LOS NOMBRES DE LA LUZ

Carlos Gardini

Argentina

a Mirta


La mente ya está implícita en cada electrón.
—Freeman Tyson


1

Ojalá sueñes con la frescura de la lluvia.

Cuando despiertes, el mundo no será el mismo. Ni siquiera este barco que abordamos hace unas horas será el mismo. El latido de mi presencia lo transforma segundo a segundo. A cada golpe de remo se producen nuevas alteraciones, con efectos que los tripulantes no perciben: una quilla más filosa hiende las olas, mástiles más fuertes sostienen las velas, dedos más robustos anudan sogas más resistentes. Bajo un cielo metálico que tiene el color de mis nuevos ojos, navegamos hacia un horizonte que aún no existe. ¡Ah, la danza de la Trama!

El hombre a quien le dicto estas palabras acepta estos cambios con docilidad. Sólo se mira las manos mientras escribe, sabiendo que cada frase contribuye a apagar el destello de su magia. Tiempo atrás usó esas manos para matar y mutilar, y también para crear ilusiones tangibles. Ahora es lo que siempre quiso ser, mi escriba fiel.

Quiero contarte tu propia historia. Necesito que la veas por mis ojos. Hasta ayer mis ojos observaban tus actos y pensamientos a través de un cielo abismal. Pero aunque te conozco íntimamente, no sé lo que sentirás al despertar. Soy un monstruo que necesita tu humanidad: mi presencia impone nuevas leyes a este mundo nuevo y no quiero que esas leyes sean monstruosas. Necesito que tus manos me tallen una vez más, que me ayuden a redimir este universo penitenciario.

Mi escriba fiel acepta cada frase que dicto con la misma docilidad con que acepta los cambios que vemos segundo a segundo. No sé si comprende que su nuevo oficio, de apariencia tan inocente, puede ser criminal. El soplo de estas palabras impulsa las hélices de Alcándara, pero también puede corromperlas.

La Trama es una danza, y las palabras son su música.

Espero no haber muerto en vano.

Espero no haber salido de una cárcel para caer en otra.


2

El chantre judicial anunció el comienzo de la sesión. Cantó la Alabanza de la Justicia, la Alabanza de las Tres Hélices, la Alabanza de Sirod. Todos los presentes se pusieron de pie. El chantre recitó la Alabanza de la Disciplina. Todos los presentes la repitieron.

Las luces de la sala pretorial se atenuaron. Un foco amarillo parpadeó en un costado. Los tres jueces entraron en la sala bañados por la luz del foco y ocuparon su sitio en el estrado. Todos los presentes se sentaron.

—Hemos meditado —dijo el juez primero.

—Hemos deliberado —dijo el juez segundo.

—Hemos juzgado —dijo el juez tercero.

El foco amarillo se apagó, las demás luces recobraron su brillo. Un resplandor blanco bañó a la acusada. El público cuchicheó. Los jueces pidieron silencio.

—Que la acusada se ponga de pie —ordenaron.

Ema del Alba se puso de pie, alzó la vista hacia la estatua que colgaba del techo: hilos transparentes movían los cuatro brazos y las cuatro piernas de Sirod, y Sirod —Araña de Fuego, Dueño de la Danza, Señor de la Mirada— giraba impulsando la Triple Hélice. Era el símbolo más sagrado de Alcándara. Representaba la rotación eterna de la ciudad, y en la sala pretorial representaba la rotación eterna de su justicia. Abrumada por ese recordatorio constante de su delito, Ema quería arrojarse al suelo, pedir perdón, suplicar el castigo máximo. Se arrepentía de su crimen, su profanación. Habría preferido ser culpable de un robo, de un asesinato, del abandono de un hijo. Había pecado sin saberlo, pero su ignorancia sólo agravaba la falta. Miró a Sirod buscando piedad. Sirod siguió bailando impasiblemente. Soy totalmente culpable, pensó Ema. Si los jueces querían absolverla, ahorrarle el pago de su sacrilegio, protestaría con vehemencia.

Los jueces pidieron al fiscal general, Baltasar Lopret, que se acercara al estrado para recitar una vez más su acusación. Baltasar Lopret caminó hacia el estrado, irguió la cabeza leonina, se acarició la barba rojiza, se relamió los labios carnosos.

—Ema del Alba está acusada de un triple crimen contra la visión: negligencia, redundancia e ironía.

El público murmuró, los jueces pidieron silencio, el fiscal volvió a sentarse, el chantre judicial regresó al centro de la sala. Cantó la Alabanza de la Justicia mientras los jueces se disponían a pronunciar el fallo. Las luces se atenuaron. El foco amarillo —la mirada llameante de Sirod— bañó a los tres jueces.

Ema cerró los ojos y agachó la cabeza.

—Tras examinar exhaustivamente las pruebas —declararon—, encontramos culpable a la acusada. Su pieza Reflejos ha ofendido nuestra mirada con su negligencia, ha agraviado nuestros ojos con su redundancia, ha insultado nuestra vista con su ironía.

Los tres unieron las manos por encima de la cabeza, aspas de la hélice de la justicia. Extendieron los brazos en un gesto solemne. Todos los presentes recitaron los delitos:

—Negligencia, redundancia, ironía.

Ema se sintió desnuda ante esa gente. Alzó los ojos. La danza de Sirod era un vórtice que la succionaba.

Los tres jueces hicieron un triple movimiento con las manos.

—La pena será la ceguera máxima —declaró el juez primero.

—La duración será de cinco años —declaró el juez segundo.

—Desde esta tarde, la acusada queda a disposición de los monjes vehiculares —declaró el juez tercero.

El foco amarillo se apagó. La sala pretorial quedó en penumbras. Los tres jueces se pusieron de pie y se marcharon. El chantre judicial cantó la Alabanza de las Tres Hélices. La sala volvió a iluminarse mientras los espectadores y testigos se retiraban, pero alrededor de Ema se intensificó la oscuridad: una sombra maciza, un fulgor negro, una luz negativa. Ciega por cinco años, pensó. No podré profanar ni blasfemar, pensó. Alcándara quedará libre de mi impiedad, pensó.

Sentía alivio, alegría, exaltación.

Tres guardias pretoriales se le acercaron. Ema no se resistió. Se dejó llevar a la celda con mansedumbre. Los guardias la trataban con nuevo respeto. Hasta el momento había sido una mujer en tránsito. Ahora era una condenada que nadaba en esa luz negra: era culpable y merecía piedad.

Se le aflojaron las rodillas mientras salía del tribunal. Su ánimo cambió abruptamente, como si al alejarse del Señor de la Mirada perdiera de vista toda noción de justicia.

¡Ciega por cinco años! Quizás Alcándara quedara libre de su impiedad, pero quizá la ceguera matara su arte.

¡Cinco años! Se miró las manos. Miró cada trazo helicoidal de cada yema de cada dedo como si los viera por última vez.

¡Cinco años! Una eternidad. Pensó en Baltasar Lopret. El fiscal general podía acusarla de crímenes contra la visión, pero la visión de ese hombre no era pura. El infierno ardía en sus ojos.

Ema venció su debilidad, no se dejó tentar. La negrura del alma del fiscal no excusaba la negrura de su propia alma. No debía sumar la soberbia a sus crímenes contra la visión. Recorrió con los tres guardias el pasillo curvo. Cuando llegaron a la celda, los tres guardias se despidieron alzando las manos por encima de la cabeza.

Rompiendo por un instante con el protocolo, los tres la abrazaron. O quizá, pensó Ema, el abrazo fuera parte de un nuevo protocolo.

—Desde hoy estarás en manos del Vehículo —dijo uno de ellos.

Ema asintió. Quería llorar, pero contuvo las lágrimas. Sorprendió a los guardias respondiendo dignamente con el saludo ritual.

—Seré redimida —recitó con vehemencia.

—Larga y oscura sea la noche de tu redención —recitaron los guardias.

Se inclinaron respetuosamente, tres aspas de la hélice de la justicia.


3

Piedad besó el cuchillo. Sintió la vibración del acero en los labios, en la lengua, en los dientes. ¡El acero gritaba, el acero cantaba! El acero era puro, la expresión más dura de los ojos del alma.

La hoja relampagueó, capturando la luz turquesa que incendiaba el cielo del bosque, la luz parda que lamía la corteza de los árboles, la luz roja que salpicaba el vuelo de los pájaros. El acero reflejaba la luz porque era luz. La luz cuidaba la luz. La luz cuidó de la luz mientras caía la noche. Una negrura líquida se escurría entre las hojas y las ramas, pero la luz persistía en el acero.

Cuando el intruso se detuvo, Piedad se detuvo. Cuando el intruso dejó sus bártulos y su arma para sentarse a descansar, Piedad se agazapó. Cuando el intruso encendió una fogata para entibiarse, Piedad se acurrucó contra la luz del acero.

Hacía tres días que perseguía al intruso. El hombre era tan torpe que lo podría haber capturado varias veces, pero una cacería no debía durar menos de tres giros del sol. El sol era el ojo del Señor de la Mirada, y el acero necesitaba su blanda luz para alimentar la dureza de su filo, necesitaba la tibieza del cuerpo de la cazadora para alimentar su frialdad. La ley del acero: dureza de la luz, blandura de la carne. Antes de dormirse, Piedad se abrió un tajo en la lengua. Saboreó el frío del acero y el calor de la sangre. En esos tres días sólo había ingerido gotas de su propia sangre, pero no se sentía débil. El acero era buen alimento si estaba bien alimentado. El único peligro del acero era su pureza. La pureza podía embriagar. Era necesaria para la cacería, pero tensaba el cuerpo y el espíritu en una torsión desgarradora. Era la ley. Y sólo la ley hacía que Piedad fuera digna de su nombre.

—Quiero ser digna de mi nombre —le dijo al acero—. El Sediento me lo dio, pero sólo yo puedo dignificarlo.

El acero relampagueó y Piedad aceptó esa respuesta.

Miró al intruso, que murmuraba a la luz de la fogata. De noche el intruso murmuraba para aplacar el miedo. En tres días de persecución, Piedad había aprendido a conocer las modulaciones de su voz. A esa distancia no comprendía sus palabras, pero los vibratos del miedo y los glissandos de la angustia eran tan ciertos como el gusto del acero y la sangre que ella sentía en la boca. Tiempo atrás, cuando era una profesional del placer, Piedad tocaba un instrumento de viento, un pífano. Lo había elegido porque era tan obvio. Era pésima para la música, pero nadie pensaba en la música cuando ella tocaba el pífano. Los hombres enloquecían al ver cómo lo besaba y lo acariciaba. Le pedían que siguiera tocando: cada nota era un anticipo del placer que les brindaría. Aunque era pésima ejecutante y sólo usaba el pífano como arma de seducción, Piedad había aprendido a reconocer matices en los sonidos. En sus cacerías, había aprendido a reconocer el miedo de los intrusos. Durmiéndose, pensó compasivamente que el intruso era tonto. Con sus murmullos sólo podía llamar la atención y ponerse en peligro. Por suerte para él, no tenía enemigos. Había venido a cazar Invocantes, pero Piedad no lo consideraba su enemigo: el intruso era el cazado, el amado, el protegido. Piedad no permitiría que nada ni nadie le hiciera daño.

El intruso era suyo. Todavía no lo sabía, pero le pertenecía por completo. El intruso no entendía nada.

Había pagado para sentirse valiente y se había pasado tres días muerto de miedo.

Había pagado para perseguir, y lo habían perseguido sin que él se diera cuenta.

Había pagado por un juego cruel, pero sólo era un juego cuando Piedad lo permitía.

El intruso había visto las huellas de Piedad y las había seguido, pero ella había dejado las huellas para que él las siguiera, para concederse los tres días rituales. El momento de la comunión estaba cerca. Anhelando ese momento, Piedad se durmió de rodillas. La cazadora dormía de rodillas en vísperas de la faena. Soñó con la conclusión del Inconcluso, con su irrupción: los Invocantes reunidos en la caverna roja, el Cántico de Alabanza, el despertar del mundo. En medio del sueño oyó claramente la prédica de Sebastián el Sediento: El mundo es falso. El mundo es un borrón en la mente del Inconcluso. Sólo los Invocantes de la Ramada cantan la Alabanza. Sólo los descastados, los condenados, los criminales irredentos de Alcándara tienen la fuerza. La fuerza es deformidad, la fuerza es crueldad, la fuerza es monstruosidad.

Piedad sonrió mientras soñaba. No entendía bien esas palabras, pero en el sueño las pronunciaba con elocuencia. Al despertar, sabría que las había dicho en sueños y en vano intentaría repetirlas. Sólo repetiría, con gran esfuerzo, Alabanza, Ramada, Alcándara: palabras que eran martillazos, cuñas de dolor que le horadaban la carne. Piedad se abrazó en sueños. Ah, el arte del dolor. Su gran dolor alimentaba el acero. Acunó el cuchillo en sueños.

Al amanecer, el intruso empacó sus cosas y reanudó la marcha. A pocos pasos se arrodilló para inspeccionar el suelo. Encontró las huellas de Piedad. Ni siquiera se extrañó de que las huellas fueran tan frescas, como si su víctima lo estuviera esperando. Piedad sentía afecto por ese torpe intruso. El hombre avanzaba cautelosamente, siguiendo las huellas como si realmente fuera el cazador y no el cazado. Piedad se había despertado más temprano que él para dejar esas huellas, que lo llevarían al lugar adecuado para la comunión. La luz oblicua del sol atravesaba el ramaje, se quebraba en franjas polvorientas.

Piedad parpadeó, saludó esa luz. Ah la luz. Ah los pájaros. Ah el aroma del bosque. Y a lo lejos, el mugido del mar. Quería agradecerle al Inconcluso, pero el Sediento lo había prohibido. Mientras no esté concluido, el Inconcluso sólo merece insultos, decía Sebastián. Piedad acarició nuevamente el acero, donde la luz turbia y chata se volvía espejada y filosa.

Dejó que el intruso se alejara unos pasos.

Se volvió a pasar el cuchillo por la lengua.

Sintió el chillido del acero en la sangre. El chillido la atravesó. Piedad echó la cabeza hacia atrás. Miró el cielo, cerró los ojos.

Ah la luz. Ah los pájaros. Ah el aroma del bosque. Ah el mugido del mar.

El acero despertaba, el acero vivía, el acero tenía hambre. Sin abrir los ojos, Piedad se untó la cara con su sangre. Dejó que el chillido del acero la atravesara: desde la punta de los pies hasta la ingle, desde la ingle hasta el corazón, desde el corazón hasta la garganta. Cerró la boca enérgicamente, dejando que el chillido creciera con su fuerza jadeante. El chillido creció hasta alcanzar la hondura cortante de un vagido. Sólo entonces Piedad abrió la boca y soltó el grito. El grito galopó por el bosque, un animal en celo.

Piedad abrió los ojos y echó a correr.

El intruso se había detenido. Miraba alrededor, los ojos desorbitados, tapándose los oídos. Aún no la había visto. Piedad corría, una llamarada entre los árboles, encarnación de la luz.

Ya no sólo llevaba el acero. Era acero, fuego purificador.

El intruso la vio, apuntó su arma, disparó.

Un estampido, el estallido de una corteza, el crujido de una rama partida. Astillas resinosas llovieron sobre Piedad. La cazadora no se detuvo. Lamentó ese patético enfrentamiento. Lamentó que el intruso no la recibiera con mayor dignidad. Siempre usaban esas armas imbéciles. Los intrusos no entendían. Ni siquiera sabían por qué estaban ahí. Creían que iban a la Ramada a cazar Invocantes, pero iban para redimirse. Quieren redimirse pero no lo saben, decía Sebastián.

Piedad brincó de un lado al otro y el intruso apuntó de un lado al otro. Más estampidos, más chorros de astillas. Volaron pájaros por el bosque. Una bandada se posó en un árbol lejano. Frutos regresando al árbol, pensó Piedad mientras corría. En la cacería era importante observar estos detalles, estar alerta a cada latido del universo. Piedad se ocultó en la espesura.

El intruso giraba, atornillado a un lugar, murmurando vibratos de miedo, glissandos de angustia.

De pronto comprendió que había alguien a sus espaldas. Dio media vuelta, alzó el arma. Piedad se la arrebató de un manotazo y la arrojó al suelo. El intruso clavó los ojos en el arma, su única esperanza, pero no se animó a moverse. Piedad le miró los ojos húmedos. Comprendía esa mirada: rabia, porque lo vencía una muchacha enclenque. El intruso murmuraba como todas las noches junto a la fogata, pero ahora sabía por qué. Ahora sabía que murmuraba porque tenía miedo.

Piedad avanzó un paso.

El intruso retrocedió un paso, bajó las manos. Se apoyó la palma en el pecho.

—Amigo —dijo—. Soy amigo.

Deletreaba las palabras lentamente. Los intrusos siempre trataban a las cazadoras como si ellas no hablaran el mismo idioma. Piedad también se apoyó la palma en el pecho.

—Yo también, amiga —dijo.

Lo tranquilizó con una sonrisa, y el intruso también sonrió.

—Estaba perdido —dijo—. No sabía hacia dónde ir.

Piedad asintió. Los intrusos siempre mentían. Sus mentiras siempre eran pueriles. Pero sin saberlo también decían la verdad.

—Perdido —repitió Piedad—. No sabías adónde ir.

El intruso cabeceó.

—Perdido, perdido —repitió—. Nunca había venido a la Ramada.

—Nadie viene nunca a la Ramada —dijo Piedad—. Tal vez debiste quedarte en Alcándara.

—Sí, debí quedarme en Alcándara —dijo el intruso.

—Pero tal vez hiciste bien en venir. Has llegado a mis brazos.

—He llegado a tus brazos —murmuró estólidamente el intruso. Vibratos de miedo, glissandos de angustia, crescendos de espanto.

Piedad se desnudó el pecho y se llevó el cuchillo a la boca, lamiéndolo como en otros tiempos lamía el pífano. El hombre la miró como otros hombres la miraban en otros tiempos. Se relamió los labios, se le acercó.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

—Ya lo has hecho —dijo Piedad, y le cortó el gaznate de un tajo.

El intruso se llevó las manos a la garganta, tratando de detener el borbotón de sangre. Miraba intensamente esos senos desnudos, la carne blanca que se teñía de rojo, los pezones opacos donde resbalaba su sangre brillante.

Piedad se dejó guiar por el hambre del acero. Se lanzó sobre el intruso, lo derribó, le arrancó la ropa hasta exponer el pecho. El intruso manaba sangre por la garganta y la boca. Su alarido se ahogó en un gorgoteo, el gorgoteo se ahogó en un gorgorito. Piedad se apiadó de la ridícula agonía del intruso. Le abrió un tajo en el pecho y le arrancó el corazón. Envolvió el corazón en su funda de ofrendas.

Ah, el corazón. Ese intruso tenía suerte.

De rodillas, Piedad abrazó con afecto el órgano palpitante. Sería recordada en el Cántico de Alabanza: Piedad, que piadosamente cazó tres días con sus noches. Piedad, que piadosamente odió las tres hélices. Piedad, que piadosamente nos trajo el corazón del Inconcluso.

El acero estaba más fuerte, ahora que se había alimentado de algo más que de luz. Había sacrificado parte de su pureza, pero ese precio era necesario. Piedad también pagaría ese precio. Preparó una fogata y cortó al intruso en trozos. Su estómago chillaba de hambre, pero prolongó el ayuno hasta el anochecer.

Entonces, bajo la luz de las estrellas, bajo los mil ojos de Sirod, la Araña de Fuego, saboreó el fruto de su cacería.


4

Negligencia.

Redundancia.

Ironía.

Ema se miró las manos. Esas manos habían cometido el triple crimen. Sin embargo, las dejó en libertad.

