrás.

 

 

Parada en el camino    

 

En la parte baja de la hondonada se escuchaba el relajante fluir del agua. Los pinzones revoloteaban y cantaban alegres. Aquel lugar era un pequeño paraíso.

Lilia refrescaba sus pies sumergidos en el arroyo. Sentada en una roca junto a Caleb, Lilia lo abrazaba con mucho cariño y ternura, como cada vez que descansaban. Comprendía la congoja que sufría Caleb e intentaba calmar su dolor y su silencio con pasión.

—Queda poco para llegar al templo de Medianoche —dijo Lilia con voz queda—. Márchate, abandóname aquí.

Caleb le respondió acariciando sus largos y oscuros cabellos.

La piel blanca de la joven relucía como la luna llena con el golpe de los rayos solares. Ella sonreía, pero en poco tiempo su sonrisa se turbó.

—Lo he notado, te has percatado de que nos persiguen desde hace dos días. Ni si quiera te conté la razón de mi cautiverio. El monje loco me usaba de cebo, busca gente como tú. Para él todo esto es un juego. Nos observa. No, te observa a ti. Espera la ocasión para atacar. Venera a dioses antiguos y perversos, maestros de la muerte. La maldición es un juguete en sus manos.

Lilia se quedó en silencio, y esperó a que Caleb se levantara para continuar el viaje.

 

 

El viejo castillo    

 

Era una noche tormentosa, el cielo cerrado se hallaba teñido de púrpura. Lloviznaba, con la compañía de una molesta brisa. Los truenos anunciaban que la intensidad de la lluvia aumentaría en breve.

Lilia dirigía a Caleb agarrándole la mano. Cruzaban un puente colosal que atravesaba el cañón; la pasarela medía unas ocho varas de ancho. No había separación entre los bordes laterales del puente y el abismo.

Lilia avanzaba a paso ligero, casi arrastrando a Caleb.

—Al otro lado hay un castillo abandonado —dijo Lilia—. Nos guareceremos allí hasta que pase la tormenta.

El castillo se asentaba cerca del precipicio, se veía gris con aspecto lúgubre. La mayoría de las almenas estaban derruidas, al igual que la muralla.

Cuando llegaron a la entrada, el arco se mantenía intacto pero no había puerta. Entraron y Lilia guió el camino, perdida entre la oscuridad de las dependencias, todo lleno de escombros, polvo y telarañas. Tras varios relámpagos, el sonido del agua cayendo en tromba retumbó con eco por todo el interior; las goteras, y había muchas en el castillo, comenzaron a derramar agua con más frecuencia hasta que fluyó como un manantial.


Ilustración: Efraín Guillén Morales

Caleb se dejaba llevar por Lilia, pero sus sentidos se hallaban atentos a los alrededores. Sabía que aquel castillo inhóspito podía ser el hogar de criaturas peligrosas e incluso era posible que hubiera malditos deambulando. Por esa razón, Caleb fue el primero en alertar la presencia del intruso.

Lilia se detuvo en seco, soltando un leve gemido. Vislumbraba una figura humanoide frente a ellos, allí donde dominaban las sombras.

Caleb soltó la mano de la chica y avanzó solo hacia el desconocido, uno de los malditos.

El hombre estaba vestido con una cota de malla vieja y sujetaba un garrote con la mano. Cuando se encontraron uno frente al otro, el maldito aulló con fuerza para alertar a los demás. Pero también marcó así su posición.

Caleb asestó un golpe con el mango de su espada, el maldito se desestabilizó y cayó al suelo. Una vez tirado, Caleb lo remató aplastándolo con su espadón y produciendo una fuente de sangre que cubrió las cercanías.

—No sabemos cuántos hay, vámonos de aquí —gritó Lilia.

Caleb no le prestó atención. Ya sentía a los otros malditos que se acercaban.

Aparecieron por direcciones distintas, eran tres y no prestaron ninguna atención a la hija de la Luna. Rodearon a Caleb, que los esperaba con la espada tomada con ambas manos, y rotando sobre si mismo para no perder la guardia en ninguno de los flancos.

Lilia los estudiaba. Uno tenía un yelmo abollado, todos vestían mallas desgarradas y cargaban con porras.

