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Allende lo razonable
Felipe Ricardo,
el tanguero perseguido

Por Dänik Eraparauntaar

El tango, esa fuente inagotable de misterio. Ya desde el período paralítico nos llegan imágenes rupestres de hombres bailando no solamente entre sí, sino también con periodontes, climaterios y otros animales de la época (hecho que hemos de tener el coraje de admitir, por mucho que nos avergüence descender de estos pervertidos). Las solas proporciones del tango, dos por cuatro, encierran sin duda relaciones matemáticas precisas que, si nos descuidamos, podrían llegar a revelarnos la localización de ciertos lugares oficialmente considerados “míticos”, como el Palacio del Escorial o Disneylandia.
      Y si hablamos de tango y de misterio, no podemos dejar de referirnos a Felipe Ricardo. La vida de este célebre cantautor está rodeada del más hermético de los secretos. No se conoce su edad, ni sus orígenes, ni tan siquiera su nombre verdadero; apenas han trascendido su seudónimo y algunos tangos que le ganaron fama unas cuantas décadas atrás. Desde hace años vive recluido en su residencia suburbana, de la que expulsa a disparos de su Smith & Wesson a cualquiera que se acerque, asegurando ser perseguido por seres que sólo él tiene la capacidad de ver. Este cúmulo de circunstancias enigmáticas fue suficiente para que me decidiera a entrevistarlo, enfrentándome audazmente al peligro.
      En todo caso, necesitaba que viera de inmediato que de mí no tenía nada que temer. En esto me asistieron mis múltiples lecturas e investigaciones, que me llevaron a develar el significado oculto del color blanco como símbolo de pureza y buena fe. De modo que tomé un buen trozo de paño blanco, lo até a la punta de un palo y lo llevé flameando visiblemente al acercarme a la casa de don Felipe, mientras exponía con claridad mis intenciones:
      —¡No tire, don, que vengo a entrevistarlo! ¡Soy de Axxón! Usted conoce AnaCrónicas ¿no? ¿El Gaucho de los Anillos? ¿Otis?
      —¡A mí no me engrupís con ese cuento! ¿Qué te creés, que soy un caído del catre? Yo sé muy bien que Otis no es una persona. Que en realidad, OTIS significa Organización de Trabajadores de la Industria del Sombrero. ¡Y hace una punta de años que nadie usa sombrero!
      Éste era por cierto un dato que desconocía acerca del responsable de AnaCrónicas, y me preguntaba por qué me lo habría ocultado. Tomé debida nota de ello para interrogarlo sagazmente sobre el particular cuando fuera oportuno, que no es cuestión de dejarse enredar cándidamente en cualquier trama conspirativa. Vamos, que a quien ha acumulado más de doscientos cincuenta mil puntos de viajero frecuente no resulta tan fácil echarle una red.
      Mientras tanto, hice uso de toda mi diplomacia y don de gentes para persuadir a don Felipe, quien finalmente accedió a concederme una entrevista a través de los ochenta mil voltios de la reja. Aparentaba ser un pulcro anciano, de barba prolijamente recortada y cabello canoso que parecía lamido por una vaca antes del estado mutilado de su metamorfosis. Renqueaba pesadamente, apoyándose en un bastón. “Es una herida vieja, pibe —me contó cuando le pregunté al respecto—. Me la hicieron cuando tenía más o menos tu edad. Un viejo loco... mirá, ya ni me acuerdo.” De modo que el infeliz había sufrido persecuciones durante buena parte de su vida. Algo así tenía que haber dejado una huella distintiva en toda su obra.
      —Ah, sí, mi obra. En todos mis tangos yo trato de dar un mensaje, ¿sabés pibe?