Acarició el aire como si sobara el cristal maleable con que esculpía sus estatuas espejadas. Repitió todos los gestos que había hecho y memorizado cuando esculpía Reflejos. Dibujó en el aire todas las estatuas que había expuesto en la Plaza de las Remembranzas. Recordó. Había recorrido una y otra vez las calles, memorizando los rasgos de funcionarios, comerciantes, vagabundos, criminales, prostitutas, enamorados, curiosos, mendigos, oligarcas. Había observado las manos suaves de los escribientes, los cuerpos musculosos de los estibadores, la cara pintarrajeada de las bailarinas, la cara lechosa de las damas, el porte afeminado de los ministros. Había dibujado bocetos de todos y cada uno. Luego había confundido deliberadamente esos rasgos y les había agregado escamas y verrugas, zarpas y garras, uñas y pezuñas. Había trabajado sin modelos que posaran frente a ella. Para lograr volumen y profundidad, se acariciaba el cuerpo y reproducía sus curvas en el cristal maleable. Luego afinaba o limaba esas curvas y les añadía alas, membranas, pústulas, órganos hermafroditas. Había reproducido la ciudad en todos sus detalles —el Pretorial, la Mansión del Vehículo, el Barrio del Comercio y del Sestercio, el Barrio de las Flores, incluso la Plaza de las Remembranzas donde se expondrían las estatuas— y la había poblado con demonios.

Cuanto más profundizaba los detalles, más clara se volvía la totalidad. Cuanto más cincelaba la cara grasienta de un monje, más viscosas eran las lagañas que le enturbiaban los ojos. Cuanto más tallaba el torso bulboso de un comerciante, más resinosa era la baba que le empastaba la boca. Cuanto más labraba las piernas velludas de una bailarina, más dura era la pelambre que le cubría el ombligo.

Cuando miraba la calle, Ema no veía personas sino sapos con cuerpo de buey, melones de patas zancudas, vientres de labios sonrientes. Las paredes se derretían y los edificios se fusionaban. La tierra era pétrea, la carne era córnea, la dureza viril era humedad femenina.

Negligencia. Se había inspirado en Mirabile Dictu de Tadeo el Mínimo, pero había descuidado su deber de artista al desconocer las rectificaciones introducidas por los copistas. En sus anotaciones de Mirabile Dictu, los copistas vehiculares advertían que los frutos de la sabiduría no siempre eran científicos ni veraces. Ema no había respetado esta advertencia. La tradición establecía que la obra de los maestros era sagrada e indestructible, pero las anotaciones de los copistas protegían al lego de todo desvío.

Redundancia. Había repetido literalmente la visión de Tadeo el Mínimo. Años atrás Tadeo había seguido la Senda de la Noche, la disciplina más rigurosa del Vehículo. Había caído en el pozo de la privación sensorial. Había explorado las profundidades del yo. En esas profundidades había encontrado "un tedioso vacío". Había mirado detrás de ese vacío y había descubierto un "yo más vasto pero igualmente precario". Al emerger de su experiencia, Tadeo no había ido "de una ceguera a la otra", como rezaba la fórmula del Vehículo. Los viajeros que recorrían la Senda pasaban de la ceguera de la oscuridad a la ceguera de la luz. La ceguera los obligaba a reorganizar la visión. Al reorganizar la visión vislumbraban un mundo más rico y más profundo. Tadeo, al reorganizar la visión, había vislumbrado un mundo en putrefacción o en disgregación. Al recorrer las calles de Alcándara había visto una procesión de demonios, seres humanos al borde de la disolución. Disueltos y disolutos —escribía en Mirabile Dictu—: así eran los habitantes de Alcándara. Pero el Vehículo consideraba que se requería erudición y prudencia para comprenderlo. Sí, Alcándara estaba amenazada por la corrupción, así que los jueces habían ampliado la lista de delitos punibles. Sí, había demonios sueltos en la calle, así que tiempo atrás los monjes habían ofrecido su ayuda a la Asamblea Pretorial para la administración de justicia. Se requería una interpretación metafórica para no simplificar las enseñanzas del Mínimo. La repetición imprudente era criminal.


Ilustración: Valeria Uccelli

Ironía. Se había burlado de su ciudad, disolviéndola en el producto de su imaginación. Cuando expuso sus esculturas espejadas en la Plaza de las Remembranzas, ella también quedó pasmada. Aunque conocía de memoria cada detalle de esa producción, las estatuas sólo cobraban toda su dimensión cuando las miraba el público. El reflejo de la imagen de los espectadores les daba vida, porque el movimiento de esos reflejos las hacía vibrar y palpitar. Las esculturas espejadas también eran un entretenimiento. A la gente le gustaba mirar sus reflejos distorsionados, aun sabiendo que pagaría un precio. Los reflejos nunca eran accidentales. El mérito del escultor consistía en hallar los trazos adecuados para obtener esos reflejos, pero sólo la corrupción del espectador permitía que la ambición degenerase en codicia, el amor en lascivia, la rectitud en crueldad. Lo más estremecedor era la pieza que reproducía la Plaza de las Remembranzas e incluía reproducciones de las estatuas que los visitantes estaban recorriendo. Los espectadores de Reflejos no sabían si estaban en Alcándara o en un reflejo de Alcándara. Cuando regresaban al exterior, no sabían si realmente habían salido.

Durante el juicio, Ema había comprendido los alcances de su pecado. Era tan extremo que ni siquiera los jueces lo habían apreciado en toda su magnitud. El fiscal general, Baltasar Lopret, había exigido la incineración de las esculturas, y la policía pretorial había cumplido la orden. Pero nunca podría incinerar el recuerdo de las estatuas. El recuerdo vivía dentro de ella y dentro de los espectadores, las autoridades incluidas. Por un instante, esto le produjo una perversa satisfacción.

Mi venganza, pensó. No podrían destruirlas aunque quisieran.

Se arrepintió de estas palabras, se arrepintió de su arrepentimiento. Lloró, y no supo si lloraba por contrición o por tristeza. La habían obligado a mirar mientras potentes llamaradas devoraban Reflejos. Era como si Alcándara se destruyera a sí misma. Mientras las llamas derretían los reflejos que resbalaban sobre el cristal maleable, todos los presentes —testigos, acusadores, funcionarios, curiosos— perdían una parte de su vida.


5

Aún no me desprendo de mi antiguo yo. Aún me veo tal como era antes. Pero sigo dictando sin detenerme a corregir, y mi escriba fiel, el hombre que usaba las manos para matar y mutilar, sigue escribiendo sin hacerme preguntas. Ni siquiera se queja por haber perdido su magia, aunque yo lamento esa pérdida. La puerilidad de esa magia era una promesa. Ahora que la promesa se cumple, temo las consecuencias.

He aquí la promesa cumplida: este cielo metálico que tiene el color de mis nuevos ojos, este mar que acuna tu sueño, este barco que navega hacia un horizonte que aún no existe.

¿Qué respondería si mi escriba preguntara cómo era yo antes del cumplimiento de la promesa? Que me sentía prisionera, que soñaba con barrotes, que un accidente me crucificó a la parálisis y la ceguera, preparándome para este experimento.

No describiré el accidente. No describiré nada que te dé una idea detallada de lo que yo era, del mundo donde vivía. Tengo miedo de mi nostalgia. Sólo diré que una telaraña de dolor me estrujó hasta despojarme de mis capas más superfluas. Un accidente: movimiento puro.

Desde la explosión de una estrella hasta la explosión de mi cuerpo, todo es un paso más en la coreografía de la Trama.

El accidente me hizo descubrir el mal, una ley tan tiránica como la gravedad. Imaginé un mundo donde la justicia no era un orden sino una reglamentación. Descubrí otra ley igualmente tiránica: aun en nuestros desvaríos, la imaginación está al servicio de la Trama.

La Trama es una danza, y las palabras son su música.

Palabras carcelarias como amarra.

Palabras luminosas como alabanza.

Palabras frondosas como ramada.

Palabras viscosas como araña.

Palabras redentoras como avatar.

Palabras profusas como trama.

Responderás que me equivoco, que las palabras no son lo que describen, que las palabras no son carcelarias ni luminosas ni frondosas ni viscosas ni redentoras ni profusas.

Pero esa respuesta sería errónea. Las palabras hilan las hebras de la Trama.

Una palabra, Alcándara, urdió el mundo que me reclamaría.


6

Había una vez, pensó Sebastián el Sediento.

Clavó los ojos en el cuerpo del Inconcluso.

Un cadáver, pensó. Un feto, pensó.

Ambas cosas, pero ninguna de ambas. El cuerpo flotaba en un estanque de líquido balsámico bajo el fulgor de una caverna roja. Gracias al líquido y la luz difusa, esa grasienta acumulación de miembros descuartizados adquiría la elegancia de una estatua funeraria. Sebastián juntó las manos huesudas, miró su reflejo rojizo en el líquido balsámico: cara enjuta, cuerpo flaco, ojos hambrientos. Era como mirarse en una escultura espejada. El reflejo redondeaba el sentido de la imagen.

Sebastián notó que su reflejo hablaba.

—Había una vez —dijo el reflejo. Sebastián se sorprendió al notar que las palabras salían de su boca. Movía los labios con la sensación de que imitaba a su imagen.

Había una vez, había una vez, había una vez. Esa frase punzante le taladraba el cerebro.

Sebastián se consideraba el padre de los Invocantes, pero a veces dudaba de su paternidad. Él los había congregado. Él los protegía, los guiaba y los confortaba. Pero también les enseñaba a matar y mutilar. ¿Qué clase de padre hacía eso? Tal vez sólo buscaba un pretexto para vivir a través de otros lo que se había negado a sí mismo. Antes, cuando mataba y mutilaba, disfrutaba de ese poder. Su éxtasis era tan intenso que pensaba que matar era un acto de amor. A veces echaba de menos ese éxtasis. Lo echaba de menos en un rincón tenebroso de su mente que no se atrevía a visitar con frecuencia, una mazmorra en el sótano más mohoso de su alma. Quizá la crueldad de sus enseñanzas fuera necesaria, pero temía que sus enseñanzas hubieran nacido en esa mazmorra.

La duda lo martirizaba.

Cuando lo martirizaba la duda, visitaba la caverna roja. Había creado el líquido balsámico y el fulgor rojo con su magia, y su magia le recordaba que no podía estar equivocado. El mundo estaba tan inconcluso como el Inconcluso. Sus leyes eran fluctuantes e imprecisas, y la magia era un subterfugio que aprovechaba los intersticios que dejaban la fluctuación y la imprecisión. La magia demostraba que el mundo se tambaleaba al borde de la inexistencia.

—Necesito que existas —le dijo su reflejo al Inconcluso, y los labios de Sebastián repitieron las palabras.

Evocó su pasado. Cada vez que hablaba con el Inconcluso evocaba su pasado. No, evocar no era la palabra. Su pasado era un presente perpetuo. Era un viejo cuento que se repetía una y otra vez. Cuanto más lo repetía, mayor claridad adquiría. Cuanto más lo repetía, más lo necesitaba. Su pasado era una adicción.

Había una vez, había una vez, había una vez.

Había una vez un hombre que era él pero aún no era él. Había una vez un hombre que sentía sed, pero entonces era sed de matar y mutilar. Había una vez un hombre que era un criminal y se enorgullecía de serlo.

Había una vez, pensó Sebastián con lágrimas en los ojos. Había una vez un hombre que fue sentenciado a diez años de castigo. "Privaciones múltiples" , dijeron los jueces, y los monjes vehiculares lo sometieron a un cóctel de disciplinas mentales. Durante años erró por Alcándara en un limbo visual, sonoro, táctil y olfativo. Un suplicio alternaba con otro. Era un hombre sin recuerdos, o un hombre que sólo recordaba sus crímenes. Durante esos años, en las pocas pausas de lucidez que le dejaba su tortura constante, conoció un mundo nuevo, la inmensa prisión que los vehiculares habían creado en Alcándara. Con sus métodos habían cerrado las cárceles. Ahora las cárceles estaban afuera, en la calle, en medio de la gente.

Cada condenado era prisionero de sí mismo, cárcel y caminante.

Y Sebastián aprendió que no todas las condenas terminaban al concluir la sentencia. Algunos reos no se reponían del efecto devastador de las disciplinas vehiculares y erraban para siempre en el laberinto de su alma desmantelada.

Sebastián había jurado que no giraría para siempre en la noria de los desechos y contrahechos. La sed lo salvó. Aprendió a convivir con el cuchillo del remordimiento. Aprendió a convivir con un pasado que ahora le parecía aterrador, donde un hombre que aún no se llamaba Sebastián el Sediento usaba sus manos para matar y mutilar. Aprendió a convivir con ese hombre. Al terminar su condena, regresó a la Morada del Vehículo para seguir la Senda del Día. Los monjes borraron cada traba mental y cada privación sensorial, lo arrancaron del purgatorio del castigo y lo arrojaron al infierno de la libertad.

Al regresar de la Senda del Día, Sebastián vio cosas que nunca había visto. En un instante de esplendor, vio el mundo como una telaraña. La telaraña consistía en gruesos filamentos de luz húmeda y sucia. Cada adoquín, cada ladrillo, cada nariz, cada ventana, cada rueda, cada nube, cada árbol y cada perro estaba constituido por esos filamentos unidos por eslabones endebles.

La solidez del mundo era ilusoria.

Eusebio el Cándido sostenía que la historia y la apariencia de Alcándara tenían lagunas, baches y contradicciones, los vaivenes de la mente de Sirod. Sebastián se grabó a fuego esta frase. No renunció a su visión, aunque lo estremecía de dolor. Se templó para no borrársela de la mente. Irónicamente, comprendió, debía su temple a su experiencia con el crimen. Podía enfrentar el dolor porque lo conocía en todas sus dimensiones. Y en un rincón de su espanto descubrió los intersticios que dejaban margen para la magia. Las manos que había usado para matar y mutilar escribieron, describieron, dibujaron lo que había visto.

Sebastián se reencontró a sí mismo, pero profundamente alterado.

Leía y miraba sus escritos y dibujos para aferrarse a su visión, pero sabía que el mapa no era el territorio. Las letras y dibujos eran sólo una guía para regresar a ese instante de esplendor. Ansiaba encontrar a alguien que aprehendiera y expresara la visión en su plenitud. Entretanto debería conformarse con el ardor de la sed.

La sed lo había salvado, pero ya no era igual. Era incapaz de hacer lo que hacía antes. No eran inhibiciones creadas por las disciplinas vehiculares. Había adquirido algo que antes no tenía: conciencia moral, sentido de la compasión. Los monjes le habían abierto las puertas de un mundo nuevo, y estaba dispuesto a explorarlo aunque fuera desgarrador.

Sebastián releía a los maestros, buscando claves.

Eulalia la Aduladora: "Una mente piensa el mundo y una mente sostiene el mundo, pero el mundo necesita su sangre más que sus pensamientos".

Jonás el Tortuoso: "Alcándara es el sueño de un indeciso".

Magdalena la Magna: "El sueño es lucidez. Cuando la mente anula el yo, sueña con otra mente que sueña el mundo".

¿Desvaríos? ¿Galimatías? ¿Abstrusidades huecas? Tal vez, pero él había tenido su instante de esplendor. Llegó a la conclusión de que una mente perezosa había formado Alcándara pero se negaba a terminarla. Era preciso obligarla.

La sed también le reveló que los monjes habían traicionado su disciplina. Durante siglos habían aplicado sus técnicas para explorar y explicar. Viajaban a la oscuridad por la Senda de la Noche. Viajaban a la luz por la Senda del Día. Eran expedicionarios que usaban el Vehículo para recorrer el vasto pensamiento que era el mundo y descubrir los nombres de la luz. Sus visiones habían sido el cimiento de la ley trinitaria, en el sentido más amplio del término: la ley judicial que permitía ejercer el derecho y la ley física que regía la rotación de las tres hélices. La rotación de la justicia y la rotación del mundo eran una y la misma.

Esos días gloriosos habían terminado. Ahora los expertos en esas técnicas eran burócratas, y no siempre sabían con qué experimentaban. Los desechos y contrahechos eran producto de esa ignorancia, criaturas inservibles que miraban el mundo con ojos bizcos. Las decadentes autoridades de Alcándara eran otro síntoma de inconclusión. La Asamblea Pretorial había renunciado a su responsabilidad, delegando el castigo en los vehiculares. Los vehiculares habían renunciado al poder de sus visiones. Se habían cosido los labios, se negaban a pronunciar los nombres de la luz. Se refugiaban en su papel de instrumentos. Optaban por la rutina burocrática de la tortura mental para liberarse del lastre del conocimiento. Sin duda habrían querido quemar los textos de sus clásicos, pero eran esclavos de sus tradiciones, y en sus tradiciones los clásicos eran sagrados. Habían optado por llenar esos textos de anotaciones engorrosas, presuntamente esclarecedoras. Pulían y estudiaban en vez de explorar.

Hacía tiempo había descubierto por accidente la Ramada, el lugar donde los maestros vehiculares de antaño se retiraban para meditar sobre el fruto de sus viajes. Regresó a ese lugar, un bosque a orillas del mar. Decidió cumplir la promesa que se había hecho durante su condena. Ayudaría a los contrahechos. Los congregaría en la Ramada, les enseñaría a sobrevivir, les enseñaría a usar sus privaciones —su alma mísera, destruida, tambaleante— para ser más de lo que eran. ¡El arte del dolor! Quería purgar sus crímenes, y quería purgarlos con otras almas perdidas como él. Lo había logrado. ¿Por qué se sentía tan miserable?

Miró el cuerpo inconcluso del Inconcluso. Acarició la túnica que los Invocantes habían cosido para él.

—Te necesito —le dijo—. Piedad me ha traído tu corazón. Pronto llegará tu día.

Ese día el Inconcluso vestiría esa túnica, que tenía la Triple Hélice bordada en el pecho. ¿Qué ocurriría después? ¿El Inconcluso lo rechazaría? ¿Los Invocantes repudiarían a Sebastián? Ahora lo veneraban y él necesitaba esa veneración, no por soberbia sino por inseguridad. Había conseguido, al menos, que las víctimas dejaran de sentirse víctimas. Los Invocantes, predicaba, son el combustible que impulsa el universo. Desean ser completos, no nos conforman con migajas de realidad. Llamamos al Inconcluso, le exigimos que se haga carne. Sus cazadoras, mujeres desvalidas y traspasadas por el dolor, ahora eran una imagen de vigor y disciplina. La gente de la Ramada formaba una comunidad autónoma que exploraba con inocencia los destellos de la magia. Lentejuelas, pensó Sebastián. Pero mientras la luz no llegara en todo su fulgor, esos destellos baratos deberían bastar.

—Te necesito —le repitió al Inconcluso.

El Inconcluso no respondió. Si quería respuestas, Sebastián tendría que insistir con su método. Muerte y mutilación.

Se miró las manos. Manos asesinas. Manos culpables. Manos que indirectamente lo habían llevado a su revelación. Manos mágicas. Dibujó una pelota en el aire. Tomó la pelota, la arrojó hacia arriba. La pelota desapareció. Se rió tímidamente de esta travesura. La trivialidad de su magia lo avergonzaba un poco.

Una sombra cayó sobre su reflejo.

Sebastián se dio vuelta. Compasión, una de sus cazadoras. La muchacha no se disculpó por interrumpir sus meditaciones. Ah, pobre Compasión. Un manojo de odios y desgarrones. Hasta su cuerpo esmirriado reflejaba un alma carcomida. Sebastián no sabía cuál había sido su delito ni su castigo. La disciplina vehicular la había transformado en un guiñapo. Sebastián le había dado su nuevo nombre, le había enseñado qué significaba, le había rogado que se hiciera digna de él. Compasión había respondido. La cacería de los intrusos la había fortalecido, pero siempre parecía ausente.

—Vengo a pedir tu bendición —dijo la cazadora.

Sebastián ladeó la cabeza. Siempre le desconcertaba que sus hijos pidieran su bendición. ¿Quién era él para bendecir? Él era una maldición ambulante.

—Han avistado otro intruso —explicó Compasión—. Quiero hacerme digna de mi nombre.

Sebastián asintió. Dejó la túnica del Inconcluso y movió las manos en un gesto circular, un aspa en la hélice de la justicia.

Besó la frente de Compasión, sintió el temblor de su carne entre las manos.

