QUE DIOS Y LA PATRIA

Marcelo Di Marco

Argentina

A Miguel Rodríguez Arias

Uno


Ilustración: Valeria Uccelli

El Mudo gruñó y, sin dejar de sonreír, levantó el índice apuntando al Congreso. Imaginé que quería mostrarme los fogonazos del cielo, pero no: el Mudo siempre oía el zumbido de los aviones antes que nadie. Miré hacia arriba y un Haggard surgió como relámpago superponiéndose a las ruinas del Molino y disparó dos misiles. En un segundo, la cúpula del Congreso se desintegró con un estallido impresionante. Menos el Mudo, todos nos echamos cuerpo a tierra, con escombros y vidrios lloviéndonos alrededor. Hubo otra explosión mucho más poderosa, y vi un compacto humo gris brotar pesadamente entre la estructura de hierros desarticulados. Envueltos en llamaradas, tres o cuatro francotiradores se precipitaban al vacío desde un trozo de pared circular que milagrosamente permanecía erguida, restos de cascarón en medio de un nido de fuego y vigas descalabradas. Desde el piso aparté mi yelmo y miré al Mudo. Ajeno a todo, seguía sonriente y de pie, con la mano en alto. Parecía feliz, un chico remontando su barrilete. Lo agarré de una pierna y conseguí tirarlo abajo, ovillarlo con nosotros. El Mudo no era mudo, era idiota. Pero al Mudo había que cuidarlo, había que tenerlo contento, tratarlo como a un hermanito. Idiota y todo, el Mudo era valioso; Ramallo había hecho bien en incorporarlo: casi podía decirse que olía la presencia de los ingleses, y su amor de fanático por el Emperador, aunque viniera de un idiota condicionado, te incitaba a la lucha quieras que no.

El Haggard levantó la nariz, rugió por encima de nosotros, cruzó la Plaza en dirección al Bajo y vimos cómo se le unía una escuadrilla blanca, cinco Pinochets provenientes de Zonasur. Se me ocurrió que los chilenos ya habrían aniquilado el Ferrishop de Constitución. Quizás fueran ciertos los rumores de que aquella era la última vía de escape elegida por la gente del Emperador. Ya no se oía el bombardeo ni los cañonazos de la batería antiaérea de los paraguas. Solamente quedaba un sucio halo violeta flotando en el cielo de Zonasur como un extraño crepúsculo.

—Chilotes —balbuceó de pronto el Mudo con ojos velados, en trance—. Más. Vienen de allá.


Dos

Y corrimos desesperados a parapetarnos detrás de una ambulancia volcada en la puerta del Gaumont. Enseguida aparecieron los aviones desde el Sur de la ciudad, ametrallando la plaza. Una ráfaga de las M-47 chilenas sacudió la combi, y la luneta trasera voló. Como para mantener la moral, ordené a los muchachos que abrieran fuego. A lo lejos, el Haggard comenzó a lanzar ácido a chorros, líquidos remolinos de llamas. Aun desde la distancia en que nos encontrábamos podía olerse el hedor, una repugnante mixtura como de máquina sulfatada y nafta. Por primera vez en el frente tuve que aspirar hondo para evitar el vómito. El werthonn caía espiralado sobre Avenida Mayo, inundándola de rojo, convirtiéndola en surcos de ácido flagrante al paso de los aviones. La segunda escuadrilla de Pinochets se abría camino entre torbellinos de humo, desgarrando jirones vivos que despedía el avión inglés. Todo duró momentos apenas, y antes de que nos hubiéramos dado cuenta los perdimos de vista. Se dirigían hacia el río, seguro que con destino a Plaza Mayo. A la Rosada, para ser más precisos. Bastante barata la habíamos sacado en Malvinas, veinticinco años atrás. El fin de Carlos I° era inminente.


Tres

El que le pegó el tiro al Mudo fue el Caballo Rodríguez, con órdenes mías.

Cuando corrimos en desbandada a la ambulancia, habíamos olvidado al idiota al borde de la fuente. Lo encontramos como a cinco metros, atrapado bajo un montón de chatarra incendiada. El ácido lo había carbonizado. Hasta la sangre parecía negra. Creí que estaba muerto. Pero no: en un susurro, los labios achicharrados del Mudo llamaban a la madre. Como si la hubiera conocido, pobre idiota.

Se oyó un tableteo cercano, seguido de una detonación. Decidí que era hora de borrarnos. El olor de la carne viva asándose tapaba al del werthonn.

El Caballo se acercó al Mudo por atrás y le disparó un pistoletazo en la cabeza.


