FICCION BREVE (nueve)

Varios

PLANETAS

Ricardo Bernal


La enorme araña de silicio saca sus patas puntiagudas. Nubes de vapor violeta la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando las ocho patas tocan por fin la superficie del planeta rojo, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.

Dentro de la araña, los hombres miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta rojo, ahora pueden ver, extasiados, las montañas de cuarzo, los remolinos de fuego, el viento verde. Se sabe que Marte estuvo alguna vez habitado por criaturas inteligentes, traslúcidas y viscosas, quienes construyeron castillos de arcilla y plástico en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esos castillos se encuentran hacia el norte, más allá de las montañas. Arriba, Phobos y Deimos lo miran todo con ojos de furia eterna. Pero ahora los hombres están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de tecnología y avances científicos. Los hombres se ponen sus escafandras negras tatuadas de símbolos, aguardan a que se abra la compuerta y la escalinata descienda hacia abajo como un cuchillo.

Comienza el descenso. Hormigas humanas y temerosas. Hormigas lentas. Lo que ven los hombres a través del visor de sus cascos es una pesadilla: bosques de coníferas, autopistas solitarias, cielos grises sembrados de jirones albos. El crepúsculo coronado por un solo astro de cara blanca y bobalicona en medio del firmamento. Pueden ver al conejo de la luna y entienden que es el mismo satélite que sus tatarabuelos astronautas visitaron alguna vez a bordo de una desvencijada carcacha espacial. Sus miradas aturdidas perciben las tímidas luces de una ciudad humana que confirman la pesada broma.

Nunca llegaremos a Marte, dice el más viejo de los hombres.


El pavoroso calamar de vidrio saca sus obtusos tentáculos. Nubes de vapor anaranjado la rodean como si fuera un querubín sin rostro. Comienza el descenso, lento y noble; cuando los ocho tentáculos tocan por fin la superficie del planeta azul, un silencio de eones zumba alrededor. El silencio.

Dentro del calamar, los marcianos miran la formidable pantalla que les muestra el panorama exterior. Aunque llevan décadas estudiando al planeta azul, ahora pueden ver, extasiados, los bosques de coníferas, las montañas de piedra tosca, los ríos cristalinos que bajan hacia el océano. Se sabe que la Tierra estuvo alguna vez habitada por criaturas inteligentes, musculosas y densas, quienes construyeron autopistas y ciudades metálicas en alguna parte. Según los mapas, las ruinas de esas ciudades se encuentran hacia el oeste, más allá del mar. Arriba, el único satélite lo mira todo como un estúpido cíclope. Pero ahora los marcianos están a punto de bajar y verlo todo con sus propios ojos. Ojos orgánicos; ojos de carne. Este momento es el resumen de muchos años de oraciones y evolución mística. Los marcianos se introducen en sus crisálidas, verdes y luminosas, aguardan a que se abra la ventosa y la escalinata se desenrolle hacia abajo como la lengua de una mariposa.

Comienza el descenso. Lombrices marcianas y temerosas. Lombrices lentas. Lo que ven los marcianos a través de los antifaces es una pesadilla: montañas de cuarzo, remolinos de fuego, el viento verde. El crepúsculo coronado por las dos eternas lunas. Sus cerebros aturdidos se cimbran con el canto agudo de las sombras fosforescentes que se extiende por el planeta rojo para confirmar la pesada broma.

Nunca llegaremos a la Tierra, dice el más viejo de los marcianos.


Ricardo Bernal (Ciudad de México, 1962) es escritor, ajedrecista, astrólogo y maestro de tarot. Ha merecido los premios Salvador Gallardo Dávalos en poesía (1991) y en cuento (1992). Desde 1992 se dedica a coordinar e impartir diplomados y cursos de literatura fantástica, horror y ciencia ficción. Entre sus libros se encuentran Lady Clic, Lucas muere y Torniquete de avestruces; así como de las Antologías Cuentos de Ciencia Ficción (Alfaguara, 1998) y Ciberficcion (Alfaguara, 2002).



POLVILLO VERDE

Ruth N. Abello


El polvillo era de buena calidad, fino y seco. Excelente mercancía. De la mejor que Erico hubiese examinado. Excepto por aquel color verde fosforescente.

