MÉXICO |
Cada rincón de su casa estaba tapizado con libros de todo tipo; revistas, folletos e incluso folletines tan antiguos que temía se volvieran polvo con solo respirar cerca de ellos. Mi abuela trataba todo ese material con respeto, pero sin reverencia. Detestaba que la gente rindiera tributo a la palabra como si fuera un dios. Siempre pensó que esa era una forma infalible de levantar una muralla impenetrable alrededor de la magia de la palabra. No tenía paciencia para el dogma. Ella siempre vio la palabra, la magia, como juego y descubrimiento. Por eso fue la mejor hechicera que jamás conocí.
Nos pasábamos horas leyendo, buscando entre poemas, cuentos, novelas, cartas, ensayos y demás composiciones la palabra perfecta para tejer un hechizo. Ella me leyó por primera vez el poema de Emily Dickinson Success y me hizo prestar particular atención en la palabra Néctar.
—Después de leer el poema, mijo, ¿qué sientes?
—Pienso…
—No, —me interrumpió con cariño—. No me digas lo que piensas; las ideas no son un buen vehículo para la magia. Dime lo que sientes.
—E-está bien, —dije, y pedí leerlo de nuevo, despacio—. Siento algo no tan dulce pero tampoco amargo; ¿algo dulceamargo? Más que como miel, es el sabor purpura de una baya, algo ácido, insoportable en exceso, pero maravilloso cuando se trata de la cantidad correcta.
Mi abuela sonrió. Su larga trenza se enroscaba alrededor de su cuello como una argenta culebra. Esa fue la primera vez que imbuí algo con la magia del lenguaje. Mi abuelita estaba haciendo mermelada de higo para rellenar los panes que iba a cocinar en el horno de piedra de su patio. Mi papá le había construido el horno hace más de treinta años y éste seguía como nuevo. Mi abuelita me enseñó que en la parte inferior izquierda del horno había escrito la palabra Menfis.
Me explicó que esa palabra la había sacado del soneto de Luis de Góngora y Argote: A la Grandeza y Dilatación de Madrid. En éste, Góngora opone la construcción de arena de Menfis, antigua capital de Egipto, con los pedernales duros de Madrid. Mi abuelita eligió esa palabra porque lo que está hecho de arena dura lo que tiene que durar para regresar en el momento justo al desierto.
Al escribir, con mi torpe letra de patas de araña, la palabra Néctar pensando en el poema de Dickinson en la parte inferior del recipiente de mermelada, esta no iba a pasarse de dulce, pero tampoco se volvería amarga. Llegaría al equilibrio perfecto.
Bajo la tutela de mi abuela empecé a coleccionar palabras para mis hechizos. Como otro ejemplo, la abuela me mostró la palabra escrita entre sus rosales. Ocio, se leía en una placa enterrada en sus raíces. Esa palabra la había sacado de otro poema de Emily Dickinson, Because I could not stop for Death. Gracias a esto, el esplendor de sus rosales opacaba el de sus vecinos por mucho.
Con su ayuda, en verano, aprendí a adherir bajo mi cama una lámina marcada con la palabra Hielo, sacada del ínclito soneto de la poeta italiana Gaspara Stampa. Eso mantenía la temperatura de mi cama similar a la del polo norte. Mis padres ahorraron bastante en el recibo de la luz desde entonces. Aunque ellos no creían en la magia como mi abuela y yo, al igual que todo el mundo, ambos se beneficiaban de sus aportes.
Mi abuela me mostró la palabra Fuego, sacada de un soneto de Guadalupe Amor. Me confesó que no había tenido necesidad de comprar un solo cilindro de gas desde que leyó aquel soneto en su juventud. Del cancionero de Cavalcanti tomé la palabra Dormía de su soneto decimosegundo y lo grabé en la parte inferior de un termo. Jamás tuve necesidad de tomar una sola gota de café, ya que, con darle un par de sorbos al agua dentro del termo, mi mente salía inmediatamente de su letargo. Fue la primera palabra que seleccioné yo solito.
Mi abuela se puso muy contenta cuando se lo conté. Se dio cuenta que, igual que ella, disfrutaba de trabajar con antonimia.
—¡Mi niño heredó el don de su abuela! Yo sabía que no me había equivocado con usted, —me dijo, abrazándome muy fuerte y llenándome de besos.
—La gente como nosotros ya no es tan común. Antes, en cada pueblo, hasta podíamos darnos el lujo de tener hechiceros especialistas. Recuerdo que mi abuela, tu bisca Pancha, era la experta en los hechizos de cosecha. Se había leído hasta tratados de agricultura de la antigua Mesopotamia. Sus hechizos no tenían rival. Los hombres de los pueblos aledaños viajaban días solo para consultar su sabiduría. Pero, ahora, todo eso se ha perdido. En los pueblos nos quitaron nuestros centros de conocimientos, y las miseras bibliotecas que nos dejaron no tienen ni siquiera para llenar una página de hechizos útiles.
—Nuestro deber, mijo, es tener curiosidad por todo. Sólo así podrá sobrevivir nuestra labor.
Traté de diversificar mi paladar, pero fue muy duro para mí. Los textos que más me interesaban eran los poemas. Los cuentos y los ensayos me gustaban. Las novelas me frustraban, pero eran tolerables. Todos lo demás era víctima de mi desdén. Sin embargo, las palabras de mi abuela hacían eco en mi mente, así que decidí desafiarme. Encontré un libro de autoayuda en la repisa de mi padre.
