EL GATO DORMIDO

Fran Ontanaya

España

Walduff alzó la semiautomática y apretó el gatillo. La llamarada se reflejó en las paredes. Como en una cámara lenta, John Thomas Hamilton se arqueó en el aire, la bata flameó mientras jirones de tela se esparcían limpiamente y la tiza de la pizarra se disolvía en la vida escapada del profesor.

Cayó sentado, bajo el encerado. Walduff esperó a que el arma se enfriase y la guardó. Borró las fórmulas garabateadas y lanzó los papeles al incinerador. El trabajo estaba terminado.

Salió del edificio, sin prisa alguna, amparado por la oscuridad nocturna. Observó un momento al gato que dormía bajo el seto del campus. Un gato blanco, albino, dormido sobre un costado. El sonido del disparo no lo había despertado.


—Compresas hemostáticas.

Una mano enguantada las tendió. El doctor Pereda las puso en el lugar adecuado, preparadas para contener la sangre.

—Pentotal sódico.

El pentotal sódico estaba listo, mezclado con el suero del circulador. Sólo una dosis mínima.

—Cognotoxina, diez microgramos.

Hubo una pausa.

—Clara...

La neurocirujana se estremeció. El cuerpo del profesor Hamilton yacía sobre la mesa ergonómica, pálido, rígido, inerte. Tenía el cuello abierto quirúrgicamente, y tanto las aortas como las carótidas estaban conectadas al circulador. Hacía mucho tiempo que la sangre había dejado de moverse dentro de aquel cuerpo.

Clara Hayes se puso a los mandos del brazo robótico, en cuyo extremo había una afiladísima aguja, casi invisible, y un minúsculo y preciso émbolo con menos de un miligramo de CT.

Activó el servosistema. No tuvo que hacer ninguna corrección. La aguja avanzó micra a micra, a través de los huesos del cráneo y hasta la pared de las arterias cerebrales, guiada por los datos de la TAC tridimensional. Hayes observó cómo las fracciones de la dosis indicada se inyectaban en el interior de los vasos arteriales.

—Temperatura —indicó el quimiorreanimador—. Preparad el circulador.

Joan Pereda era el único especialista en Europa con alguna experiencia con la cognotoxina. La suerte había querido que en aquel momento estuviera realizando investigaciones en la misma ciudad en la que Hamilton, de padres escoceses, daba clases de física cuántica. La cognotoxina había sido localizada sólo tres años atrás, entre las noventa y dos substancias alcaloides segregadas por la Dendrobates exotica, una ranita sudamericana hallada en un paraje virgen de la inmensa cuenca amazónica, cuya terrible toxicidad sólo era superada por la misma Phyllobates terribilis, quinientas veces más mortal que la víbora europea. El descubridor no había sobrevivido a su propio hallazgo, pero unas pocas de aquellas ranas habían llegado a los laboratorios británicos, donde la CT había mostrado por primera vez su extraordinaria capacidad.

Su capacidad para revivir a los muertos.

No había ninguna opinión consensuada sobre la naturaleza de una molécula que eludía todos los análisis. Si la evolución podía o no crear algo como la CT, quizá nunca hubiese respuesta. Simplemente, estaba allí y ellos la habían tomado. Que la CT superase con mucho los mayores logros de la nanotecnología era una cosa sobre la que quizá fuese mejor no preguntar.

El profesor Hamilton estaba listo para la proyección de memoria. El personal del quirófano se movió rápidamente, asegurándose de que todo el equipo estuviese preparado. Hayes se estremeció de nuevo; una corriente tibia le alcanzó, atravesando el aire desecado y enfriado a dos grados sobre cero.

—Encendido del circulador —anunció un técnico. No era necesario que Pereda diese más órdenes, el proceso estaba minuciosamente cronometrado.