Cuatro

Los rumores acerca de lo que había sucedido en el Congreso eran absolutamente veraces. El destrozado interior del Palacio nos dio un recibimiento escalofriante: absurdas imágenes de Doré, Bertolucas y De Chirico entreveradas en rojo, pintando ruinas en un delirio surrealista. Emblemáticos, los gurkhas habían hecho un trabajo magistral en el mismísimo seno de lo que la prensa denominaba, sin ninguna ironía, como La Mayor Realización de Carlos I°. Recordé que el carácter inglés tenía un costado muchas veces afecto al simbolismo y al grotesco. Decenas, cientos de cadáveres de pibes enviados a combatir desde todos los rincones del Imperio yacían caóticamente amontonados entre las ruletas y sobre las destrozadas mesas de punto y banca y blackjack. Muchos de los muertos estaban desnudos de la cintura para abajo, a otros les habían arrancado hasta la piel. Inmóviles torrentes de sangre seca formaban figuras aterradoras en las alfombras, y las hogueras que había dejado el enemigo daban una luminosidad irreal a tanta muerte. El Toti, todavía muy crudo, nos obsequió con un llanto que parecía risa, un gorgorito curioso. Me molestó ordenarle silencio. La podredumbre era tan hedionda, que a cada rato me llevaba la cazoleta de la pipa a la nariz.

A medida que penetrábamos cautelosamente en los inmensos salones de juego, seguían las novedades. Unos cincuenta combatientes de uniforme uruguayo habían sido decapitados y muchas de las cabezas, con el miembro en la boca, aparecían ensartadas en los mangos de las máquinas tragamonedas simétricamente alineadas. Por el corte pulcro, delicado, comprendí que, a pesar de la actual tecnología, los gurkhas seguían prefiriendo el temible cuchillo Kukri. La faena era perfecta, un hecho casi estético, admirable.

La descomunal cocina del restaurante del ala Norte se había transformado en el paraíso de las tripas: por todas partes vimos cabelleras ensangrentadas y mantas de piel, intestinos y vísceras irreconocibles que colgaban de ganchos de carnicería chorreando cortinados de carne. Ramallo resbaló en un gran coágulo, y por un pelo no se partió la nuca con el borde de una mesada.


Cinco

Inútil seguir buscando aliados con vida. Daba la impresión de que nosotros cuatro éramos los únicos imperiales sobrevivientes de aquella guerra de mierda. Solos entre cientos de fiambres, totalmente incomunicados, sin órdenes de los superiores o de quien fuera. Ni siquiera encontramos un televisor o una radio que no hubieran sido destruidas. Pensé que el enemigo no volvería. Para qué, si ya todo había terminado. Esta vez, los ingleses no se habían andado con vueltas.

Abriéndonos camino entre los cuerpos, trepamos con cuidado por los restos de uno de los balcones. Esperábamos ver qué estaba ocurriendo en Plaza Mayo. Montado en lo más alto de una viga de hierro, el Caballo se calzó los largavistas.

—No falta nadie —dijo—. Es como si estuviera...

Y el resplandor más rojo que vi en mi vida se lo llevó por el aire antes de que pudiera terminar la frase. La onda nos incrustó contra la pared opuesta y en el horizonte se levantó una blanquísima columna de humo del tamaño de un edificio. Por un instante, nuestro improvisado bichadero retembló como en un terremoto. Empezaron a venirse abajo bloques de mampostería y los chicos gritaron, fuera de control. Vi caer algo del cinturón del Toti y me lancé cabeza abajo por el hueco de las escaleras. A mis espaldas hubo un estallido. Antes de que todo se me oscureciera, supe que no me había equivocado: una granada del pobre pibe, desprendida de su espoleta por el sacudón.


Seis

Me toqué la cabeza y noté una tela dura, áspera. Un vendaje.

Pude incorporarme y vi paredes azulejadas cuya pretensión de blancura hacía que la mugre fuera más notoria. El olor era inconfundible. Traté de adivinar a qué hospital me habían traído. Me sentí afortunado: gurkhas y bombas aparte, los británicos trataban con proverbial consideración al enemigo, como si las leyes de Ginebra no hubieran pasado a la historia. Y les convenía. Porque desde el Hemisferio Norte, aunque sin mover un dedo por nosotros aún, el calmo general Powell se había dedicado a vigilarlos no bien pisaron el continente. Mucho menos bruto que los milicos del '82, el astuto Carlos I° supo granjearse poco a poco la amistad del negro. Ambos se perdían por el golf y el tenis, y también la Emperatriz había hecho buenas migas con la esposa del norteamericano durante sus muy publicitadas conversaciones sobre pieles, joyas y cirugías. No me caben dudas de que tales relaciones carnales habían sido el puntal básico del Imperio. También, la causa de que Carlos I° festejara su autonombramiento como "Supremo Benefactor Panamericano" atreviéndose a anexar la Patagonia chilena y a dictar el embargo sobre los bienes que la Corona Británica poseía en las islas del Atlántico Sur. Desde fines del siglo pasado se venía dudando de su salud mental.