El libro se titulaba A Través de los Ojos de la Fe de John Powell, S. J. Tuve que hacer un gran esfuerzo por no juzgar al autor con cada página que pasaba. La abuela ya me había advertido que, si no podía sumergirme en ninguno de los pasajes, el hechizo no funcionaría. Por suerte, en el capítulo titulado Fe: una Visión Nueva, encontré lo que estaba buscando. Debo de reconocerlo, la forma de contar historias del autor no era tan mediocre, aunque sí bastante sentimental. Pero, todos podemos llegar a ser un poco sentimentales en nuestra búsqueda por la felicidad.
Del último pasaje del libro de Powell tomé la palabra Ciego, y la grabé en la montura de mis lentes. Mis padres todavía de tanto en tanto me preguntan si no necesito ir al oculista para cambiar mi graduación. Mi respuesta siempre viene acompañada de una sonrisa algo triste.
Habiendo terminado el libro de Powell, inevitablemente mis pensamientos se volcaron al tema de la muerte y si había algo que la magia pudiera hacer para detenerla.
Cuando se lo pregunté a la abuela, ella se sentó conmigo en el suelo de su sala frente a una torre de libros.
—Hay formas, mi niño, claro que las hay. Pero cuando la magia intenta usurpar el trono de la vida, nada termina bien. Ambas son fuerzas que no están hechas para combatir la una con la otra; la magia es parte de la naturaleza, de la vida, no es su dueña. Fluye en su cause, no en su contra. —La abuela me tomó de la mano y fijó su mirada en la pila de libros. Cada que esa expresión ausente aparecía en su rostro, yo sabía que me esperaba una historia. Me acurruqué a su lado.
—Allá en el pueblo tuve una amiga, Clarita, incluso más talentosa que tú y que yo. Podía tejer hechizos con cualquier palabra, incluso aquellas que leía en las envolturas de dulces o en las botellas de champú. No había límites para Clara, solo lo que limita a todo el mundo: el tiempo. En un intento por ahuyentar lo inevitable, Clara labró en su pecho la palabra Juventud con una navaja. Había sacado la palabra de la traducción del fragmento número cuatro de una recopilación perteneciente a su abuelo del poeta lirico Mimnermos de Colofón.
—¿Y funcionó? —pregunté con leve voz. La abuela se había quedado con la mirada perdida fija en la distancia, sumergida en el recuerdo de su amiga.
—¡Por supuesto que funcionó! —dijo la abuela, regalándome una sonrisa a su vez triste y orgullosa—. Clara era una hechicera excepcional. Hizo tan bien su trabajo que se quedó estancada en esa edad; quince años, para el resto de sus días. Mientras los demás crecíamos, cambiábamos, aprendíamos nuevas cosas y olvidábamos lo necesario para darles espacio, Clara seguía suspendida en el tiempo. Su potencial sonriéndole por siempre en el porvenir. Yo ya tenía a tu tío cuando me dijeron que Clara se había acostado en las vías del tren. En su pecho, por encima del hechizo de Mimnermos se había escrito otro hechizo sacado del mismo libro, esta vez del fragmento número dieciocho de Safo de Lesbos. Anhelo se había labrado con delicadeza en su carne. De esta forma supimos que su partida fue tranquila y sin dolor.
La habitación quedó sumida en uno de esos silencios que parecen suspender la gravedad. Me quedé muy quieto, aferrando la mano de la abuela, usando mi cuerpo como su ancla. La abuela me sonrió, sus ojos llenos de lágrimas.
—Ya ves, mi niño, hay que tener mucho cuidado, —me dijo, su voz ronca—. Ni siquiera la magia puede ir en contra de la naturaleza y triunfar; nuestros cuerpos, nuestro suelo, nuestro cielo y nuestros mares no lo permitirían. Todo regresa a su lugar eventualmente. La palabra siempre ha de regresar al silencio.
Me aferré con más fuerza a su mano y me acurruqué a su lado sin saber qué decir. No hacía falta. Sus palabras se mantuvieron en mi corazón por el resto de mi vida, un murmullo constante que, de vez en cuando, —cuando surgía, inevitable, la tentación— repetía para mis adentros. No hubo mayor tentación que el día de su funeral.
Hubiera sido tan fácil encontrar la palabra para el hechizo, pero esa advertencia me ayudó a mantener la mente en blanco, las manos quietas en mi regazo mientras familiares lloraba y amigos de la familia que no había visto en años se acercaban a ofrecer sus condolencias.
Cuando nos avisaron en la funeraria de que ya se acercaba la hora de retirar el ataúd, yo me acerqué despacio con el puño dentro del bolsillo de mi abrigo acompañado por los lamentos de mis familiares más cercanos. Me preparé para ver a mi abuela y me sorprendió descubrir que la gente que aseguraba que los muertos sólo parecen gente dormida mentían. Mi abuela no dormía. En ella no había ni una gota de vida, ningún fragmento de la esencia que había tenido en vida. Ya no había nada, sólo huesos y carne. De alguna forma, eso me hizo sentir mejor; la idea de utilizar un hechizo para traerlo parecía más que absurda. Mi abuela se había ido. A dónde… Bueno, eso lo averiguaré en su momento.
Inspirado de nuevo por un poema de Emily Dickinson, fijé en el ataúd una lámina que leía la palabra Inmortalidad. En cuanto la puse en su lugar, el ataúd y sus alrededores se llenaron con el fresco aroma a los rosales de la abuela. Con una sonrisa cómplice, retrocedí para que los empleados de la funeraria retiraran el cuerpo.
E. N. Díaz (México, 1995) es poeta, cuentista y traductorx. Estudió Lenguas Modernas. Sus escritos han aparecido en las revistas BULL Magazine, Letralia Tierra de Letras, The Café Irreal, Clarkesworld Magazine, The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Revista Casapais, Revista Irradiación, Revista Larus, Strange Horizons, entre otros.
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