—Soy el combustible que impulsa el universo —dijo ritualmente Compasión.

Sebastián señaló ese cuerpo, ese feto-cadáver, ese rompecabezas.

—Manos —dijo.

Compasión asintió y salió de la caverna roja.

Sebastián volvió a mirar al Inconcluso. A veces le parecía que el cuerpo se movía, como si quisiera extender los brazos para estrecharlo, o ansiara caminar. Era un efecto del fulgor rojizo que bañaba la caverna, y el fulgor rojizo era un efecto de su magia. Su magia podía jugar con la luz, pero no podía activar el nervio y el músculo. Cuando ese cuerpo se moviera, tendría que hacerlo por su propio impulso.

Ese día la magia sería destruida y Sebastián aplacaría su sed. Al fin sería un verdadero padre. Al fin aprendería a ser un hijo.


7

Ema se secó las lágrimas, pestañeó. Habían abierto la puerta de la celda. A través de los ojos empañados vio a tres monjes vehiculares. Usaban traje gris, camisa gris y corbata blanca. Los tres llevaban maletines.

—Larga y oscura sea la noche de tu redención —saludaron los monjes.

—Seré redimida —suspiró Ema. No sabía si quería redimirse. Había pasado de la contrición al rencor y del rencor al letargo. Su alma era un agujero.

—Vendrás a la Morada del Vehículo —dijo el primer monje.

—Tu alma nos pertenece —dijo el segundo monje.

—Pero sólo somos instrumentos —dijo el tercer monje.

No, pensó Ema, mi alma no les pertenece. Mi voluntad no les pertenece. Sólo les pertenece lo que yo quiera entregarles. Pero asintió en silencio. Los tres monjes inclinaron la cabeza y alzaron los brazos.

—¡El Vehículo es ciencia!

—¡El Vehículo es sapiencia!

—¡El Vehículo es clemencia!

La llevaron por un largo corredor subterráneo que se internaba en las entrañas del Barrio de las Flores y desembocaba en el Barrio del Comercio y del Sestercio. Allí subieron una escalera, entraron en otro corredor y la condujeron a su nueva celda. Era una habitación luminosa, con ventanas que daban al Jardín de la Disciplina. Todos hablaban del Jardín de la Disciplina y su exquisito diseño, pero sólo los monjes y los condenados lo conocían. Ema vio un estanque y una arboleda, pero la intensa luz la encandilaba y desdibujaba los detalles. Las paredes claras de la habitación reflejaban el resplandor del sol. Los adornos eran alegres y estimulantes.

Ema había esperado un lugar sórdido y severo. Vaciló. ¿Debía agradecer esa gentileza? ¿Le daban un tratamiento especial?

Los monjes la miraban impasiblemente.

—Esperamos que el lugar te resulte agradable.

—Así te costará más renunciar a la vista.

—Y sufrirás más cuando estés ciega.

Los tres se inclinaron en una reverencia.

—No somos crueles.

—Pero la ley exige un castigo.

—Y somos sus instrumentos.

La invitaron a pasar, a ponerse cómoda, a beber un refresco. Se sentaron ante una mesa, abrieron los maletines. De los maletines sacaron tres hélices y las ensamblaron para formar un libro que era un folleto explicativo. Le pidieron que escuchara atentamente. La justicia de Alcándara, le explicaron, les había encomendado la tarea de cegarla. La cumplirían, y la cumplirían en el tiempo programado. Si no lo conseguían, la devolverían a la justicia ordinaria. La justicia ordinaria era un vestigio de tiempos más primitivos: innecesariamente cruel, innecesariamente costosa, innecesariamente irreversible.

Señalaron el folleto, hicieron girar la segunda hélice del libro. Aparecieron explicaciones en texto, gráficos y dibujos. Los monjes vehiculares habían puesto un instrumento abstracto al servicio de la ley. Ese instrumento ofrecía un método eficaz de castigo que combinaba el rigor con la clemencia, a través de disciplinas mentales que los monjes habían dominado durante siglos. En el caso de Ema, le explicaron superfluamente, la ceguera no consistía en perder los ojos físicamente, sino en desaprender todo lo que había aprendido durante su vida de vidente.

—La mirada es una pregunta.

—Que interroga las formas y contornos y colores.

—Es hora de despreguntar.

Las formas perderían volumen, los contornos perderían relieve, los colores perderían intensidad. Los ojos aprenderían a disociar y desorganizar lo que percibían. Señalaron, en el folleto, un dibujo pueril donde un condenado miraba una forma que se disgregaba. Durante siglos la orden había usado un método de disciplina mental para la investigación.

—Aquí usaremos el método para castigarte.

—El método es la Senda de la Noche.

—Mejor dicho, una versión vulgar de la Senda de la Noche.

Ema sintió fastidio. Ni siquiera parecían saber con quién trataban, por qué la castigaban. Ella no necesitaba esas explicaciones. Nadie conocía las disciplinas con precisión, salvo los monjes, pero en definitiva la castigaban justamente por su lectura literal de Tadeo el Mínimo. Le molestaba que la trataran como un reo cualquiera. ¡Sus Reflejos se habían expuesto en la Plaza de las Remembranzas! ¡Toda Alcándara estaba presente cuando Baltasar Lopret se encargó personalmente de incinerar las estatuas! Desconocía los detalles, pero conocía muy bien las generalidades. Durante siglos los monjes habían usado ese método para bloquear sus sentidos. Se sumergían en el caos de la oscuridad, luego usaban la Senda del Día para aprender nuevamente a ver, a oír, a sentir. Ese refrescante choque entre el caos de las tinieblas y el orden de la visión surtía el efecto de un baño de agua helada en la mente y el espíritu. "Un estímulo para la circulación de la sangre del espíritu", decía Guillermo el Negligente.

Los tres monjes señalaron un dibujo donde alguien recibía un baño de agua helada.

—Tadeo —dijo Ema.

La miraron con desconcierto.

—Tadeo el Mínimo. Leí Mirabile Dictu.

Los monjes sonrieron.

—¡Qué bien! ¡No muchos leen a los maestros!

—¡Y Tadeo...! ¡El orgullo de nuestra orden!

—¡El orgullo de Alcándara! ¡Cuántas cosas debemos a sus exploraciones!

—Soy Ema del Alba —insistió Ema—. Hice esculturas espejadas que se inspiraban en Mirabile Dictu.

Los monjes suspiraron.

—Admirable.

—Notable.

—Memorable.

—Por eso estoy aquí —insistió Ema, ansiando una reacción, una admisión. Si iban a castigarla, quería que reconocieran la magnitud de su culpa—. Los escritos de Tadeo me trajeron aquí.

Los tres monjes asintieron solemnemente.

—Somos cárceles y caminantes.

—Cárceles, porque somos nuestra propia celda.

—Caminantes, porque aunque nos pese recorremos la senda de este mundo.

Ema quiso hablar, pero los monjes aún no habían terminado.

—¡Cárceles y caminantes! Somos la llave de nuestro encierro.

—¡Cárceles y caminantes! Andamos aunque estemos quietos.

—¡Cárceles y caminantes! Una visión sombría pero peripatética de la vida.

Ema suspiró. Clavó los ojos en el folleto. Los tres monjes volvieron a sus explicaciones. La disciplina de la ceguera, explicaron, estaba destinada a cobrar conciencia de la cárcel de la visión, del caminar de la conciencia. En su versión punitiva también era una forma de piedad. El condenado no quedaba ciego para siempre, como si le arrancaran o quemaran los ojos. Era económicamente aconsejable, explicaron, porque se infligían castigos severos sin necesidad de abarrotar las cárceles y someter el presupuesto de la Asamblea Pretorial a presiones indeseables: una sabia decisión de las autoridades de Alcándara, un prudente equilibrio en la rotación de la hélice de la justicia.

—Es una disciplina muy difícil, y entendemos que los reos no tienen el mismo estímulo que han tenido nuestros hermanos desde que se crearon las disciplinas. El monje vehicular sigue la Senda de la Noche porque ansía abrazar la realidad. El reo sigue la Senda porque ansía evitar una amputación.

—Todos somos víctimas de una amputación —protestó Ema—. Todos somos muñones. ¿No es eso lo que enseña Lázaro el Latoso?

Los monjes bajaron la cabeza, irritados o compungidos.

—Larga y compleja es la enseñanza del Vehículo.

—Largo y penoso es el camino que no va a ninguna parte.

—Largo y oscuro es el encierro que libera.

Volvieron al folleto. Hicieron girar la segunda hélice del libro. En una serie de dibujos y notas, se mostraba que los reos que no lograban aprender la disciplina eran entregados a la justicia común. Un cirujano de la Asamblea Pretorial les arrancaba los ojos, la lengua o las manos. No sólo se cumplía el castigo establecido por los jueces, sino que se castigaba al prisionero por haber impedido que los jueces hicieran gala de clemencia e indirectamente estuvieran obligados a incurrir en la crueldad de la mutilación. Le mostraron una serie de dibujos en que los reos eran devueltos a los agentes de la justicia, que los entregaban a los cirujanos mutiladores de la Asamblea Pretorial. También le explicaron que muchos reos fracasaban involuntariamente. La falla moral que los inducía al crimen conspiraba contra el triunfo de su voluntad. Otros se desorientaban en los rigores de la Senda de la Noche. En su afán de desorganizar las formas, los condenados a la ceguera no sólo perdían la vista sino el oído, el sabor, el tacto.

—El mundo se desmorona.

—Los sentidos se ofuscan.

—La razón, guía e inspiración de nuestra disciplina, deja de cumplir su papel rector y redentor.

Los tres monjes sacudieron la cabeza.

—Penoso.

—Doloroso.

—Costoso.

Ni siquiera en esos casos, le explicaron, podían recomendar consideraciones especiales. La locura de estos reos no era anterior al crimen, sino posterior. Y aunque los monjes se sintieran movidos a compasión, traicionarían su función instrumental si hicieran recomendaciones a las instituciones judiciales a las que desinteresadamente ofrecían sus servicios.

—No meditamos.

—No deliberamos.

—No juzgamos.

Algunos reos, una vez que avanzaban en la Senda, pedían a los monjes que los iniciaran en la versión plena del Vehículo. Descubrían una vocación mística que los inducía a seguir adelante, y querían la iniciación total. Pero eso sólo era posible una vez que hubieran cumplido el castigo. En su servicio desinteresado a la justicia, se habían comprometido a no aceptar novicios entre quienes debían cumplir una sentencia. Esos desdichados, lamentablemente, no sólo eran castigados con la ceguera, o con cualquier otra privación que les impusiera la disciplina vehicular por requerimiento de la ley. Eran castigados con la intensa frustración de dominar la disciplina más ardua del mundo, de llegar a un paso de la revelación, sólo para conformarse con una mera carencia física. Su castigo los llevaba mucho más lejos de lo que habían llegado Tadeo el Mínimo, Anselmo el Apacible y Olga la Oronda.

—¡Los confines de la mente!

—¡El límite de los sentidos!

—¡Las fronteras de la percepción!

Pero todo esto era infructuoso. Por mucho que se esforzaran, navegaban hasta los confines para sufrir penurias y humillaciones, no para cosechar los frutos de la ciencia. Quizá merecieran piedad, pero los monjes debían abstenerse de la piedad si querían cumplir con su obra compasiva. Muchos casos, lamentablemente, eran irrecuperables. Flotaban para siempre en un limbo donde oscilaban entre su lúcido poder mental y su abyecto desamparo emocional. Giraban eternamente en la noria de su alma desierta, ruinas irredimibles, consecuencia involuntaria de la clemencia vehicular.

—Los desechos y contrahechos —dijo Ema.

Los monjes carraspearon reprobatoriamente. Aunque se mantenían alejados del mundo, esa desventurada expresión había llegado a sus oídos.

—Innecesariamente grosera.

—Innecesariamente cruel.

—Innecesariamente soez.

Le mostraron un dibujo en que estas víctimas irrecuperables circulaban por los callejones de Alcándara, encerradas en su infierno personal. Agentes pretoriales les llevaban comida. Ema pensó en los demonios que había esculpido, los demonios que Tadeo había visto al regresar de la Senda de la Noche. Los tres monjes vehiculares guardaron sus folletos en los maletines, los cerraron con un triple chasquido, se ajustaron la corbata blanca, sonrieron. Este era un contrato privado que nadie tenía obligación de cumplir, le explicaron. Era un regalo desinteresado a la justicia de Alcándara, para mitigar la desdicha de los condenados, un privilegio que obsequiaban a los réprobos. El castigo era una nueva oportunidad.

—Una moción.

—Una invitación.

—Una exhortación.

Entrelazaron las manos sobre la mesa. Desde luego, Ema no podría fingir. La ceguera debía ser real, y los monjes tenían una larga experiencia para verificarlo. Si no estaba dispuesta a cumplir el contrato, le advirtieron, era aconsejable que cortara camino y se entregara a la justicia ordinaria.

—Habrá mutilación.

—Habrá tribulación.

—Habrá aflicción.

Los tres se inclinaron sobre las manos entrelazadas. Los tres se irguieron.

—Pero sin aumento de culpa.

—Pero sin tormento de la conciencia.

—Pero sin daño del alma.

Ema miró los tres pares de manos entrelazadas.

—Estoy dispuesta a cumplirlo —declaró.

Los tres monjes rieron levemente, se taparon la boca.

—¿Dije algo gracioso? —preguntó Ema.

Los tres monjes se pusieron serios.

—Oh no —dijeron—. Sólo lo que dicen todos.

Se inclinaron ceremoniosamente, tres aspas de la hélice de la justicia. Sin alzar la cabeza, caminaron de espaldas hasta la puerta, salieron y cerraron. Ema se quedó mirando la puerta. Tres carcajadas estallaron en el pasillo.


8

Los demonios subían desde el abismo humeante. Se aferraban de la resbaladiza cuesta con garras huesudas, colas escamosas, aletas viscosas, espolones metálicos, extremidades esponjosas. Patinaban en el suelo baboso y se agarraban unos de otros para no caer. Algunos se distraían con los placeres de la tortura o del sexo, sostenidos por la apretujada muchedumbre. Los más ávidos hundían las zarpas aceradas en los demonios que los precedían, los clavaban contra la cuesta y trepaban sobre el lomo de sus víctimas. Otros devoraban a sus vecinos para fortalecerse y eran devorados cuando languidecían en la modorra de la digestión. Una cascada de ganglios triturados, cabezas sangrantes y alas palpitantes caía continuamente hasta el fondo, alimentando a los que aún no habían iniciado el ascenso. Algunos comían esos restos con tal voracidad que no podían moverse, y poco a poco eran triturados bajo las columnas de los que racionaban su alimento y subían con mayor agilidad. Los que habían llegado a la superficie circulaban por las calles, plazas y torres de Alcándara, mezclándose con sus habitantes. Grifos, gárgolas y arpías se encaramaban a los edificios para esperar refuerzos.

Baltasar Lopret, fiscal general de la Asamblea Pretorial, miró con orgullo su pintura inconclusa. Dedicaba un gran esfuerzo diario a ese cuadro que adornaba la sala de su mansión. Pero su orgullo no obedecía a la vanidad. No se atribuía méritos artísticos. Los trazos eran torpes, los colores eran chillones, el concepto era pueril. Baltasar Lopret conocía muy bien sus limitaciones. No era artista sino juez y verdugo. Su pintura era un plagio bidimensional de las esculturas espejadas por las que tiempo atrás había denunciado a Ema del Alba. El plagio era otro modo de atacar el arte de esa mujer. Había rabia en ese cuadro. Esa rabia era su vida y su vocación. Las esculturas de Ema del Alba lo irritaban tanto que no había cejado hasta arrestarla, enjuiciarla e incinerar sus Reflejos.

Aún recordaba los tiempos en que era gestor de tormentos en el sistema carcelario. Entonces era dueño de la vida y la muerte de la carroña. Se había inspirado en esa carroña al pintar los demonios que invadían la Alcándara del cuadro. En sus tiempos él había hecho todo lo necesario para frenar esa invasión.

¡Había quebrado, torcido, lacerado!

¡Ah, las contorsiones de la carne!

Eran tiempos de grandeza. Ahora sólo era un burócrata que respondía indirectamente a los vehiculares. Odiaba a esos monjes. Con su aire benigno, fingían no interesarse en el poder, pero su ambición era insaciable. Cada vez más, todos se sometían a sus directivas. La Asamblea era un circo. Los jueces eran títeres. La policía pretorial era más leal al Vehículo que a las autoridades tribunalicias. La rabia del fiscal crecía día a día, y ya no se conformaba con colorear demonios con óleos y pinceles. Necesitaba cortar y mutilar, cincelar sus visiones en el mármol exquisito de la carne.

Se volvió hacia el espejo, admiró su cabeza leonina, su barba rojiza, su mandíbula enérgica, el destello de sus ojos. Esa cabeza perfecta merecía mejor destino que el cuerpo de un burócrata. Si seguía encerrado, esos ojos perderían su destello.

Giró hacia el hombre maniatado. El hombre agachaba la cabeza, como si temiera la mirada del fiscal, aunque no podía verlo porque tenía los ojos vendados.

—Me han hablado bien de tus servicios —dijo Baltasar Lopret.

—Sólo ofrezco una excursión modesta por un precio modesto, excelencia. Sin duda indigna de tu gusto exigente. Pero nadie podría ofrecerte algo mejor.

Baltasar Lopret miró las amarras que sujetaban a su visitante. Las amarras obsesionaban al fiscal. No había ordenado que ataran a ese hombre por una cuestión de seguridad. Él estaba en su residencia con sus guardias y criados, y el otro estaba solo. Él tenía su juego de puñales en el escritorio, y el otro estaba desarmado. Pero le gustaba que su interlocutor estuviera bien atado a su silla. Era una declaración de principios.

—Una excursión a la Ramada —dijo Baltasar Lopret.

—Así es, ilustrísimo.

—¿Qué me impediría hacerla por mi cuenta?

—Nada, señoría, si supieras cómo llegar.

Baltasar Lopret miró a ese hombre gordo y andrajoso. Su negocio era ilegal, pero tenía gran éxito entre los ricos y encumbrados. Todos ansiaban hacer una excursión por la Ramada. Gracias a sus espías, Lopret conocía todos los rumores.

—La Ramada no es un lugar secreto —comentó—. Hay descripciones en los libros de los maestros vehiculares. Todos dicen cómo llegar.

—Todos mencionan el Túnel de los Pasos Tambaleantes —dijo el gordo.

—En efecto, el Túnel.

—Conozco esas descripciones, eminencia. Mencionan el Túnel, pero no dicen dónde está. Sólo los vehiculares lo saben, aunque quizás hasta ellos lo hayan olvidado. Hace tiempo que abandonaron la Ramada, y rara vez salen de la Morada del Vehículo.

Ah, pensó Baltasar Lopret, mirando a su visitante. En otros tiempos, qué sinfonía de dolor habría arrancado a esa carne amarillenta y fofa. Suspiró. Esto era un juego de esgrima. Sólo quería verificar lo que sabía su visitante y, de paso, divertirse un poco a su costa.

—Por supuesto, los vehiculares te han revelado el secreto.

—No, señoría, claro que no. Pero la gente como yo, la escoria como yo, ve una ciudad muy distinta de la que se ve desde aquí. Conocemos lugares ocultos... sitios que ni siquiera imaginarías.

—Y que preferiría no conocer. ¿Qué tiene de especial la Ramada?

—Excelencia, sin duda has oído los rumores. De lo contrario, ¿para qué me habrías hecho venir? La gran atracción de la Ramada es la cacería, naturalmente.

—¿Y qué animales se cazan en la Ramada?

—Los más codiciados. Desechos y contrahechos. El único lugar de Alcándara donde podrás cazarlos sin que la justicia se interponga.

