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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de la Categoría “212”

 

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De regreso a casa —Rex tenía cosas que hacer, así que después de constatar que mantenía el equilibrio, no babeaba y veía razonablemente bien, lo acompañé a tomarse un interdepartamental hacia Salinas— le di algunas vueltas al asunto de la historia del Palacio Salvo. No se trataba de determinar si era una mentira (estaba seguro de que lo era) sino de indagar por qué Rex me había contado específicamente esa mentira y luego relacionado con la máquina y la exploración de uno mismo. Quizá quería que yo empezase a escribir, y aquellas historias y teorías debían entenderse como ideas que intentaba suministrarme, asumiendo (equivocadamente, por supuesto) que el problema era falta de imaginación. Bueno, Rex no tenía por qué saber cuáles eran los «verdaderos» motivos: yo no los tenía para nada claros; de hecho, todos mis proyectos de explicar el bloqueo se me aparecían como olas rompiendo sobre la base rocosa del faro altísimo en que se convertía —o debía convertirse— el único hecho incuestionable: que había dejado de escribir al separarme de Agustina. Seguramente toda la presentación tramada por Rex del experimento estaba destinada a ofrecerme el evidente camino de dejar que los alucinógenos invadieran mis neurotransmisores y toda mi mente se entregase al striptease ordenado por la máquina, en plan experiencia terrible que sacude las estructuras, the sleeper must awaken, ese tipo de cosas. Pero, a la vez, la oportunidad de los hechos, la especie de cadena causal o sensación de que todo está extrañamente conectado, como si el momento presente pudiese convertirse en un álbum conceptual o un rompecabezas de gran complejidad cuya resolución iba en camino, por no mencionar además la velocidad con la que todo venía sucediendo, me hacía pensar que, como el Mr. Jones de la Ballad of a thin man de Dylan, algo estaba pasando y yo no tenía la menor idea de qué podía ser. Well, do you, Mr. Stahl? Y lo peor era que sabía muy bien que ese camino de conspiraciones y paranoias iba a terminar por llevarme a dudar de si la historia del Salvo no habría sucedido de verdad. Los recuerdos de Rex, después de todo, nunca fueron de fiar; mezclaba memoria y deseo como los ingredientes de una elegante forma de Martini, shaken, not stirred. Quizá había entrado al Salvo, hecho lo que tenía que hacer y luego, robóticamente, viajado a la oficina de su designer en las viviendas de enfrente al Cementerio del Buceo, donde, en virtud de algún flashback o caída del trance, recuperaría la conciencia y rellenaría con su imaginación involuntaria (¿compulsiva?) el tiempo perdido. El deseo de dar una explicación a todo —en lo que Rex se diferenciaba de Jon, cuyo anhelo era creerle a Rex— lo habría llevado a unir su experiencia reciente con la máquina a las alucinaciones de aquella tarde en el Salvo y el Buceo. Podía ser: es decir, Rex no mentía, no ficcionaba, estaba convencido de decir la verdad.

De todas formas, ese tipo de pesquisas detectivescas, así como el género del que se desprenden, siempre termina por aburrirme, más allá de que está claro que el único lugar en el que existe la verdad es en la novela policial. Ergo, la verdad me aburre. Un mundo de ficciones es más divertido y, creo, lo más parecido al mundo que nos rodea, sea cual sea.

