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Cuando estaba viva yo decía que no me importaba lo que pasara con mi cuerpo cuando muriera. Era mentira, por supuesto. La verdad es que me importaba; si no, no hubiera sido donante de órganos. Es más, no sólo doné mis órganos para trasplantes sino todo mi cuerpo para la investigación científica. Sí, cualquiera puede hacerlo esto de donar el cuerpo para la investigación científica no es algo para nada extraño ni esnob. Simplemente es que dejás constancia de que querés que lo que no se use para trasplante vaya a algún laboratorio para hacer pruebas en tejidos o, lo más probable, que te manden a la facultad de Medicina para que un estudiante tenga un pedazo de fiambre para diseccionar. Nada glamoroso. Es que, justamente, eso era lo que en realidad quería decir cuando decía que no me importaba lo que pasara con mi cuerpo cuando yo muriera: que yo no tenía ningún apego a ese montón de carne, huesos y nervios que quedaba, que por mí podían usarlo para lo que se les antojara (incluso para alimento de algún bicho, si eso fuera posible), que yo ya no lo necesitaba (principalmente porque ya no iba a haber un “yo” que necesitara algo, cuando uno se muere, se muere y sanseacabó), que si mi cuerpo podía ser de alguna utilidad para alguien, pues adelante, se los regalo.

Lo que yo quería decir cuando decía que no me importaba lo que pasara con mi cuerpo cuando yo muriera, básicamente, es que no quería resultar una carga para la gente querida que quedara viva luego de que yo dejara de existir. No veía razón para condenarlos a que todos los meses los vampiros del cementerio los desangraran ni someterlos a la disyuntiva de qué carajo hacer con mis cenizas. Nada de eso. Carolina se murió, ya no está más acá; que la basura que dejó sirva para algo y a otra cosa mariposa.

Como sea, me morí antes de tener suficiente gente querida que tuviera que hacerse cargo de mi cadáver. Mis viejos pensaban lo mismo que yo, no tenía pareja ni mucho menos hijos (y de haberlos tenido me hubiera esforzado para que pensaran lo mismo que yo), los amigos y los primos no suelen ocuparse del asunto… Eso, nada, que me morí y mi cadáver entró al circuito de reciclado —digo, al de trasplantes— tal como estaba planeado.

Bueno, no “tal como estaba planeado”, porque si no no habría historia, la que estoy por contar acá. Que no sé si es una gran historia, pero es mía y tengo ganas de contarla.

Ampliación

Ilustración: Fraga

Y para contarla tengo que presentarles a Aurora Figueroa Vázquez. Bah, como si necesitara presentación. Bueno, sí, sí, tal vez la necesite. Quizá casi todo el mundo habrá visto alguna vez una foto de su cuerpo deforme y paralítico repatingado en una silla de rueda de alta tecnología y, mal que mal, sabe que se trata de la persona considerada la mente más brillante de la actualidad, porque las redes sociales y la pedorra tendencia humana a interesarnos por esas “historias de vida” edificantes, sensibleras y melosas se han encargado de que Aurora Figueroa Vázquez sea un icono, un símbolo de algo que vaya uno a saber qué es. Pero, obviamente, pocos saben el nombre de la enfermedad que la llevó a ese estado (esclerosis lateral amiotrófica; pueden googlearla si quieren), muchos menos conocen los libros que Aurora escribió (El Universo, la Vida y Todo lo Demás, El sinsentido del Ser y No, no fue Dios, por mencionar sólo los más famosos) y apenas una pequeña fracción de esos muchos menos que nadie podría decir cuáles fueron los aportes de Aurora Figueroa Vázquez a la ciencia (la Teoría Unificada de la Gran Escala Macrocósmica, así como muchas colaboraciones en diversas áreas de inteligencia artificial, biología, química y física, gracias).

Como sea, el paulatino e inexorable deterioro del cuerpo de Aurora hacía cada día más inminente la llegada de la muerte, cosa que mucha gracia no le hacía, ya que su cerebro estaba funcionando a la perfección y con muchísimo aún para darle a un mundo que jamás había reconocido del todo los invaluables aportes que había hecho al bienestar de toda esa caterva de ignorantes que puebla este plane…

Perdón, a veces me dejo llevar. Todavía no controlo esta situación del todo bien. Pero no nos adelantemos en la historia.

Como dije, Aurora era un cerebro con un cuerpo que no funcionaba y yo un cuerpo con un cerebro que no funcionaba. Aparte, yo había donado mi cuerpo a la ciencia y la Ciencia era, por decirlo de algún modo, Aurora Figueroa Vázquez.

