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06/Sep/05



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Kazuo Ishiguro escribe... ¿ciencia ficción?

El suplemento cultural del diario La Nación dedica un amplio espacio al escritor japonés radicado en Inglaterra Kazuo Ishiguro (el autor de Los restos del día) y a su nueva novela Nunca me abandones (Anagrama) —de próxima aparición en Buenos Aires—, que toca de refilón el tema de la clonación con fines non santos. De yapa, Ishiguro habla de lo que le gusta de la Argentina.

(La Nación desde Londres) - Cuando Kazuo Ishiguro tenía seis años y acababa de llegar a Inglaterra desde su bombardeado Nagasaki natal, siempre pedía que en los juegos de guerra del recreo los malos fuesen los alemanes y no los japoneses. "Ese era el único momento en el que me sentía incómodo", confiesa. Porque "Ish" o "Ishi" —llamarlo de otra manera es claro signo de que es uno el outsider del ambiente literario británico— inmediatamente se adaptó tan bien a su país de adopción que hoy es considerado el más inglés de los escritores británicos. Incluso sus novelas más conocidas, como Los restos del día (llevada al cine con Emma Thompson y Anthony Hopkins) o Cuando fuimos huérfanos, suelen ser consideradas visiones más pesimistas de las comedias costumbristas de Jane Austen.

Cuando le confieso durante la entrevista que al comenzar a leer sus libros estaba segura de que era un maestro de escuela en la campiña de Surrey llamado John Smith o similar y que usaba Kazuo Ishiguro como seudónimo para hacerse el exótico, "Ish" no se sorprende en absoluto. "Definitivamente no eres la primera —dice con una encantadora risa que todavía parece más la de un chico curioso en un país extraño que la de un laureado escritor cincuentón—. La gente a menudo se confunde conmigo y eso me gusta, creo que eso fuerza a pensar más allá de los estereotipos, que alguien de un entorno japonés, con nombre japonés no necesariamente tiene que escribir de temas japoneses, ¿no?"

En su último libro, Nunca me abandones, Ishiguro vuelve a los temas que hubiesen hecho las delicias de la Reina Madre (para quien, de hecho, trabajó en su juventud): un colegio pupilo impecablemente privado en el campo, donde los chicos son educados y protegidos del mundo exterior, y donde les inculcan que son especiales e importantes para la sociedad en la cual eventualmente entrarán. El giro inesperado de la narración se debe a que esos chicos no son importantes porque los esperen carreras gloriosas en Oxford y Cambridge ni un futuro como próximos jueces y políticos conservadores, sino porque son clones criados para brindar "partes de repuesto" a los seres humanos que las necesiten.

—¿Ciencia ficción? ¡Sus lectores deben de haberse sorprendido mucho!

—No lo llamaría ciencia ficción, aunque este libro fue en general catalogado en ese género. Más bien, me gusta pensar que es una ficción alternativa, del estilo "¿qué habría pasado si Kennedy no hubiese sido asesinado?". Yo aquí presento qué podría haber ocurrido en Inglaterra con un desarrollo científico mayor. No es que haya empezado diciendo "Voy a escribir sobre la clonación", ni que jamás haya querido contribuir al debate sobre las células madre y esas cosas. Soy un escritor y éste es puramente un recurso literario.

—¿Cómo nació el libro?

—A comienzos de los años 90 me puse a escribir una novela sobre un grupito de estudiantes que tenían algo distinto pero que básicamente discutían de libros, se peleaban y se enamoraban como todos los demás. Sabía que un destino extraño los aguardaba, pero no sabía exactamente cuál, y entonces abandoné el proyecto. Un par de años más tarde volví a intentarlo con el tema de las armas nucleares, dándole un tinte a la cuestión, pero no funcionó. Finalmente en 2001, cuando todo el mundo estaba con el asunto de la ovejita Dolly, escuché un programa científico en la radio y se me ocurrió que si mis protagonistas fuesen clones, creados para que los seres humanos pudieran usarlos en transplantes y descartarlos, la historia tendría una lógica, y todo cerró. Lo que yo quería contar era que la vida humana es limitada y todos debemos enfrentar el envejecimiento y la muerte propia y de los seres amados. Que por eso siempre tenemos en el fondo de la mente ese sentimiento de que nos estamos quedando sin tiempo y que siempre está latente la pregunta de qué es lo que hace que la vida valga la pena ser vivida. Que estos chicos sean clones y que su vida vaya a ser por definición de unos pocos años simplemente hace que estos temas se vuelvan más urgentes. Para mí, la clonación fue simplemente una metáfora para hablar de la condición humana.