Estaba sacando la llave de casa y subiendo los tres escalones que separaban la puerta del edificio de la vereda cuando noté que enfrente estaban mis vecinas, las dos. Era la primera vez que las veía juntas, la primera vez, de hecho, que las veía bien, sin asistencias ópticas. La mayor era exactamente igual a cómo la había descrito Jon: mediría 1.70, más o menos, y parecía salida de una película de Russ Meyer; le estimé unos veintidós o veintitrés años, posiblemente una chica del interior que había viajado a Montevideo para estudiar Derecho. Estaba de musculosa blanca y shorts; habría pasado horas contemplándola. Su hermana tenía claramente los dieciséis o diecisiete años que le había estimado y estaba de vacaciones quizá, haciéndole compañía. Fingí que chequeaba un mensaje en el celular para justificar mi presencia parado ahí como un idiota; espiando de reojo noté que la menor le decía algo a su hermana, que sonreía mirando en dirección a donde estaba yo, para de inmediato entrar a su edificio. Guardé el celular y abrí la puerta; llamé al ascensor y, consumiéndome la ansiedad, aguardé los interminables segundos que le tomaba arrastrarse hasta el piso diez; entonces corrí a descorrer la persiana y aguardé a que aparecieran, todavía aferrado al libro de Andreoli. Nada. Si entraron a su apartamento, se cuidaron muy bien de pasearse cerca de la ventana. Aguardé unos minutos, por las dudas, sin dejar de espiar, y me aburrí. Música, Nirvana, In utero, «Scentless apprentice» a todo volumen.

 

 

Dejé pasar cuatro días antes de llamar al viejo; en el medio surgió la posibilidad de tocar en Atlántida, en una especie de festival veraniego que a Jon lo entusiasmó en plan chicas fáciles y a mí me pareció la excusa perfecta para pasar más calor, exponerse al sol, volverse aún más irritable en un medio poblado por música irritante y gente irritante. Iba a decir que no, esperando lograr mayoría junto al voto de Rex, que solía detestar los festivales playeros con bandas de ska, reggae o punk, o todo a la vez, y, razonablemente, prefería quedarse a la sombra, ante un ventilador, con cerveza helada, marihuana y un disco de Iggy y los Stooges o el Exile on main street. Pero su voto fue a favor, por lo que —ya que el baterista de turno no tenía voz alguna en este tipo de asuntos— quedó decidido que sí tocaríamos. Faltaba nada más que ocuparse de ciertos detalles, también irritantes, como el transporte y los equipos; Jon —que había conseguido el toque— dijo que del sonido se ocuparía la organización del festival y sólo necesitábamos llevar nuestros instrumentos. «¿Vamos en ómnibus?», preguntó Rex, de repente. Puse cara de espanto. «¿Cómo en ómnibus?», le espeté enojado, «¿tomarnos un interdepartamental lleno de gente con este calor, cargando guitarras, bajo y pedaleras? Asumiendo que la batería también está esperándonos y que no haya que llevar platillos…».

—Relax, Freddie, relax —dijo Jon—, imaginate todas las chicas dispuestas a ser sodomizadas en el living de la casa de veraneo de sus padres.

—¿Pero no podemos conseguir, no sé, una camioneta, algo…?

—¿Y vos tenés dinero para eso?

—No, pero… algún amigo… ¿Rex?

—Nada. Es ómnibus o nada, amigo Stahl, no tenemos otra posibilidad.

Me encogí de hombros. Había que imaginarlo como un fin de semana perdido, un paréntesis privado de conciencia y sentidos. Rex, una vez más, sería mi abogado samoano. Y me serviría para distraerme del hecho de que no estaba del todo seguro acerca de probar o no probar los alucinógenos y la conexión con la máquina, cosa que, debo admitir, me avergonzaba espantosamente.

El toque resultó mediocre, no por culpa nuestra (aunque entonces todavía no cantaba Perséfone, sino que era Rex quien se encargaba de las voces principales, detrás de tantos efectos que su voz robotizada hubiese generado cuatro orgasmos instantáneos en la gente de Kraftwerk) sino porque, una vez más, éramos la banda equivocada en el lugar equivocado. Rex estalló después de bajar del escenario. «¡Pero esta gente qué escucha!», gritaba, bastante borracho, «¿no pueden concebir que una banda no tenga vientos, que las guitarras no tengan ritmo de Ska? ¡Una mierda! ¡Yo sabía que no había que venir!».

Me callé la boca; no era la primera vez que sucedía, por supuesto. Terminamos tratando de levantar chicas en la rambla, sin éxito. Rex y yo nos volvimos a la una de la mañana; Jon se quedó con unas antiguas amigas del liceo, dejadas caer por el destino, pero, en las inmortales palabras de Franz Kafka (¿o era Bill Murray disfrazado de Kafka?) a su amigo Brod, no para nosotros, Max, no para nosotros.