Hayes observó cómo el espeso sucedáneo grana fluía hacia el cuello del profesor, las venas vomitaron el líquido conservador que había preservado las células. La sangre comenzó a circular. Una leve dosis de cognotoxina estaba disuelta en ella. Además de ser un anticoagulante extremadamente efectivo, movilizaba las reservas y remedaba la síntesis mitocondrial de moléculas ATP a partir de cualquier material disponible, fueran azúcares o sus propias coenzimas; aumentaba el intercambio de las membranas celulares ayudándolas a captar gases, a expulsar toxinas y a difundir sustancias y hormonas, y era un neurotóxico tan potente que era capaz de despertar el cerebro de un coma profundo, aunque fuera sólo por un escaso periodo. En general, forzaba la actividad celular al menos durante veinte minutos, en condiciones favorables, antes de que el organismo se desmoronara y empezara a descomponerse rápidamente.

De ese modo, Hamilton reviviría de cuello hacia arriba durante un breve lapso de tiempo. Una dosis excesiva haría que los tejidos se consumieran como la carne de un vampiro al sol.

En pocos segundos la toxina penetraría en la circulación cerebral. La CT estimularía las áreas del lenguaje hablado y escrito, el lenguaje numérico y las habilidades científicas. Y en ese momento, el cadáver recobraría una consciencia parcial. Un psiquiatra especializado mostraría a Hamilton una o más imágenes y reforzaría el estímulo con preguntas y sugerencias murmuradas al oído. El objetivo era inducir la rememoración de algunos fragmentos determinados de memoria. Si había suerte, Hamilton recitaría lo buscado, sin voz. Un equipo de observadores sordos leería las palabras de sus labios, revisarían más tarde los vídeos y compararían sus resultados.

Para entonces, el cerebro del profesor se habría consumido, metabólicamente abrasado, con lo que no dispondrían de una segunda oportunidad.

El rostro de Hamilton perdió su palidez y empezó a tomar color. Los párpados se abrieron, y un auxiliar se apresuró a verter en ellos algunas gotas de suero salino. Hamilton parpadeó. El psiquiatra alzó la pantalla líquida con la primera imagen, la imagen de un aula, y formuló una pregunta. Desde su lugar, al otro lado de la mesa, Hayes pudo escucharla:

—John, ¿cómo se viaja más rápido que la luz?


El informe pasó de mano en mano, como un cubo de agua destinado a apagar un incendio. Los ánimos estaban, desde luego, muy encendidos.

—¿Y bien? —preguntó Hebner.

Daniels empezó a leer, como siempre, concentrándose en las palabras clave.

—0:17 horas del 29 de mayo de 2043, hora del crimen... Eso ya lo sabemos. Waldaf, o Walduff, apodo. Un metro ochenta y dos, caucasiano, posiblemente austríaco. Hum... llevaba chaqueta de cuero natural, mate, color pardo... Es una descripción incompleta. Sólo habla de algunos rasgos, pero no de su aspecto general.

—El hombre estaba moribundo, jefe.

James Daniels era capitán de policía de la Interpol, transformada en un cuerpo activo bajo supervisión de la ONU, bajo el mando del delegado por los Estados Unidos en el Comité Ejecutivo de Lyon. En condiciones normales, no participaba en casos en territorio de la Unión que no implicasen a su país.

Pero las condiciones se habían vuelto muy poco normales.

—Ojalá estuviese moribundo, Frank. Pero, maldita sea... ese hombre no estaba moribundo. Ese hombre estaba muerto.

Hebner, segundo de Daniels, sopló repelido. Era muy difícil digerir semejante concepto.

—Envíale una copia a Handkeheim —continuó Daniels—. Quizás tenga antecedentes.

—El señor X no se ocupa de los robaperas —dijo Hebner; Handkeheim era el nombre en clave de la mayor multinacional de seguridad privada del mundo. Eran comerciantes de información, en las fronteras de la ley, lo que técnicamente se solía entender como una caja negra. Si le dabas información confidencial a Handkeheim, obtenías información confidencial de un valor equivalente. Si querías poner a salvo tus secretos y husmear en los de los demás, entonces tenías que pagar.