—¿Qué es esto? —preguntó a su proveedor.

—Químicos. Los mejores —dijo el traficante, guiñando un ojo.

Erico titubeó antes de entregar el dinero y guardar dentro del saco la bolsita transparente repleta de polvillo verde. Su proveedor de confianza jamás le había vendido nada que no fuese «lo mejor». Y él nunca se había negado a experimentar con un producto nuevo.

—No tienes que quemarla —dijo el proveedor. Erico se sintió un tanto desilusionado—. Sólo tienes que mezclarla con un poco de licor, vino, vodka, lo que quieras. Lo bebes y estarás listo para el viaje de tu vida.

Erico regresó a casa y se dispuso a drogarse de inmediato. Había estado sufriendo absurdas alucinaciones sobre ancianos de barbas blancas que lo condenaban a muerte por crímenes indecibles. Le agobiaba una inefable sensación de culpa y se visualizaba huyendo por senderos desolados, ocultándose de una intransigente justicia que le había puesto precio a su cabeza. Inmerso en esas incongruencias, sirvió con premura una copa a rebosar de vino tinto y la espolvoreó con un poco del polvillo. Se odiaba por recurrir a la droga. Solía pensar que algún día esos polvillos acabarían con su vida. Pero era la manera más eficiente de perder la conciencia y olvidar esas extrañas imágenes de muerte.

Minutos después seguía lúcido, esperando impaciente por el efecto. No hubo viaje. No hubo colores. No hubo psicodelia ni mujeres desnudas bailando frente a él. Nada. La botella vacía y la ausencia de dopaje eran prueba de su fracaso. Viéndose estafado, decidió apelar a su ritual personal. Su propia versión narcotizada de una misa sacra y solemne. Encendió un mechero, colocó una mínima cantidad del polvillo verde en el cuenco de una cucharilla y lo incineró hasta convertirlo en un líquido fluorescente. Inyectó la droga en su tobillo, en medio de un ramillete de marcas. Y de inmediato despegó.

El viaje fue tan real que Erico pudo percibir el calor de las estrellas mientras atravesaba el universo. Luz. Oscuridad. Luz. Oscuridad. La travesía lo condujo hacia un mundo exótico. Esta vez no se encontró desnudo corriendo a través de un campo floreado. En vez de su usual alucinación, Erico avistó un extenso desierto de color verde, bañado por un cielo tan blanco como la más pura de las cocaínas.

—Un mundo de polvillos —susurró Erico, dándole un visto bueno a su alucinación.

Deambuló por las arenas verdes, sintiéndose la versión hippie de un Jesucristo en su retiro espiritual, cuando el desierto bajo sus pies se abrió en dos. Erico solía vislumbrar seres imposibles mientras «viajaba», pero jamás había visto criaturas como aquellas. Esbeltas, enormes, escamosas, bípedas. Híbridos entre un reptil y un elegante cisne de cuello largo. Animales producidos por la más disparatada imaginación.

Palideció asombrado después de escuchar aquella voz. Provenía de uno de los animales, pero éste no movió las rígidas líneas de carne rojiza que tenía por labios. Las palabras eran confusas; un dialecto desconocido. Erico se mantuvo inmóvil, incapacitado para huir o responder, hasta que una mujer vestida con hojas y ramas entorchadas descendió del animal y se detuvo frente a él.

—Nora Emtuná —dijo la mujer, furiosa, señalando a Erico.

—Nora Emtuná —repitió otra voz desde el lomo de otro animal. Era un hombre, dos veces más alto que la mujer, dos veces más pesado que Erico. De piel aceitunada. Cabellos negros y lacios, tan largos que enmarcaban todo su cuerpo.

—No sé qué dicen. No los entiendo —dijo Erico. Después de un leve silencio, advirtió a más animales enormes brotando desde el fondo de la arena verde, y sobre ellos, a más hombres y mujeres.

Hubo una corta y airada discusión entre ellos. Erico se limitó a observar. Y fue poco lo que pudo hacer cuando lo arrastraron, sujeto por los brazos cual ligero paquete. Descendieron bajo tierra. La arena verde se abría dócil a su paso. Erico maravillábase ante el realismo de su alucinación. Deseaba despertar, disolver el efecto del polvillo verde. Apenas lograba respirar mientras la arena se deslizaba sobre su rostro, su pecho, su espalda. Estaba siendo enterrado vivo.