 

 

Cuando llamé al viejo y le expliqué lo que quería, me dijo que fuera de inmediato, que mi presencia le venía muy bien por un problema que estaba, y cito, «golpeando a su puerta». Asumí que se trataba de un percance relacionado con esa variante epistemológica de la informática practicada por el creador de la máquina, así que salí, curiosísimo, a toda velocidad. Entré al Salvo, subí al ascensor y di de inmediato con el pasillo del viejo, pensando en que había sido un idiota al darle así fuese un átomo de credibilidad a la historia de Rex. La puerta del viejo estaba abierta, y también la del putero; escuché gritos, amenazas, una voz reconocible —la del viejo—, dos de mujer y también unos sonidos guturales que entendí pertenecían a los pendejos de la otra vez, seguramente encargados de la «seguridad» del recinto. El viejo apareció en el pasillo, como si alguien lo empujara desde adentro del apartamento. Me adelanté, no sin un poco de miedo, parándome al lado del viejo en plan qué pasa acá, qué peseteás a mi amigo, hijo de puta.

Los pendejos —tendrían como mucho diecisiete años— me miraron con cara seria —soy alto y a veces puedo parecer bastante grande físicamente; por desgracia carezco por completo de habilidades de combate— y asumieron que era conmigo con quien debían hablar. No había pronunciado palabra alguna cuando me miraron a los ojos y me agitaron las manos ante la cara en plan brothas from da’ghetto, profiriendo con voces agudas y rasposas el equivalente en su registro idiomático de:

—Dígale a ese viejo detestable que su presencia no es tolerada en nuestro establecimiento, ¿nos ha entendido? No queremos saber nada de su persona, estamos dispuestos a iniciar una combustión de y sobre su cuerpo a base de disparos de armas de fuego. Una vez más, ¿nos ha entendido? No estamos dispuestos a tolerar que se acerque siquiera a cinco metros de nuestra querida Aldonza, ¿está claro?

El viejo se metió en su apartamento callado la boca y yo traté de poner algún tipo de expresión dura que sirviese en sustitución de las palabras que, sabía, era incapaz de encontrar. No sé si resultó, pero los pendejos se metieron en el putero y cerraron la puerta.

—Bueno, mi amigo, gracias —el viejo se había sentado en un sillón y estaba secándose el sudor de las manos—, por lo menos su presencia sirvió para asustarlos un poco. Se ha vuelto terrible el vecindario, ¿verdad?

Cerré la puerta y me senté.

—¿Pero por qué vive acá? ¿No podría mudarse a un lugar mejor? Debe haber docenas de apartamentos más baratos que este en vecindarios mejores…

—Son las raíces, amigo escritor, cuando uno se quiere acordar están por todas partes. No hay ganas de irse, de moverse. No porque se esté bien así, no; por el movimiento. ¿Con qué necesidad? A esos dos se los asusta fácilmente, no representan un peligro, usted me entiende, real.

Se levantó y sacó de un cajón una botella de whisky The Famous Groose, por la mitad.

—Este es el bueno —dijo—, no el que ven las visitas. Sin hielo, va a tener que ser.

Había tres vasos en el piso; tomó uno, lo llenó hasta la mitad de whisky y me lo tendió. Bebí un traguito; llamas, en un vaso polvoriento. Precisamente.

—Gracias —dije—, salud.

El viejo se sirvió, asintió con la cabeza y levantó el vaso en plan brindis. Dio un trago largo y dijo:

—Su amigo no tuvo mucha suerte con nuestro experimento. Quizá porque se trataba de la primera vez y hubo demasiadas sorpresas como para enfocarse. Pero respondió bien, por su parte, a los estímulos. Le habrá contado, me imagino…

—Sí, quedó muy entusiasmado; no hemos tenido la oportunidad de volver a hablar del tema, ya que otras cosas nos ocuparon en estos días, pero estoy seguro de que pronto, cuando todo se estacione en su mente, podrá sacar más y mejores conclusiones.