La justicia soy yo, pensó Baltasar Lopret, pero no lo dijo porque sabía que ya no era así. Miró su cuadro de los demonios. Necesitaba acción. Los vehiculares le habían arrebatado su poder de vida y muerte. Ansiaba recobrarlo. Ansiaba cazar escoria, recorrer el mítico Túnel de los Pasos Tambaleantes, obtener el trofeo —una cabeza, una mano, un corazón— que lo ayudara a completar su pintura inconclusa. Ese botín de carne martirizada sería su inspiración.

¡Una inspiración que lo ayudaría a olvidar las esculturas de Ema del Alba y sus estremecedores reflejos!

Se miró nuevamente en el espejo. El cristal le devolvió la imagen de sí mismo que había visto en las esculturas de esa mujer. Tiritó. Trató de pensar en otra cosa. La Ramada...

Teodora la Tímida, Ulises el Inmóvil y Simón el Risueño describían la Ramada como un lugar apacible, ideal para el estudio y la meditación. "Con la frescura de sus colores, la Ramada nos recuerda que el mundo es sólo una danza cromática", había escrito Lázaro el Latoso. Una cursilería poética, desde luego, pero le intrigaba el lugar que había inspirado semejante frase. A veces miraba su cuadro inconcluso y sólo veía una danza cromática. La sola idea de conocer ese sitio era excitante. Incluso era excitante estar negociando con un delincuente. Era tan excitante que lo avergonzaba.

—Debería denunciarte —rezongó—. Debería entregarte.

—Claro que sí, señoría. Pero no lo harás.

—¿No?

—Todos los que me llaman tienen el deber de entregarme, pero no lo hacen. La gente valora lo que vendo.

Baltasar no pudo menos que admirar a ese hombre sucio y vulgar, insolente en su servilismo. Jugaba con fuego y lo sabía. Era un riesgo de su oficio y lo enfrentaba. Casi sintió la tentación de arrancarle la venda de los ojos y mostrarle dónde estaba, mostrarle el cuadro de los demonios. Por un instante se olvidó de que su visitante era escoria.

—¿Y si no contratara tus servicios?

—Igual contarías con mi discreción, excelencia. No todos los que me llaman me contratan. Nunca recordaría que estuve aquí... —El gordo se encogió de hombros—. Ni siquiera sé dónde estoy.

Baltasar rió secamente.

—Supongo que estás acostumbrado, que todos tus clientes actúan con la misma prudencia.

—Con la misma prudencia, señoría, pero no con la misma rudeza.

El gordo sonrió, movió la cabeza tratando de señalar la silla y las amarras que lo sujetaban.

Baltasar se acuclilló frente a él. Miró intensamente la venda que cegaba a su visitante, como si pudiera verle los ojos tapados.

—Supongamos que alguien quisiera tenderme una trampa, que se valiera de tus servicios para conspirar contra mí.

—¿De mis servicios, excelencia? ¿Por qué aceptaría eso? ¿Qué podrían ofrecerme?

—Más dinero del que podrías ganar conmigo, por ejemplo.

—Es verdad. Algunos me han ofrecido ese tipo de trato. Pero nunca he aceptado. ¿De qué me serviría? Soy lo que soy, ilustrísimo. Mi discreción puede protegerme de los poderosos, el dinero no. Me conformo con mis modestas ganancias.

—¿Nadie te ha ofrecido poder?

El gordo se echó a reír.

Baltasar Lopret se puso de pie, alejándose de esa bocanada de aliento repulsivo.

—¿Me has visto bien, excelencia? —dijo el gordo—. Porque yo puedo verte aunque tenga los ojos vendados. Veo muy bien las diferencias que nos separan. Soy un patán ignorante. Si alguien me ofreciera poder, no le creería. Pertenezco a las cloacas. Como te he dicho, la ciudad que vemos desde allí es otra. Tengo poder en mi mundo y, con todo respeto, nuestros mundos son enemigos.

—Yo ni siquiera sé cómo es tu mundo.

—Precisamente, eminencia. Pero yo sé cómo es el tuyo.

Baltasar suspiró.

—Debería hacerte cortar la lengua.

—Eso habrían hecho en los viejos tiempos, excelencia. No hay como los viejos tiempos. Hoy, en cambio, los monjes me embarullarían la cabeza para convencerme de que soy mudo. Tenemos algo en común, señoría. Los dos creemos que esos tiempos eran mejores.

—Sin duda —dijo Baltasar. Tiritó ante la idea de tener algo en común con ese engendro.

—En honor a eso, eminencia, quizá pueda ofrecerte un servicio especial.

—Creí que no ofrecías servicios especiales.

—No los ofrecía hasta ahora, ilustrísimo. Pero no siempre encontramos a alguien con quien tenemos algo en común.

Baltasar resopló.

—¿Y cuál sería ese servicio?

—Información, señoría. Y con gusto la revelaría a la persona adecuada.

—¿Y yo sería esa persona?

—Nadie más me amarró a una silla para hablar conmigo. Nadie más me creyó digno de esa precaución. Eso me dice algo.

—¿Qué te dice?

—Que hablo con un auténtico cazador. Hablo con un hombre que entiende el poder y la crueldad. Con todo respeto, ilustrísimo, no me gustaría que ese hombre saliera lastimado.

Baltasar Lopret se contuvo para no abofetear a su visitante. La sola idea de que la escoria de la Ramada pudiera hacerle daño era ofensiva. El hombre pareció intuir su reacción.

—No te ofendas, eminencia, pero la cacería es peligrosa. Tal vez sepas que algunos cazadores no han vuelto.

Conque era cierto, pensó el fiscal general. Había oído rumores sobre desapariciones en ciertas familias ilustres. El hijo de un juez, un miembro de la Asamblea, un consultor legislativo. Sus familias habían mencionado oscuras enfermedades, habían sepultado a sus muertos en ceremonias discretas y apresuradas. Uno de sus espías aseguraba que en esos funerales no había cadáver.

—¿Qué me estás ofreciendo? —preguntó Baltasar Lopret.

—Información sobre la Ramada. Cosas que nadie sabe, ni siquiera los vehiculares. Cosas que sólo oyen los desechos y contrahechos.

Baltasar Lopret volvió a mirar el cuadro: demonios emergiendo de entrañas humeantes. Vulgar y explícito, pero eficaz. Necesitaba una buena cacería. Había incinerado Reflejos, pero las imágenes aún lo perseguían.

Sentía un licor hirviente en las venas. Temía disolverse en ese hervor. Necesitaba hacer algo para enfriar su sangre. Se miró de nuevo en el espejo. Volvió a ver la imagen de sí mismo que había visto en los Reflejos de Ema del Alba. El hervor se intensificó. Cada tendón y cada músculo estaba a punto de reventar. Se clavó las uñas en las palmas. Sintió ganas de romper el cristal.

Dio dos zancadas hacia el espejo para asestarle un puñetazo. Quería hacerlo añicos, sentir la mordedura de las astillas en las manos. Pero a medio camino se paró en seco y dio media vuelta. Se acercó impulsivamente a su visitante y le arrancó la venda de los ojos.

El hombre cerró los ojos con fuerza.

—¡No quiero verte, excelencia! Tu sola presencia me cegaría.

Baltasar Lopret volvió a admirar ese servilismo insolente. Claro que el gordo no quería verlo. No quería conocer al notable con quien trataba. Era un riesgo innecesario para ambos. El fiscal general sonrió. Disfrutaba de ese riesgo.

El hombre al fin abrió los ojos. Lo primero que vio fue el cuadro de los demonios. Ahogó un gemido de espanto. Baltasar Lopret se sintió halagado por la reacción. El hombre lo miró tímidamente, tembló al reconocerlo.

—Con todo respeto, ilustrísimo, no tendrías que haber hecho esto.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el fiscal.

—Víctor —tartamudeó el visitante.

—Mi presencia no te ha cegado, Víctor —dijo el fiscal, tomando un puñal del escritorio. Acercó el puñal a los ojos de Víctor—. Pero puedo remediar ese traspié, si tu información no me satisface.

Víctor se encogió en la silla, intimidado por el destello del acero.

—No hay como los viejos tiempos —dijo el fiscal.


9

Mi sueño me asfixiaba.

La Primera Hélice me ceñía el cuello, la Segunda Hélice me ceñía el torso, la Tercera Hélice me ceñía los talones.

La Primera Hélice era un círculo plano: mi cabeza en llamas giraba encima de ese círculo, despacio durante el día, rápidamente durante la noche.

La Segunda Hélice era Alcándara, cuyos habitantes reverenciaban mi alta mirada: de noche, mil ojos desperdigados en el firmamento; de día, una esfera hirviente en el centro del cielo.

La Tercera Hélice era un enigma aun para mí, aunque la Física Trinitaria de Eusebio el Cándido la describía como "el magma donde sueñan nuestros muertos" .

Canté y bailé para combatir la asfixia.

La Trama es una danza, y las palabras son su música. Esa música es el canto del agua en una fuente que es un árbol de luz cuyas ramas envilecidas se resignan a la herrumbre de la materia hasta que una nueva música redime su pesadez.

Metáforas mixtas, responderás.

Pero para responder así tendrás que creer literalmente en la tiránica dureza de las cosas, olvidar que las cosas son una degradación de la luz. Tus manos, en cambio, saben que la fulguración de los fotones palpita en nuestra sangre.

Una espiral incesante: la materia es un fantasma generado por la mente que es un fantasma generado por la materia.

Tus macizas manos han contado una espectral historia de luces reflejas. Tus líquidas imágenes me han sumergido en esta solidez inasible.


10

Lo primero que desaparecía era el alfabeto. La A se transformaba en un triángulo sin base, aserrado por la mitad, y su vértice superior abría un agujero que la engullía desde arriba. La E era un poste vertical que sostenía tres barras horizontales. Las barras se desplomaban, formando una L que pronto se reducía a un 1. La T moría crucificada en sus propios trazos. La S se tambaleaba en la ebriedad de sus curvas. La B se inflaba formando un 8. La O adelgazaba, formando un 0. Luego seguían los números. El 1 se reducía a un poste que no señalaba nada. El 8 caía de flanco, y se despeñaba en el abismo de su infinitud. El 0 caía en el pozo de su nulidad. Los signos se reducían a formas geométricas elementales. Estas formas se desmoronaban como palillos. Los palillos caracoleaban como gusanos y se sumergían en un paisaje fangoso.

Cada vez que Ema leía un nuevo párrafo, notaba nuevas omisiones. Las frases se reducían a letras desperdigadas que pronto eran manchas que se diluían en un borrón. Podía representar mentalmente una letra A o un número 2, pero sus ojos se negaban a verlos. Leía sin leer, el milagro de la disciplina vehicular. Hora tras hora un arenal ondulante arrasaba bosques de símbolos. La opulencia de las frases se desangraba en el raquitismo de los espacios. Márgenes estériles castraban párrafos fecundos. Guiones, comas, puntos y acentos cabeceaban en pantanos turbios, abrazando desesperadamente garabatos flotantes mientras intentaban rescatar números y letras de su naufragio. Las letras y números reaparecían, pero sólo eran una sucesión de blancos y negros, garrapatas que boqueaban agónicamente antes de hundirse con un gorgoteo.

Tuvo una sensación de alivio, pureza e inocencia.

Se alejaba de la comunidad humana. El vasto diálogo que representaban los libros le estaba negado. Anhelaba la ceguera. Anhelaba terminar cuanto antes con la agotadora disciplina de la Senda de la Noche.

El día en que Ema fue totalmente incapaz de leer un párrafo, el monje instructor aplaudió con moderado entusiasmo.

—Te felicito. Has desaprendido con mucha rapidez.

La llevó al Jardín de la Disciplina y brindaron con té para celebrar la ocasión. El monje señaló un árbol que crecía a orillas de un estanque y le contó la historia de ese árbol. A su sombra, Eulalia la Aduladora había escrito la Ética Helicoidal, base de las leyes de Alcándara, y Eusebio el Cándido había escrito la Física Trinitaria, base de las ciencias de Alcándara.

—Alguna vez me gustaría sentarme a meditar bajo ese árbol —dijo distraídamente Ema.

El monje entornó los ojos.

—Admiramos a los maestros —comentó reprobatoriamente—. Pero nuestro deber no es imitarlos, sino estudiarlos y pulirlos.

Ema iba a responderle, pero el monje instructor la interrumpió. Se señaló a sí mismo, le pidió que leyera la insignia que llevaba en la corbata blanca. Ema no pudo leer la insignia.

—Magnífico —dijo el monje—. Pronto dejarás de ver la corbata, y pronto dejarás de ver la blancura.

Y pronto dejó de ver al monje. Los contornos se deshojaban, los colores se aguaban, las texturas se deshilachaban. El árbol donde habían meditado Eusebio y Eulalia se redujo a una mano raquítica con los dedos extendidos. La mano se redujo a un rombo esquelético. El rombo se redujo a segmentos que formaban una letra, pero la letra era irreconocible. Al borrarse el árbol, también se borró su sombra, el césped donde caía la sombra, el cielo que lo rodeaba. Sólo quedó una vasta extensión que abrazaba el horizonte. Y el horizonte sólo era un trazo en una radiante turbulencia que pronto lo devoró.

—Estoy ciega —dijo Ema.

Lloraba de felicidad. El tormento de su iniciación había terminado. Sabía que estaba en el Jardín de la Disciplina, bebiendo té frente al monje, cerca del árbol donde habían meditado Eusebio y Eulalia. Lo sabía porque recordaba los olores, los sonidos y cada uno de los pasos que la conducían a ese lugar. Estaba ciega, pero el mundo no era oscuridad. El mundo era un rugido de luz.

El monje instructor cabeceó aprobatoriamente. Ema supo que cabeceaba, aunque no veía el gesto. Sintió la brisa del cabeceo, sintió el ínfimo cambio de textura que la sonrisa del monje dibujaba en el aire.

—Estás libre.

Esas dos palabras sonaron como un tañido fúnebre.

—¿Libre? Creí que ahora empezaba mi sentencia.

—Desde luego —dijo el monje—. Sólo quise decir que ya no te retendremos aquí. Nuestra misión ha concluido.

—¿Debo irme de aquí?

El monje cabeceó nuevamente.

—No puedo irme. Mi mundo está entre estas paredes.

—Como sabías desde el principio, la libertad es parte de tu condena.

—¿Qué haré allá fuera? —protestó Ema.

—Lo que quieras. Lo que puedas. No nos concierne. Sólo somos instrumentos.

El monje volvió a sonreír. Ema supo que el monje sonreía por un leve cambio en el tono de voz.

—Pero volveremos a vernos dentro de cinco años.

—A vernos —repitió Ema.

—Literalmente —dijo el monje.

Ema notó que el monje aún sonreía: la sonrisa era una vibración en el rugido de luz.

—Si logro sobrevivir —murmuró.

—Todos logran sobrevivir. Te esperamos para rehabilitarte.

Ema asintió.

—La Senda del Día.

—Mejor dicho —dijo el monje—, una versión vulgar de la Senda del Día.

Le colgó del cuello el medallón de la Triple Hélice que identificaba a los reos. La llevó hasta la puerta de la Morada del Vehículo. Nadando en el rugido de luz, Ema salió con pasos tambaleantes.


11

Compasión miró con afecto al intruso degollado. Se apretó el cuchillo contra el pecho, sintió el canto de la luz, el canto del acero. Tronchó cariñosamente las manos del intruso y las guardó en su bolsa de ofrendas.

Después de tres días de persecución, necesitaba un descanso.

Apiló ramas para cocinar los trozos selectos que había elegido para alimentarse. Preparó una pira para quemar el resto del cuerpo. El cuerpo debía ser anulado, extinguido, pulverizado, consumido. Las manos capturadas debían olvidar por completo que habían pertenecido a ese cuerpo. Las manos ungidas por el acero no debían sentir la tentación de renunciar a su nueva pureza.

Las llamas crepitaron en el aire de la tarde. Compasión aspiró el olor de la carne asada y el olor de la carne quemada. Echó hierbas sobre las llamas. Ah, el Inconcluso debía oler ese olor, saber que sus Invocantes lo llamaban, lo reclamaban. ¡Faltaba poco! El Inconcluso se resistía. A pesar de su poder, temía la encarnación. ¡Ah, la debilidad de los poderosos!

Al anochecer, bajo los mil ojos de la Araña de Fuego, Compasión saboreó la carne del intruso. No era particularmente agradable. Recordó a ese hombre torpe y fofo que había perseguido durante tres días. Nunca habría entendido el sacrificio que había sido para ella. Compasión odiaba su andar desmañado, su figura desgarbada, su cara arrugada, y aun así lo había amado. El intruso había atravesado el Túnel de los Pasos Tambaleantes sin aprender nada. Había llegado a la Ramada sin aprender nada. ¿Habría muerto sin aprender nada? Compasión esperaba que en ese último instante hubiera comprendido que era un vehículo de redención. Su nombre le exigía tener esa esperanza. Trataba de respetar las enseñanzas de Sebastián, aunque la tenían harta. Su alma sólo respetaba la pureza del acero. Anhelaba esa pureza, pero cada día se sentía más sucia.

Se durmió a la luz del fuego. Soñó con un árbol de luz que era un borbotón de agua. Soñó que era la fuente donde el borbotón cobraba forma de danza. El borbotón era la danza de Sirod. Compasión giró en sueños al son de esa danza. Quiero que bailes dentro de mí, pensó. Quiero que abandones este vacío. Despertó abrazada al cuchillo.

Agradeció al acero esos sueños venerables, recogió la bolsa de ofrendas y regresó a la Caverna de la Alabanza. Al entrar en la caverna, miró los dibujos e inscripciones que narraban la construcción, la creación, la edificación de Alcándara. Todos esos trazos eran imitaciones de los dibujos e inscripciones que los monjes habían dejado durante años en el Túnel de los Pasos Tambaleantes. Algunos creían que eran originales, pero ella recordaba detalladamente cada tramo del Túnel. La Caverna de la Alabanza era un recuerdo o plagio del Túnel. Aunque los Invocantes ya no fueran meros desechos y contrahechos, sólo podían imitar. Sebastián les mentía cuando les decía que eran artistas. Compasión entendía por qué. El arte no importaba. Los dibujos e inscripciones sólo reforzaban la fe, les recordaban que Alcándara era un mundo inestable, impreciso, incompleto y contradictorio. Cada vez que añadían una nueva parte al Inconcluso, los Invocantes se reunían para entonar un cántico de alabanza que era también un reproche:


Tu flaqueza te detiene.

Nuestra fuerza te reclama.

Tu mente flota en la oscuridad,

tu mundo flota en la incertidumbre.

Odiamos tu cobardía.

Tu indecisión te ata a las tinieblas,

pero tu lengua ansía pronunciar

los nombres de la luz.

Te invocamos

para ser invocados.


Vio a Sebastián el Sediento de rodillas ante el cuerpo flotante. Murmuraba, hablaba con el Inconcluso. Compasión no sentía compasión por el hombre que la había salvado. ¿De qué la había salvado? Ni siquiera lo recordaba. Carraspeó. Sebastián giró bruscamente, se levantó. Tenía la túnica del Inconcluso en la mano. Cada día estaba más consumido. Sebastián intentó sonreír, pero sus labios sólo dibujaron un trazo grotesco.

—Piedad —murmuró.

—Compasión —dijo Compasión—. He luchado por este nombre.

—Sí, Compasión, claro.

Compasión extendió la bolsa de ofrendas y el sediento dejó la túnica del Inconcluso en el suelo. Recibió la bolsa, la entreabrió, miró las manos cortadas.

—Hoy las consagraremos —dijo—. Hoy se las entregaremos al Inconcluso.

Compasión asintió en silencio.

Sebastián se le acercó para besarle la frente. Compasión ladeó la cara, pero se dejó besar.

—Serás recordada en el Cántico de Alabanza —dijo Sebastián.