Es decir, éramos una para la otra.

Si ésta fuera una historia de ciencia ficción barata, lo que hubiera pasado es que alguien habría abierto ambos cráneos, intercambiado los cerebros y listo el pollo. Lamentablemente, en la realidad las cosas no funcionan así. Reconectar todas las conexiones entre un cerebro y un cuerpo es una tarea cercana a lo imposible y existe, por supuesto, el problema de que el cuerpo rechace al cerebro (o, más correctamente, que el cerebro rechace al cuerpo).

No es que la solución de Aurora Figueroa Vázquez fuese menos “de científico loco”, pero al menos era viable. Es viable, porque funcionó con mi cuerpo.

Me ahorro los detalles técnicos porque, de cualquier modo, la mayoría de los lectores son lo suficientemente ignorantes como para no entender las sutilezas científicas del hecho. Digamos que se inyectaron en mi cuerpo muerto millones de nanos que se hicieron cargo de cada músculo, cada nervio de mi cuerpo. Incluso de mi cerebro irreversiblemente muerto se hicieron cargo. Por otra parte, otro set de nanos había hecho lo propio con Aurora Figueroa Vázquez, pero estaban concentrados sólo en su cerebro. Los nanos de Figueroa Vázquez capturaban los impulsos eléctricos de su cerebro, se comunicaban, vía Bluetooth y gracias a un aparato amplificador externo adosado a la silla de ruedas, con los de mi cuerpo y así Aurora podía moverme, como si fuera una marioneta. Los nanos de mi cuerpo, además, se ocupaban de mantener funcionando a todos mis órganos, como si estuvieran vivos de nuevo.Éste era un proyecto en el que Figueroa Vázquez venía trabajando en secreto desde hace años y ella ya se había entrenado con algunos monos y un par de humanos. Conmigo se instalaba la versión definitiva de la tecnología, la que no tenía errores. La que, eventualmente, iría reciclando mis neuronas muertas, reconvirtiéndolas en réplicas exactas de las de Aurora, excepto por los defectos genéticos que la dejaron en su patética condición.

Con mi cuerpo Aurora no sólo se movía sino que veía, sentía, hablaba, comía, controlaba mis esfínteres, todo. Mi cuerpo ahora era el cuerpo de Aurora. Y el viejo cuerpo de Aurora seguía siendo de ella, por supuesto. Todo el proyecto se basaba en que ella fuera una mujer de dos cuerpos, hasta que la replicación de su cerebro en el mío estuviera completa.

Todo esto lo sé por Aurora, no porque me lo haya dicho (¡Yo estaba muerta! ¡Ningún científico que se respete hablaría con los muertos!), sino por esta especie de cibertelepatía implícita en la tecnología que le permitía a ella controlar a mi cuerpo.

Como se trataba de un experimento que iba en contra de casi todos los protocolos de ética científica, todo se hizo en secreto y en una zona muy gris entre lo legal y lo ilegal. Digamos, en los papeles mi cuerpo había sido desguazado en sus órganos funcionales, que fueron a parar a personas que los estaban esperando y el resto, tal como había sido mi deseo, estaba a merced de los estudiantes de anatomía y sus torpes bisturíes.

La idea de Aurora Figueroa Vázquez era dominar el manejo de mi cuerpo y probarlo hasta que estuviera listo y no hubiese el mínimo atisbo de dudas de que el experimento había sido un éxito, y entonces hacerlo público, para asombro y envidia de toda la comunidad científica y el mundo lego.

Al principio el uso de mi cuerpo se limitó al laboratorio y sus inmediaciones; después, el radio de acción se fue ampliando más y más, hasta que un día —aproximadamente un año después— empezamos… disculpen que use la primera persona del plural, es por una cuestión de comodidad nada más; técnicamente, la que “empezó” era Aurora, con sus dos cuerpos, porque yo —repito por enésima vez— estaba muerta y no existía más. Pero, por comodidad, ocasionalmente voy a referirme al cuerpo que era mío como “yo”, para no hacer más densa a la historia.

¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, decía que más o menos un año después del “transplante” empezamos a salir a la calle y a hacer una vida “normal”. Ella en su silla de ruedas, deforme, inmóvil y desparramada, y yo detrás, empujando y llevándola de aquí para allá. “Mi enfermera zombi” me llamaba Aurora.