      Ciertamente lo sabía. El pobre diablo no tenía la menor oportunidad de tomarme desprevenido en éste ni en ningún otro asunto. Ya estaba bien al tanto de los estudios criptográficos que se habían realizado en la universidad francesa de Pont d’Avignon sobre las letras de Felipe Ricardo. El más inquietante y revelador de esos estudios es el que se hizo aplicando el software ATLANTIS (Advanced Tango Lyrics And Nonsensical Text In-depth Search), que toma una por una las letras de las ídem y las busca en una amplísima base de datos literaria. Los resultados son, por lo menos, perturbadores. ¿Cuáles son, por ejemplo, las probabilidades de que todas y cada una de las letras aparezcan no una o dos veces, sino centenares de miles de veces, en todos y cada uno de los ocho millones de ejemplares digitales examinados por el software, sin una sola excepción? ¿Cómo se explica que las ocurrencias se verifiquen incluso en libros escritos originalmente en japonés y coreano, idiomas éstos que, como todo el mundo sabe, no solamente no tienen vocales, sino que tampoco tienen consonantes? ¿Es acaso coincidencia que, de todos los títulos, el primero de la lista sea en todos los casos A A AABA Abajo el gobierno? ¿Qué conclusión podemos sacar de esto? ¿Es una “simple coincidencia”, como dirán sin duda los críticos sépticos, que en la lista aparezcan en todos los casos títulos como Yo asesiné a Kennedy, La traición de Rita Hayworth, Método Silva de control mental y otros igualmente sugestivos? Saben los que me conocen que yo puedo creer en muchas tonterías, pero en las coincidencias por supuesto que no. Ciertamente no puede ser una coincidencia que en uno de los libros las letras aparezcan incluso en el orden exacto en que fueron ingresadas, y que además ese libro se llame (¡oh casualidad de casualidades!) Letras de tango de Felipe Ricardo. Quien quiera cerrar los ojos a la evidencia incontestable y continuar postrándose ante el altar de los dioses gemelos Azar y Caos (que, por cierto, son los nombres que los antiguos efrainitas daban a los satélites de Marte, que la ciencia oficial aún no se ha dignado descubrir), que lo haga. Nosotros, los audaces iniciados, seguiremos buscando el significado oculto aun de lo más insignificante.
      —Sí, pibe, todos mis tangos tienen un mensaje —repitió luego de la larga pausa que me permitió incluir los comentarios anteriores—. Y ese mensaje es éste: nada es lo que parece. Las pintas engañan, los ojos le chingan fiero, el bobo... el bobo se come cualquier verso, se cree todos los juramentos. ¡Ah, pibe, si yo te contara! ¡Si vos supieras todo lo que vieron estos faroles!
      —Efectivamente, se comenta que usted tuvo una relación con una mujer que no era humana.
      —¡Uh, para qué me la nombrás! Mirá... es como si la estuviera viendo. Raquel se llamaba. ¡Qué linda que era! La conocí una vez que fui a dar una conferencia... ¿Sabías que antes de ser tanguero yo quise ser investigador? Sí, fue un berretín que tuve mucho tiempo; todavía me duraba cuando empezaba a hacerme conocido en las milongas, que es la época que te estoy contando. Fui a dar una conferencia sobre unas inscripciones que habían encontrado en las ruinas del Tortoni, después del bombardeo atómico del ’18. Había una tablilla que, por lo que yo interpretaba, tenía las instrucciones para armar una máquina del tiempo. Los científicos ortodoxos, cuando no, no estaban de acuerdo. Decían que la tablilla tenía escrito “CABALLEROS”. ¿Te imaginás, pibe, qué disparate?
      »Disculpame, me estoy yendo por las ramas. Bueno, te contaba que fui a dar esa conferencia y la vi entre el público, con ese pelo y esos faroles. ¡Qué piba bonita que era Raquel! Parecía que estaba hecha para mí... Pero tenía dueño. Así que empezamos a vernos a escondidas. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué época ésa que, por mis años, ya no voy a volver a ver! Pero ella no me correspondía. No podía quererme, y por eso sufrí tanto. Por ella perdí todo, y al final la perdí a ella también. Le dediqué mi tango más triste...
      —¿Cuál es? ¿Ése que empieza “Cuando la conocí a Raquel...”?
      —No, no... Mirá, te lo canto:

Es con rencor que hoy te evoco,
cruel y pérfida percanta
que tiraste a la marchanta
el amor te entregué.
Siempre me importó muy poco
que fueras tan atorranta,
pero que eras replicanta
no me dijiste, Raquel.

Raqueeeel,
hoy me llaman paranoide.
Raqueeeel,
por tu culpa, vil androide.
Raqueeeel,
tus bonitos solenoides
me dejaron esquizoide,
fue por quererte, Raquel.

Ya sé que nada sentías,
que tu amor fue puro cuento,
que era todo fingimiento,
que era grupo, ya lo sé.
Y mientras yo me moría
de este humano sentimiento,
se te vino el vencimiento
y te me fuiste, Raquel.

Raqueeeel,
hoy le doy al alcaloide.
Raqueeeel,
es por vos, maldito androide.
Raqueeeel,
tus bonitos solenoides
me dejaron esquizoide,
fue por tu culpa, Raquee-e-eeel...
Raaaaquel,
de este estado paranoide
no me saca ni don Froide...
Fue por quererte, Raquel.
(chan-chan)

»Ya ves, pibe, por qué ella no me podía querer. Y encima tenía dueño, como te dije. Pero yo estaba ciego. Por ella dejé de investigar, dejé de componer, dejé de cantar... Hasta del bulín me rajaron por no tener para el alquiler. ¡Y en la mala ninguno te juna! Los del cafetín, los que antes se decían gomías, ahora me criticaban por mi vieja afición; decían que era un charlatán entre visionarios, decían.
      »Ya no tenía nada que hacer, no tenía ni un rinconcito que fuera mío. Solamente la tenía a ella. Así que un día agarré y armé la máquina del tiempo siguiendo las instrucciones de la tablilla del Tortoni, y nos escapamos juntos al siglo veinte. ¿Sabés, pibe?, tenía que haberme olido algo en ese momento. Porque la máquina, para funcionar, necesitaba interactuar con el campo bioenergético de la materia orgánica; así que yo me tuve que venir como Dios me trajo al mundo, pero a ella hubo que envolverla en bifes de chorizo. ¡Fijate si estaba ciego!
      »Sí, pibe; me usó, aunque me duela decirlo. Me usó para escaparle a la fecha de vencimiento. ¡Imaginate! Como si fuera un asunto de almanaques y no de degradación entrópica de la matriz neural positrónica. Pero ya no le guardo rencor por violar la Primera Ley con mi cuore; ahora solamente le tengo lástima por ser tan ingenua.
      »Ah, pero la cosa no se termina ahí. No, pibe, hay almas que están destinadas a no tener consuelo. El dueño de la piba ésta era un tipo influyente, con contactos con el gobierno y la cana; así que se consiguió la máquina y me hizo seguir. Al botón que mandaron atrás mío yo ya lo conocía de antes: el cabo Darío Lamberto, un tipo medio raro que hablaba con el peine. No me quiero imaginar cómo hizo para traerlo del futuro.
      »Así es, che; hasta a Raquel la perdí, y ni siquiera me queda la calma de que el punto éste deje de perseguirme. Porque la piba ya no está, pero como no se puede volver me sigue andando atrás y mandándome a sus esbirros. Mirá, si ahí... ¡Ahí están! ¡Ahí están! ¡Ahí están! ¡Ahí están!
      Fueron exactamente cuatro “ahí están” acompañados de otros tantos disparos del arma, que destrozaron sucesivamente un nido de hornero, un barrilete enredado en los cables, la luneta trasera de un Fiat Palio y un jean Cartujano. ¿O sería más exacto decir: los que aparentaban ser un nido, un barrilete, una luneta y un jean? Ciertamente, la habilidad de estas arteras entidades para hacerse pasar por objetos cotidianos, incluso en la manera de deshacerse ante los impacto de bala, sólo se compara con la extraordinaria sensibilidad de Felipe Ricardo para detectarlas más allá de cualquier disfraz. Lamento no tener yo mismo un talento semejante; si así fuera, habría reconocido por lo que era a aquel impostor infiltrado entre mis pantalones y, en lugar de ponérmelo y tener que andar ahora con bastón, le habría sacado hábilmente de mentira verdad. Ciertamente que la herida es dolorosa; pero lo que más me duele es que se me haya escapado teniéndolo tan cerca. ¿Cómo pudo pasar?
      Lo que de ningún modo se me escapará es la verdad detrás de este caso. Las conclusiones, en mi humilde e irrebatible opinión, son muy claras: si nada se sabe de la identidad de Felipe Ricardo es porque él mismo no es otro que el sacerdote egipcio que siempre estoy a punto de encontrar. Entre todos mis libros menciono al sacerdote del culto de Ra-amón que hibernó hasta nuestros días. En los jeroglíficos de su “tumba” (que mejor haríamos en llamar cámara frigorífica) está muy claro el dibujo de un freezer Gafa millones de años anterior a su invención, por más que los engreídos “egiptólogos” aseguren que es un hipopótamo (lo cual es a todas luces absurdo: además del hecho comprobado científicamente de que los hipopótamos no habitan en Egipto sino en África, cuento con mi experiencia personal de primera mano de haber estado una vez en un hotel de El Cairo y haber visto varias heladeras con freezer, pero absolutamente ningún hipopótamo).
      Así que éste es sin ninguna duda mi sacerdote, y si no es pega en el poste. En tal caso, ciertamen
te que tiene motivos para sentirse perseguido. Los sacerdotes (egipcios o de cualquier otro culto contrario al establishment) suelen ser blanco de los temidos demonios vestidos de azul y sus jefes, los extraterrestres lampiños conocidos como grisines.
      Ya ve, amigo lector, cómo las piezas encajan magistralmente en su sitio. No se puede tapar el sol con un dedo, a menos que sea uno de los dedos gigantes que asolaban la Tierra hace milenios. Eventualmente la verdad, por muchos esfuerzos que se hagan por mantenerla oculta, sale a la luz; y ciertamente me complace aportar mi granito de arena para que eso sea así.
      Hasta aquí llegamos hoy. En un futuro artículo, si el destino lo permite, seguiré hablaré de los misterios ancestrales que voy develando poco a poco en mis clases de tango. (A propósito, el profesor dice que tengo muy buena voz para cantar. ¿Quién lo hubiera pensado?)

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