La Tienda del Cartaginés
Mi pueblo natal, Zama, ubicado en las polvorientas tierras bajas, era una aldea que moría. Las caravanas casi no se detenían ya, los pozos se estaban secando, no había futuro. El tiempo pasaba lentamente y la monotonía era como ese polvo fino y seco que traía el viento: a veces te secaba tanto la boca que no te dejaba respirar. Lo único que uno podía hacer para mantener mínimamente la cordura era contar o escuchar historias, y muchas de ellas provenían de Urbys. Los caravaneros de esta ciudad legendaria eran bien conocidos por proveer las más interesantes, y los grandes nombres de sus sitios y personajes resonaban todo el tiempo en mi mente. Nadie conocía esas historias como yo, Kerkowuane, y a todos les pareció perfectamente natural que tan pronto como resultó posible me embarcara en el largo y potencialmente peligroso viaje. El viaje fue largo y lleno de infortunio, sí, pero debo decir que valió la pena.
Recuerdo que llegué a Urbys en verano. Me alojé en el Hostal de la Señorita Sevrenko, un modesto hostal ubicado a la vuelta de la estación Tragondo, sobre la Diagonal de las Tormentas. Lo de modesto se refiere a su categoría y no a su tamaño, ya que se trataba de un edificio enorme e irregular, seis pisos por escalera. Evidentemente en algún momento había sido un fino exponente de la más clásica arquitectura, pero desde entonces había crecido en forma caótica y antojadiza, sumando cuartos y pasillos, pisos enteros. Había escaleras que terminaban contra el techo, corredores que iban hacia ninguna parte. Mis recursos eran limitados de modo que solo pude pagar por una de las habitaciones del altillo. Difícilmente podía estar de pie allí, era húmeda y oscura, con una cama como todo amoblamiento. Pero al abrir la minúscula ventana contemplé la vista de la ciudad magnífica, sus calles y edificios, el trajín de su gente alegre y bulliciosa, y me sentí el hombre más afortunado del mundo.
De inmediato me di a la tarea de recorrerla. Desde luego la ciudad inundó mis sentidos precedida por su fama y dejé que la satisfacción de encontrarme en ella me llenara por completo. La Casa del Pozo, el bar de San José 5, todos los lugares que siempre había ansiado conocer, estaban por fin a mi alcance... Sin embargo, al pasar los días y transitar sus calles me fue invadiendo el desconcierto. Los edificios no lucían tan grandiosos ni se percibía en ellos el peso de la importancia o el brillo del ingenio humano que su fama les atribuía. Además, progresivamente, fui sintiendo que me hallaba, como dijo el poeta: "Solo, en un mundo de amantes". Comprendí abatido que Urbys era lo que era: una ciudad hermosa cargada de historias, pero nada más que eso. Lo que yo buscaba no estaba allí, no había sitio para mí en ella. Otra vez estaba perdido frente a un incierto destino.
Entonces un sonido quejumbroso llamó mi atención.
Estaba en ese momento en la Calle de los Aromas, entre el Paseo de la Guardia y la Calle de las Mercancías, y el sonido provenía del otro lado de la calle, de un anuncio mecido por el viento cerca de la esquina. Era un cartel de madera que colgaba de un par de cadenas oxidadas y tenía pintado el símbolo del ojo que todo lo ve. En el vidrio opaco de la tienda rezaba: "Para el que ha perdido toda esperanza" . No pude evitar sentir un escalofrío y me pregunté si se trataría de El Cartaginés, aquel mítico adivino del que tanto había oído hablar. Hay cosas con las que no se juega, lo sé bien. Pero me encontraba ya resuelto a probar la valía de una última leyenda y, caminando a prisa, crucé la calle bajo el poderoso sol del mediodía. La puerta era pesada y me costó un poco abrirla; el sonido de la campanilla me sobresaltó. Mis ojos tardaron un instante en acostumbrarse a la penumbra fresca y me convencí que aquellos puntos luminosos que veía revoloteando en el techo de la estancia eran producto de ese esfuerzo desesperado por hallar luz en las tinieblas. De todos modos, había algo lúgubre allí. La tienda parecía abarrotada de objetos extraños, los anaqueles llenos de frascos y frasquitos, las paredes cubiertas de adornos perturbadores, y súbitamente me sentí muy incómodo en ella. Ya me había vuelto y tenía la mano sobre el picaporte, listo para largarme, cuando percibí un movimiento a mis espaldas. El cortinado ricamente bordado se había movido con un siseo.
—¿Qué sucede? —preguntó una voz—, ¿renuncias a conocer tu destino?