El primer ataque vino por la izquierda. Caleb lo repelió sin esfuerzo, devolviendo un tajo. Desde la derecha recibió un porrazo en el hombro, pero su respuesta la recibió el de atrás. Cortó la cabeza del maldito y con la misma inercia le pegó al tercero y lo derribó.

Caleb se acercó veloz hasta Lilia, cogió su mano y corrieron por las entrañas laberínticas del castillo hasta perderse, entraron en una habitación sin salida. Fuera los relámpagos tronaban.

—¡El monje loco! —dijo Lilia, a la vez que se pegaba de espaldas a la pared.

El monje avanzaba lento, con sumo cuidado, empuñando una maza con cuchillas en el cabezal que formaba una estrella poliédrica.

Caleb lo esperaba sin hacer ningún movimiento, percibía el entorno y dibujaba en su mente el escenario de su alrededor. El sonido del agua fluyendo por todas partes confundía las verdaderas distancias pero también le ofrecía ecos. Lilia, nerviosa, arrastraba los pies desnudos por el piso. El monje, al acercarse, producía un ruido que no era capaz de interpretar.

Caleb escuchó un silbido y, después, un golpe en el muslo izquierdo. Lilia dejó escapar un grito. Caleb palpó y sacó un cuchillo que tenía clavado, lo lanzó lejos. El monje loco corrió salvaje, ayudándose de la sorpresa, y lanzó un golpe lento pero letal. Caleb lo esquivó, rodando en el último instante.

Caleb tomó la iniciativa esta vez. Su oponente era demasiado fuerte y agresivo, estar a la defensiva no sería de ayuda. Lanzó un mandoblazo con mucho ímpetu. El monje loco lo paró con su maza y las armas vibraron. Un segundo golpe dirigido a la cabeza fue esquivado. Caleb, sorprendido, recibió un mazazo en el costado izquierdo. Las costillas crujieron al fracturarse; las aletas de la maza se hendieron en la carne y brotó una salpicadura de sangre junto con un ronco rugido de dolor.

Caleb perdió el control. Lanzaba espadazos al aire sin ningún tipo de cuidado, emitía unos gritos gorgoteantes. Dejaba muchas aberturas y el monje aprovechó el descontrol de Caleb para acertar de lleno en el brazo derecho, cerca del codo. La espada voló lejos pero a Caleb no le importó.

La furia y el dolor le anulaban la razón, quitándole el control, y le cegaban más que su falta de visión.

Sin arma, continuó con los iracundos ataques. Se abalanzaba tratando de golpear con los puños, el brazo derecho le colgaba inmóvil; parecía que no le importaba.

El monje se detuvo ante él, sereno, convencido de su supremacía. Realizó un golpe directo en la máscara de plata y Caleb cayó a los pies del monje, aturdido y realizando torpes movimientos con sus extremidades.

El monje usó el pie para colocarlo boca arriba mientras estudiaba donde dar el golpe de gracia. Pero no tuvo tiempo para decidir donde pegar.

Lilia, con la destreza de un lince, se colocó tras el monje, pegada a su ancha y sudorosa espalda, apretó el pecho hacia él, fuerte, dando un fuerte abrazo. La mano aferraba el cuchillo afilado que el monje le había lanzado antes a Caleb, y con él cortaba la garganta como si fuera mantequilla. Las blancas y delicadas manos de la hija de la Luna se cubrían de sangre de un rojo muy oscuro, demasiado. Los dulces ojos de Lilia brillaban ausentes de sentimiento alguno, su semblante era despiadado.

Al caer sobre el suelo, la maza retumbó en el ambiente. Con delicadeza, Lilia dejó escurrirse el cuerpo de su víctima para que descansara en el suelo. Cuando terminó, corrió hasta Caleb. De la máscara abollada fluía sangre por la parte inferior. Las vendas se desprendían del cuerpo por el maltrato recibido.

El contacto entre Lilia y Caleb turbó de nuevo al guerrero. Agarró a Lilia, postrándola entre él y el suelo. La agarró del cuello con la única mano que podía y la aplastó, atrapándola con su peso. Ella le respondió con un tierno abrazo y unos sollozos que escapaban de su garganta estrangulada.