El viejo se encogió de hombros.

—No sé si mejores… más, sí, pero mejores… no necesariamente. A veces ese «estacionarse» que usted menciona no hace más que normalizar las cosas, convertirlas en material ya procesado, en cliché… Quizá es precisamente la experiencia nueva, no domesticada aún, la que encierra la verdad en estos casos. Es lo que pasa con los escritores, ¿no es cierto? Tienen que encontrar palabras para aquello que no admite palabras. ¿Cómo escribiría usted sobre una experiencia como la de su amigo? Disculpe si me niego a llamarlo Rex… es un nombre de perro, después de todo. ¿Por qué lo escogió, ese, precisamente?

—Misterio. Él niega todas las respuestas obvias. La banda de Marc Bolan, por ejemplo. O el dinosaurio de Toy Story, o el viejo juego de ZX Spectrum, o Rex el perro maravilla de la DC Comics. Y quizá estoy de acuerdo con lo que dice sobre las palabras.

—¿Entonces por qué es escritor?

—No sé si lo soy; hace casi dos años que no escribo nada.

—¿Y eso hace que deje de serlo?

—Si un escritor es quien escribe…

—Quizá un escritor sea quien muestra una disposición especial, más allá de que en el presente escriba o no… Muchos escritores, después de todo, han dejado de escribir.

—¿Ante el horror de saberse traficando información con las potencias oscuras, escribiendo reportes del estado de la humanidad y la civilización para los extraterrestres que reclamarán la propiedad de la Tierra? Y muchos de ellos supieron de las grandes dificultades a la hora de decir lo indecible. Rimbaud, por ejemplo, que dejó la literatura y se fue a África a traficar armas y esclavos. Pero también cabría decir que de lo que no se puede hablar mejor callar, o sea nothing you can say that can’t be said, y que un escritor sólo dice lo que puede ser dicho y nada más. O sea, que no hay nada más allá del lenguaje.

—La experiencia enseña lo contrario, joven.

Sonaba convencido; preferí no discutir.

—El hecho de que esté aquí —continuó—, supongo, implica que quiere prestarse a nuestro experimento, ¿verdad?

—Estoy muy curioso al respecto, sí. Pero le confieso, más allá de comunicarme… mejor dicho, de la posible comunicación que pueda sostener con su máquina, creo que lo que me interesa de verdad es la experiencia que relató Rex, especialmente la noción de que ciertos procedimientos mentales se vuelven perceptibles, evidentes…

El viejo asintió con la cabeza y sirvió otra ronda de whisky. A este paso se le iba a terminar demasiado rápido el Famous Groose (y tomé nota mental de comprarle una botella como agradecimiento). Bebí un trago, ya anestesiadas mis papilas con el líquido tibio, mientras el viejo ponía un tango instrumental en un radiograbador en ruinas.

Tango, el Salvo, habitación destartalada, manchas de humedad, el cielo gris en la ventana. Una pesadilla, la vieja Montevideo de la que tanto me he querido despertar. Empecé a deprimirme.

—Abajo del Salvo hay túneles, ¿sabe? Son parte de esa red conectada al Panteón Estatal en el Cementerio Central, que recorre la ciudad vieja y llega quién sabe hasta dónde. Son túneles anegados, en su mayor parte; ya a nadie le interesa investigar.

No dije nada. ¿A qué venía aquel comentario?

—Pero tuve un amigo, hace años, que investigaba esos temas. Un escritor, como usted. Emilio Scarone se llamaba, ¿lo conoce?

—Por supuesto —dije, reanimado por la mención de Emilio—, de hecho lo conocí muy bien, fui parte de su grupo más inmediato allá por 1994, cuando quiso sacar aquella revista, Vermilion Sands. Fuimos muy amigos, luego tuvimos una discusión y ahí quedaron las cosas. No nos hemos vuelto a hablar, mucho menos ahora que está…

—…desaparecido. Es una palabra que en este país tiene otras connotaciones, lo sé, pero en el caso de Scarone no sabría qué pensar. Muchos creen que se mató.