—Más allá del tema científico, éste es un libro bastante distinto de los anteriores, ¿verdad?

—A pesar de que en muchos sentidos obviamente éste es un libro muy triste, como suelen ser mis novelas, creo que por primera vez en mi carrera dejo un mensaje de alegría. Si bien estos chicos crecen para enfrentar su destino de "partes de repuesto", al escribir traté de retratar las cosas buenas de los seres humanos. Los personajes principales en el fondo son tipos básicamente decentes que, por supuesto, cometen errores, pero finalmente intentan corregir su rumbo y si le hicieron mal a alguien, piden perdón. Se dan cuenta de que lo que importa son las relaciones, no las posesiones, los sentimientos ni el estatus, ese tipo de cosas básicas. En mis novelas anteriores siempre me ocupé de los aspectos negativos del ser humano. Esta vez quería celebrar, aun en el contexto de vidas muy cortas, un mensaje muy simple: que la mayor parte de la gente tiene cierta dignidad.

—Otra diferencia es que Kathy, la narradora, no suena tan reprimida como los narradores a los que nos tiene acostumbrados y que parecería que podemos confiar más en lo que dice. ¿Fue un giro para evitar ser encasillado?

—Uno de los peligros de los que un escritor debe protegerse es el de repetir fórmulas simplemente porque funcionaron bien en el pasado. Los críticos siempre ponderaron a mis narradores "poco emotivos", por llamarlos de alguna manera, y casi casi se convirtieron en mi marca registrada. Pero tengo que ser cuidadoso para no confundir a mis narradores con mi propia identidad como escritor. Esto no significa que no volveré a los "reprimidos" si en una novela futura la narración lo requiere. En el pasado, mis narradores no eran muy confiables, no porque fueran unos dementes sino porque se engañaban a sí mismos, como hace todo el mundo. Al mirar atrás el fracaso de sus vidas, no podían ver las causas de manera clara y eso era algo que me interesaba explorar. O sea, servían a un propósito. Pero Nunca me abandones no trata sobre la manera como nos engañamos a nosotros mismos, así que un narrador de esas características simplemente hubiese obstaculizado el fluir de la historia.

—Una vez más, mira a Inglaterra con un dejo de distancia. ¿Eso es reflejo de su infancia en este país?

—Nosotros vinimos en lo que pensábamos sería una visita temporaria por trabajo de mi padre, que era científico, así que nunca nos adaptamos del todo. Es como si te dijeran "Te mando un año a París", miras todo con curiosidad pero nunca haces la inversión emocional de ser realmente un francés porque sabes que en cualquier momento vuelves a tu mundo y todo se termina. Cada año para nosotros empezaba con un "Este año sí que volvemos a Japón", entonces nunca dejamos de mirar a los ingleses como esos nativos de comportamientos peculiares, y supongo que algo de eso queda en mi obra. Con mi familia siempre vimos a Inglaterra desde una clara distancia emocional y a través de los valores japoneses. Mis padres no me sabían decodificar los ritos y costumbres de la vida diaria como los padres de mis compañeritos de escuela, por eso había muchas cosas que no lograba entender. Por ejemplo, el sistema de clases sociales, quién pertenecía a la clase trabajadora y quién a la clase media o media alta y por qué eso era importante. Por qué había palabras más elegantes que otras para usar, por qué había que comer de una manera y no de otra, por qué las formas y los modales son tan importantes. Mis padres me mandaban inclusive a la escuela dominical, a pesar de no ser cristianos, porque era lo que todos los padres hacían, pero yo no entendía nada. Me acuerdo de que llegamos a Inglaterra en Pascua y por todos lados había imágenes de Jesús sufriente en la Cruz y procesiones, y en la televisión había un programa para chicos que reproducía la pasión de Cristo, que les produjo terror a mis padres. Les parecía algo salvaje y sádico mostrar esas imágenes de sangre y violencia a los niños, un chico japonés de cinco años nunca hubiese sido expuesto a esa brutalidad en la pantalla, que los inglesitos tomaban con tanta naturalidad. Obviamente con el tiempo las costumbres occidentales y en particular inglesas se me volvieron más familiares, pero nunca dejaron de ser, para mí, raras y fascinantes. Yo era parte del sistema, iba al colegio, a la iglesia, seguía las modas y tendencias igual que todos mis amigos, pero Inglaterra nunca dejó de ser el extranjero.

—En una entrevista reciente declaró que además, para usted, Inglaterra es un lugar mítico. ¿Todavía lo siente así después de los atentados?