—Este no es un delincuente ocasional. Dejó que el profesor le viera y le dio su nombre. Su "sello de la casa". Un delincuente común no iría a por un profesor de física... diablos, Frank, ni a mí se me ocurriría robarle a un profesor de física.

Hebner alzó las cejas. Después cambió de tema.

—¿Ha dicho algo útil el... el profesor?

—Nada. No le han arrancado una sola fórmula. Han examinado los restos de tiza en la pizarra, pero es evidente que no han sacado nada en claro. Si no, ahora estarían tratando de ocultarlo.

Le entregó el informe en minidisco a Hebner. Este se dirigió a la secretaría, donde estaba la terminal de red más cercana. Antes de marcharse, sin embargo, se giró y dijo alzando la voz:

—¡Jefe! ¿Y qué hacemos con el gato del profesor?

—¿Un gato?

—El que andaba suelto por el campus. En el chip figura a nombre del profesor.

—¿Lo han revisado?

—Y me consta que los chicos se lavaron después las manos, o es que tienen muy buen apetito.

Daniels ignoró el chascarrillo.

—Que se lo envíen a la familia.

—Uh...

—El servicio de transporte de animales, Hebner. Llama a Intendencia y que encarguen una furgoneta.

—Ya. ¿Está seguro, jefe? Sólo es un gato.

Daniels alzó la vista, exasperado. Hebner se calló y se marchó del despacho, al mismo tiempo que entraba Alicia Escudero, directora del moderno Instituto de Ciencias Criminológicas. Daniels dejó el resto de los informes; si podía esperar resultados de alguien era precisamente de ella.

—¿Habéis localizado ya al delegado escocés? —preguntó ella en un inglés esmerado. Tenía una voz dulce, pero no tanto como para disimular su carácter.

—El delegado escocés y la plana mayor de su equipo de trabajo están en China, invitados por Zhu Shikai —respondió con tono sardónico—. El magnate los ha invitado a unas vacaciones.

—¿Problemas internos en la Interpol?

—Cómo no. A estas alturas nadie hubiera esperado que las primeras elecciones en Escocia diesen un gobierno de extrema izquierda.

Escudero hizo un gesto ambiguo de indiferencia.

—Se me ocurren muchas posibilidades peores que esa.

—¿Tenéis algo? —inquirió Daniels, sospechándolo.

—Perfiles de ADN.

El americano le lanzó una mirada escéptica. Como si los perfiles fuesen la solución universal.

—Hace tiempo que los equipos de la Interpol obtuvieron los perfiles de ADN del lugar del crimen. Se han movilizado muchos recursos para esta investigación, Alicia. Teniendo en cuenta lo que está en juego...

Escudero sonrió.

—Nuestro instituto es pequeño, pero a veces hace algunos... "pequeños avances". Se da el caso de que tenemos lo que podríamos llamar una descripción calculada del asesino. Tan sólo necesitamos cruzar nuestros resultados con los archivos fotográficos de la Interpol.

Daniels se quedó mirándola durante un largo rato.

—En fin... —Se pasó una mano por el cuello.— ¿Cuánto tiempo necesitáis para cruzar los datos?

—¿Cuánto tardaréis en darnos acceso?

Daniels observó a Escudero con un gesto torcido.

—Si vuestros técnicos están listos, supongo que un par de horas. Burocracia.

—Entonces tardaremos un par de horas más dos minutos.

Daniels asintió y alzó el auricular para comunicar con Lyon. Mientras marcaba, decidió que, si algún día aparecía un problema con un instituto de robótica, presentaría inmediatamente la dimisión.

—¿Ouí?

—¿Augier?

—Daniels... ¿qué sucede?

—Tenemos un rastro que huele a liebre.

—Bien. ¿De qué se trata?


—¿Todo listo?

—Todo listo —contestó la radio.