En una de estas salidas fuimos a una fiesta de una universidad y, mientras el cuerpo original de Figueroa Vázquez se quedaba en un apartado VIP, recibiendo halagos y chupadas de medias de académicos de prestigio, el cuerpo que había sido mío se movía entre la multitud sudorosa que bailaba y festejaba, para distraer a Aurora de la caterva de zalameros que la rodeaban. Lo que pasó la sorprendió, y mucho. Lo sé porque ella “me lo dijo”.

Aurora Figueroa Vázquez era una mujer mayor; yo era una mujer joven. Su cuerpo original era horrible y desagradable, aun cuando la enfermedad no había hecho estragos. El cuerpo que era mío no estaba nada mal, si me perdonan la falta de modestia. Y lo que pasó fue algo muy normal, pero que a Figueroa Vázquez la agarró de sorpresa: un tipo quiso levantarme. O levantarla, porque yo, insisto, ya no existía más. Estaba muerta desde hacía demasiado tiempo; no more Carolina, ¿entendido?

Y Figueroa Vázquez, como siempre había sido fea y una nerd con cero habilidades sociales, no supo qué hacer. Excepto salir corriendo y esconderse en un baño. Luego se calmó, reunió sus dos cuerpos y se fue de la fiesta.

Pero se quedó pensando. El tener ahora mi cuerpo le abría una posibilidad que hasta ahora jamás había tenido: ser una mujer normal, con una vida sexual normal.

Claro, como suele suceder en estos casos, de un extremo se pasó al otro. Al demonio fueron a parar los sueños de revelar la revolucionaria intervención que le había dado un nuevo cuerpo y, quizá, la vida eterna, de humillar a sus rivales científicos y ganar un nuevo Nobel. Figueroa Vázquez se obsesionó con todo lo que tuviera que ver con la seducción, al principio, y con el sexo desenfrenado, al final.

No es que me importara lo que hiciera con mi cuerpo (como dije, yo estaba muerta y me daba exactamente lo mismo), pero ¡las cosas que hizo! ¡Qué no hizo! El Kama sutra y todas las novelas del Marqués de Sade son breves folletos que dan algunas ideas superficiales, comparado con las cosas que hizo Aurora Figueroa Vázquez.

Y es en uno de esos desenfrenados encuentros sexuales en el que yo, la cosa que siempre llamé “yo”, entra nuevamente en la historia. No sé por qué. No se trataba de uno de los encuentros más espectaculares, salvajes u osados; no había nada que uno pudiera decir “¡Ah!, claro, ése fue el disparador”. Pero lo concreto es que de repente “aparecí” otra vez en este mundo. Y me encontré con que tenía una enorme pija en la boca y otra aún más enorme entrando por mi culo.

Lo de “aparecí” es una forma de decir. En realidad, todo fue un continuo. En un instante yo estaba muriéndome, dando mi última e inútil bocanada de aire, y al instante siguiente estaba peteando a un patovica lustroso mientras alguien me culeaba. En el medio, nada, porque, bueno, ¡porque en el medio no estuve! ¡Estaba muerta!

Y ni siquiera puede decirse que yo estaba nuevamente. No controlaba el cuerpo, para empezar. Y sentía que había otra consciencia (u otra alma, si una creyese en la existencia de las almas, lo que no era mi caso, ni el de Aurora Figueroa Vázquez) ocupando casi todo el “espacio” que las conciencias o las “almas” ocupan en un cuerpo. Por poner una analogía pedorrísima, yo era una manchita verde en una superficie totalmente roja.

Y esta manchita verde en un mar rojo decidió no llamar la atención hasta no saber bien qué pasaba. Porque lo único que yo sabía en ese momento era la obviedad de que estaba muriéndome en un instante y siendo embrochetada por dos chongos en el siguiente.

Muy pronto, un poco después de que los tipos ya no tenían más semen para eyacular en mí (al menos, por el momento y por el dinero que habían recibido como pago), me di cuenta de que podía saber lo que Aurora pensaba. O, al menos, parte de lo que Aurora pensaba. Al parecer, la conexión necesaria para mover mi cuerpo tenía como ruido de fondo otros procesos mentales que sucedían en su cerebro. Y este ruido de fondo se incrementaba más cuando Aurora dormía. Así fui aprendiendo, lentamente, todo sobre Aurora Figueroa Vázquez, la esclerosis lateral amiotrófica, los nanos, lo que había pasado con mi cuerpo después de muerta, la fiesta en la universidad, los cada vez más desenfrenados polvos, todo.