Se abrió la puerta y entraron dos oficiales ingleses acompañados por un hombre bajo y morocho, de traje, que enseguida se presentó como intérprete. Un chilote.


Siete

El de más edad se adelantó hacia mí. Era igual a Terry-Thomas, la misma cara de boludo pero sin bigotito.

—Usted no es soldado —afirmó, chileno mediante.

—Elemental, Watson —dije—, como todos nosotros. Por qué no te vas a la mierda.

El chilote abrió los ojos y sonrió. Pareció dudar. Iba a traducir mi bienvenida, pero el inglés lo cortó en seco con un gesto. El oficialito que estaba más atrás dejó unos papeles que tenía en la mano y me miró atentamente.

Terry hizo las presentaciones. Explicó que me habían capturado hacía cuarenta y ocho horas y que me encontraba en el Thatcher Hospital, ex Clínicas.

—Lo que han hecho es intolerable —dijo, después de una pausa—. ¿Cómo se les ocurrió que íbamos a quedarnos quietos?

Movió la cabeza paternalmente. Parecía intrigado de veras. Avanzó un poco más, y casi tuve miedo de que me agarrara de una oreja. Vi que traía un portafolios negro en la mano. No perdía nada con mandarlo otra vez a la mierda, de modo que lo hice. El chilote se puso rojo.

Terry ni se mosqueó. Optó por sentarse en una silla que había al lado de mi cama, prendió un cigarrillo. El oficialito se acercó a nosotros, apartando suavemente al chilote. Me vino una puntada en el costado, y asocié el dolor con la mirada del rubio, filosa como un témpano.

—It's time —le dijo a Terry, señalándole el portafolios.

Terry se lo alcanzó, el rubio descorrió el cierre relámpago y sacó una Mac portable. Tecleó un par de veces, y en el display flotó el logo de la LINKBBC. El oficialito volvió al teclado, e inmediatamente apareció en la pantalla una de las locutoras del noticiero.

—Qué van a dar —dije—. ¿El Show de Benny Hill?

—Cállese —ordenó Terry—. Cállese y observe.

La imagen cambió. Y yo, que de inglés no entiendo mucho, pronto me di cuenta de todo.

Arrellanado en un sillón, Carlos I° de Megamérica charlaba amigablemente con Carlos I°II de Inglaterra. Los flashes de las cámaras fotográficas se multiplicaban en ellos. Se los veía distendidos a los dos, muy a gusto. Carlos I° no lucía el manto de armiño ni su tradicional corona de Emperador, apenas la gorra de golf que tanto le gustaba. Se ve que el Carlos de nosotros dijo un buen chiste, porque el Carlos de ellos en un momento se partió de la risa.

Los ingleses me miraban con sorna. Recordé a los muchachos. Recordé al Toti, a Ramallo, al Caballo Rodríguez.

Pero en el que más pensé fue en el Mudo.

Un día antes de morir, en uno de sus raptos de cordura me había advertido que era el final. Habló largo rato de todos nosotros, de nuestros sueños, de las esperanzas del pasado. Daba gusto. No por nada le decíamos El Mudo.

—Tome —había dicho, mientras me ponía en la mano algo que sacó del bolsillo—. Esto. Para usted. —Abrí el puño, y vi un holograma celeste y blanco. El antiguo escudo argentino, rodeado de laureles luminosos con el gorro frigio palpitando en el centro.

El chileno tosió, nervioso. Me acomodé en la cama y volví a la pantalla. Llevándose a la boca un vaso de trago largo, Carlos I° sonreía, y lo mismo hacía el rey Carlos I°II. En el borde de los vasos les habían puesto paragüitas de plástico.


Final

El rubio oprimió una tecla y el display se apagó. Sin una palabra, los ingleses guardaron la Mac, me hicieron un saludo y se fueron, escoltados por el chilote.

Me quedé solo, llorando en silencio.

Volví a pensar en los muchachos.



Marcelo di Marco nació en Buenos Aires, Argentina, el 18 de octubre de 1957. Es escritor, editor, ensayista y docente. Enseña literatura creativa en el Taller de Literatura Fantástica en la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires y coordina el Taller de Corte y Corrección. En el número 149 publicamos su cuento "Final de fiesta".


Axxón 150 - Mayo de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Anti-utopía: Distopía: Argentina: Argentino).