

«Gaspar en Rosario», Carina Longo
Agregado el 16 junio 2025 por Marcelo Huerta San Martín en 308, Ficciones
Gaspar también flotaba a veces. Flotando conseguía sus mejores ideas y sus mejores chicas. Es decir, los conseguía deambulando dentro de su cabeza. Nada de convertirse en murciélago; eso queda para las películas. Es un mito romántico, igual que lo de los colmillos. El negocio de los vampiros es alimentarse de sangre; la magia y los colmillos los pone la Metro. Gaspar mismo podría confesar que nunca llegó siquiera a saltar muy arriba, mucho menos a flotar en el aire. Los mitos lo irritaban profundamente. Lo hacían parecer todo demasiado fácil, más aún después de trescientos años.
Ahora en el bar, Gaspar se encontraba, pues, flotando de la única manera que conocía. Siguió con la vista el paso de Lucas, que se perdía entre los autos zigzagueantes, admirando las auroras polares hijas del Éxtasis. ¿Por dónde carajo se habría arrastrado esta vez?
Qué lástima no poder llamarlo esa noche horrible de aguacero y hambre. Qué lástima la mesita de café manchada de mayonesa. Qué lástima Ernesto, muerto bajo un colectivo una semana antes (lo de la estaca también es una tontería). Qué lástima Eugenia.
—Linda noche, ¿eh, Joaquín?
—Mpfff —le farfulló el mozo, con un encogimiento de hombros por respuesta.
A Joaquín le faltaban cinco minutos para que don José lo reemplazara, y ese laconismo era raro en tales circunstancias. Normalmente, a esas alturas Gaspar tenía que escapar del bodegón para que Joaquín lo dejara tranquilo. Pero esta noche hasta el mozo parecía tener las pilas mojadas.
—¿Y Anselmito, gordo?
—Bien, Gaspar –le contestó el otro, parco.
Bien. Qué bueno. Anselmito había tenido neumonía y le tocó pasar un mes en cama, enojado porque no podía salir ni para ver a la novia… Gaspar pensó que él había visto nacer a ese chico, como se suele decir. Miró la frente de Joaquín, tan amplia con su pico de viuda. Atrás de las patas de gallo notó pelos grises.
—Traeme una grapa.
Joaquín levantó las cejas y lo miró. En treinta y cinco años, era la primera vez que Gaspar pedía un trago, en lugar de levantarse e ir a buscárselo solo atrás de la barra.
Y después Gaspar hizo otra cosa. Estiró la mano y telegrafió en el vidrio con el dedo índice. Lucas, aún errante bajo la lluvia, giró la cabeza y se acercó arrastrando los pies. Entró en el bar temblando, como un pollo mojado y sucio, pero sonreía y hasta se las había arreglado para tener olor a hierba mojada.
—Qué frío, hermano. Acá está calentito. Me va a dar más hambre.
—Sentate y tomá algo. Yo invito.
—Gracias. ¿Estás muy famélico?
—Sí.
—El gordito aquel se está sacando el delantal. Afuera está oscuro…
—Sentate y tomá la grapa.
—Pero…
—Sentate.
Gaspar se levantó y se trajo de la barra la botella y otra copa. Al pasar junto al mozo, Joaquín le palmeó el hombro.
—Nos vemos, Gaspar.
—Nos vemos. Saludos a Anselmito… a Anselmo.
Gaspar se sentó y Lucas miró a Joaquín salir a la noche. Los confidentes bebieron. Dos grapas al hilo, cada uno.
—¿Y, Lucas? ¿Qué tal la casa nueva?
Lo de la vida eterna no es broma.
—Una bosta, abandonada desde hace daños. Vení a ayudarme a limpiar.
—Por qué no alquilás algo, rata de mierda.
—Dale, vamos a ser roomies.
—Ni en pedo.
—¿Adónde vas? Te vas a cagar de frío.
—Chau, gordo.
—Cuidate, Gaspar.
El departamento no quedaba lejos, pero seguiría viaje hasta el Planetario, a pasar la noche bajo un sudario de agujas de hielo y recuerdos polvorientos. Lucas y el calor del bar eran demasiado esa noche. La petaca hacía menos preguntas.
El carterista mugriento, de ojos agudos, se quitó la campera, la dio vuelta y se la volvió a poner, mientras cruzaba la calle distraído para merodear bajo los eucaliptos del Parque Urquiza. A la distancia se escuchaban los gritos pero el tipo no se dio vuelta para mirar, ocupado en guardar la billetera rosada en el bolsillo del pantalón. Miró a su alrededor para asegurar su territorio, pero no pudo ver a Gaspar; nunca podían. Pasó prácticamente frente a él con pasos elásticos y ágiles, y Gaspar llegó a oler su aliento a alcohol y marihuana y malas intenciones. El ladrón iba hacia el puente que cruzaba la calle, detrás del Observatorio.
Se paró a orinar contra la pared de la pequeña cúpula auxiliar; miró a su alrededor, se bajó el pantalón, silbó bajito. Mientras veía para abajo, para abajo, para abajo. Silbaba. «La Macarena».
Aunque Gaspar vestía de negro, siempre se aseguraba de que no le quedara mojada la ropa, especialmente la remera, porque odiaba la suciedad. Llevaba una toallita húmeda y se limpiaba muy bien la cara y las manos. También llevaba una petaca. No le importaba oler a whisky; el olor a borracho no era importante. Incluso le ayudaba, le era muy útil. Y se sentía mejor a la vuelta; hasta creía que podría dormir.
Con el pico de la botella contra los dientes, Gaspar cerró los ojos. La imagen del último manotazo del tipo, al aire, persistía bajo sus párpados. Con los años, Gaspar había aprendido a calcular muy bien el momento de aquel último manotazo pero nunca se había acostumbrado.
La vida eterna no es broma.
Carina Longo es profesora de Lengua y Literatura en Rosario desde 2007 y, aunque siempre escribió, nunca se atrevió a publicar hasta que decidió comunicarse con Axxón. Sus géneros preferidos son la ciencia ficción y el terror, y nos cuenta que acaba de terminar su primera novela.
Ha publicado en Axxón; en Ficciones: POR AHORA ESTOY BIEN (nº 307).
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