Por un tiempo contemplé la posibilidad de que yo no fuera estrictamente yo, Carolina Espinoza, sino de que Aurora Figueroa Vázquez hubiera desarrollado un Trastorno de Identidad Disociativo… personalidad múltiple, bah… y que yo fuera una personalidad que su mente enferma había creado, inspirada en lo que Figueroa Vázquez se imaginaba que había sido la original poseedora de este cuerpo. O que yo era una conciencia sintética, creada por los nanos del cerebro. De hecho, aún no he descartado del todo estas posibilidades, sólo que ahora me parece irrelevante determinar si yo soy la Carolina Espinoza original o si soy otra personalidad que cree ser la Carolina Espinoza original. Yo soy yo, y punto.

Una noche logré mover una mano. Aurora dormía y la intensidad de su presencia en el cuerpo era mínima; sólo el omnipresente ruido de fondo con el que aprendía todo lo que ella sabía. Podría haber sido un movimiento involuntario de ella y no mío, pero no lo fue; sé que fui yo, porque yo tuve la intención de mover la mano y la mano se movió tal como yo había pensado. Evidentemente, mi conciencia había logrado controlar los nanos de la misma manera en que la de Aurora lo hacía, sólo que sin necesidad del amplificador de señal. Intenté nuevamente con el pie izquierdo y de nuevo funcionó.

Esa noche no quise intentar ningún movimiento más. Si había algo que yo no quería era que Aurora tomase conciencia de que había un polizón en su segundo cuerpo e hiciese algo para eliminarlo.

Las siguientes semanas sutilmente seguí aprendiendo a dominar los movimientos mientras Aurora dormía o en breves instantes durante la vigilia, en los que mis experimentos podían disimularse como afortunados reflejos que la salvaban de que su segundo cuerpo (mi único cuerpo) pisara accidentalmente una baldosa floja o un sorete de perro.

Estos ejercicios eran sólo eso, ejercicios para comprobar que yo no era únicamente una pasajera pasiva de la marioneta de carne que manejaba Figueroa Vázquez que podía hacerme cargo, si la ocasión lo ameritaba. Una pretensión demasiado ambiciosa en ese momento, ya que yo sabía que estaba muerta y que, si no fuese por el control de Figueroa Vázquez y sus nanos, yo no era otra cosa que un cadáver ambulante que ya no iba a ambular más, una zombi sin combustible, un cacho de carne con patas.

Pero no tenía otra cosa que hacer, especialmente cuando la mina me usaba para garchar con cuanto ser vivo y dispuesto se le cruzaba por el camino. No es que ideológicamente me molestara, yo nunca fui una puritana y, si Figueroa Vázquez usaba mi cuerpo para ser feliz, adelante. Pero no hay nada más aburrido que un acto sexual cuando uno no está ni interesado ni es un protagonista activo del asunto. Imagínense; lo que yo “veía” era una porno filmada con una cámara subjetiva y temblorosa que no siempre apuntaba hacia donde sucedía la acción, a la que se sumaban sensaciones táctiles, sonoras y aromáticas no siempre agradables. Así que normalmente me aburría mientras Aurora se divertía y, por eso, aprovechaba que la conciencia suele estar con la guardia baja en estos momentos para hacer movimientos más osados. Digo, en el fragor de la “lucha” nadie se sorprende porque de repente la boca mordisquea la oreja del otro o un dedo se mete “solo” en el ojete más próximo o interesante. Incluso más de una vez me animé a lanzar jadeos o exclamaciones indefinidas de placer.

Los jodidos eran los orgasmos; al menos al principio, cuando me noqueaban por un buen momento y casi me llevaban de vuelta a la muerte (a la muerte en sentido tradicional, ustedes me entienden). Después siguieron siendo terribles, pero terribles en el nivel de terribilidad que tienen los terremotos para un habitante de un país malparado en la juntura de dos placas tectónicas. Una cagada, pero al menos una cagada a la que se está acostumbrado.

Y, siguiendo con las metáforas, fue al finalizar uno de estos sacudones cuando me encontré cara a cara con eso que Aurora llamaba “yo” (y yo llamaba “Aurora Figueroa Vázquez” o, más brevemente, “Aurora” o “ella”). No tuve la oportunidad de huir o de replegarme, como normalmente hacía. Aurora me había visto y lo primero que se le ocurrió fue destruirme. Afortunadamente, en el plano físico el nudo de cuerpos garchando le impidió levantarse con suficiente rapidez para arrojarme por la ventana o estrellar mi cabeza contra la pared, como era su intención. Y en el plano mental yo llevaba la ventaja de conocer el terreno mejor que ella. No puedo explicar lo que hice porque no existen palabras para describirlo, y mucho de lo que hice fue instintivo, pero no me fue muy difícil esquivar sus ataques y dejar a su conciencia inconsciente en un coma liviano.