Las luces del cerco de coches de policía se encendieron y un caos enloquecedor de sirenas atronó las calles del centro de Estambul. El capitán de policía turco utilizó el altavoz:

—¡Walduff! ¡No puede escapar del edificio! ¡Salga con las manos en la cabeza!

Las luces del almacén se apagaron. Era imposible escuchar lo que sucedía en el interior.

La respuesta se demoraba. El capitán se acercó, dando con la mano la orden de que le cubriesen. Usó de nuevo el altavoz.

—¡Walduff...!

La portezuela metálica se abrió de golpe y sonaron cuatro disparos. Los dos primeros impactaron en la chaqueta de plomo del capitán y lo derribaron. El cuarto se perdió en el cielo nocturno, mientras Walduff caía al suelo, abatido por la compulsión nerviosa de un agente novato.

Los policías se arremolinaron alrededor del agonizante sicario, mientras una ambulancia empezaba a aullar por encima de las sirenas.


Hacía fresco, el viento era molesto en los lugares despejados. El exterior del campus estaba tranquilo. Se levantó y entró en el edificio. Los pasillos estaban a oscuras y aparecían desiertos; sólo se escuchaban sonidos del exterior, y el ruido de unos pasos de alguien que iba de caza. Siguió el sonido hasta su fuente.

Al otro lado del corredor, una sombra voluminosa cruzó un umbral. Dentro de la habitación estaba el profesor. Corrió hacia la puerta y llegó a tiempo de ver cómo un relámpago iluminaba la escena. Inmediatamente le siguió un horrísono estruendo. Asustado, huyó rápidamente hacia la salida.

El exterior del campus seguía estando vacío. No se escuchaba ningún sonido interesante. Unos pasos resonaron en el interior. Fue hasta el seto, protegido del viento. Estaba cansado.

Se tumbó sobre un costado. Se durmió.


El cuerpo de Walduff entró en el edificio de Medicina Experimental en el interior de una burbuja de frío. El aeróptero se alzó del suelo levantando un fuerte vendaval a su alrededor, mientras la camilla refrigerada era llevada rápidamente hacia los elevadores.

Pereda esperó a que la camilla llegara a su altura, cogió uno de los asideros laterales y entró en el ascensor con otros dos médicos y la interina que había acompañado el cadáver desde el aeropuerto. El cuerpo de Walduff contemplaba el infinito a través de la humedad condensada de la mampara. Pereda secó una parte del cristal, y observó el cuerpo.

—¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la muerte cerebral? —preguntó a la interina.

—Cuatro horas y veinte minutos. Lo trajeron en el suborbital.

Pereda masculló, malhumorado. El elevador se detuvo.

—¿Fue en frío o en caliente?

—¿Qué?

La interina no había seguido el hilo.

—La muerte cerebral, ¿fue en frío?

Empujaron la camilla, y el multiplicador motorizado la hizo avanzar rápidamente por el corredor. La interina respondió entrecortadamente; nunca había entrado en unas instalaciones como esas, ni realizado una asistencia de aquella clase.

—La doctora Hayes llamó por teléfono, dijo que lo enfriásemos vivo. Estuvo en una cámara de un depósito forense. Cuando llegó al avión tenía una parada respiratoria y ya estaba volando cuando... cuando empezó a fibrilar.

Llegaron al quirófano y la camilla pasó rápidamente hacia la mesa ergonómica; uno de los asistentes agarró a la interina por el brazo y la llevó de vuelta al elevador.


—Daniels, de la Interpol —mostró la identificación a la guardia de la entrada, que le cedió paso inmediatamente.

Un par de peces gordos hablaban en el vestíbulo con un asistente del doctor Pereda. Les pediría explicaciones. La policía turca no había esperado a los agentes internacionales. Ya debían saber que Walduff había sido contratado por el Jun Shi-zen, una organización religiosa que consideraba blasfemo el avance científico y con una creciente tradición de atentados contra los nominados de los premios Nobel. Se había logrado localizar la sede en Nagano, Japón, y a aquellas horas la policía japonesa debía estar ya interviniendo. Cruzó a grandes zancadas la entrada y se dirigió hacia el grupo de hombres.