Sí, sería recordada: Compasión, que compasivamente cazó tres días con sus noches. Compasión, que compasivamente odió las tres hélices. Compasión, que compasivamente nos trajo las manos del Inconcluso. No le importaba. Su mente giraba en una noria. Su cuerpo le repugnaba. Sólo quería lavarse y buscar a su hombre para olvidar esos tres días de persecución. Pero mientras los olvidaba, los recordaría con toda claridad. Sólo hablaría de la persecución mientras se revolcaban entre las sábanas. Describiría al intruso, describiría su andar, describiría su cara, describiría su modo de dormir y de comer. Era rubio, diría mientras el otro la besuqueaba. Era fofo y desagradable, diría mientras el otro la manoseaba. Pero sus manos eran magníficas y quise esas manos desde que las vi, diría mientras el otro la obligaba a arrodillarse. Y se atragantaría con la carne del otro mientras pensaba en lo que diría después. Los hombres nunca escuchaban, pero no le importaba. Describiría todo lo que había visto, sentido y soñado mientras acechaba a su presa. Observé cada pájaro y cada hoja y cada rama de la Ramada, diría mientras el otro la penetraba. Es muy importante observar esas cosas para alimentar el acero, diría mientras el otro se contoneaba. Describiría cada uno de los trucos que había usado para demorar el sacrificio. El ciclo del acero dura tres días, diría mientras el otro jadeaba e intentaba taparle la boca con la mano. Le mordería la mano y lo amenazaría con el cuchillo, pero se dejaría hacer cualquier cosa con tal de que el otro la dejara seguir hablando. No le importaba. Alabaría la pureza del acero mientras el otro volcaba su semilla en un cuerpo que ella despreciaba.

Después le dejaría su marca. Trataría, una vez más, de hacerle entender la pureza del acero. Sabía que también ese hombre era un ser despreciable.

—Por favor, no —rogaría él.

—Es el precio —diría ella, empuñando el cuchillo.

—Me prometiste que esta vez no habría un precio.

—Nunca cumplo mis promesas —diría ella, hurgando la carne oscura con el metal luminoso.


12

Como muchos otros condenados, Ema se había ido de su casa. Vivía y dormía en las calles del Barrio de las Flores, donde no había flores sino edificios abandonados y basurales. Allí pasaba el tiempo escuchando las historias de los desechos y contrahechos: perjuros privados de la lengua, adúlteras condenadas a la frigidez, homicidas obligados a morir muchas veces, estafadores que vivían en la miseria porque habían olvidado que tenían una fortuna. Para el resto del mundo, todos eran desechos y contrahechos. En el Barrio de las Flores, los nombres eran más precisos. Los desechos eran los condenados que cumplían su sentencia, y llevaban colgado el medallón de la Triple Hélice que los identificaba. Ese medallón albergaba el reloj que les anunciaría el final de la sentencia. Los contrahechos ya no llevaban el medallón. Habían cumplido su condena y oficialmente eran libres, pero seguían girando en la noria de su mente porque las disciplinas los habían desquiciado. Algunos reos se enamoraban de su castigo y se quitaban el medallón con la esperanza de prolongarlo. Pero el día en que el castigo terminaba, la policía pretorial iba a buscarlos y los llevaba pacientemente a la Morada del Vehículo. Nadie escapaba de su condena, nadie escapaba de su libertad. Y nadie los tocaba ni los atacaba, Ningún ladrón le robaba a un desecho o contrahecho. Un acuerdo tácito: quizá respeto por la ley, quizá compasión, quizá conocimiento de que mañana podían estar en las mismas circunstancias.

Ema ansiaba olvidar esas historias. Necesitaba acostarse con alguien para salir de su letargo. Durante varios días, un ex ladrón la guió hasta el puesto callejero donde la policía pretorial repartía comida para los reos. Después buscaban un lugar apartado y comían juntos. Ema le ponía la comida en la boca, porque el ex ladrón no podía usar las manos. No las veía ni las sentía, o sólo las sentía como miembros fantasma, otro milagro de la disciplina vehicular. Esas comidas compartidas crearon una superficial intimidad. Ema intentó seducir al ex ladrón, pero el hombre la rechazó delicadamente.

—No tengo manos.

—No hacen falta manos.

—Odiaría tocarte sin manos.

Ema palpó esas manos que ella no veía y que el ex ladrón no sentía. Notó que el otro bajaba la mirada.

—Por favor —le dijo—. Cuidado con mis muñones. Las heridas aún no han cicatrizado.

No quiero un lazarillo, pensó Ema. Ni quiero cuidar a un hombre sin manos que no puede comer solo. Quería sensaciones violentas que la arrancaran un instante del rugido de luz, así que abandonó al ex ladrón y buscó otros hombres. Tuvo varios amantes en medio de esos basurales, pero no lograba despertar del letargo. Al fin conoció a un asesino que siempre le describía la última muerte que había sufrido. Había muerto aplastado, decapitado, envenenado y descuartizado.

—La última vez fueron puñaladas. Estaba durmiendo y sentí el hielo del cuchillo en el vientre. La semana pasada me estrangularon. Aunque sé que es una alucinación inducida, cada vez parece real. Tan real como cuando yo lo hacía.

—¿Es parecido? —le preguntó Ema.

—¿Qué? ¿Matar y morir? No sé. No me importa. Sólo quiero vengarme.

Sólo quería vengarse, y cuando no hablaba de sus muertes, hablaba de Sebastián.

—Sebastián nos salvará, Sebastián nos guiará, Sebastián nos dará a beber la sangre de esos monjes.

Y cuando decía sangre se excitaba, y Ema aprovechaba ese momento para buscar en la sensualidad un abandono del letargo. No había sensualidad, sólo un pistoneo mecánico. Sebastián, Sebastián, Sebastián, repetía el asesino.

—¿Quién es Sebastián? —preguntó Ema.

—Sebastián el Sediento.

—¿Qué hace Sebastián el Sediento?

—Sebastián el Sediento tiene sed de venganza. Él nos devolverá la dignidad. Sebastián se lleva a los desechos y contrahechos a la Ramada y allí les contagia la sed.

—¿Lo has visto alguna vez?

—Sebastián sólo se hace ver cuando quiere. Es un mago. Su magia nos salvará.

¡Magia! Lo único que le faltaba. Ese hombre ni siquiera le había preguntado su nombre, ni siquiera le había preguntado por qué la habían condenado. A veces parecía pensar que era ciega de nacimiento. Siempre estaba obsesionado con la muerte que le esperaba, o con la muerte que acababa de sufrir. Ema sintió desprecio por ese sujeto enamorado de un sufrimiento ficticio. Decidió abandonar esa vida. Se había cansado de esas aventuras donde sólo recibía las migajas del amor. Había descuidado su mente, había descuidado su cuerpo, había descuidado su alma. He pagado el delito de negligencia con negligencia, se dijo.

Regresó a la casa del Comercio y del Sestercio donde tenía su taller. Trabajó varios días para limpiar la suciedad acumulada durante su ausencia. Una noche de lluvia —distinguía perfectamente el día de la noche, porque de noche el mundo de los sonidos se atenuaba— salió a la calle y se sentó en el empedrado. La lluvia era una bendición. El mundo cobraba forma y consistencia, se dibujaba alrededor de su cuerpo. El tamborileo de la lluvia combatía el letargo. Pasó días enteros bajo la lluvia, y los pagó con días enteros de fiebre, pero la lluvia la devolvía a sí misma, la esculpía rasgo por rasgo.

Soy lluvia, le susurraba una voz.

—Soy lluvia, soy lluvia, soy lluvia —repitió Ema en voz alta, y entró en el taller.

Era lluvia, y empezó a preparar nuevas esculturas. La primera figura que modeló era una mujer ciega sentada bajo la lluvia. Buscó imágenes nuevas en sus recuerdos. No las encontraba. La inspiración que le había permitido esculpir Reflejos se había borrado, quizá por efecto de la disciplina vehicular. Había perdido Reflejos, y también el recuerdo de Reflejos, cuando otros lo recordaban obsesivamente. He pagado el delito de ironía con ironía, se dijo.

En su furia arrojó una jarra al piso. El ruido del vidrio roto la salvó: al oír la música de su furia, supo que la furia era inconducente. Su arte le había enseñado disciplina. El Vehículo había afinado esa disciplina al enseñarle la Senda de la Noche. La disciplina sería su salvación. Día tras día repitió la figura de la mujer ciega sentada bajo la lluvia. Día tras día apiló modelos similares de la misma escultura. Su mente y su cuerpo parecían encerrados en un circuito repetitivo. De nuevo, sólo recibía migajas. He pagado el delito de redundancia con redundancia, se dijo.

Decidió destruir esos modelos, y entonces entrevió otras imágenes, otros recuerdos. ¡La ceguera máxima le había dado una nueva visión! Ahora recordaba, pero de otra manera. Modeló figuras que viajaban por un túnel a un lugar desconocido. Modeló figuras entregadas a una pasión despiadada. Modeló figuras de alguien que le pedía ayuda. Modeló la imagen de Sirod bailando en el eje de la Triple Hélice. Los mil ojos de la Araña de Fuego observaban desde el cielo el universo que impulsaba con su danza. ¡Los mil ojos la observaban a ella! Esculpió al Señor de la Mirada como un prisionero de sí mismo. Cárceles y caminantes, pensó. Pero Sirod caminaba en el vacío, y se negaba a abandonarlo. Y al modelar el cuerpo de fuego del Dueño de la Danza descubrió una nueva pureza. Sus manos eran una fuente de luz. Ansiaba recobrar su libertad, ansiaba recobrar la vista para ver lo que esas manos habían creado.

Un día, mientras trabajaba, un timbrazo la arrancó de su trance. Reconocía ese ruido. Lo había oído muchas veces en el Barrio de las Flores. El timbrazo sonó otra vez, y Ema sintió la vibración en el pecho: el medallón de la Triple Hélice, el reloj que marcaba el tiempo de su condena. El timbrazo le anunciaba que su sentencia estaba cumplida. Debía regresar a la Morada del Vehículo para iniciarse en la Senda del Día. Se arrancó el medallón. Sintió confusión y espanto. Ansiaba ver el fruto de su trabajo, pero temía perder su ceguera.

Caminó temblando hacia la Morada del Vehículo. Cinco años atrás, al salir de allí, había caminado a tientas, temiendo esa niebla radiante que era su nueva vida. Ahora caminaba sin vacilar en medio del rugido de luz. Llegó a la Morada, golpeó la puerta, dijo su nombre al monje que la recibió.

—Te esperábamos —dijo el monje.

La hizo entrar y le presentó al monje instructor que la iniciaría en la Senda del Día. Ema no reconoció la voz del instructor.

—Hace cinco años —le dijo—, un hermano tuyo me prometió que volveríamos a vernos. Literalmente.

—Y su promesa se ha cumplido —dijo el monje—. Somos sólo instrumentos. Al verme a mí, dará igual que si lo vieras a él.

Ema ansiaba preguntarle cuánto tardaría el nuevo proceso, cuáles serían los pasos, pero no hizo preguntas porque le fastidiaba que el monje no fuera el mismo. Decidió que ella también se olvidaría de sí misma. Se resignó pasivamente al aprendizaje. Perdió toda noción del tiempo.

La Senda del Día era un largo y moroso amanecer. El vórtice de luz se desplomó dentro de sí mismo, dejando jirones de penumbra. Los jirones se disiparon, revelando una pincelada horizontal que era el horizonte. El cielo se desprendió de la tierra. Las estrellas, los ojos de Sirod, asomaron entre nubes deshilachadas. Se reflejaron en un parpadeo líquido que pronto se convirtió en estanque. En el estanque nadaban peces raquíticos horizontales que eran reflejos de las ramas de un árbol. Las ramas le ayudaron a entender que los palillos esqueléticos que tenía delante de la cara eran sus dedos. En cuanto distinguió la forma de su mano, pudo distinguir la forma del árbol a cuya sombra Eulalia la Aduladora había escrito la Ética Helicoidal y Eusebio el Cándidohabía escrito la Física Trinitaria. Pensó que alguna vez le gustaría sentarse a meditar bajo ese árbol, pero no lo dijo. El árbol le permitió distinguir números, los números le permitieron distinguir letras. Pronto pudo leer la insignia del monje, y al fin logró ver al monje.

Ema cerró los ojos. El mundo era insípido y chato. El Jardín de la Disciplina tenía menos relieve que sus hondos recuerdos.

—Estás libre —dijo el instructor.

Ema rogó que la cegaran nuevamente. El monje le apoyó los dedos en los párpados, le obligó a abrir los ojos.

—Ya he cumplido mi condena —dijo Ema—. Quiero ingresar en el Vehículo. Quiero abrazar las disciplinas.

—Ese deseo es sólo un efecto lateral del castigo —dijo el monje con aire bonachón—. Es muy común entre los ex condenados.

—No es un efecto lateral —insistió Ema—. Quiero seguir la Senda de la Noche. En su versión más pura y rigurosa.

—Esa versión fue causa de muchos desvíos, aun entre nuestros maestros más sabios. Es peligroso imitar a los maestros. Es más prudente estudiar y pulir sus enseñanzas.

—¡Yo las he estudiado!

—Pero sin pulirlas, y te llevaron por mal camino. Si ingresaras en la orden, sería como aprendiz de copista. Ya no permitimos esas incursiones temerarias en la jungla de la mente. Es un territorio plagado de monstruos que no queremos liberar.

Amable pero firme, la acompañó hasta la puerta.

—¿Aprendiz de copista? —preguntó Ema antes de despedirse.

—No hay tarea más noble —dijo el monje.

Regresó a tientas, como el primer día de su condena. Por momentos cerraba los ojos. No se resignaba a la vulgaridad de la visión. Perros vagabundos la siguieron por la calle, aturdiéndola con sus ladridos, y al fin se aburrieron de ella. Llegó a casa y se encerró en el taller. Cuando anocheció, abrió los ojos para examinar los modelos que había preparado.

Había trabajado febrilmente en esos modelos, olvidando al instante cada pieza que terminaba. Al verlas de nuevo, le asombró la perfección de las formas. Su estilo se había depurado aún más de lo que sus manos le habían dado a entender. Examinó los modelos en el orden en que los había creado. Después de la serie de la mujer sentada bajo la lluvia, seguía otra donde ella caminaba hasta la Morada del Vehículo y trabajaba con un monje. Ema miró con asombro el modelo del monje. Era el instructor que la había iniciado en la Senda del Día. Había tallado perfectamente sus rasgos aun antes de verlo y conocerlo. En otro modelo, se vio a sí misma seguida por perros vagabundos que la aturdían con sus ladridos. Los ladridos la ensordecieron. Se desplomó en una silla.

Comprendió. Los recuerdos que había evocado en medio del rugido de luz no aludían al pasado sino al futuro. La ceguera máxima había tenido efectos secundarios, provocando una alteración de las percepciones. Cuando estaba ciega, veía el futuro porque la visión del presente le estaba negada. El pasado era un borrón, pero el futuro era diáfano. Ahora ese efecto persistía. En otras palabras, era una contrahecha. Olga la Oronda había escrito que el tiempo era un río por donde navegábamos a ciegas. Podíamos mirar corriente abajo hacia el pasado, pero nunca corriente arriba hacia el futuro, aunque cada tramo del río que aún no habíamos recorrido ya estaba allí, esperando nuestra llegada. Ema veía corriente arriba, pero sólo cuando esculpía. Describía los tramos, pero ignoraba hacia dónde conducía el río. Sólo reproducía fragmentos. Veía sin ver. Giraba en la noria de su mente. Sollozó, pero no tenía lágrimas. Aún oía el eco de los ladridos. En medio del eco oyó un susurro.

La Trama es una danza, dijo una voz.

Ema irguió la cara.

—La Trama es una danza, la Trama es una danza, la Trama es una danza —repitió en voz alta.

Se levantó, buscando el origen del susurro. No lo encontró, pero el eco de los ladridos se había disipado. En la penumbra del taller, tropezó con sus modelos.

Ahogó una carcajada amarga. He tropezado con mi futuro, pensó. Destruiré los modelos, pensó. Me quebraré las manos, pensó.

La Trama es una danza, pensó.

No destruyó los modelos ni se quebró las manos, sino que se puso a trabajar en la versión definitiva de ese futuro con que había tropezado. Su mente era un pozo, pero sus manos la guiaban. Todas estas piezas formarían un monumento único. Se llamará Horizontes, pensó Ema. Los espectadores recorrerían Horizontes por senderos que vistos desde arriba formarían una espiral. El centro de la espiral sería un vórtice que devoraría los reflejos de Alcándara con su turbulencia.


Ilustración: Valeria Uccelli

En ese centro pondría la última estatua que había bosquejado, tres figuras caminando en una llanura ondulante. Esas tres figuras, comprendió Ema, representaban el límite del futuro que percibía. Acariciando el modelo, vio el futuro de esa imagen que representaba el futuro: la escultura concluida, rodeada por las demás piezas de Horizontes, las tres figuras reflejándose entre sí, reflejando la multitud, reflejando las demás estatuas, la plaza, el resto de la ciudad. En cada palmo de la superficie de cada estatua se reflejaba Alcándara, que era un espejismo sostenido por su propia sombra.

No había negligencia, ironía ni redundancia, sólo la absoluta simplicidad de la danza.

—Y las palabras son su música —murmuró Ema, contándose en voz baja la historia que esculpía.


13

Soñaba con barrotes y los barrotes eran hilos de telaraña. Una araña caminaba nerviosamente por la tela.

—No nos han presentado pero nos conocemos —dijo la araña—. Soy una de tus Facetas.

—¿Me estoy muriendo? —pregunté.

—En absoluto. La ciencia maquinal hace maravillas para conservar cuerpos maquinales despedazados. Esta no es una alucinación creada por tu agonía.

Miré la tela con mayor atención: yo era la araña que tejía los filamentos que me amarraban.

—Tengo visión y movimiento —murmuré.

—En esta Faceta sí —dijo la araña—. En tu otra Faceta, estás ciega y paralítica.

—¿Qué es una Faceta?

—Mu —dijo la araña.

—¿Mu?

—Una respuesta zen —dijo la araña, mirándose las patas con petulancia—. Significa no, significa nada, no significa. Con preguntas parciales sólo obtendrás respuestas parciales. Y no pongas esa cara de sorpresa. Es natural que una Faceta sepa cosas que la otra no sabe. —La araña me guiñó el ojo—. Cosa que no ocurre con las alucinaciones.

—¿Dónde estoy? —pregunté.

—Mu —dijo la araña.

Me miró con fastidio, alzando una pata acusadora.

—Seré clara y directa. Estás equivocada. La Trama no es una máquina que se detendrá por falta de energía. No habrá muerte térmica. Y tu mente no es un adorno superfluo. La Trama es más mente que máquina.

—¿Qué?

—Mu —dijo la araña.

—¿Trama, máquina, muerte térmica? ¿Cuándo hablé de eso?

—Toda tu actitud habla de eso.

—¿Mi actitud habla de muerte térmica?

—Tu actitud habla de un mundo-máquina. Lo que tu gente llama ciencia es un producto brillante, pero parcial y arbitrario.

—Me mantiene con vida —protesté.

—Ja —dijo la araña—. También es un producto sordo.

—¿Sordo?

—La Trama es una danza, y las palabras son su música. Las palabras son cristal maleable. La ciencia maquinal no sabe escucharlas.

Me restregué los oídos.

—No sé de qué estás hablando.

—Estoy hablando de prejuicios contra los arácnidos que mugen.

Señaló su tela, una inmensa red llena de puntos luminosos y espejados. Cada punto reflejaba todos los demás.

—La expansión íntima del universo. Sueños vivientes que son nuevos mundos. Alcándara, por ejemplo.

—Alcándara es una proyección de mi psique.

—Qué jerga tan cómica —comentó la araña. Se rió estruendosamente, haciendo temblar cada filamento de su tela. Suspiró, mirándome con despectiva resignación—. En una Faceta, es una proyección. En otra, es un hilo probabilista flotando en espuma cuántica, una nueva hebra de la red. La Trama reclama continuamente nuevas hebras, así como tu cuerpo reclama continuamente nuevas células.

—Alcándara es mi delirio. No es real sino mental. Ni siquiera es material.

—¡Mu, mu, mu! ¿Real, mental, material? Como te dije, estás equivocada.

—¿Puedo preguntar en qué?

