La Casa del Portal

Localización

En linde norte del viejo Barrio Norte, delimitado por las calles Paseo de la Guardia, Sendero de la Torre, Calle de los Aromas y Calle Darwin.

Descripción

En el lindero norte de Urbys hay un gran pozo. Parece el cráter de una bomba o la resultante de un corrimiento del terreno, como los restos de una tosquera a cielo abierto.

Está a menos de cien metros de la Plaza del Árbol Viejo, y, a primera vista, llama la atención.

Cuentan los viejos que no siempre ese terreno estuvo ocupado por un pozo. Cuentan los viejos que allí, precisamente allí, se alzaba en tiempos idos la Casa del Portal.

Ocurrían cosas extrañas en el viejo Barrio Norte, dicen, cuando la Casa del Portal se alzaba en ese terreno.

Caminando por el Paseo de la Guardia, el Sendero de la Torre o el bosque que se extendía más allá, el peatón podía encontrar personajes raros y heterogéneos. En las fondas y las postas de la linde del bosque, las conversaciones tocaban tópicos de otros lugares y tiempos, los nombres sonaban extranjeros, las ropas se veían ridículas.

No era inusual beber una copa junto a alguien que se presentaba como Quinto Flavio Flacco y describía, con lujo de detalles, la campaña romana contra los celtas de Numancia, o discutir de mitos creacionales con Shamash-bel-Birum, un caldeo que decía provenir de los tiempos de Nabónides.

Soldados protestantes de la Guerra de los Treinta Años, astrónomos neocelandeses del siglo XXIV, prostitutas sagradas del Templo de Marduk, todos confluían sobre los gastados adoquines del Barrio Norte. Algunos hablaban, otros callaban. Unos eran amistosos, otros violentos (incluso se habló de más de un asesinato cometido por alguien que llegó, pasó y desapareció del Barrio Norte).

Era un sitio extraño, abismal y peligroso, pero, así y todo, ningún habitante de Urbys dejaba de visitarlo.

En otros tiempos.

Es que en otros tiempos, en el lindero norte de Urbys, la Casa del Portal estaba viva.

El Aleph, la Puerta, la Singularidad, una extraña entidad desnuda se había aposentado en su sótano (aunque dicen los antiguos que el Universo odia las Singularidades desnudas) y, desde allí, se Transitaba.

El Tránsito no requería boletos ni equipaje: simplemente ponerse de pie frente al Portal, decir un Nombre, un sitio y una época, y allá iba uno, sin tiempo, sin medida.

Ha habido muchos Portales en la historia, y hay aún alguno en el futuro, pero la mayoría ha sucumbido. Los Hombres los mataron. Acaso algo de cierto haya en lo que decían los antiguos, y el instrumento con que el Universo clausura los Portales sea el dolor del alma humana.

Marcos el Candelero no había visitado la Casa del Portal. Ni siquiera sabía que existía, porque no era en verdad natural de la ciudad. Hacía lámparas, velas y cordeles en Venera, un aldea perdida entre los llanos del sur.

Marcos el Candelero era huérfano, y siempre había sufrido por la falta de su madre. ¿Que era demasiado grande, dicen? Es mentira. Tenía veinticuatro años, y el dolor del abandono aún hacía mella en él.

Ni el amor de su madre adoptiva, Cecilia, ni las enseñanzas del tío César habían conseguido acallar el clamor de su soledad, la mordedura de sus dudas, el simple percutir de su deseo: conocer a su madre, preguntarle del pasado, reencontrarse con su propia alma.

Un día, un mercader que venía de Urbys le habló de la Casa del Portal. Le contó de los romanos y púnicos antiguos, de los viajes a Nan-Madol, a Polinesia y a Carcosa.

Le habló de la violación de las leyes del tiempo y el espacio, le habló de dichas y placeres y, por último, le confió el Nombre de dos sílabas.

Y Marcos fue hasta Urbys, y visitó la Casa del Portal y dijo el Nombre, y el año de su nacimiento, y el lugar donde César lo había encontrado cuando niño.

Cuentan los borrachos que Marcos el Candelero escuchó entonces la voz de la Singularidad (no ha quedado registrado si ésta se dirigía a todos los viajeros, o si él fue el primero y único en oír el Trueno del Espanto):

—Si pasas, errante, mi fin está cercano. —Y el muchacho se sorprendió, porque nunca había abandonado su aldea.

—¿Por qué, Portal? Sólo deseo encontrar a alguien y conocer una respuesta.

—Las respuestas traen otras preguntas, errante. Las respuestas hieren como filos, y sé que seré objeto de tu ira.

—No, Portal. De ningún modo. Sólo quiero formular mi pregunta, y volveré.

—Adelante —dijo el Trueno.

La mujer se tambaleaba entre las tablas del corral. El bulto que llevaba entre los brazos ni siquiera se movía, ni siquiera un hipo estrangulado, ni un gorjeo, ni un gemido.

La mujer se arrastró hasta la porqueriza y echó al niño al lodazal. Un hombre, un palafrenero o acaso un leñador, la vio alejarse, saltó el cerco en un susurro, y levantó al infante con la mirada incrédula y compasiva.

Marcos el Candelero, oculto entre las sombras, abandonó el lugar y siguió a la mujer por el sendero. Le puso la mano en el hombro y la obligó a mirarlo de frente.

Estaba ebria y sucia, y en otras circunstancias, en otro tiempo y en otro sitio, acaso hubiera sido hermosa.

Pero no era más que la sombra de lo que hubiese podido ser si los dioses hubiesen sido más piadosos.

El despojo rió y se retorció entre los brazos del muchacho, y dijo un precio.

—No, no... —murmuró él—. Sólo quiero saber por qué...

La mujer se encogió de hombros, dijo algo parecido a "¿Por qué no?" y, viendo frustrada la oportunidad de ejercer su comercio, se desasió y siguió su camino.

—Ahora, hazlo —dijo el Trueno del Espanto, la Voz del Portal—. Puedes hacerlo.

Y, aunque la crónica no ha recogido el ensalmo ni los ritos, Marcos el Candelero destruyó el Portal en un momento.

El suelo tembló, los cielos se abrieron, y un par de alas rojas descendieron por el hueco para golpear con ígneos espolones la casa del milagro.

Y el techo cayó, y la torre norte osciló y se derrumbó, y el piso ardió, se fundió y goteó como tocado por el pecho de una nova.

Y así desapareció el Portal y la casa del milagro, y Marcos el Candelero desapareció de Urbys y del mundo, y nadie ha sido capaz de encontrarlo en la aldea y las planicies.

Su madre adoptiva y el viejo César nunca pudieron superarlo. Aquel niño rosado y regordete rescatado de un chiquero, el niño que los besaba y los llamaba "padres", aquel hombrecito bueno y generoso se llevó con él la vida de los ojos y la alegría de los labios de ambos viejos.

Ninguno de los dos volvió jamás a ser el mismo.

Y los soldados de la Torre de la Guardia y los cerberos de las landas septentrionales dicen que así las almas débiles clausuran el pasado que los hiere. Así las pobres gentes clavan la tapa del féretro del futuro al que temen, y los corazones agostados cierran las fronteras, los puertos y las rutas que tan sólo los esperan para llevarlos a otros sitios.

Así somos esclavos. Perdiéndonos, como Marcos, en la búsqueda de las llaves de la jaula.