Hebner apareció de entre uno de los grupos y corrió para llegar a su lado.

—¡Jefe! Sé que no es momento, pero he llamado a la familia del profesor. No querían hacerse cargo del gato, así que lo he llevado a una casa de acogida. ¿No hay problema, verdad?

Daniels gruñó y lo dejó atrás. No podía entender cómo Hebner le molestaba siempre con los problemas más triviales de todos los casos.


—Quince microgramos de cognotoxina.

Pereda no alzó la voz; en el quirófano no tenía que indicarle a nadie la urgencia de la situación.

—Aumentad la dosis del circulador. El frío está produciendo coágulos.

Uno de los técnicos hizo enseguida el ajuste.

—Listo.

Pereda se concentró en las mediciones monitorizadas de las funciones vitales de Walduff.

—Dadme temperatura.

El aire caliente envolvió el cadáver, empezó a perder la rigidez de dentro a fuera gracias a la glucosa utilizada en la precongelación. Unos instantes después, mientras se fundía la escarcha que cubría su cara, el circulador se puso en marcha. El rostro de Walduff se ruborizó y, tras algunos estertores, los párpados se alzaron. El psiquiatra se inclinó junto a su oído con una imagen improvisada. Utilizó el alemán para las preguntas.

—Walduff, estás en el campus de Física cuántica. Acabas de asesinar al profesor Hamilton. ¿Qué ves en la pizarra?

Todos observaron el macilento rostro. Los labios temblaron, entumecidos. No llegaron a formar ninguna palabra, y quizá sólo se estremecieron a causa del sufrimiento del cadáver. Los transmisores del dolor habían sido inhibidos, pero la cognotoxina podía provocar algunas sensaciones residuales de quemazón. Cuando se estabilizó, el psiquiatra le habló de nuevo:

—Walduff, lee lo que ves en la pizarra.

Los músculos faciales se tensaron. Finalmente empezaron a coordinarse, y pudieron leer los labios directamente:

···...frío

—Sí, Walduff, hace frío en la habitación del campus. Hay un encerado en la habitación. ¿Qué pone?

···...fuego, ruido.

—Fuego y ruido. ¿Es parte de una fórmula?

···Quiero dormir.

Los labios se movieron de forma confusa, los intérpretes hicieron gestos desde el otro lado de la vitrina de aislamiento para indicarles lo que había dicho. Pereda ordenó a un técnico que añadiese más adrenalina a la sangre del circulador e hizo un gesto con la cabeza al psiquiatra para que continuase.

—Walduff, estás en el campus. Descríbeme lo que ves.

···Hay plantas. No hace viento aquí. Puedo dormir.

Pereda hizo un breve gesto de advertencia. La monitorización indicaba que el cerebro de Walduff estaba a punto de colapsarse. El psiquiatra asintió.

—Escucha. Quiero que pienses en matemáticas. Piensa en las matemáticas que viste en el campus.

El agonizante cadáver pareció envararse.

···Ce, ce... e..., doss...

—Ce, ce, e, dos. ¿Qué sigue?

···Doss... Gato... caza...daño profe... —Se envaró de nuevo.

—Sigue con las matemáticas, Walduff. ¿Qué más viste?

Pereda movió la cabeza negativamente. El cerebro se estaba desmoronando.

···Fe... e... e, e...

La garganta del cadáver emitió el equivalente de un gorgoteo silencioso. La piel del rostro empezó a adquirir un tono visiblemente amoratado, y pequeños puntos de sangre aparecieron a través de los poros.

El psiquiatra lo contempló descorazonado. Se les estaba escapando. Los músculos del rostro se crisparon.

Pereda miró al suelo. Los encefalogramas dejaron de registrar actividad.


—Frío, fuego, ruido, quiero dormir... —Escudero repasó las palabras de Walduff.

—Nada de nada —gruñó Daniels—. El sobrino de mi hermano habría dado más información.