Descendieron hasta una amplia cueva de paredes oscuras y verdosas. Erico advirtió allí árboles, personas, edificaciones, animales de diversas fisonomías. En medio, alumbrada por teas, se erigía una majestuosa roca roja. Lo arrastraron hasta ella. Allí lo amarraron con cadenas y lo amordazaron. Desesperado, Erico gimió y luchó por zafarse. Pero ya era demasiado tarde. El ritual de ajusticiamiento había comenzado.

Un anciano de larga y nívea barba, idéntico al que lo azoraba en sus pesadillas, avanzó hacia él, con los ojos ocultos tras gruesos cristales y una vasija de barro entre las manos. La vasija contenía el mismo polvillo verde que Erico se había inyectado en las venas. Tras pronunciar unas cuantas palabras, el anciano tomó entre los dedos un pellizco del polvillo y, solemne, lo sopló sobre los ojos del encadenado.

Erico gritó a causa del ardor. Sintió el efecto de la droga como un golpe seco contra su cerebro. De pronto recordó todo. Recordó el asesinato que había obrado meses atrás. Recordó el juicio en su contra y la sentencia de muerte que pesaba sobre su cabeza. Recordó su escape y los incontables días vagando por el desierto, apenas provisto de agua y comida.

Todo ese tiempo había estado delirando, soñando con un mundo absurdo e irreal, en donde él compraba polvillos a un hombre para luego inyectárselos en el tobillo y olvidar así sus abominables acciones y la cercanía de su ejecución. Ahora gozaba de total lucidez, y sabía que ya no podía huir de su destino. El polvillo verde al contacto con sus ojos era veneno suficiente para ejecutar su sentencia de muerte.


Cuando Ruth N. Abello se presentó en el Taller 7 escribió estas líneas: "Tengo 27 años. Soy ingeniero químico. Venezolana. Escribo desde hace uno o dos años. Aún no he publicado nada, aspiro hacerlo pronto, y creo que la mejor manera de pulir mi estilo es exponiendo lo que escribo a otros que, al igual que yo, intentan mejorar y publicar". Está a la vista que eso está ocurriendo y aquí va una muestra.



LIBER BENEFICIORUM

Fermín Moreno


Juan reposa. Acodado en el mirador, contempla el mar. Abajo, donde ayer era playa han surgido unos acantilados, y un retador de tiburones lanza su desafío desde una isleta minúscula, como hecha a propósito, esgrimiendo una lanza ridícula más apropiada para un videojuego. Cuando el retador le da la espalda, el tiburón salta en el aire, cogiéndolo al vuelo entre sus mandíbulas.

—¡Buena comida! —exclama el tiburón antes de caer al agua, como consciente de tener espectadores. No muchos, sólo una pareja algo alejada de Juan, observa con desgana.

La pareja se da un beso, y Juan mira al mar. Las sirenas zigzaguean entre las reencarnaciones de los muertos. A los hombres-mangle no parece importarles. Sólo miran fijamente hacia la costa. Entre la madera fibrosa pueden verse las caras de quien fueron, si uno se fija. Su posición no ha variado; al menos el Libro respeta algunas cosas.

Unas pisadas ahogadas le hacen volver la cabeza. Su padre se acerca, el rostro un amasijo de cuajarones, tumefacción y gusanos. No parece que vaya a pasar de ahí. Lleva tres meses estable. Ni parece que se dé cuenta. Juan no va a decírselo.

—Deberías buscarte otra chica —dice su padre—, una que sepa cocinar y le guste su casa.

Juan no responde. Ha visto a Laura dos veces. Una, mirándole con unos ojos tan muertos como los de los hombres-mangle. La otra, acechando peces. El Hechicero podría volver a hacerlo. Basta con perderse una Lectura. Parece difícil, con todos los canales de televisión transmitiéndola, pero siempre hay personas queridas que se duermen, se olvidan o se les estropea su televisor. Y eso acaba afectándole a uno. Los bebés, por ejemplo. Siempre sufren cambios. Juan conoce a uno que intentó repetir su truco del instituto, asentir de cuando en cuando y pensar en otra cosa. Ahora tiene cinco piernas y la cabeza de Jano. La gente ha comenzado a llevar sus receptores a las Iglesias.