Caleb se detuvo y se echó hacia un lado, mientras dejaba libre a Lilia.

—Ya pasó todo.

Caleb respiraba con ansiedad.

—No te muevas, relájate. Estás malherido.

Lilia retiraba toda venda que podía, y rasgó parte de la falda de su vestido, dejando su muslo derecho a la vista. El cuerpo de Caleb estaba consumido, apenas sin piel. Era todo músculos y huesos.

Lilia se ayudó de las vendas y telas para apretar los huesos fracturados y cerrar hemorragias.

—Queda poco tiempo. Perdiste el sentido. Ese monje loco es un experto en eso. Controla a los malditos para sus propios intereses, pero eso se acabó, estamos cerca del templo de Medianoche. Te avisé que me abandonaras y huyeras lejos. Creías en la voluntad de tus dioses, pero ellos te han abandonado. Ahora eres mío, te llevaré al templo y probaras el elixir de la Luna. La única cura para la maldición, aunque más que una cura es mi tormento.

La hija de la Luna sonreía a pesar de que sus ojos lloraban.

—Ahora descansa, pronto retomaremos el camino. No, deja de zarandear la mano, sé lo que buscas. Ya no volverás a necesitar tu espada. Yo cuido de ti ahora. Te has preocupado lo suficiente por mí sin que yo lo merezca. Y es mi turno para ayudarte, ayudarte a que tu mente no se turbe como la de un monstruo.

Entre las ruinas de aquel castillo, entre tinieblas, solo con la tormenta como testigo, Lilia veló a Caleb mientras él dormía.

 

El templo de Medianoche    

 

Cruzaban el lago hacia el islote del centro. El lago se hallaba en el corazón de un bosque olvidado. Las aguas estaban rodeadas de una arboleda de hayas, con las cortezas lisas de color gris ceniciento y las raíces cubiertas de musgo, que encerraba el templo de Medianoche. Caleb agarraba el brazo a su guía, Lilia. Apenas aguantaba el dolor para alcanzar su objetivo.

El lago reflejaba el verde de los alrededores y relucía con los rayos del sol. Existía un camino secreto, donde solo cubría un palmo un camino natural de piedra que solo las hijas de la Luna conocían para llegar al centro.

En el islote había una loma, y encima un viejo edificio, que en la lejanía daba la impresión de ser rocas y en parte sí lo eran: el templo de Medianoche era el interior de una gran roca labrada. Dentro todo estaba oscuro. Se distinguía un altar por la parte del centro; cerca había algunas columnas que aguantaban el peso del techo. Una de las columnas faltaba, derruida por el paso del tiempo.

—Descansa aquí —le dijo Lilia a Caleb ayudándole a tumbarse sobre el altar. Después abrió unos cajones de piedra por un lado. Encendió cinco velas blancas y las situó alrededor de Caleb. La luz descubrió un pentagrama grabado en la piedra.

—Aquí nacemos las hijas de la Luna. No en sentido literal, solo pasamos por lo que te voy a hacer. Aunque solo probarás el resultado de lo que me hicieron a mí.

Cogió del cajón un puñal de plata, con la hoja curva como la luna creciente, y se cortó la yema del dedo índice. Luego, con el dedo, coloreó con sangre las líneas del pentagrama. La sangre era negra.

—Tu pueblo está equivocado, os engañan para no perder la esperanza. Vuestras ciudades, tan herméticas, no os protegen de la maldición. Solo retrasa lo inevitable. Los humanos corrompieron el mundo con su ansia de poder, nada ni nadie pudo contener los horrores que creó la ciencia. Ahora llaman a la ciencia brujería, os imponen normas divinas y os obligan a tener fe ciega en creencias obsoletas. La maldición es una respuesta natural por jugar a ser los dioses de este mundo.

Quitó con cuidado la máscara abollada que cubría el rostro de Caleb y limpió los restos de sangre seca. El hueco de los ojos estaba cubierto con cera y dentro de la boca solo quedaba un muñón de la lengua.

Lilia besó aquellos labios con delicadeza y pasión. Tenía los ojos húmedos.