Se trataba de un hombre delgado, de cabello blanco y hablar pausado. Tenía unos ojos oscuros, pequeños y vivaces, que de inmediato se clavaron en los míos.Había algo malévolo en ellos, algo que parecía conocer demasiado bien las debilidades del alma humana.
Comprenderán que no pude irme.
Detrás del cortinado había una mesa pequeña con dos sillas bajas y me indicó que tomara asiento. Lancé una risita nerviosa frente al cliyé pero el hombre ni siquiera se volvió. Trajo una jarra labrada y un recipiente que colocó sobre la mesa, frente a mí; murmurando rezos inteligibles, llenó el recipiente con un líquido oscuro proveniente de la jarra. La superficie del líquido se fue aclarando lentamente y las cosas comenzaron a reflejarse en ella, pero mi rostro aparecía como un contorno vacío, una región sin ojos ni facciones, un hueco profundo y sombrío. El hombre me observó arqueando una ceja. Vio que yo sonreía con tristeza, quizás con pudor, casi con resignación.
—Vuelve esta noche —me dijo—. Tendré algo para ti.
La tienda lucía aún más lúgubre por la noche. La llama que se agitaba dentro de una lámpara de papel desfiguraba las máscaras de los muros, sombras confusas resbalaban por los anaqueles y se amontonaban en los rincones, como si criaturas sin nombre aprovecharan la ausencia del día para confabularse. Y sin embargo la gente no dejaba de llegar. La campanilla en la puerta sonaba una y otra vez. Los clientes procuraban ser discretos, mirando en torno antes de entrar, susurrando sus pedidos, yéndose casi a hurtadillas. Yo no deseaba inmiscuirme en sus asuntos, me mantenía a un costado simulando gran interés por el contenido de este exhibidor o aquel estante, pero no pude dejar de notar que todos parecían llevarse lo mismo. Era algo que cabía en la palma de la mano y brillaba en la oscuridad.
Pasaba de medianoche cuando El Cartaginés le puso el seguro a la puerta y me indicó que lo siguiera. Atravesando la salita que había después del cortinado y otra modesta estancia, llegamos a la trastienda. El inconfundible instrumental de un alquimista estaba allí a la vista. Había libros por doquier y complejos esquemas cubrían los muros con anotaciones en un idioma que me era desconocido. Sobre una gran mesa estaba montado el equipo de destilación y un líquido espeso, fluorescente, goteaba de la serpentina. Mojó su dedo en el líquido y me lo pasó por los labios antes que pudiera evitarlo. El líquido era dulce y parecía transmitir pequeños choques eléctricos a mis sentidos. El Cartaginés sonrió. Se dirigió hacia un gran aparador y abrió sus puertas; dentro pude ver frascos y frascos donde aleteaban mariposas de color verde fluorescente.
—¿Por qué me muestras esto?— pregunté.
Extrajo uno de los grandes frascos y observó a las mariposas revoloteando en su interior.
—La esperanza puede ser un estímulo muy poderoso —dijo—, algunos harían lo que fuera por volver a saborearla, pero para poder dejarse arrastrar por ella es necesario abandonar los temores y dejar atrás el dolor. No pueden tan solo olvidarlos; los necesitan de tanto en tanto para recordar de qué huyen. Es aquí donde ellos depositan sus temores, Kerkowuane, los dejan a nuestro cuidado.
—¿Por qué me muestras esto? —repetí.
—Porque llevo demasiado tiempo en el negocio, muchacho. Y ya estoy cansado.
Supe lo que diría a continuación incluso antes que comenzara a mover los labios:
—Necesito un sucesor.
Recordé lo que había sentido aquella tarde, lo que de algún modo había percibido en la penumbra, lo que podía presentir al acecho incluso en ese mismo momento. Se me aflojaban las piernas de solo pensar en quedarme en esa tienda un instante más; la sola idea de permanecer allí día tras día era simplemente... Sin embargo, poco a poco esa idea dejo de parecerme tan terrible. Después de todo, quizás ese era mi destino, era lo que yo había venido a buscar... Tal vez debía considerar un poco más su oferta... Me pareció que comenzaba a ver todo a través de ojos nuevos y casi no comprendí por qué El Cartaginés me sonreía de aquella forma. Vi que se quitaba el manto bordado y lo dejaba sobre una de las sillas de camino hacia la puerta. Se volvió antes de salir y dijo:
—Recuerda que tú eres El Cartaginés ahora —y señalándose los labios agregó—: No abuses de ella.
Nunca lo volví a ver.