Juan saca el revólver del bolsillo. Quizá su cabeza de estaño corroído no sea tan resistente como parece. Abre la boca, aplana la lengua pegándola a la mandíbula inferior con un tintineo metálico. Aprieta el gatillo.



Fermín Moreno González es escritor, traductor y editor, o editor, traductor y escritor, o todos eso y en el orden que prefieran y profesor de Educación Física, actividad que ejerce actualmente, en simultáneo con todas las demás (no sé cómo hace). Edita SABLE (Revista Internacional para la Imaginación), una publicación de amplio registro temático y genérico y traduce la mayor parte de los textos originalmente escritos en otros idiomas que publica en su revista. Y acaba de aparecer su primera novela, Forastero en Cuerpo Extraño, una obra de fantasía en clave humorística, en la colección Vórtice. En Axxón lo tuvimos hace poco, en diciembre pasado, con un cuento ubicado en el universo de la Instrumentalidad de Cordwainer Smith: "T'Ayl siempre fría".



EL EXTRATERRESTRE

Rebeca Montañez


Nadie creerá lo que me pasa. Pero por increíble que resulte, es verdad: vivo en compañía de un extraterrestre.

En alguna ocasión, mis insomnios prolongados me hicieron salir a medianoche a la terraza de mi casa en la playa. Ahí se dio nuestro encuentro. El pequeño hombre se presentó ante mí de una manera tan cordial que la simpatía se dio mutua y naturalmente. Nos hicimos amigos y empezó a frecuentarme. Después de algunas semanas me reveló su secreto: provenía de otra galaxia. ¡Nunca lo hubiera imaginado! Su fisonomía era bastante similar a la de cualquier terrícola. Sólo un oculto detalle establecía la diferencia: la planta de su pie estaba surcada por un extraño conjunto de trazos al relieve, una especie de carnet de identidad intransferible. Este descubrimiento no afectó nuestra amistad; por el contrario, contribuyó a la cercanía de los dos. Me hablaba de su mundo, de sus viajes interplanetarios y me contaba historias fantásticas de la vida en lugares remotísimos. Yo, a falta de historias fantasiosas, sólo le hablaba de mi vida en Internet y mis querencias virtuales. Él se reía mucho, incluso propuso regalarme un artilugio para acceder a la pantalla de la PC y salir del otro lado del océano de cara a mis desconocidos interlocutores; no lo acepté. Por supuesto, se hubiera roto la magia. Con estas cosas se ganó mi confianza. Un día, me pidió quedarse en mi departamento para protegerme. Acepté para ahorrar el pago de la seguridad en el condominio. Hasta aquí todo bien.

El único inconveniente se dio meses después, a resultas de que descubrí que también en esos lejanos mundos existen los sicópatas. Y mi amigo... es uno de ellos. El hombrecito insiste en decir que los extraterrestres vienen a limpiar la Tierra de todo rastro de maldad, pecado y malas obras; piensa que ignoro sus acciones, pero me he dado cuenta de que exterminó a algunos vecinos. Lo hace con su pistola de rayos PAT, y no deja rastros de sus víctimas. Comenzó con Sita, la escritora de cuentos porno-eróticos, siguió con Martha y Luis, los adúlteros de la calle 10, luego con Almeida, el político corrupto... Ya he perdido la cuenta, me limito a quedar pensativa cuando me comentan que alguien desaparece sin dejar ni polvo en el camino. Vivo aterrorizada, no me permito ni el mínimo pensamiento sucio; he dejado de tener sexo con mi novio, y estoy ponderando la conveniencia de recluirme en un convento, total que no sería mucha la diferencia con la vida que llevo actualmente. He llegado a pensar en la posibilidad de que este extraterrestre canalla sea en realidad miembro de alguna secta fanática, de uno de esos jodidos grupos moralistas que quieren acabar con los pocos pecadores satisfechos que quedamos en la Tierra.