Vestí a mi cuerpo, salí de la orgía y fui a buscar al cuerpo exánime de Aurora Figueroa Vázquez en la habitación contigua (donde siempre estaba mientras usaba mi cuerpo para coger, porque no había caso; ella podía encontrar gente dispuesta a hacer toda clase de perversiones, pero no conseguía a ninguna que pensase que tener a una parapléjica babosa como mirona fuera algo erótico). La cercanía con el amplificador me permitía operar más eficientemente. Tampoco puedo decir exactamente lo que hice, por carencias del lenguaje, pero una buena analogía es decir que le inoculé el virus “Carolina” a su conciencia, o personalidad, o alma, y este virus, como buen virus, luego usó a su anfitrión para hacer copias de sí mismo. O tal vez una mejor analogía sea la de una célula cancerosa que comienza a dividirse desenfrenadamente hasta hacer metástasis. O algo por el estilo. Las analogías y las metáforas siempre son un pálido reflejo de la realidad.

Sea cual fuera la metáfora, muy pronto no quedó casi nada de lo que hacía que ella fuese “ella” y en su lugar estaba lo que yo llamaba “yo”. No es que fuese mi intención; me daba mucha culpa hacerlo, pero no tuve más remedio. Yo podría estar muerta pero, aun así, el instinto de supervivencia seguía funcionando.

Manejar mi cuerpo muerto y el cuerpo en coma y paralítico de Aurora no me era sencillo, por la falta de práctica, pero debo de haberlo hecho bastante bien, porque nadie sospechó nada cuando fui al laboratorio. O, mejor dicho, no sospecharon de la paliducha y callada chica que siempre empujaba la silla de ruedas de Figueroa Vázquez y no siguieron acrecentando las sospechas que tenían de que algo raro le pasaba a la vieja, que desde hacía un tiempo estaba como ida y no tan brillante como antes (y…, del modo en que se obsesionó con el sexo, era lógico; ella no pensaba en otra cosa y venía cometiendo algunos errores que ya estaban generando una bola de rumores). Mi torpeza fue confundida con la decadencia de Figueroa Vázquez que todos estaban notando, pero que tenían miedo de señalarle.

No volvimos a salir del laboratorio y Aurora volvió a ser la Doctora Figueroa Vázquez de antes, salvo que ahora ella era yo. Puse todo mi empeño en acelerar la segunda fase del experimento, la del reciclado del cerebro muerto en mi cuerpo original, usando mis neuronas muertas para hacer copias de las neuronas vivas de Aurora. Salvo que ahora, en realidad, eran las neuronas vivas de Carolina —más todos los conocimientos y la inteligencia de Aurora Figueroa Vázquez, porque tampoco iba a despreciar semejante tesoro— las que estaban copiando.

Yo no fui al funeral de Aurora Figueroa Vázquez. La idea original era revelar todo el experimento en esa ocasión; que la Aurora-en-mi-cuerpo despidiera al cuerpo-sin-Aurora o, mejor dicho, a las cenizas del cuerpo-sin-Aurora, que iban a ser lanzadas al espacio, según su deseo. Pero yo (que era la doctora Aurora Figueroa Vázquez con cuerpo nuevo, aunque más no sea para los pocos colaboradores que sabían todo sobre el proyecto) decidí que era mejor no hacer tal cosa, que el mundo no estaba aún preparado, que habría que esperar, etcétera. Obviamente, no fue eso lo que los convenció, sino la promesa de que podían adjudicarse la autoría de todas las nuevas teorías que yo tuviera de ahora en más. Nunca hay que menospreciar la ambición humana.

Y por eso, porque no hay que menospreciar la ambición humana, para prevenir arrepentimientos y traiciones, ni bien tuve la oportunidad, les fui inyectando los nanos y me los saqué del medio. Una vez que una le agarra la mano al asunto de usurpar cerebros se hace más y más sencillo hacerlo.