—Yo también estoy maldita, pero mi cuerpo no se contaminó por causas naturales. Desde niña me atiborraron con venenos y mejunjes. No solo a mí, éramos muchas huérfanas. Muchas murieron en el proceso; a las restantes nos nombraron las hijas de la Luna. Quedamos malditas aunque con pequeños matices. Por ejemplo, aparento una joven muchacha de alrededor de veinte años, cuando tengo más de doscientos. No se me atrofian los órganos ni me embarga la locura, ni tampoco se me iluminan los ojos de ese rojo tan intenso como el fuego y no me atacan los otros malditos; para ellos soy una más. Así las hijas de la Luna no corremos tanto peligro en el exterior. Sí, también somos estériles, como el resto de los malditos. Con la posibilidad de tener una familia hubiera sido feliz.

Se remangó la mano izquierda, dejando visible el antebrazo. Tenía infinidad de cicatrices. Cortó con el puñal con cuidado y la sangre fluyó pausada, negra como su pelo. Puso la mano en la boca de Caleb.

—Bebe, es mi sangre. La panacea que buscaban con tanto fervor. Fue un fracaso, no sirvió para nada, no curaba la maldición de nadie.

Paró de alimentar a Caleb y se vendó la herida.

—La piel se nos aclaró, blanca como la luz que emana la luna llena. Nos encerraron en la mazmorra más profunda a la espera de quemarnos colectivamente, como si fuésemos ratas. Más tarde, antes de la purga, alguien pensó que podríamos ser de utilidad y nos expulsaron de la ciudad.

»Nos mandan a los malditos para que les demos nuestra panacea o para que mueran en la búsqueda de su salvación, para no perder nunca la esperanza. Mi sangre no cura a nadie. Cuando la maldición nos toma expulsa poco a poco nuestro ser, y lo cambia por unos primitivos instintos salvajes. ¿Recuerdas a aquel monje? Era capaz de manipular a los malditos, hacerlos sus títeres y devolverles la vida. Otro experimento fallido de los sacerdotes.

Caleb seguía tumbado en el altar escuchando la voz de Lilia, como si cantara una tierna nana, mientras luchaba por no dormirse.

—Mi sangre es veneno. —Las lágrimas fluían por las blancas mejillas—. Convierte los cuerpos en caparazones vacíos, sin alma. He probado con mi sangre y la de otras hijas de la Luna; no sirve de nada entre nosotras. Mi único aliciente es evitar el sufrimiento de otros, salvar a aquel que me lo pida. Que no lo consuma el horror de la maldición.

Caleb estaba inconsciente. Lilia juntó las palmas de sus manos y cantó sin palabras como cuando se encontraron por primera vez. Las lenguas flamígeras de las velas bailaban al compás de la melodía. El alma de Caleb abandonó el cuerpo. Terminó el canto.

La hija de la Luna respiraba tensa: siempre le pasaba cuando finalizaba ese ritual. Alzó la mano temblorosa, agarrando con fuerza el puñal. Con lágrimas aún en sus ojos, perdió toda su belleza. Tenía la cara desencajada. No podía contenerse, era la hora de alimentarse. Hacía demasiado desde la última vez.

Cortó el cuello y chupó salvajemente la sangre fresca.

 

 


Daniel Arrebola, español nacido en Sevilla en 1985. Informático y estudiante de matemáticas.
Amante de las historias de fantasía y ciencia ficción desde que era muy pequeño. Elaborando su primera novela que espera que ser la primera de muchas. Toma como referencia a uno de sus autores favoritos, el escritor polaco Andrzej Sapkowski, el cual describe una visión sucia, burlona y traicionera de los cuentos de fantasía.


Este cuento se vincula temáticamente con DEMONIO BLANCO, de Juan Manuel Valitutti, CUENTAN LOS SOLDADOS…, de Yoss y CONVERSACIONES CON UN CABALLO MECÁNICO, de Floris M. Kleijne.


Axxón 266

Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Fantasía : Seres extraños : España : Español).

Una Respuesta a “«Malditos», Daniel Arrebola Borja”
  1. Pablo Vigliano dice:

    Fantástico cuento e ilustración. Me gustó mucho.

  2.  
Deja una Respuesta