Rebeca Montañez Avila se matriculó hace tres años en una escuela de creación literaria en la ciudad de Mérida, México. A la fecha ha participado en la publicación colectiva de un par de plaquettes de relatos breves y está preparando para este mismo año, la publicación del que será su primer libro de cuentos. Le gusta que la consideren simplemente narradora y de momento no le interesa ostentar ningún otro título...



RUMORES

Néstor Darío Figueiras


Sonó el teléfono. No hay onomatopeya apropiada para figurar ese maldito pitido burbujeante. Insulté a destajo al inocente aparato de plástico y bajé el volumen del televisor. Crucé el living en cuatro zancadas y levanté el tubo:

—¿Hola?

—Buenos días, señor. Mi nombre es Lara. Le hablo del Consejo de Defensa. Estamos realizando una encuesta. Solamente necesitamos cinco minutitos de su tiempo ¿Sería tan amable de responder las preguntas?

La voz era dulce y sensual. Estudiadamente sexy. Eso me enojó aún más. Hay que ver lo que se atreven a hacer estos call centers. Me han hablado de cientos de engendros biomecánicos que chorrean hormonas y mascan alucinógenos, y hacen mil llamadas diarias. Pero eso no es más que pura habladuría. Esa voz seductora tenía que pertenecer a una mujer de carne y hueso.

—No tengo los cinco minutitos. Y no me interesa participar de ninguna encuesta. Adi...

—¡Bebé! Tu nombre es Roberto Uberni, ¿no? ¿Puedo llamarte Roby? ¡No te me pongas así! Sólo te hago unas preguntitas y después te cuento las chanchaditas que hago por ahí, dulce.

Me tomó desprevenido. Su voz era muy sugerente. Paladeaba cada palabra de una forma estremecedora. Inevitablemente algo ardió dentro de mí. Me había enganchado.

—Bue-e-no, supongo que puedo contestar algunas preguntas...

—Así me gusta, bombón. —Me llenó el oído con una risa suculenta, una escala ascendente de sonidos brillantes que terminó con un dejo de jadeo, y retomó el tono impersonal y formal—. Empecemos. De uno a diez, ¿qué puntaje le daría al sabor de VitaSorbi, la golosina nutritiva?

VitaSorbi. Fabulosa. Decían que la barrita grumosa y dulce que todos chupábamos era, entre otras cosas, un concentrado hormonal que el gobierno suministraba para aumentar la fertilidad en la población. Ese era un rumor infundado, a lo sumo una versión extraoficial. En realidad VitaSorbi no era más que una sabrosa golosina afrodisíaca.

—Diez. Es muy rica.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo enfermo?

—No lo recuerdo.

—¿Es heterosexual?

—Sí.

—¿Cuántas veces a la semana tiene relaciones sexuales?

—Eh... tres... No. Tres no. Cuatro. Sí. Cuatro veces por semana. —Obviamente, exageré un poco.

—¿Se masturba?

—¿Eh? ¿Tienen relevancia estadística mis hábitos sexuales?

—Roby, no te enojes —volvió a hablarme tentadoramente, con susurros lentos y húmedos—. Es que me calienta saber si sos un semental... Imaginarte en acción me excita, bombón... ¿Podemos continuar?

—Eh...sí. Claro... —Una erección incipiente prometía descoserme el pantalón.

—No me contestó si se masturba. —Había cambiado nuevamente a la voz neutra.

—Pues sí. Ocasionalmente.

—¿Tiene hijos?

—No que yo sepa...

Ninguna pregunta para recabar datos personales. Según me contaron, nos espían constantemente y lo saben todo acerca de todos. Pero no hay que creer todo lo que se dice por ahí.

—¿Cuál de estas tres problemáticas le parece más acuciante: la presunta amenaza de una nueva guerra con los kexubianos, la escasez de alimentos, o la creciente epidemia de SEI?

—¿Hay una epidemia de SEI? Tengo entendido que sólo fueron algunos casos aislados. Lo de la escasez de alimentos es una patraña descarada de la oposición. Las golosinas se consiguen fácilmente en cualquier kiosco. VitaSorbi, CalciBuma, FosfoCroks... De modo que me parece que la posible guerra con los kexubianos es lo más grave. Pero si ya le pateamos el trasero una vez, ¿por qué no dos?