—Le diré al equipo que lo interrogue —bromeó ella.

—¿Tenéis algo que no haya encontrado la Interpol?

—No somos una fábrica de milagros, James.

—Tampoco lo esperaba. ¿En qué estáis trabajando?

—Como todos, tratamos de interpretar los pocos datos que tenemos y sacar de ahí alguna relación matemática. Todavía no hemos pasado del dos por el número e y la velocidad de la luz, tal vez al cuadrado. Los investigadores del Alfonso Décimo están protestando. Dicen que van a tener que crear un nuevo signo matemático.

—¿Cuál?

—"A lo mejor, y con un poco de suerte".

Daniels no sonrió. Escudero siguió hablando:

—Hay una ayudante de laboratorio que está probando otra vía. Está intentando darle un sentido literal a las palabras de Hamilton y de Walduff, y se ha trasladado al campus para hacer un poco de investigación. Estoy esperando a que llame para comunicar cualquier resultado. Como ves, me han asignado a mí el papel de coordinadora sólo porque te conozco.

—Pero volvemos a lo mismo, Alicia. La Interpol, las fuerzas de intervención de la ONU e incluso la OTAN lo han revisado todo hasta el último centímetro. Han rastreado los ordenadores del doctor, han interrogado a todos sus conocidos y a más de un desconocido; el encerado, y ya es una suerte que el escaso presupuesto español no hubiese permitido aún instalar una pantalla, ha pasado un examen microscópico y han buscado en los escritorios la impresión de la tinta de alguna hoja. Esa chica no va a encontrar nada que no se haya buscado ya.

—¿Qué quieres decir? ¿Que Hamilton no hizo ningún tipo de descubrimiento?

Hebner se acercó e intervino por primera vez.

—Eso es lo que yo estaba pensando, jefe. ¿Cómo es posible que el profesor no dejara ningún rastro de su teoría? Aparte de aquel mensaje que le envió a ese amigo suyo, claro. Es la única prueba que tenemos...

Escudero tosió:

—Bueno, en realidad parece ser que Hamilton había estado construyendo toda su teoría dentro de su propia cabeza. Era... un hombre un poco extraño. Sólo tomaba notas desordenadas y las guardaba en un fajo de papeles que llevaba siempre en una carpeta.

Daniels asintió. La historia era conocida, el profesor había sido investigado antes, en cuanto empezó a llamar la atención.

—Hamilton había sufrido antes algunos episodios de síndrome de Dick. La idea es que el profesor se quedó en el campus aquella noche porque acababa de resolver el problema, y estuvo desarrollándolo en la pizarra y en algunos papeles porque temía que la ONU estuviese espiando su equipo informático.

—Un poco presuntuoso de su parte, haber hablado públicamente tanto sobre el tema sin tener nada por escrito —rezongó Hebner.

Escudero hizo una mueca.

—Es más frecuente de lo que parece entre los genios. Sobre todo si son hombres. —El comentario no tuvo mucho éxito en los otros dos.— No creo que en el fondo podamos encontrar nada. Habrá que esperar a que alguien más precavido averigüe por su propia cuenta lo que Hamilton descubrió.

Una exclamación resquebrajó el denso ambiente. Pereda entró hecho un huracán en el despacho: era la primera vez que lo veían vestido de calle, lo que resultaba de algún modo chocante. El doctor parecía alterado.

—Esperaba encontrarles aquí —dijo, y se lanzó de cabeza a la explicación—. Todo este tema ha interrumpido algunas de las investigaciones del Instituto con la CT y todavía no habíamos concluido las experiencias con primates...

—¿De qué está hablando? —protestó Daniels.

—Si considera que mi colaboración es superflua...

Daniels se mesó la frente.

—No. Disculpe mi mal humor. Y, por favor, empiece desde el principio.


Ilustración: Enrique Castillo

—Los informes sobre los primates habían quedado apartados —continuó Pereda—, ya que, en mi ausencia, el subdirector de la investigación observó algunas interferencias y decidió descartar los resultados.