—Hasta donde sé estaba en España.

—Eso se dijo, sí, pero yo tengo mis dudas. No importa; Emilio me dio la idea para la máquina o, mejor dicho, tuve la idea para la máquina hablando con él. Tenía una mente fascinante, Emilio; lamentablemente era incapaz de sostener una idea, de llevarla hasta sus últimas consecuencias. No podía desarrollar un tema, apenas llegaba a mencionarlo, tirar unos cuantos fuegos artificiales y luego pasar a otra cosa. Pero el repertorio, usted me entiende… pudo llegar a ser asombroso.

—Lo es; quienes hayan leído su obra completa pueden dar fe.

—¿Obra completa? Emilio escribió mucho más de lo que usted cree. Y no se lo digo con mala intención, aunque lo parezca. Es una pena que muchos de sus textos, no necesariamente cuentos o novelas, hayan desaparecido… con él. A veces pienso que si bajo a los túneles lo encontraré. Y, ¿sabe? ojalá fuera así. Él sería el candidato perfecto para conectarse a mi máquina. Claro que si todo esto fuera parte de uno de sus cuentos habría en el final una fusión, conformar una sola entidad, la máquina y el ser humano. Sería un happy ending, ¿no?

Me encogí de hombros y terminé el whisky de mi vaso.

—Bueno —dijo—, tenemos que fijar un día, y también necesito hacerle algunas preguntas, para determinar bien las dosis, entre otras cosas.

Llenó los vasos —la botella quedó vacía— y encendió una de las computadoras. Tecleó rápidamente y de la oscuridad de la pantalla se desgajaron unas ventanas de planilla de cálculos. Empezó a preguntarme edad, peso, si tenía alergias, si tomaba alguna medicación, ese tipo de cosas. Contesté como en el consultorio del médico, al instante y sin pensar. El viejo empezó a servir del whisky barato; dio vuelta el cassette de tangos y, hacia el final de la tarde, terminamos hablando de mujeres. Resultó ser una historia por demás clásica; el viejo había visto no sé qué en la mirada de la chica del putero, que usaba el nombre profesional de Shirley aunque, según dijo, en realidad se llamaba Roxana. Sonreí y empecé a silbar, en plan referencia, la canción de The Police en la versión de la película Moulin Rouge, pero el viejo no pareció reconocerla y, sin importarle —después de todo, qué podía importar—, siguió contando. La chica en un principio había sido bastante receptiva a sus gentilezas y regalitos pero pronto empezaron a surgir asperezas. «Era de esperarse», le dije, pero no me respondió. Enamorarse de una prostituta es de lo más literario, quise decirle como diciéndole «entiendo, viejo, pero sos un boludo, no podés confiar en aquello de que la más prohibida de las frutas te espera hasta la aurora». En realidad estaba claro que nada que pudiese decir iba a tener algún efecto: aquello era un monólogo, de hecho casi con total seguridad pensado y ensayado por un viejo solitario que preparaba sus palabras para los momentos, contadísimos y centrales, en los que tenía algún tipo de compañía. «Siempre sospecho de las historias», le dije después de un rato, y se quedó mirándome. Había logrado detener el discurso justo cuando aparecían los pendejos de seguridad como agentes de Hades que retenían a su Eurídice en el área de interrogatorios del inframundo; «sin ir más lejos», comencé, «Rex me contó hace poco que una vez tuvo una experiencia especial acá en el Salvo, sumamente dudosa, que quizá le haya contado…»

—¿La de los pasillos y las criaturas infrahumanas?

— Esa misma; a lo que iba es que yo siempre sospecho de las historias, sobre todo cuando se me aparecen demasiado… cómo decirlo… narrativas. En el sentido de principio, nudo, desarrollo, ese tipo de cosas… ¿O es principio, desarrollo, nudo? Nunca me acuerdo…

Soy tan insoportable a veces.