¡Epidemia de SEI! ¿Quién podía tragarse tal camelo? No conocía a nadie que padeciera el Síndrome de Esterilidad Inducida.

—Una última preguntita, Roby, ¿estarías dispuesto a colaborar con el gobierno en esta guerra fácil que te ofrece la oportunidad de transformarte en un héroe, envidiado por los hombres, codiciado por las mujeres? Yo te codiciaría. Es más, te deseo ahora... Ay, bebé, estoy tan caliente, cuantas ganas que tengo de verte para...

Y entre los gritos roncos de mi paroxismo orgásmico dije que sí, que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de que ella siguiera en la línea, contándome entre jadeos y gemidos sus fantasías eróticas.

Al día siguiente los comandos me sacaron a la rastra de mi casa.


Ahora estoy enchufado a esta máquina que acelera mi metabolismo y cataliza todos mis procesos vitales. Es una especie de jaula-cama que me inmoviliza. Las llamamos jaumas. La jauma potencia mis dotes viriles y estimula mi libido. Me han convertido en un semental.

En este cubil estrecho veo la guerra por televisión, aunque, cuando se dedican a mostrar las calles vacías de la ciudad durante horas, prefiero girar la cabeza para no ver. Me atiborran de VitaSorbi, FosfoCrocks, CalciBuma y otras golosinas estupendas que nunca había encontrado en los kioscos. Y dos veces al día viene Lara, mascando alucinógenos y chorreando hormonas. Me monta con frenesí cada vez. Sus servomotores chirrían con pasión y me llama "Roby" con esa voz maravillosamente sexy que me enardece. Luego se dirige a la Incubadora, llevándose los óvulos fecundados en su vientre de metal y plástico. Tengo la certidumbre de que algún día mis hijos serán soldados valerosos que le patearán el trasero a los espantosos kexubianos. Y podré verlos por televisión, triunfantes, enarbolando nuestra bandera.

Lara me ha dicho que se escucha un nuevo rumor en los barracones: los alienígenas han fumigado todo el planeta. Me ha dicho que cada vez somos menos hombres, que la semilla humana está muriendo. Pero cuesta creerlo. Si hay decenas de miles de cubiles como éste que trabajan día y noche...


Néstor Darío Figueiras tiene 31 años y es músico, aunque sueña con conectar el universo de la ciencia ficción con el de las melodías y sonidos, hasta el punto que ha afirmado que algunas de las creaciones del Hacedor de Estrellas de Stapledon son universos musicales. Ya veremos qué razones lo asisten para afirmar tal cosa. Pero de lo que estamos seguros es de sus progresos como narrador, prueba palpable de que el taller de Creación de Universos de Carletti y Alonso, al que Néstor ha asistido, es cosa seria.



HAMBRE

Doris Camarena


Bajo corriendo las escaleras. Evito a la gente, la rodeo, tan torpes, tan estorbosos. Consulto con ansia el reloj del andén. Es muy tarde y los pobrecitos allá solos. Con tanta hambre. Entro al vagón. Qué pudo entretenerme así. No pensar en mis queridos aguardándome en casa. Atisbando la ventana o el quicio de la puerta. Peleando entre ellos para tolerar la espera, y el hambre. Culpa del trabajo. A veces me toma tanto tiempo, cada vez más esfuerzo. La misma labor monótona. Por ejemplo hoy. ¿Qué hice hoy? Procuro recordar. Imposible. Seguramente hubo cartas, memorándums, correos. Lo mismo que ayer y anteayer. ¿Cómo es que no recuerdo un solo detalle? Debe ser el ron. Me gusta el ron y a ellos les divierte que lo beba. A mí las borracheras no me embotan, por el contrario, dan alas a mi lengua y puedo estar durante horas contando esas historias que ellos disfrutan. Viéndolos palmotear y agitarse de gusto comprendo que bien valdrá la pena la resaca del siguiente día. Los quiero tanto. Fui encontrándomelos uno a uno, por separado y en diferente lugar. Tan asustados, tan solos como yo misma. El primero se resistió un poco, lleno de pánico. Los otros me siguieron con más facilidad, tal vez porque ya sabía cómo abordarlos, cómo ganar su confianza. Les obsequié dulces, pan, huevos revueltos y leche tibia. Pero su hambre es tan grande, tan vieja. El desamparo es un pozo sin fondo, por eso los cuido, para llenarlos un poco.