—¿Qué clase de interferencias? —se preocupó Daniels— ¿Tienen problemas con algún centro de investigación privado?

Pereda quedó algo confuso. Sus pensamientos iban tan por delante de la conversación que le costó volver atrás.

—Me he expresado mal. El subdirector me ha hecho algunas observaciones sobre varios defectos en el aislamiento de los especímenes y sobre una presunta influencia de los experimentadores en el comportamiento de los primates. Pero he revisado los informes y creo que podría haber otra explicación.

El doctor hizo una pausa. Daniels se impacientó.

—Bien, ¿cuál es esa explicación?

El teléfono sonó de repente, sobresaltándoles. Daniels lo descolgó de forma brusca —lo tenía a su lado— y tras hacer una pregunta lo pasó a manos libres, se apartó del ángulo visual de la cámara y abrió el vídeo. Era la ayudante de investigación.

—¿Alicia?

—Sí.

—Oye, he encontrado algo sobre las palabras de ese Walduff.

—¿Y bien?

—Verás, he estado haciendo pruebas con un anemómetro en casi todas las parcelas ajardinadas del campus. He encontrado varios lugares con vegetación que quedan al resguardo del viento. Ya sabes, Walduff habló de un lugar donde había arbustos y no hacía viento. Hay unos setos junto a la entrada de la facultad de Física... son los más próximos al camino que siguió el asesino. Además, he encontrado otra cosa... —se interrumpió.

—¿Sí?

—Bueno... he estado pensando en el resto de las palabras, las que hablan de dormir. Resulta que el lugar bajo el seto es el lugar de descanso habitual de un animal callejero...

Pereda se excitó inmediatamente; a duras penas se contuvo para no interrumpir la conversación.

—... sin embargo, no he encontrado ningún perro ni ningún gato por los alrededores. Es extraño; estoy convencida de que Walduff estaba hablando de ese lugar, pero si vio a un gato durmiendo...

Pereda se impacientó y cortó la llamada. Los tres reaccionaron inmediatamente para protestar, pero callaron cuando vieron el rostro hinchado y congestionado del doctor.

—¡Escúchenme por favor! Les he dicho que puedo hacer otra interpretación de los resultados de la CT en los primates, y ahora estoy seguro de ello. ¡Escuchen! Los primates estaban aislados en celdas individuales, pero al administrarles la toxina mostraban comportamientos que se habían observado antes en los especímenes de las celdas contiguas. Y de hecho eran... eran... —La voz del doctor se entrecortaba.— los primates mostraban comportamientos que eran los mismos que habían manifestado especímenes cercanos durante una experiencia traumática, como una inyección o una biopsia...

—¿A dónde quiere ir? —le apremió Daniels.

—Por favor... —Pereda se atragantó. Le costó unos momentos recuperarse.

—Siga.

—Yo... creo, que la toxina estaba induciendo la rememoración de débiles impresiones sobre la corteza cerebral de las reacciones de los primates en las celdas contiguas, durante experiencias muy intensas. ¡Estoy diciendo que... que... digo que la... la CT les proporciona una rudimentaria capacidad para... —Respiró hondo.— para recuperar el pensamiento de otro individuo!

—¡Por el amor de...!

—Espere —rogó Pereda—. Hay más.

Daniels lo miró con ojos desorbitados.

—¿Qué?

—Las impresiones de Hamilton eran las de Walduff. Las de Walduff eran las de un gato. ¡Por todos los cielos! ¿No lo comprenden?

Daniels y Alicia miraron a Hebner, cada vez más horrorizados. Pereda exclamó finalmente.

—¡Tienen que encontrar ese gato!


La tiza se deslizó frenéticamente sobre el encerado, guiada por un impulso casi maníaco. La calculadora yacía abandonada en el suelo, olvidada. Hamilton garabateaba guiado por una clarividencia inexorable.