—La que es mítica es la Inglaterra de mis libros. Pero si bien la Inglaterra donde vivo es muy distinta de aquella sobre la que escribo, quedé muy gratamente sorprendido por la manera calma en que la ciudadanía respondió a los atentados. Londres es muy distinta del resto del país, tiene un sabor cosmopolita muy fuerte, como Nueva York, y en todos los niveles hubo una fuerte resolución para que no se quebrara la identidad multiétnica de la ciudad. La respuesta fue muy madura y, con la noticia de que los terroristas eran ingleses y no infiltrados extranjeros, la gente empezó a preguntarse seriamente qué significa ser británico, cuáles son los valores que nos definen. También me impresionó, después del horror del muchacho brasileño al que la policía mató por error, cómo en todos niveles de la sociedad y en la prensa hubo una reacción para proteger los derechos civiles, cómo aun en un tiempo de tanta confusión y pánico la gente se preocupaba de eso. En líneas generales creo que, como sociedad, salimos adelante bastante bien del espanto.

—Volviendo a los libros, un guión suyo, La duquesa blanca, ya está siendo transformado en una producción de Hollywood, con Ralph Fiennes, y hay planes para que le toque el turno a Nunca me abandones. ¿No le da miedo que los films les quiten protagonismo a sus novelas? Por ejemplo, me cuesta releer Los restos del día sin pensar que el mayordomo es Anthony Hopkins?

—El cine es un arte mucho menos democrático que la novela. Dice "Así es y luce cada personaje y cada lugar". No hay mucho que yo pueda hacer al respecto, salvo cruzar los dedos por que la gente pueda hacer el cambio en su cabeza de un medio a otro. Dicho todo esto, no me molesta nada que todo el mundo vea en mi mayordomo a Anthony Hopkins porque fue una excelente elección de actor, pero hay cosas que me vuelven loco, como cuando cambian una novela de un ambiente muy inglés a un contexto americano porque vende más. De todos modos, los lectores hoy son cada vez más sofisticados porque el pasaje de una novela al cine es un fenómeno tan corriente, que pueden ir y volver de un mundo al otro sin mayores problemas. Tomemos a Jane Austen. Con la cantidad de adaptaciones al cine que hay de sus obras, yo siempre temí que al retomar Sensatez y sentimientos —que no leía desde la universidad— iba a ver las caras de Emma Thompson y Kate Winslet, pero no pasó para nada, pude crear mi propia versión de las protagonistas. Esta es la realidad del mundo moderno: los libros y el cine deben coexistir lado a lado.

—¿Es verdad que no le gusta nada que lo comparen con Jane Austen?

—Bueno, la leía en la universidad, a los veinte años, y me pareció muy de "nena que sueña con novios" para mí, pero supongo que era simplemente porque yo no había desarrollado la suficiente madurez para disfrutarla y no era un buen lector. La releí por completo el año pasado y ahora, más viejito, soy un fan. ¡Espero estar a tiempo de cambiar la versión establecida de lo que es mi opinión sobre ella!

—Y autores argentinos, ¿hay alguno que le interese en particular?

—Lo que pasa es que soy muy inglés en que no me gusta nada leer traducciones. Quizá por eso hay autores, como Cortázar y Manuel Puig, que siempre me interesaron pero a los que nunca les dediqué el tiempo necesario. Borges, por supuesto, marcó a mi generación y en la universidad era uno de los favoritos. Un par de años atrás salió una nueva y muy buena traducción al inglés de su obra completa, y me sigue pareciendo igual de extraordinario —y gracioso— que cuando lo leía de muchacho. Pero, en realidad, de lo que soy fanático de la Argentina es del fútbol y el tango. Maradona y Piazzola (a quien viajaba para ver tocar en los años 80 y cuyos álbumes grabados en Nueva York son insuperables) son mis ídolos. Me acuerdo perfectamente de cómo me enternecí la primera vez que escuché un bandoneón.

—En lo de la pasión por el tango, más que inglés es japonés. Aparentemente es un tipo de música y baile que siempre tuvo mucho éxito en su país natal.

—Y puedo explicarle exactamente por qué. El tango es muy parecido al arte japonés: de una ternura y una melancolía enormes, pero que esconden algo muy agresivo detrás. Escuchar a Piazzola es como ver las películas de artes marciales de Kitano, de una gran belleza y una triste calma pero sobre las cuales uno sabe que en cualquier momento la sangre va a explotar. Siempre me emociona. Y el otro día vi a Maradona en su programa nuevo de televisión. Por supuesto, no entiendo nada de lo que dice, pero que esté de nuevo flaco... bueno, reconozco que un poquito me emocionó también.

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