Subo la escalera del edificio y evito a la gente, la rodeo. Dos hombres lo cargan en una camilla. Uno de ellos, el más viejo, explica algo al otro, un muchacho barroso y coloradizo. El hombre habla en voz muy alta, dándose su importancia, feliz de contar con el embelesado auditorio de vecinos. Nerviosa, apenas si escucho al tipo, voy rogando porque ellos estén entretenidos y no se asusten con toda esa gente en el pasillo. Por que no se les ocurra empezar a chillar. El conserje está allí y si los oyera nos echaría del edificio, a mí junto con ellos. El chico barroso balbucea algo sobre unas ratas y el otro, muy doctoral, que no, imposible que ratas o gatos, incluso perros, a menos que los perros tengan navajas muy largas por colmillos.

La gente no se dispersa y un grupo de policías obstruye el pasillo. Las puertas de los departamentos están abiertas. Todas las puertas. El conserje sopesa el gran manojo de llaves en sus manos. El infeliz, les dejó salir. Aunque no veo el interior de mi departamento sé que está vacío. Que no están. Ignoro si el alivio de que no los hayan descubierto es lo que me marea de pronto. Un vértigo infame que parece arrastrarme al fondo de la tierra. Tal vez el recuerdo del ron. O las pastillas que siempre tomo para dormir, para no soñar, aunque desde que ellos llegaron ya nunca sueño. Los policías siguen estorbando. Algo estorba también a los de la camilla, que dejan de avanzar. ¿Dónde estarán mis chiquitos? Tendré que salir a buscarlos, por las escaleras de incendios, hasta lo más oscuro de los patios o el estacionamiento, donde estarán muertos de frío y de hambre. Malditos policías, maldito conserje. Oigo retazos de pláticas, murmullos. Que si varios días. Que si el conserje lo descubrió. Los de la camilla discuten con un hombre. Reportero, dice. Chamarra barata y cutis de alcohólico irredento, seguro de algún periódico amarillo. Pide una sola foto. Y los camilleros que no. Una mujercita del segundo o tercer piso, no sé, alza la sábana con descaro a pesar de la protesta de los de la camilla. Los ojos de todos se alargan, ávidos. Y yo quiero negarme a ver, a ser como toda esa gente amontonada, bovina. Pero miro también. Observo la sábana alzarse, sucia, blanca, roja y amarillenta. El flash dispara una, dos veces. Y ante lo que veo vuelve el vértigo, vuelven las palabras oídas en pedazos: varios días, el olor, el conserje que llamó a la policía, un frasco vacío de pastillas, una botella vacía de ron, mutilaciones extensas. Cuando los flashes se apagan comprendo que, donde ellos estén, no tienen hambre. Que ahora ya saben qué comer y aquí vive tanta gente. El vértigo se vuelve una borrachera gozosa y con un resabio de desprecio veo alejarse al par de camilleros llevando en peso mi cadáver.


Doris Camarena estudió Medicina Forense en la UNAM, y es egresada de la Escuela de Escritores de SOGEM. Desde 1995 es directora editorial de la revista "La Mandrágora" especializada en los géneros de horror y fantástico. Actualmente coordina el curso "El asesino serial en la literatura y el cine" y es maestra honoraria del diplomado de literatura fantástica y ciencia ficción en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha ganado becas y premios como guionista cinematográfica y algunas de sus obras teatrales, basadas en leyendas mexicanas, se han presentado en diversos teatros.



IMPRIMÁTUR

Ángel Arango


Comenzó a llover. Corrió a esconderse en un portal.

—Suerte de vivir en esta ciudad...

Llegó un transeúnte y encendió un cigarro. Arrojó el fósforo cerca de él.

Saltó a un lado.

—Psss, oye...

El tipo miró.

—¿Qué pasa?

—Soy de papel, ¿ves?

El otro se quedó perplejo.