—¿Y no será deformación profesional? — dijo el viejo —. En última instancia, quizá un escritor sea aquel que sospecha siempre del lenguaje y, a la vez, siempre cae en la trampa, incluso sabiendo que es una trampa.

—¿O sea que el escritor es el animal que tropieza más veces con la misma piedra?

—¿No le dije yo que no hay que confiar en los escritores?

Sonreí. Había que terminar con el diálogo hecho a base de preguntas.

— Bueno — dije—, pero en última instancia la conclusión de Rex es que su máquina interfiere con la realidad y crea espacios capaces de plegarse sobre sí mismos y abrirse a otras realidades, si es que entendí bien. Muy Philip K. Dick.

El viejo asintió.

—Pero es perfectamente plausible. Buena intuición, la de su amigo.

—¿Entonces usted cree lo mismo, que la máquina es capaz de alterar la realidad?

—La realidad, la percepción de la realidad, ¿qué más da? Es todo lo mismo.

—También podría pensarse que, si la experiencia que tuvo Rex es «verdad», o sea, si realmente le sucedió, si realmente cree que le sucedió y no está mintiendo… es decir, que no está armando una historia, una ficción, si todo eso realmente pasó, de alguna manera, también puede ser por tantas sustancias químicas que usted guarda aquí, vapores, residuos, algo que perfectamente pudo caérsele en el pasillo o —aquello no llevaba a ninguna parte; faltaba la palmadita en el hombro suministrada por un Sherlock Holmes o William de Baskerville diciéndome «bien, nene, bien, pero seguí intentando»—. ¿No se le ocurrió esa solución? Quiero decir, admitiendo que existe un problema, cosa que todavía dudo, ¿no le parece posible darle una explicación más química, más accidentalmente química?

—Es posible, pero eso sería el modus operandi. La voluntad quizá sea la de la máquina. Rex confirmó ante todo un deseo de comunicación. La máquina, aparentemente, quería examinarlo, entenderlo. No fue posible, pero el intento estuvo allí. Hasta la desesperación.

—¿Sobrecarga, digamos?

—¿Por qué no? La máquina posiblemente no controla su fuerza.

Me recosté en la silla y crucé los brazos. Era uno de esos momentos, tan incómodos, en los que se vuelve necesario admitir que una parte de nuestra mente cree todavía en la locura y cae en esa facilidad horrible de descartar todo lo nuevo, raro y misterioso, pensando que el que lo dice «está loco». No pude evitarlo: El viejo perfectamente podía estar loco. Y Rex, por supuesto, también estaba loco. Los argumentos a favor de esa hipótesis eran legión: Syd Barrett, por ejemplo, pero me avergonzaba pensarlo, me sentía el enemigo, me parecía la solución más fácil, más adecuada a la estupidez promedio del ciudadano bien pensante. Es decir: todos tenemos un ciudadano bien pensante más o menos oculto en algún recoveco de la mente, con sentido común y el resto del arsenal de opresión, escondido, aguardando con el índice pronto. La mejor estrategia a seguir es matarlo con drogas. O con alguna otra alternativa, la poesía, la literatura, la filosofía, otras drogas. Y la creencia. A Jon le resultaba fácil, a mí no tanto. Me levanté.

—Se me hace tarde —mentí—, tengo algunas cosas que hacer. ¿Espero su llamada para el experimento?

El viejo también se levantó. Me palmeó el hombro izquierdo y abrió la puerta. «Nos vemos», dijo, «mañana o pasado estoy llamándolo».

La puerta del putero estaba cerrada. Caminé hacia el ascensor pensando en los principios, en los valores, en su ausencia. Me sentía capaz de la peor de las traiciones; salí a la sopa de luz y calor de la calle sintiendo que aquella tristeza del tango y la vieja Montevideo no había hecho más que crecer, como una mancha de humedad en una pared, como las escrituras en los baños públicos. La venganza de Onetti, pensé, y me juré con toda la determinación posible que lo primero que haría al llegar a casa sería abrir un libro de Philip K. Dick.