Las últimas variables se materializaron sobre el soporte verde profundo, marcadas por una tiza que se esquirlaba bajo la presión de su mano. El resto se deshizo para trazar la última cifra, culminación final de la serie de ecuaciones. Hamilton se separó de la pizarra para contemplar toda su obra. Números, símbolos, operaciones, que recitó mentalmente y captó como una idea única. Cerró los ojos, y le embargó el éxtasis. Soñó con las estrellas.

Alguien entró en la habitación justo cuando enviaba el breve mensaje con el móvil. Sólo llegó a girarse, mecánicamente, para ver quién era. No podía reaccionar. No tuvo oportunidad de hacerlo.

Un momento antes, la luz de las farolas del jardín alumbraba la habitación; un momento después, un relámpago iluminó cada uno de sus rincones. Hamilton sintió cómo su mente se enturbiaba, y como su descubrimiento se vaciaba a través de su pecho.

Y algo más allá.


—Misi, misi, misi.

La casa devolvió el sonido. Estaba bastante vacía.

La anciana cruzó el modesto comedor, ocupado por una vieja mesa y un par de sillas, algún sofá cubierto por cobijas de ganchillo que emanaban un leve olor rancio y seco, y estanterías repletas de viejos recuerdos.

—Gatito, ¿dónde estás, gatito?

Atravesó costosamente el pequeño pasillo. Tiempo atrás, por aquellas deslucidas baldosas habían corrido sus hijos. Más tarde lo habían hecho los hijos de éstos. Después, la casa se había quedado tranquila, y al poco se tornó silenciosa, cuando enviudó.

—Misi, misi, misi.

Había ido a la casa de acogida de animales buscando una mascota que devolviese un poco de vida al hogar. Se había encontrado con un joven extranjero. No pudo hablar con él, porque no sabía hablar su idioma, pero llevaba en sus brazos un precioso gato albino, le gustó y el joven se lo dio inmediatamente. No le pareció que el joven le tuviese mucho apego, pero seguro, se dijo, que sería muy cariñoso en su nueva casa.

—Gatito...

Las sílabas sonaron separadas, entre las encías desdentadas. La anciana pasó frente a la habitación, pero sus cansados ojos no lograron ver nada.


Sobre la cama, el gato del doctor Hamilton dormía, hecho un ovillo. Las llamadas de la anciana no lo habían despertado. Soñaba todavía con lo que vio en el campus, escenas sueltas compuestas únicamente por un puzzle de instintos, anhelos y miedos primarios. Mientras tanto, unidas a ellas por un débil enlace que cruzaba el espaciotiempo, las ecuaciones más importantes de la historia pendían al borde del vacío. Daba igual que su pequeño cerebro no fuese capaz de recordarlas. El conocimiento se había unido a él, los últimos pensamientos del profesor Hamilton, como si fuera la boya que marcaba el lugar de un tesoro sumergido. Esperando a que alguien lo recuperara.

Siempre, eso sí, que lo hiciese antes de que las olas de la entropía rompiesen los lazos con el presente.

Y siempre, desde luego, que no le ocurriera nada a su portador.


La anciana llegó a la cocina, y su humor cambió.

—Maldito gato, ¿dónde se ha metido? Me ignora —sollozó—. Me ignora. Claro que sí. ¿Qué se ha creído? Más le vale que aprenda a hacerme caso.

La respiración de la anciana se agitó.

—Maldito gato.



Francisco Ontanaya Aparicio

Francisco Ontanaya Aparicio ya habitó Axxon con "Después de todo, lo más inesperado". Fue en el # 107. Desde entonces lo hemos encontrado en el volumen 5 de Artifex con "Obra maestra", en la La II Antología de Relatos "El Melocotón Mecánico" ("¡Muérete!"), Valis # 12 ("La noche del Dragón") y hace muy poco en el Especial de Ciencia Ficción, Fantasía y Terror # 3 de Parnaso, donde pudimos leer "La lógica del queso".


Axxón 146 - Enero de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: España: Español)