Por supuesto que la curiosa racha de muertes accidentales que se llevó a varios de los principales científicos mundiales llamó un poco la atención, pero gracias a la generosa e involuntaria colaboración de los medios sensacionalistas y la caterva de mentalistas, astrólogos y charlatanes de diversa calaña la racha fue rápidamente considerada sólo una extraña casualidad y pasó al olvido. Aparte, ¿quién iba a sospechar de una técnica de laboratorio paliducha y de bajo perfil, si ni la gente que tenía cerca notaba que ella estaba cada día más inteligente?

Pero en seguida me aburrí del ambiente científico y me fui. Ahora vivo en una cabaña en el medio de un bosque, en las afueras de un pequeño pueblito de montaña. Los cerebros de los mochileros no son tan nutritivos pero me ayudan a seguir tirando, hasta que mi cuerpo no aguante más y tenga que salir a buscarme uno nuevo.

Y con el viejo, que los animales del bosque hagan lo que quieran, no me importa lo que pase con él.


© Saurio, 2013


Animal curioso este Saurio. Nació en 1965 en Buenos Aires. Dice estar preocupado por su futura muerte, lo que estimula en él la necesidad de aprovechar el poco tiempo que le queda dedicándose a cuanta arte, ciencia o religión se le cruza en el camino. Dos novelas escritas, El vacío del bostezo y La indiferencia de los peces, dos libros de poemas y uno de humor, Un libro al pedo son el resultado de llenar esos huecos que le deja la vida mientras espera su último suspiro.

Mientras sostiene varios sitios de Internet, entre ellos: La Idea Fija, Cartoneros del espacio y Las armas del reino II. Ocasionalmente sube sus experimentos musicales a ReverbNation.

En 2005 ganó el primer premio del 2° Concurso Internacional de Cuentos para Niños organizado por Imaginaria y EducaRed, y textos e historietas de Saurio aparecieron en numerosas revistas y antologias.

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «NO ME PIDAS UN MILAGRO» EN «FICCIÓN BREVE (2)» (nº 147), LAS FRONTERAS SE HAN HECHO PARA SER CRUZADAS (nº 149), BACH HA MUERTO (nº 151), «¿QUÉ ES EL «SECRETARIADO CUÁNTICO»?» EN «FICCIÓN BREVE (11)» (nº 152), «¿QUÉ ES EL DOLFISMO ORTODOXO?» EN «FICCIÓN BREVE (16)» (nº 155), EL CAMINO DE WEESCOSA (nº 155), «LA PSICOSTASIA ENTRE LOS GRIEGOS» EN «FICCIÓN BREVE (17)» (nº 155), «¿DÓNDE QUEDARON LOS BUENOS MODALES?» EN «FICCIÓN BREVE (19)» (nº 157), «¿QUÉ ES LO QUE ESTÁ CONSTRUYENDO?» EN «FICCIÓN BREVE (19)» (nº 157), «SER DE LUCES» EN «FICCIÓN BREVE (20)» (nº 158), (NO ALIMENTEN A LA) OSTRA (nº 162) (como Inmaculada Rumbau & Saurio), «085 – PULPIFIXIÓN» EN «ESPECIAL AXXÓN 100X100 – PRIMERA SERIE» (nº 168), «NO ES PALABRAS» EN «FICCIÓN BREVE (32)» (nº 171), «46 – PELIGROS DE LOS REFRANES II» EN «CUENTA REGRESIVA» (nº 174), «07 – PELIGROS DE LOS REFRANES I» EN «CUENTA REGRESIVA (II)» (nº 180), «VAMOS AL BOSQUE, NENA» EN «FICCIÓN BREVE (38)» (nº 181), PING BANG (nº 198), LA CADENA DE LA FELICIDAD (nº 203), DESDE ESTAS HERMOSAS PLAYAS TE RECORDAMOS CON CARIÑO Y DESEAMOS QUE ESTUVIESES AQUÍ CON NOSOTROS (nº 206), VUELVO EN SIETE MINUTOS (nº 207), EL FIN, LOS MEDIOS Y LA PROPIEDAD TRANSITIVA (nº 208), ESA MALDITA MARIPOSA (nº 209), A CANILLA REGALADA NO HAY QUE MIRARLE EL CUERITO (nº 210), LOS TIPITOS (nº 269).; en Ensayo: ¿DONDE NADIE HA IDO ANTES? (nº 157), NO ES LO MISMO SER OSCURO QUE ESTAR PINTADO DE NEGRO (nº 159).; en Batiburrillo: ESPECIES EN PELIGRO (nº 156), EDITORIAL (nº 169), EDITORIAL (nº 181), BATIBURRILLO (nº 297).