 

 

A eso de las dos de la mañana descubrí que la chica de enfrente estaba mirándome. Me había acostado en el sillón de la sala leyendo Tiempo de Marte y, en el vano intento de que entrara algo de aire, había descorrido por completo las persianas y abierto al máximo la ventana. En el momento en que terminó el CD que estaba escuchando —Swordfishtrombones, de Tom Waits—, cuando me levanté para cambiarlo y cedió el encantamiento de la prosa y las ideas de Philip Dick, algo me hizo mirar hacia afuera y encontrarme con la mirada de la chica, que tampoco se escondía detrás de persiana o cortina alguna. Estaba en ropa interior, una bombacha pequeña y el mismo soutien con push up. Había algo parecido a una sonrisa en su cara, quizá reclamando que reviviera el momento de unos días atrás. Me paré ante la ventana, apoyando las manos en su borde, igual que ella. Sentí que entre nosotros había una tormenta o una inundación, que éramos dos gárgolas en una ciudad armada sobre una catedral gigantesca, con los relámpagos gritando por todas partes. Cerré los ojos e imaginé cómo podía seguir aquella escena. Quizá aparecería su hermana, también semidesnuda, y le pondría las manos en los hombros o, por qué no, en otras partes del cuerpo. Podía cruzar la calle, podía traerla a mi cuarto, a mi cama. ¿Por qué no lo hacía, por qué al menos no lo intentaba? No en virtud de algún imperativo moral, por la presunta aberración de que un tipo de veintiséis se cogiera a una niña diez años menor —algo que, después de todo, pasa todos los días—. Era porque no debía terminar así, supuse, porque no era hacia allí a donde conducía el camino en que me sentía parado con una mochila y el estuche de la guitarra lleno de papel, teclas y páginas arrancadas de mis libros favoritos. Se trataba de mirarla, de ser mirado; no estaba al comienzo de nada, estaba al final, al término de una carretera o en los últimos compases de una composición musical. Eso o que, como ante el impulso de escribir, todo se detenía al borde de mi piel, paralizado por el miedo o por quién sabe qué otra legión de demonios dibujados por Walt Disney. Nunca supe qué pensaba ella, por supuesto, pero quise creer que también me miraba para que la mirara, que todo aquello moría en las miradas, en el no entender más allá de cierto punto, en el no saber. Porque no quería romper el momento con tontas introspecciones (después de todo, para eso estaría el experimento con la máquina, si me atrevía a probar) que me llevasen a entender por qué la miraba, por qué me había sentido un fantasma (bueno, más allá de la ciudad de cristal y la habitación cerrada) y, en última instancia, qué había en aquella chica o en su mirada o en la mía o en mí (tantos conceptos incómodos, «yo», «ella», «mi») que lograba mesmerizarme en ansiedad, deseo y esa pieza vacía o ausente que ponía todo en movimiento. Era mejor deslizarse sobre la superficie de las cosas. Levanté una mano, como despidiéndome. Ella hizo lo mismo. Sonreí. Sonrió. Pero nada más. Como se ha dicho antes, era la noche, la atención y el no entender.

 

 

Pero siempre hay salidas, aunque no lleven a ninguna parte, aunque no sean más que falsas salidas o salidas provisorias. Prendí un porro y puse el Pepper’s (1997, Facultad de Humanidades, mi primer redescubrimiento de los Beatles entre Hendrix y Dylan y los poetas malditos), canté, bailé, toqué guitarras invisibles, toqué mi acústica arriba de los acordes de John y George, imaginé mil versiones de aquellos temas en clave hard rock, metal, trash, goth, lo que fuese, viéndome arriba del escenario como tantas otras veces, recomenzando una y otra vez cada una de aquellas canciones. You gave me the word, I finally heard, and I’m doing the best that I can. En última instancia no se trataba —no podía tratarse— de otra cosa. Y, enfrente, la chica sin ojos de caleidoscopio (aunque todo se rompía en piezas o pedazos en esa mirada de facetas y reflejos) seguía mirándome.

 

 

 

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