—Mu. No es hora de preguntar sino de despreguntar.

La araña extendió las patas, magnificando mi visión. La magnificación no era un aumento sino una profundización: imágenes esculturales en cuya superficie resbalaba mi reflejo.

—Facetas —declaró la araña.

Facetas, pensé: yo soy una mujer despedazada que se recobra de su accidente y sufre su apoteosis de dolor en una telaraña de tubos; yo soy la araña; yo soy el Dueño de la Danza, el Señor de la Mirada y la Araña de Fuego.

—Mu —dijo la araña—. Hay mujer, hay araña y hay Señor de la Mirada. Pero no hay yo.

Me dejé impulsar por estas palabras. Bailé al son de la música de la Trama. Las Tres Hélices giraron.

—Un nuevo experimento evolutivo —dijo pomposamente la araña—. Una estrella es una forja donde se fraguan los elementos de la vida, ¿sí? El sueño del Avatar es otra forja donde se fraguan nuevas leyes. Al principio esas leyes son fluctuantes e imprecisas. Su fluidez deja margen para la vulgaridad de la magia. Después adquieren rigor y madurez, la belleza de la geometría. Cuando ese rigor degenere en rigidez, la Trama exigirá nuevas hebras.

—Todo esto está en mi mente —repliqué.

—Tu mente es un aspecto de la Trama.

—Todo esto es un invento de mi fiebre.

—Tu fiebre es un aspecto de la Trama.

—Quimeras, fantasías, divagaciones —insistí.

La araña me miró con desdeñosa curiosidad.

—En otras palabras, tu mente dice que la mente es ilusoria. Tu mente niega que la Trama tenga ojos y oídos. Tu mente se niega a sí misma. ¡Prejuicios contra los arácnidos que mugen! Debería dejarte en tu telaraña de tubos. Sin embargo, de una Faceta a la otra, te aconsejaría que te encarnaras. Es lo que hace un Avatar. Encarnación, redención, todo eso. Bonito nombre, de paso.

—¿Bonito nombre?

—Alcándara. Es como una llama donde se posa un halcón.

—¿Halcón?

—Soy una de tus Facetas, pero me fastidia que repitas todo lo que digo.

Moví las manos con impaciencia.

—¿Qué pasaría si me encarnara en Alcándara?

—Como si no lo supieras.

—¿Cómo iba a saberlo?

—Lo sabrías si te callaras la boca y escucharas la música. En fin, por usar tu jerigonza, lo que has llamado proyección obtendría concreción.

Pensé un segundo.

—¿Nacería en el mundo que soñé?

—Y morirías en el mundo donde naciste. Ese es el trato, Avatar.

—¿Pero seguiría siendo yo?

—Mu —dijo la araña—. Tu pregunta no tiene respuesta. Ni siquiera tiene sentido.


14

Baltasar Lopret dejó el puñal en el escritorio y caminó hacia la ventana, dando la espalda a Víctor. Miró las torres, las casas, las avenidas arboladas y las fuentes. Miró el Pretorial, la Morada del Vehículo, el Barrio del Comercio y del Sestercio, la Plaza de las Remembranzas, el Barrio de las Flores.


Ilustración: Valeria Uccelli

—Si tu información es interesante, pagaré un buen precio, además de no hacerte daño —dijo.

Giró hacia su visitante. El gordo desvió la mirada con más fastidio que temor. El fiscal se le acercó, le aferró la barbilla, lo obligó a enfrentarlo.

—Te estoy escuchando —dijo.

Víctor vaciló. Aún clavaba los ojos en la pintura. Miraba el ascenso de los demonios como si ansiara sumarse a la procesión.

—Ah, eso —dijo Baltasar Lopret—. Tal vez te la ofrezca como parte de pago.

El gordo lo miró con alarma.

—No —exclamó—. ¿Qué haría yo con esa pintura?

El fiscal suspiró. La escoria no tenía sentido del humor. Se acercó al escritorio, acarició su juego de puñales. Cada mango representaba la danza de Sirod en diversas posturas.

—Estoy perdiendo la paciencia —dijo.

El gordo fijó los ojos en la figura tallada de Sirod. Habló a borbotones, como siguiendo el ritmo de la danza.

—Muchos desechos y contrahechos se han refugiado en la Ramada, señoría. Eso no es ningún secreto, excelencia. Pero mucha gente cree que son inofensivos, ilustrísimo. No es así, eminencia. Están organizados y son peligrosos.

—¿Organizados? Imposible.

Víctor pestañeó.

—Una secta. Se hacen llamar los Invocantes.

Baltasar volvió a acercarse a la ventana.

—¿No podrías cortar estas sogas, excelentísimo? —preguntó Víctor—. Me están lastimando.

—Si tu información es útil, recibirás mucho dinero. No veo motivos para que estés cómodo mientras te lo estás ganando. Adelante. ¿Qué invocan los Invocantes? ¿Cómo te has enterado de todo esto?

—Soy uno de ellos, señoría.

—¿Uno de ellos?

Baltasar Lopret tiritó. ¡Un desecho y contrahecho en su propia casa! Antes no hubiera tenido dificultad en distinguir a un ex condenado del resto de la escoria. Esos monjes lo estaban embrollando todo.

—Una larga historia, eminencia.

—Te escucho. Me gustan las historias largas.

Baltasar clavó los ojos en una plaza de esculturas espejadas. Los reflejos de los transeúntes daban vida a las esculturas.

—Hace tiempo fui condenado por la justicia, sentenciado a las disciplinas del Vehículo. Cumplí mi condena, pero nunca me recobré del todo. Mi mente era una noria. Mi cabeza era un infierno.

Lopret apoyó los ojos en el catalejo que tenía sobre la ventana. Lo bajó hacia la ciudad. Por la noche, usaba ese catalejo para observar los mil ojos de Sirod. Esta vez se concentró en una escultura que en ese momento reflejaba su edificio, su ventana. Vio un minúsculo reflejo de sí mismo en las curvas de la escultura. Ese reflejo no lo alarmó. El artista, pensó distraídamente, era muy inferior a Ema del Alba.

—¿Cuál fue tu crimen? —preguntó.

—No lo recuerdo, excelencia. Como te dije, ilustrísimo, mi mente era una noria. Hay muchas cosas que no recuerdo, señoría. Todo era un borrón. Entonces apareció un hombre. Me convenció de seguirlo. Me llevó a la Ramada por el Túnel de los Pasos Tambaleantes. Te asombraría lo que vi en ese túnel. Fue como agua helada para el fuego de mi mente. El túnel, eminencia, es el lugar más extraño que se ha visto jamás.

Súbitamente el fiscal dio media vuelta, tomó un puñal del escritorio y se acercó al visitante, que lo miró con alarma.

—Tal vez merezcas un poco de comodidad —dijo el fiscal, cortando las sogas.

El gordo resolló de alivio. Satisfecho con su dominio escénico, el fiscal le dio la espalda y volvió a mirar por el catalejo.

—Gracias, excelencia. A tus pies, honorable.

—¿Cómo se llama ese hombre?

—¿Qué hombre, ilustrísimo?

—Tu salvador.

—Ah, mi salvador. Por supuesto, eminencia. Se llama Sebastián el Sediento.

—Sebastián el Sediento. ¿Es un monje?

—No, excelencia. Al contrario. También él fue víctima de los monjes.

—Todos lo somos —resopló el fiscal—. ¿Otro criminal, entonces?

—Supongo, excelencia. Él nunca cuenta su pasado, aunque con frecuencia dice que usaba las manos para matar y mutilar y hoy quiere usar las manos para purgar. Quería ser nuestro padre, salvarnos de la noria. Con frecuencia cita a los maestros vehiculares.

—Todos los citan, nadie los entiende. ¿Qué más dice ese hombre?

—Afirma que el mundo es una ilusión, una sombra, el sueño de un ser sin voluntad.

Baltasar Lopret sonrió. Sí, los maestros decían esas tonterías.

Omar el Obeso: "Un líquido escurridizo en un ánfora vacía".

Aferró el antepecho de la ventana. ¿Una sombra, esa piedra maciza y mohosa? ¿Una sombra, el cristal cantarín de las fuentes? ¿Una sombra, esa ciudad de bóvedas, arcos y contrafuertes, ese lugar incomparable? Esta palabra lo sobresaltó.

¿Incomparable?

¿Con qué podía compararla? Alcándara no era sólo una ciudad, sino el mundo. ¿Por qué siquiera se le había ocurrido la idea de que fuera comparable, como si hubiera algo más allá? En todo caso, sólo podía compararla con las Alcándaras anteriores, con cada etapa de su historia. Y esta palabra también lo sobresaltó.

Sintió un vacío en el estómago. Pensaba historia, pero la historia se negaba a armarse en su mente. Estaba seguro de conocer la historia de Alcándara, pero sólo veía pantallazos contradictorios. Simón el Risueño celebraba el poder de las palabras. Teodora la Tímida lo lamentaba. El fiscal simplemente no creía en ese poder. Las palabras no tenían energía propia. Sólo tenían poder si las pronunciaba un poderoso. Sin embargo, pensó, ciertas palabras eran corrosivas como ácido. Miró de nuevo por la ventana. Los arcos, bóvedas y contrafuertes parecían más irreales que un instante antes, líquidos como el agua de las fuentes. Tiritó. Líquido e irreal no son lo mismo, se reprochó. Clavó las uñas en el antepecho de la ventana. La realidad era piedra. No se escurría entre los dedos. Y su alma era maciza. Como una escultura espejada, que era una cabal representación del alma. Por eso envidiaba a Ema del Alba. Pero una escultura espejada también consistía en reflejos líquidos e inasibles... Se impacientó, volvió a sentir la rabia.

—Pero Sebastián dice que esa sombra puede redimirse —continuó su visitante—. La mente que nos sueña, dice, debe encarnarse, pero sólo se encarnará si le exigimos que crea en nosotros.

—¿La mente que nos sueña?

—Sirod.

Baltasar Lopret giró, se acercó al escritorio, miró el mango labrado de sus puñales.

—Respeto a Sirod —dijo con sinceridad—. Sus mil ojos arden en la noche. Es fuerte y elegante. Con franqueza, no creo que desee encarnarse.

—Precisamente. Sebastián dice que debemos obligarlo.

Baltasar agitó la mano.

—Pero esos delirios místicos no lo vuelven peligroso. ¿Qué tiene que ver esto con la cacería?

—Sebastián decidió construir el cuerpo donde se encarnaría esa mente, excelencia.

—No te entiendo. ¿Qué significa construir el cuerpo?

Víctor tragó saliva. Tartamudeó un par de incoherencias.

—¿Este Sebastián es un rebelde?

—No, ilustrísimo, al contrario. Sebastián sólo organizó nuestra defensa, señoría. Varios intrusos descubrieron nuestro refugio y vinieron a molestarnos.

—¿Cómo descubrieron ese lugar tan difícil de encontrar?

El gordo agachó la cabeza con una mezcla de vergüenza y orgullo.

—Alguien los delató, excelencia.

El fiscal lo interrogó con la mirada.

—Un servidor, eminencia —respondió el gordo, señalándose con el pulgar. Parecía orgulloso de ser un delator.

El fiscal tardó un segundo en comprender.

—Pero eras un Invocante... uno de ellos —dijo con cierta fascinación.

—Lo soy. Lo fui. Sebastián me rescató del infierno, Sebastián me rescató de la noria. Sin él sólo erraría sin rumbo por las calles. Si en este momento puedo hablar y moverme, es gracias a él.

—Y lo estás traicionando.

—Quizá no le agradezca lo que hizo. Quizá prefiera la noria. Él me dio libertad. ¿Para qué? Con el dinero que gano, compro las drogas que necesito para volver adonde estaba.

—¿La noria?

—Lo que sea —rezongó el gordo, clavando los ojos en el cuadro de los demonios.

El fiscal ladeó la cabeza.

—Un traidor —comentó—. ¿Por qué debería confiar en un traidor?

—No deberías —dijo el gordo, sosteniéndole la mirada con una chispa de orgullo y furor que estremeció a Baltasar Lopret. Pero la chispa de orgullo pronto se apagó. El servilismo volvió a ablandar esa cara repulsiva. Esta transformación también estremeció al fiscal. Era como las transfiguraciones que había pintado en su cuadro—. Pero a mí sólo me importa tu dinero. Sólo me importa que seas mi cliente. Por eso te confío estos secretos. Para que sigas vivo y me sigas pagando. Me prometiste un buen precio, y quiero que me lo pagues una y otra vez.

Por primera vez en su vida, Baltasar Lopret se quedó sin respuesta ante la escoria.

—¿Qué pasó con esos intrusos? —preguntó al fin.

—Al principio sólo los echaban, los ahuyentaban. Pero después Sebastián sugirió que usáramos sus cuerpos. Cada intruso que llegara a la Ramada pagaría su impuesto de sangre. Nueve intrusos contribuirían con su carne y sus huesos. Nueve le parecía apropiado: tres veces tres, una triplicación de la Triple Hélice. Con esa triplicación crearía el cuerpo del Inconcluso.

—¿El cuerpo del Inconcluso?

—El cuerpo donde se encarnará.

—¿Coleccionan trozos de cadáveres para que se encarne Sirod?

—Es repugnante —murmuró Víctor.

Baltasar Lopret se echó a reír. Se alegraba de haber dejado atrás ese estremecimiento, de volver al reino de la superchería.

—¡Qué refrescante! Los libros de los maestros deben haber enloquecido a tu Sebastián. En algo tienen razón los monjes. No debemos leer a los maestros, sólo estudiarlos y pulirlos.

Recordó dos de sus citas favoritas.

Lázaro el Latoso: "Los productos de la imaginación son una necesidad para un universo que desea leyes flexibles que lo liberen del constante peligro de la esclerosis".

Teodora la Tímida: "La vida no llega como un actor indeseado a un escenario indiferente, sino que el escenario existe gracias al actor".

¿Quién podía entender esos galimatías?

—¿Todo lo que has dicho es cierto? —le preguntó a Víctor.

Víctor se arrodilló.

—Soy uno de ellos. He sido testigo.

Baltasar Lopret lo obligó a levantarse.

—Por supuesto. No creo que tengas imaginación para inventar todo esto. ¿Y cuál es la valiosa información que me protegerá?

—Mi valiosa información es que Sebastián formó y adiestró a un equipo de cazadoras para combatir a los intrusos. Son temibles. Las he espiado. He visto muchas cosas. He visto cómo actúan. He visto cómo descuartizan hombres sin pestañear.

Sin darse cuenta, el fiscal se relamió los labios, se acarició la barba con expectación.

—Te sigo escuchando.

—Sé exactamente cómo actúan las cazadoras. Sé lo que hacen, lo que sienten y lo que piensan en cada instante de la cacería.

—¿También has espiado sus pensamientos y sentimientos?

—En cierto modo, excelentísimo. He dormido con una de ellas.

Lopret sonrió burlonamente. No se imaginaba a ese hombre repulsivo con una mujer.

—¿Cuántas veces? —preguntó.

—Muchas, excelencia —respondió el gordo con toda seriedad—. Un sacrificio que me impone mi prosperidad. Ella me confió sus secretos. Lo que te diré te salvará la vida, te cubrirá de gloria. Podrías ser el cazador de las cazadoras.

—No hay gloria en cazar desechos y contrahechos.

—Con todo respeto, señoría, pensarás de otro modo cuando termine mis revelaciones. Esa cazadora ha hecho cosas terribles conmigo. Quisiera que vieras mi cuerpo.

—Ni soñarlo.

—Deberías verlo, excelentísimo. Practican el culto del acero. Dicen que el acero alberga la luz que nos redimirá. Ella me hizo probar esa luz.

—¿Mientras te confiaba sus pensamientos y sentimientos?

Víctor asintió, se desabotonó la camisa, le mostró el torso. Baltasar Lopret contuvo un jadeo de alarma, se relamió los labios con anticipación.

—Tus cazadoras son interesantes —dijo de buen humor—. Sin duda, no son mujeres comunes.

—Ni siquiera son mujeres, eminencia.

—Maravilloso, Víctor. Hablemos de ellas. Hablemos de sus pensamientos y sentimientos.


15

Una mano huesuda le sacudió el hombro. Supo que era una mano huesuda antes de verla, antes de despertarse. Conocía esa mano: cada vena, cada cicatriz, cada arruga, cada articulación y cada línea. La había esculpido mientras se repetía Soy lluvia. Ahora que sentía esa mano en el hombro, una cascada de imágenes y sensaciones se desplomaba sobre ella: mano áspera, brazo velludo, túnica rotosa, cara consumida, voz jadeante. Aunque cerrara los ojos, veía la escultura espejada donde había representado esta escena. Había visto esto una y otra vez, pero no podía evitar la sorpresa. Vivía en un vaivén perpetuo entre un futuro diáfano y un presente turbio.

Al abrir los ojos se sobresaltó, aunque sabía lo que iba a ver. Era como repetir un libreto, pero el libreto sólo adquiría presencia y coherencia cuando lo repetía.

—¿Quién es usted? ¿Cómo entró aquí? —exclamó.

Quería abreviar, prescindir de estas palabras previsibles y del tono melodramático, pero inevitablemente repetía el libreto.

—Soy un admirador.

Ema abrió los ojos: brazo esquelético, cara consumida, túnica harapienta, una silueta borrosa contra el fulgor amarillo de la ventana.

—¿Un admirador? ¿Invadiendo mi casa en medio de la noche?

El visitante hizo una mueca.

—Viejos hábitos. No pude evitarlo. En cuanto vi sus Horizontes, supe que debía hablar con usted.

Ema se desperezó, se levantó, se restregó los ojos, se cubrió con una bata.

—¿Cómo es eso?

—Usted es mi respuesta. Usted lo ha visto todo.

Claro que lo había visto todo. Lo había visto, lo había esculpido y lo había olvidado. Ahora, con cada gesto que hacía, cada palabra que decía, todo se parecía más a sus esculturas. Su cabeza era un hormiguero.

—No sé de qué está hablando. Ni quiero saberlo. Y aún no me ha dicho cómo entró aquí.

—Forzar puertas es mi especialidad. Es lo que hacía hace mucho tiempo. Matar y mutilar. Las puertas eran un estorbo que aprendí a vencer.

Ema lo miró, entornó los ojos. No quería adelantarse. Quería que la escena siguiera su propio ritmo. No quería recordar al desconocido antes del momento indicado. Había visto el futuro, pero quería vivirlo como un presente.

—Usted fue un desecho, ¿verdad? ¿No lo han curado de sus malos hábitos?

—Me han curado, por supuesto. Ya no soy como antes. Y ya no hago las cosas que hacía antes. Sólo se las enseño a otros.

Ema ladeó la cabeza. ¿El hombre bromeaba? Le miró los ojos y los ojos le respondieron: el hombre hablaba en serio, pero se veía a sí mismo como una broma.

—¿Eso no es peor? —preguntó, pensando que el libreto empeoraba con cada línea.

El hombre se restregó las manos.

—Es necesario —jadeó.

Ema se encogió de hombros, pero sintió una vaga curiosidad. Este hombre no se parecía a los desechos y contrahechos que había conocido en el Barrio de las Flores.

—¿Pecó contra algún sentido en especial? —preguntó.

—Contra la vista, contra el oído, contra el olfato, contra el gusto y contra el tacto. Era un ser despreciable. El Vehículo me castigó justamente. Me hizo comprender que estaba errado.

—Yo sólo pequé contra la vista, pero lo consideraron tan grave como matar y mutilar.

—Lo sé.

—¿Lo sabe?

—Le dije que soy su admirador. Usted estaba al borde de un descubrimiento, Ema. Y ahora ha llegado. Sabe perfectamente lo que sucederá. Sabe que hay algo más allá de Alcándara.

—¿Más allá? ¿Cómo podría haber algo más allá?