—Oh, mucho gusto. Perdona.

Y le dio la mano.

—No aprietes.

Llegó el inventor.

—¿Qué haces?

—Ya ves, conozco a la gente. El señor es amigo mío.

—¡Qué hay!

—¡Hola!

—¿Ha sido correcto?

—Sí . Es maravilloso. No había reparado en él.

—Lo hice en veinte días.

—Parece real.

—Lo es. Un ser ideal, único, con la historia del mundo en sus espaldas.

Y señaló a aquel cuerpo cubierto de hojas de periódico, revistas, libros, facturas, volantes, cartas, tarjetas postales, panfletos y láminas.

—Sin músculos y sin nervios.

—Solo entre el vidrio y el metal —dijo el ser—. Ellos tienen sus alambres y yo tengo mis líneas de galera.

—Está por el progreso de la Humanidad —dijo el inventor.

—Por la unión de los continentes en una sola masa sólida —dijo el ser.

—Por la paz.

—Por el asalto a la Luna y su transformación en automóvil cósmico —insistió el ser.

—¿Qué hace? —preguntó el transeúnte—. ¿Cómo vive?

—Me leo. Estoy lleno de noticias, cubierto de fotos, cargo a mis espaldas los sucesos del mundo. Soy la unidad...

—Interesante —comentó el extraño—. Cuéntame algo.

El ser adelantó uno de sus brazos con la siguiente leyenda en la página de una revista:

"Interpolación de los cuerpos"

—Mire ahí...

El transeúnte comenzó a leer en voz baja:

"Una esfera, dice el profesor Redondo, es el punto de una dimensión mayor, el comienzo de una línea en otra dimensión mayor. Un esfera está llena por dentro de inquietud. Es una forma con un contenido que no reposa. El átomo no pudiera concebirse dentro de un cubo. Ni el sistema solar. Por eso decimos que es posible la interpolación de los cuerpos viajando a través de la materia conocida, que no es compacta..."

—¿Qué le parece?

—No sé. No entiendo nada.

—Es aburrido. Pero vea éste.

Apuntó hacia su estómago:

"Un grupo de perros ha cruzado a nado el canal de la Mancha. Al llegar a la orilla cayeron rendidos. Unos gatos que merodeaban por la playa acudieron a entregarles una copa. ¡Bienvenidos a la tierra del queso! Los perros saludaron respetuosamente con las espaldas llenas de arena e hicieron ademán de quitarse el sombrero...

—Inútil—dijo uno de los gatos—.Está prohibido."

—Y éste, ¿para qué sirve?

—No sé —respondió el ser—. Para despertar la imaginación.

—Se lo compro —dijo el transeúnte al inventor.

—No, no puedo. Es mi orgullo. No le puedo vender mi orgullo.

—¿Cuánto quiere? ¿Qué quiere?

—Nada. No está en venta. No insista.

—¿No puede hacer otro?

—No quedaría igual. Éste es una suerte inmensa.

—¿Y la fórmula?

—No hay fórmula.

—Bueno, el plan. ¿No fue anotando sus pasos? Puede construir otro, ¿no?

—Pero no sería igual.

—¿Hablaría?

—No, no sé. Creo que no. Creo que ya no puedo hacer más que éste.

—Mire, déjese de boberías. Una vez hecho uno no debe ser difícil.

—¿Difícil? ¿Había visto uno antes?


Es imposible hablar de Ángel Arango en cuatro o cinco líneas, y mucho menos cuando uno gasta casi dos diciendo esto. Entonces, en apretada síntesis: Ángel nació en La Habana en 1926 y publicó ¿Adónde van los cefalomos? (1964), El planeta negro (1966), Robotomaquia (1967), El fin del caos llega quietamente (1971), Las criaturas (1978), El arco iris del mono (1980), Transparencia (1982), Coyuntura (1984), Sider (1994). Bueno, habrá que utilizar diez líneas para decir que ha sido la figura tutelar de la ciencia ficción cubana de los últimos cuarenta años y que se le debe gran parte del presente que disfrutamos al leer a los jóvenes y vigorosos autores de la isla. Salta a la vista.




Axxón 151 - Junio de 2005
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios países).