Ema caminó hacia el balcón. Desde allí veía perfectamente la Plaza de las Remembranzas, donde ahora se exhibían sus Horizontes. Ninguna autoridad había objetado la exhibición e incluso la habían promovido como una muestra de los efectos benignos de la disciplina vehicular: la oveja descarriada había vuelto al redil, la artista estaba purgada de su negligencia, su redundancia y su ironía. En la oscuridad de la noche, Ema llegó a ver la estatua que representaba esta escena: un hombre enjuto hablaba con una mujer a quien acababa de despertar mientras la mujer miraba por el balcón y se veía representada en una escultura. Los personajes de la estatua parecían más reales que ella y su visitante.

—En efecto, ¿cómo podría haber algo más allá? —dijo el visitante—. Yo descubrí esa pregunta perturbadora hace mucho tiempo, cuando terminé de purgar mis crímenes.

—Y después descubrió la respuesta.

El visitante suspiró.

—En absoluto. Sólo descubrí más preguntas. Usted, en cambio, tiene respuestas.

Ema giró hacia él.

—Sebastián el Sediento —dijo.

El hombre cabeceó, se inclinó en una parodia de reverencia.

—Oí hablar de usted entre los desechos y contrahechos —dijo Ema—. Pensé que era una leyenda.

—Sólo en parte —dijo Sebastián.

—Todos hablaban de su Sed. Su sed de sangre, su sed de venganza.

—Tengo sed, pero no de sangre ni de venganza —respondió pomposamente Sebastián.

—También decían que era un mago.

Sebastián sonrió.

—Lo soy.

Ema se impacientó. ¿Por qué hablaba con ese hombre? Aún repetía las palabras como si esto ya hubiera ocurrido, como si tuviera que ocurrir, pero no entendía por qué. Quizás hablaba con él porque él parecía saber que ella veía el futuro, porque podía ayudarle a descubrir qué pasaba con su desquiciada cabeza. También podía ser una maniobra de los vehiculares. Quizás aún estuviera en la Morada, quizás aún estuvieran manipulándola y esos cinco años de ceguera fueran sólo una pesadilla inducida. Quizá Sebastián fuera una máscara del monje instructor, que irrumpía en la pesadilla para estudiar las reacciones de la condenada.

Se acercó a Sebastián, le tocó la mano. Siguió la línea de una cicatriz que subía hasta el brazo. Había cierta sensualidad en esa cicatriz.

Sebastián la miró desconcertado. Le brillaron los ojos.

—Me sentiría honrado —tartamudeó—. Pero no he venido para eso.

Ema tardó un instante en comprender. Apartó bruscamente la mano.

—¿No ha venido para eso? Espero que no, porque se decepcionaría.

Ema se echó a reír. Sebastián se sonrojó.

—Los hombres pueden ser increíblemente imbéciles. ¿Esta es la magia de que me hablaba?

Sebastián retrocedió un paso.

—Me disculpo. Interpreté mal.

—Claro que interpretó mal. Lo tocaba para confirmar que era real, que no era una ilusión. Absurdo, lo admito. En definitiva, nuestras ilusiones son tangibles cuando creemos en ellas.

—Usted lo ha dicho —dijo Sebastián.

Dibujó una silueta en el aire. La silueta se convirtió en un payaso que hizo una pirueta y saludó a Ema con una reverencia. Ema se sobresaltó.

—¿Usted hace eso?

—Mi magia —dijo Sebastián.

El payaso se acercó a Ema y le besó la mano. Ema sintió la fría humedad del beso. El payaso se inclinó profundamente y desapareció.

Ema se echó a reír.

—¿Cómo lo hace? Parecía tan real.

—Es real.

—¿Un payaso que aparece y desaparece? Claro que no. La realidad no es así. Hay un truco.

—Hay un truco porque la realidad es así.

—¿Así? ¿Cómo?

—Imprecisa. Mi magia sólo existe porque Alcándara está incompleta.

Ema alzó las manos.

—No quiero ser descortés con un admirador, pero todavía no sé por qué está aquí. Y no sé de qué estamos hablando.

—Lo sabe porque lo ha visto, aunque se niega a entenderlo. Yo puedo enseñarle a entender. Pero usted, Ema, me ha enseñado a ver.

—¿A ver qué?

El payaso reapareció frente a Ema, hizo una morisqueta, se arrodilló. Ema volvió a reírse. Acercó la mano al payaso, lo acarició. El payaso tembló como si le hicieran cosquillas.

—Ilusiones tangibles —dijo Sebastián.

—¿Ilusiones tangibles? ¿Esa es su respuesta?

—Por favor, necesito que confíe en mí, y no soy el único.

—Supongo que él también —dijo Ema, señalando al payaso que se esfumaba en el aire.

—En cierto modo. Acompáñeme, se lo suplico.

Ema se cubrió la cara con las manos.

—Ya hice esto antes —protestó, y notó que estaba llorando—. No sirvió de nada. En mi desesperación me enredé con desconocidos. Sólo recibí las migajas del amor. No quiero más migajas.

—Quizá le esté ofreciendo un banquete.

—¿Un banquete? ¿Porque he visto el futuro?

—Ha visto mucho más que el futuro, Ema. Ha visto lo que somos. Su visión tiene la fuerza para vencer la pereza de Sirod.

—¿La pereza de Sirod?

—La Araña de Fuego debe dar un nuevo paso en su danza.

Ema se mordió los labios.

—Prométame que me ayudará a entender.

—Acompáñeme al Parque de las Remembranzas —dijo Sebastián.

Ema ladeó la cabeza.

—Pero no sólo al Parque, ¿verdad? También querrá que lo acompañe a otro sitio.

—Como le he dicho, Ema, usted lo ha visto todo. Pero no pienso obligarla.

—Usted no podría obligarme. Pero yo podría sentir la tentación de obligarme a mí misma. ¿Por qué no le estoy pidiendo más explicaciones?

—Quizá porque no soy yo quien debe darlas. Soy sólo su servidor.

Se inclinó en otra reverencia, pero esta vez no era una parodia, sino un gesto rígidamente solemne.

—¿Usted, mi servidor? ¿A pesar de ser una leyenda, un mago?

—Y el padre de los Invocantes. Pero también un hombre despreciable que se sentirá honrado de conducirla adonde debe ir.

Ema cerró los ojos, y la transición fue un pestañeo. Un instante atrás estaba en su taller hablando con ese visitante inesperado. De pronto estaba en el Parque de las Remembranzas, caminando con el visitante en la límpida noche, bajo los mil ojos de la Araña de Fuego. Pero esto no era magia sino agotamiento. Sabía que se había lavado y vestido, quizás había bebido un té para despejarse, pero su mente había anulado esos paréntesis. Su percepción economizaba energías, salteaba rutinas y trivialidades, preparándose para extenuantes revelaciones. Porque habría revelaciones, no tenía la menor duda.

Pasearon entre las esculturas, acompañados por la multiplicación de sus reflejos. Sebastián la condujo hasta una estatua donde un hombre y una mujer recorrían el parque acompañados por la multiplicación de sus reflejos. El hombre y la mujer se tomaban de la mano. Imitando la estatua, Ema tomó la mano de Sebastián. Pero ya no tenía la sensación de estar repitiendo un libreto.

—Pude haberlo evitado —dijo—. Pude alejarme en vez de tomar esta mano.

Sebastián la miró inquisitivamente.

—¿A qué se refiere?

—Quiero decir que ya no siento el futuro como una imposición.

Sebastián estudió el reflejo de ambos en la escultura espejada. La estatua se enriquecía con ese reflejo, y el reflejo parecía un original del que ellos eran sombras.

—Cuando regresé de la Senda del Día —dijo—, vi por un instante la trama de la realidad tal como es. No vi hombres ni ladrillos ni edificios. No vi animales ni calles ni tiendas. Vi manojos de luz, y vi que esos manojos de luz formaban una trama. La trama era tenue, frágil, inconsistente. Una mente ajena intentaba modelarla, pero no se decidía. Para esa mente, esa trama era como un juego.

Ema sintió fastidio. Lo que describía Sebastián le resultaba familiar y la incomodaba. No quería hablar de eso.

—¿Cómo sabe que no vio una alucinación?

—Lo sé porque así descubrí mi magia. La inconsistencia de esa trama me permitía hacer mis trucos. Podía manipular la realidad porque tenía fallas, porque estaba inconclusa. Cualquiera podría hacerlo.

—Yo no puedo.

Sebastián sacudió la cabeza.

—Yo sólo hago trucos de circo, Ema. Usted, en cambio... —Señaló las esculturas espejadas—. Usted describe cada una de las etapas que seguirán. Al describirlas, nos impulsa a realizarlas.

—Es precisamente lo que no quiero.

Caminó hacia un grupo de estatuas y las señaló una por una. A medida que las señalaba, le parecía verlas por primera vez. Sentía un hormigueo en las manos, como si sólo ahora acabara de esculpirlas: ella y Sebastián en el Túnel de los Pasos Tambaleantes, su reunión con los Invocantes en la Ramada, su contacto con el cuerpo vacilante del Inconcluso. Y esa escena aterradora donde ella descubría, a su pesar, una nueva dimensión del placer.

Miró su reflejo en cada una de las esculturas.

—Lo que usted describe —dijo Sebastián— es la última etapa de la Invocación. Pero sospecho que ésta es sólo una posibilidad. De usted depende vivir o no el futuro que ha esculpido. De usted depende decir las palabras.

Ema suspiró.

—La Trama es una danza, y las palabras son su música. Eso murmura la voz que oigo en mi interior. Así que diré lo que deba decir, y espero que sea la música apropiada.

—Lo será, sin duda.

—Tal vez —dijo Ema—. Pero preferiría hacer trucos de circo.


16

Sabía perfectamente lo que pasaría.

Clemencia besaría el cuchillo, sentiría la vibración del acero en los labios, en la lengua, en los dientes. El acero gritaría, el acero cantaría. El acero capturaría la luz turquesa que incendiaba el cielo del bosque, la luz parda que lamía la corteza de los árboles, la luz roja que salpicaba el vuelo de los pájaros. Reflejaría la luz porque era luz. La luz cuidaba la luz.

Él se detendría, y Clemencia se detendría. Hacía tres días que lo perseguía. El acero necesitaba ese tiempo: necesitaba beber la blanda luz del sol para alimentar su filo, necesitaba la tibieza del cuerpo de la cazadora para alimentar su frialdad. Clemencia se abriría un tajo en la lengua para saborear el frío del acero y el calor de la sangre. Clemencia rezaría para ser digna de su nombre. Pensaría que él, Baltasar Lopret, le pertenecía por completo, que había pagado para sentirse poderoso y valiente y se había pasado tres días muerto de miedo, que había pagado para perseguir y lo habían perseguido. Clemencia había dejado sus huellas para que él las siguiera, para conceder al acero tres días de alimentación.

Pero Clemencia no sabía que él sabía.

Lopret observaba a la cazadora que creía observarlo. La había visto durmiendo de rodillas, y sabía que una cazadora dormía de rodillas en vísperas de la cacería. Víctor le había revelado cada pensamiento y sentimiento de esas mujeres, e incluso el nombre de la cazadora que le tocaría en suerte. Baltasar Lopret dejó sus bártulos y su arma, se sentó a descansar. Supo que Clemencia se agazapaba. Encendió una fogata para entibiarse. Supo que Clemencia se acurrucaba contra la luz del acero. Podía haber cazado a Clemencia en cualquier momento, pero se prestaba al juego porque el juego aplacaba el hervor de su sangre. A su modo, él también admiraba el culto del acero.

Esa noche soñó con las esculturas espejadas de Ema del Alba. Había visto el nuevo conjunto que ahora exponían en la Plaza de las Remembranzas, pero no se había atrevido a recorrer toda la exhibición. Sólo había mirado algunas escenas de lejos, y lo estremecieron tanto que no se animó a estudiar los detalles. No le interesaba que Ema del Alba hubiera cometido nuevos crímenes contra la vista. No le interesaba la justicia de Alcándara. Sólo le interesaba la cacería.

Al amanecer empacó sus cosas y reanudó la marcha. Buscó cerca de la fogata y encontró las huellas de Clemencia. Sabía perfectamente que las encontraría, pero fingió no extrañarse de que las huellas fueran tan frescas. Avanzó cautelosamente, siguiendo esas huellas. La luz oblicua del sol atravesaba el ramaje, se quebraba en franjas polvorientas. Baltasar Lopret parpadeó, saludó esa luz, aspiró el aroma del bosque, escuchó el mugido del mar. Agradecía esta oportunidad de recobrar su energía, su virilidad. Acarició el arma, sabiendo que en ese momento Clemencia acariciaba el acero, se pasaba el cuchillo por la lengua, sentía el chillido del acero en la sangre, se dejaba atravesar por ese chillido desde la punta de los pies hasta la ingle, desde la ingle hasta el corazón, desde el corazón hasta la garganta. Cerraría la boca enérgicamente, dejando que el chillido creciera con su fuerza jadeante. El chillido crecería hasta alcanzar la cortante hondura de un vagido. Sólo entonces Clemencia abriría la boca y soltaría el grito.

Baltasar Lopret escuchó.

Aunque lo esperaba, le heló la sangre: el grito galopando por el bosque, un animal en celo.

Lopret se paró en seco.

Vio una sombra entre los árboles: Clemencia.

Apuntó su arma, disparó. Una corteza estalló, una rama crujió. Clemencia no se detuvo. Lopret no esperaba que se detuviera. Había disparado demasiado alto, para disfrutar del juego hasta el último momento. Clemencia brincó de un lado al otro y el fiscal apuntó de un lado al otro. Volvió a disparar. Volaron pájaros por el bosque. Clemencia se ocultó en la espesura.

De pronto Baltasar Lopret comprendió que había alguien a sus espaldas. Giró despacio, alzó el arma, retrocedió. Clemencia intentó arrebatarle el arma, pero él estaba preparado. Retrocedió otro paso y apuntó.

Clemencia sonrió.

El fiscal también sonrió. La tenía encañonada. La muchacha no podría saltar esa distancia sin recibir un balazo. El juego había terminado, y casi lo lamentaba.

Apoyó el dedo en el gatillo, lo movió apenas. Un segundo más y dispararía. Apoyó el ojo en la mira. Clemencia se apoyó la mano en el pecho. Baltasar Lopret apuntó hacia esa mano. La bala atravesaría la mano y el pecho.

—Nadie viene nunca a la Ramada —dijo Clemencia—. Tal vez debiste quedarte en Alcándara.

—Tal vez —dijo el fiscal.

Por un segundo miró la otra mano de Clemencia, la mano que empuñaba el cuchillo. Se imaginó cortando carne con ese cuchillo, disfrutando diariamente del brillo del acero, gozando de la pureza de la luz con cada comida.

La pureza de la luz.

No podía apartar los ojos del cuchillo. Sentía el hambre del acero, una atracción magnética. Ese hambre lo dominaba, lo poseía, exigía su cuerpo. El acero vibraba, el acero cantaba. Alejó el dedo del gatillo.

—No —murmuró. Volvió a apuntar al pecho, pero sus ojos se desviaban hacia el cuchillo. El destello de la hoja era una fuente. Chorros de luz líquida saltaron en el aire, formaron una radiante telaraña cuyos filamentos se enroscaron en los brazos de Baltasar Lopret. El fiscal se resistió, pero su carne ansiaba la voracidad del acero. Soltó el arma. Clavos de luz le perforaron las manos y los pies, crucificándolo en el aire.

Imposible, pensó. La realidad era piedra, su alma era maciza, la luz no podía penetrar la carne y desgarrarla.

La telaraña de luz que lo envolvía le estrujó el cuerpo, despojándolo de todas sus partes superfluas. Los clavos de luz que le penetraban la mano y los talones se ramificaron en mil hojas cortantes. Sintió cómo roían y trituraban cada tendón, cada nervio y cada músculo, pero no veía brotar la sangre.

Clemencia se le acercó, alzó el cuchillo. Los cables que lo aferraban y los clavos que lo atravesaban se disolvieron en partículas radiantes que formaron un compacto chorro de luz. El chorro de luz voló hacia la hoja del cuchillo. Baltasar Lopret se desplomó en el suelo. Cada poro de su piel era una boca rugiente.

—¡Magia! —protestó.

—Música —dijo Clemencia, y le cortó el gaznate de un tajo.

El fiscal se llevó las manos a la garganta. Ahora la sangre brotaba a borbotones. El acero hambriento reflejaba su cabeza leonina, su barba rojiza, su mandíbula enérgica. Era el mismo reflejo que había visto en las esculturas de Ema del Alba.

—Esta cabeza perfecta —dijo Clemencia— merece mejor destino que el cuerpo de un burócrata.

El acero mordió una vez más.

Ah, pensó Lopret, el arte del dolor. Pensó que honrarían a Clemencia en el Cántico de Alabanza: Clemencia, que clementemente cazó tres días con sus noches. Clemencia, que clementemente odió las tres hélices. Clemencia, que clementemente nos trajo la cabeza del Inconcluso.

Recordó los detalles de su cuadro inconcluso y lamentó esa inconclusión. Recordó que Víctor se había estremecido al ver la pintura y sonrió.

Y recordó una de las estatuas de Horizontes que no se había atrevido a mirar de cerca. Representaba a una muchacha huesuda decapitando a un hombre de cabeza leonina en medio de un bosque. Baltasar Lopret recordó con creciente precisión esa escultura exquisita que capturaba la eternidad del instante donde un moribundo evocaba la representación de su muerte. Un relámpago de contorsiones fulminaba la cara de la víctima mientras su sangre se derramaba en la hierba. La imagen de su propio martirio nadaba en sus ojos vidriosos.


17

No quise describir mi mundo por miedo a la nostalgia. Ahora no podría describirlo aunque quisiera, porque apenas lo recuerdo. Los detalles se desdibujan a medida que dicto tu historia. Ya no sabría describir mi accidente, y todo lo anterior —familia, gustos, amistades, oficios, calles— es cada vez más borroso. ¿Soy yo misma? No lo sé. Ante todo, debería decir yo mismo: aquí he dejado de ser mujer. Debo sacrificar partes de mí para seguir existiendo, y mi olvido es parte del sacrificio. Pero deposité lo mejor de mí en tu alma y en tus manos. Ojalá logre recobrarlo cuando despiertes.

Sólo recuerdo esto: en mi cama de convaleciente, intenté mover mi cuerpo paralizado. Sacudí mi telaraña de tubos. Algo cayó con un ruido de vidrio roto: Al-cán-da-ra. El tintineo de esa palabra me despertó. Mis ocho patas de araña vibraron en la tela. El Señor de la Mirada agitó los brazos y las piernas. Tres Facetas: hospital, telaraña, Triple Hélice.

La Trama es fluidez.

"El nuevo experimento requiere un instrumental sencillo: un cuerpo despedazado, una mente lúcida —recitó la araña—. Pero en ese cuerpo y esa mente palpita una música exquisita. Su melodía nació con el estruendo de la explosión inicial, se refugió en las notas rudimentarias de escasos átomos de hidrógeno, se intensificó en una compleja sinfonía molecular, se ramificó en la cadencia arbórea de la vida. Desembocó en palabras donde la Trama se expresa a sí misma con la voz de los seres que las pronuncian. Así combate la artritis que la amenaza."

La Trama es curación.

En el mundo donde morí, los libros eran objetos de papel, armados con páginas rectangulares que se leían línea a línea, o bien eran impulsos electrónicos que proyectaban un pergamino fluctuante en una pantalla. Los libros de mi mundo no eran como mi mundo. En Alcándara, los libros son objetos circulares, triples hélices de metal cuya hélice superior ilumina los caracteres del disco del medio, revelando capas superpuestas, y cuyo disco inferior oficia de contraste y soporte. Los libros de tu mundo son como tu mundo. El universo de Alcándara es más sencillo, pero sus libros son más complejos. Todo esto está cambiando. Las leyes de Alcándara se modifican, y pronto la triple hélice de los libros sólo evocará una fábula encantadora y pueril. La gente olvidará que la fábula era cierta en su origen, que las leyes se han alterado.

La Trama es desequilibrio.

Me aferré a mi parálisis y mi ceguera. Era una prisión sofocante pero familiar. Resistí las invocaciones de los Invocantes. Pero la precisión de tu arte me succionó. La perfección de tus reflejos y horizontes me devoró. Tus sólidos fantasmas me arrebataron de mi letargo. Cuando tocaste mi nuevo cuerpo, caí en una noche que era puro fulgor. No pude resistir el reclamo. Yo era un Avatar, y un Avatar debía encarnarse.

La Trama es servidumbre.

El Avatar obedeció.


18

Sirod —Araña de Fuego, Dueño de la Danza y Señor de la Mirada— se erguía en el centro de las Tres Hélices. La hélice superior le ceñía el cuello, la hélice media le ceñía la cintura, la hélice inferior le ceñía los talones. Con las piernas impulsaba la hélice inferior, con el torso la hélice media, con el cuello la hélice superior. Su cabeza era una hoguera. Cada hélice giraba en sentido contrario a la contigua, creando la sucesión del día y la noche tal como la rotación de los discos de un libro creaba la sucesión de luces y sombras que daba vida a las palabras. La danza de Sirod estaba representada en todos los estilos posibles: desde un elemental trazo vertical cortado por tres trazos horizontales hasta pinturas rebosantes de color, aunque desleídas por la humedad del túnel, donde Sirod era hombre, mujer o hermafrodita. Al pie había citas eruditas y frases obscenas.

Estos dibujos e inscripciones cubrían las paredes del Túnel de los Pasos Tambaleantes. Los monjes que iban a la Ramada para recorrer la Senda de la Noche y la Senda del Día habían expresado así su temor, su amor y su fervor. Habían escrito con carbón, con pintura y con sangre, y era emocionante saber que Tadeo el Mínimo, Eusebio el Cándido y Magdalena la Magna estaban entre ellos.

Había anotaciones destinadas a aferrar una imagen elusiva. Había bosquejos destinados a combatir la cobardía, el miedo a la revelación. Había bromas destinadas a entretener al viajero durante la larga marcha por el túnel. Había borradores donde se adivinaba el germen de las reflexiones que formaban la médula de la Física Trinitariao de Mirabile Dictu. Había narraciones que combinaban el texto y la ilustración para contar historias que no figuraban en ningún libro. Sus autores sólo se habían atrevido a confiar sus visiones a estas paredes, al amparo de la penumbra del túnel, y después habían callado. Una de ellas contaba que en un tiempo anterior al tiempo Sirod era un mortal que agonizaba en otro mundo, sufriendo parálisis y ceguera. En el delirio de su agonía había concebido el mundo de Alcándara y había vislumbrado la Trama del universo. Había iniciado su danza y había aprendido que Alcándara no era un devaneo sino una realidad inconclusa que él debía consumar y redimir. La imaginación creaba mundos experimentales que multiplicaban las hebras de la Trama.

En sus representaciones más abstractas, Sirod quedaba reducido a un eje y las hélices estaban superpuestas como tres planos que se rozaban en los extremos, impulsando al contiguo en sentido contrario. Sin los brazos y las piernas de Sirod, este impulso era contradictorio. La contradicción ilustraba una paradoja más profunda: lo insustancial era real, lo palpable era ilusorio, lo ilusorio tenía sus propias leyes. Los monjes habían meditado sobre el origen de la materia, y habían visto que el origen de la materia era inmaterial. Los demonios que invadían Alcándara en el Mirabile Dictu de Tadeo eran los demonios de la incertidumbre.

Ema reconocía cada detalle. Lo había visto todo en la serie de esculturas espejadas que la representaban recorriendo el túnel con Sebastián.

Se detuvo, exasperada. Golpeó la pared del túnel.

Sebastián también se detuvo.

—No quiero hacer esto —rezongó Ema—. He visto lo que me espera.

—Tal vez no entienda lo que le espera.

—Claro que no lo entiendo. Pero entiendo que no es agradable.

—Antes, en el parque, me dijo que había elegido, que ya no sentía el futuro como una imposición.

—He elegido, pero aun así me siento acorralada.

Sebastián asintió.

—Sé muy bien de qué habla, Ema. Todos vivimos en una cárcel. Pero podemos liberarnos.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Debemos armar el rompecabezas.

Ema hizo una mueca.

—¿Eso es todo? ¿Un rompecabezas? ¿Un juego?

Sebastián se encogió de hombros. Ema lo miró con ferocidad.

—Su búsqueda no es inocente, ¿verdad? —le reprochó—. Quiere manipular al Inconcluso, ponerlo a su servicio. Esa es su sed.

Sebastián el Sediento agachó la cabeza.

—Si alguien quisiera manipularlo, no podría ser yo.

Ema le clavó los ojos. Él esquivó su mirada.

—¿Está hablando de mí? —preguntó Ema.

Usted habla de usted en sus esculturas. Ha mostrado que será amada por él.

Ema tiritó.

—Pero no es lo que quiero.

—O tal vez sí. Quizá la libertad sea servidumbre.

—Sí, claro —resopló Ema—. Y quizá deberíamos olvidar esta idiotez, rebelarnos contra los monjes y destruir las leyes de Alcándara.

—Quizá lo hagamos.

Ema lo miró intrigada, pero el Sediento no hizo aclaraciones.

—¿Tiene alguna respuesta que sea concreta? —preguntó Ema.

Sebastián se encogió de hombros.

—Todas mis respuestas son concretas —respondió, golpeando la pared con el puño—. Sólidas como esta piedra.

—Que es totalmente fantasmal.

—Exacto.

Ema lo miró con curiosidad. Se preguntó si ese hombre hablaba en serio, y se recordó que ya conocía la respuesta. Reanudó la marcha bajo la luz aceitosa de las antorchas. Antiguas palabras escritas con sangre bailaban en las paredes del túnel.

—Sólo pasos en una coreografía —murmuró Ema, señalándolas.

—Creo que está empezando a entender —dijo Sebastián.


19

En el principio fue la sombra.

Aguas turbias pulverizaban rocas negras hasta reducirlas a playas de azabache. El redoble del oleaje era un tambor. Agujas de luz pestañearon en esa noche inmensa. Las agujas dibujaron trazos, los trazos se anudaron en constelaciones, las constelaciones adquirieron cuerpo y volumen.

Parpadeó. La luz le lastimaba los ojos. Ansiaba regresar a su cómoda prisión, nadar en el lodo de la parálisis y la ceguera. Pero una voz la reclamaba. La voz se recortaba con nitidez contra el tambor del oleaje. Nadó sin brazos en las aguas turbias, caminó sin pies por la playa de azabache, trepó sin manos por las rocas negras. Quería escapar de esa voz, pero no podía resistir sus caricias. La voz la masajeaba. Soy lluvia, decía, y la cincelaba como cristal maleable. Poco a poco tuvo pies, piernas, genitales, abdomen, pecho, brazos, corazón, manos, cabeza. Las agujas de luz se le clavaron en las venas, le inyectaron calor, ahuyentaron la sombra. Ahora el masaje de la voz era una fricción enérgica en la piel y los músculos. El cuerpo que la reclamaba la atrapó. Volvió a sentir la vibración de la existencia. Flotaba en un líquido rojo. Las manos de Ema del Alba daban forma a su cuerpo nuevo, que tenía algo de más y algo de menos. Era un cuerpo de varón. Esto desencadenó una tormenta de sensaciones rabiosas.

Abrió los ojos. Una luz roja la encandiló. Una caverna. La rodeaba una muchedumbre. Un cántico lúgubre la ensordecía y la ahuyentaba. Cerró los ojos. Volvió a abrirlos.

Miró las figuras que la rodeaban en la caverna: Piedad, Compasión y Clemencia, las cazadoras que habían juntado los fragmentos que ahora formaban su cuerpo; Sebastián el Sediento, su custodio fiel; Víctor, el traidor que había delatado a los Invocantes y miraba con desconcierto el inesperado fruto de sus intrigas; los contrahechos que Sebastián había rescatado, los Invocantes que habían compuesto el Cántico de Alabanza.

Concentró la vista en el fulgor rojo de la caverna. A lo lejos, la polvorienta luz del sol le permitió distinguir una entrada. Pensó con desconcierto que ese sol era su propio ojo, el ojo del Señor de la Mirada.

Ya no veía cada uno de los infinitos detalles de Alcándara en todo su enjoyado esplendor. Ahora era uno de esos detalles. Ya no era el Señor de la Mirada sino una mirada más. Esa mirada buscó con desesperación a la única criatura que podía orientarlo.

Sintió tirones y vibraciones. Cada fragmento de su nuevo cuerpo luchaba con los demás para prevalecer. Un volcán eléctrico hizo erupción en sus nervios. Las heridas cicatrizaron, las junturas se alisaron, las carnes se relajaron. Quedó suspendida en el esplendor lacerante de una transfiguración. Sintió el último estertor del cuerpo ciego y paralítico en su telaraña de tubos. Sintió el fragor de su nacimiento. Un cimbronazo de energía la arrancó —lo arrancó— del líquido gelatinoso que envolvía su nuevo cuerpo. Se irguió. Intentó caminar con sus ocho patas de araña, pero sólo tenía dos piernas y dos brazos. Se desplomó en el piso. Se levantó penosamente, buscando con la mirada. Encontró a la criatura que antes la masajeaba o la moldeaba.

Articuló su primera palabra:

—Ema.

Pero su boca sólo escupió una explosión de eructos y gruñidos.

—Los nombres de la luz —dijeron con reverencia los Invocantes.


20

El Inconcluso se irguió, se desprendió del líquido gelatinoso que lo rodeaba. Lanzó una andanada de escupitajos e insultos. Ema dejó de tocarlo, se tapó los oídos.

Durante horas los Invocantes habían cantado y rezado en la caverna roja, hasta que el cuerpo del Inconcluso empezó a convulsionarse. Por momentos volvía a quedar inerte, pero respondía con un espasmo cuando Ema lo llamaba.

Ema no sabía bien qué debía hacer, pero se dejó guiar por el recuerdo de sus esculturas. Quería consumar cuanto antes ese acto de horror que la esperaba. La espantaba ese cuerpo transfigurado y radiante. Le aterraba que el Inconcluso tuviera el rostro de su enemigo, Baltasar Lopret. Pero ese hombre, si era un hombre, era el dueño de la voz que oía continuamente. Esa voz le había dictado sus visiones. Esa voz la había guiado en su ceguera. Esa voz le había dicho Soy lluvia. Esa voz le había dicho La Trama es una danza. Aunque esa voz era un murmullo interior, la reconocía.

—Ema —oyó al fin.

El Inconcluso miraba estúpidamente a la muchedumbre. Buscaba con la mirada, y Ema supo que la buscaba a ella. Quería huir, pero estaba petrificada. Esa criatura radiante le clavó sus ojos bestiales. El Inconcluso tenía hambre de su cuerpo. Ese hambre lo dominaba por completo. Ansiaba algo palpable después de su largo viaje por la intangible oscuridad. Se le acercó torpemente. Ema sintió repugnancia. El Dueño de la Danza se arrastraba por el piso como una araña mutilada. Y al mirar esos ojos bestiales, Ema vio sus propios ojos.

Su espanto se agudizó.

Sabía lo que ocurriría después, y pensó que sería como violarse a sí misma. El Inconcluso se abalanzó sobre ella. Sebastián y los Invocantes vacilaron, pero Ema les hizo una seña y se retiraron púdicamente. Era preferible no resistirse. Hizo lo único que podía hacer: imitó las escenas que había esculpido en sus estatuas, se dejó montar pasivamente.

Cuando el Inconcluso agotó su pasión, Ema lo acarició con una mezcla de odio y ternura. El cuerpo radiante la reflejaba como una escultura espejada. Súbitamente, su propio reflejo la excitó. Su reflejo actuaba por su cuenta y ella se limitaba a imitarlo. Se lanzó sobre el Inconcluso, y el Inconcluso la miró intimidado mientras Ema lo obligaba a tenderse de espaldas, lo lamía con voracidad, le acariciaba el centro del cuerpo hasta ponerlo rígido una vez más. Ema se sentó sobre él, devorando esa firme erección, obligando al Inconcluso a obedecerla, a satisfacerla. Escrutó esos ojos que eran los suyos, y la mirada bestial del Inconcluso se ablandó en una súplica. Ema siguió meciéndose sobre él, imitando implacablemente los movimientos de su reflejo. Poco a poco, todo se desintegraba en mechones de luz, líneas fluctuantes que se intersectaban y se anudaban: el Inconcluso, la caverna, sus cuerpos unidos. Pero segundo a segundo las líneas eran más firmes, las texturas más concretas. Esa cabalgata despiadada transformaba un sueño en un mundo. Con su orgasmo, las líneas adquirieron una electrizante solidez.

Ema se desplomó a un costado y cerró los ojos. Al abrirlos, pensó, vería un mundo insoportablemente macizo. Al abrirlos vio la sonrisa de su amante, inesperadamente tierna.

—En mi mundo, yo era mujer —dijo el Inconcluso, el Invocado.

—¿Tu mundo?

—El mundo de donde vengo. —Masticaba cada palabra—. No sé si mundo es la palabra adecuada. No sé si venir es la palabra adecuada. No sé si dondees la palabra adecuada.

—No sé si quiero entenderte —resopló Ema.

—Mi nombre era Doris —dijo el Invocado.

—Doris. ¿Qué significa eso?

—Es un nombre común. Yo era una persona común, hasta que el dolor me llevó a formar parte del experimento.

—Doris —repitió Ema. Y al cabo de un segundo dedujo—: Sirod.

El Invocado asintió tímidamente.

—La inversión de mi nombre. Convencional, ¿verdad?

—¿Cuál es el experimento? —preguntó Ema.

—Una nueva hebra de la Trama. —El Invocado hizo un gesto vago que parecía abarcar la caverna e incluirlos a ambos—. La creación de Alcándara... pero no sé manejarla.

Ema miró esos ojos que eran sus ojos. El Invocado era un monstruo, pero también un bebé.

—Aún no estoy concluido —dijo el Invocado.

Ema sonrió.

—Yo no diría eso —dijo, acariciando la entrepierna de ese cuerpo radiante.

El Invocado se sonrojó.

—He estado dentro de tu mente —dijo—. He estado dentro de tu cuerpo. Ahora te necesito dentro de mí. Necesito que me guíes.

—¿Por qué yo? ¿Por qué no Sebastián? Él parece saber más de estas cosas.

—Ya entenderás. Sólo te pido paciencia.

—Paciencia es lo único que he tenido. Pero estoy harta de oír voces y tener visiones.

Fuera de la caverna aún resonaba el Cántico de Alabanza. Con repentino fastidio, Ema se levantó y se vistió. Había presenciado un milagro, pero no la impresionaba. Sólo quería llegar al último tramo de esta realidad que había esculpido y ahora le tocaba vivir, alcanzar ese horizonte donde terminaba su visión del futuro y empezaba algo totalmente desconocido.

—Ahora nos toca salir de la caverna para saludar a los Invocantes —dijo—. Ahora nos toca decirles que recuerden este día donde se inició la transformación de Alcándara y confíen en los cambios que provocará esta revelación.

—¿Eso es lo que pasará?

—Eso es lo que esculpí.

—¿También esculpiste las palabras?

—No, pero me las imagino. ¿Qué más se puede decir después de una encarnación?

El Invocado se le acercó. Aún parecía incómodo con su nuevo cuerpo. Sus ojos eran infinitamente vulnerables.

—Me has dado forma. Me forjaste con tus manos tal como yo te forjé con mi mente. El refinamiento de tu arte estaba destinado a este momento.

—Muy romántico —replicó Ema, arrojándole la túnica que los Invocantes habían cosido para él.

Sin entender, el Invocado miró la Triple Hélice bordada en el pecho de la túnica.

—Hora de salir, Doris. Será mejor que te pongas algo.


21

Me puse la túnica que habían cosido los Invocantes y salimos de la caverna. Vi que Víctor el traidor pedía perdón a Sebastián el Sediento. Sebastián no quiso escucharlo. Ya lo había perdonado, o no tenía importancia. Se nos acercó para preguntarnos qué haríamos. Lo miraste intrigada, y él se inclinó humildemente.

—Soy su servidor, Ema —te recordó. Y añadió, mirándome—: El servidor de ambos.

—Doris decidirá —dijiste con voz desdeñosa.

—¿Doris? —preguntó Sebastián, pero no le diste explicaciones.

Nos despedimos de los Invocantes y nos internamos en la Ramada.

—¿Qué será de mi gente? —me preguntó Sebastián—. Mis Invocantes, mis cazadoras, mis desechos y contrahechos.

—Ya no habrá desechos ni contrahechos. ¿No les has enseñado tu magia?

—Pero esa magia es un síntoma de imperfección. Esa magia se perderá.

—Claro que se perderá. Pero la pérdida dejará sus enseñanzas.

Sebastián asintió dubitativamente. Tal vez notó que mi respuesta sólo ocultaba mi inseguridad y mi ignorancia, pero tuvo la cortesía de no hacer más preguntas. Sin duda se moría por mostrarme sus payasos saltarines, pero no se atrevió. Intentó indicarme dónde quedaba el Túnel de los Pasos Tambaleantes.

—No vamos al Túnel —le dije—. Es hora de abrir un camino nuevo.

Atravesamos el bosque en silencio y salimos a la playa. Ante nosotros se extendía la inmensidad del mar. Sebastián no preguntó nada, pero se relamió los labios: sólo esa inmensidad podía aplacar su sed. Tu expresión, en cambio, era burlona: ¿adónde iríamos desde allí?

Caminé hacia el mar. Sebastián no vaciló en seguirme. Ansiaba ser mi escriba fiel, y no tenía miedo del precio. Tu expresión, en cambio, ya no era burlona sino aprensiva. No me seguiste porque confiaras en mí, sino porque decidiste confiar en tu arte. En la escultura que representaba el límite de tu visión del futuro, tres figuras caminaban sobre una llanura ondulante. Pensaste que esa imagen debía cumplirse como todas las demás, así que no te hundirías. Y ansiabas ver qué había más allá de ese horizonte. Quizás intuías que nuestra travesía dibujaría un mapa, y el mapa sería el territorio.

Pisamos la espuma, echamos a andar sobre las aguas. Miramos hacia atrás y vimos que los Invocantes nos miraban desde la playa. Seguimos caminando y sonreímos, satisfechos con nuestro tosco milagro. Horas después vimos un barco en el horizonte, y caminamos hacia él. Te alarmaste, porque nunca habías visto un barco. Su presencia demostraba que en Alcándara existían otros lugares, o que esos lugares empezaban a existir.

Los marineros se asustaron al vernos. No sabían si llamarnos o ahuyentarnos. Pero mi barba roja y mi túnica los impresionaron. Me tomaron por un hombre santo. Cuando nos permitieron descansar, decidí afeitar esa barba. Me recordaba desagradablemente la cruel vanidad de Baltasar Lopret. Estoy forjado con la esencia misma del mal que deseo conjurar, pero también fui modelado por tus manos: soy tu amante, pero también tu madre; soy tu padre, pero también tu hija.

¡Ah, la danza de la Trama!

¡Los mástiles se alargan y extienden sus brazos! ¡Los remos se acortan hasta desaparecer! ¡Las velas se hinchan con el esplendor de un nuevo aire! ¡La madera transfigurada reluce bajo un cielo que tiene el color de mis nuevos ojos! El barco vuela sobre las olas hacia un horizonte que aún no existe, y la perfección de su nueva forma será mi regalo cuando despiertes.

Ojalá sueñes con la frescura de la lluvia.

Has recibido las migajas del amor. Ahora te ofrezco un banquete.



No tiene mucho sentido repetir sobre Gardini lo que se dice en sitios como literatura.org o en los archivos de Axxón. Sólo para los más distraídos, diremos que su novela Fábulas Invernales fue finalista del I Premio Minotauro (y publicada por esa editorial en el 2004) y que "Los nombres de la luz" es una obra inédita gentilmente cedida por Carlos para abrir el número 150 de Axxón.


Axxón 150 - Mayo de 2005
Novela corta de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ficción especulativa. Argentina: Argentino).