FICCION BREVE (diez)

Varios

MAR DE OXÍGENO

Jorge De Abreu - Venezuela


No sabía cuánto tiempo tenía en aquella posición, viendo aquel horizonte monótonamente rojizo que lo agobiaba, pero realmente no importaba, le parecía un mundo ajeno. Nunca se había tomado el tiempo de imaginar que su vida, todo su universo, fuera a terminar en forma tan poco gloriosa: una figura postrada al fondo de una barranca. A pesar del dolor, la fractura era lo de menos, había cosas más apremiantes, entre todas la reserva de aire pronto sería su única preocupación: 15 minutos, inexorables, finales. A su lado estaba el comunicador deshecho. Trató de acomodarse mejor contra la pared de roca, pero un agudo dolor desde la pierna lo obligó a apretar la mandíbula con fuerza y respirar hondo. Afuera hacía frío, veía la escarcha en fina película de fractales brillantes sobre el suelo escabroso. Magnusson volvía a aparecer sobre la escarpa, cruzando el rojizo cielo vespertino por segunda vez. Pedazo de roca irregular, opaca, informe; a la distancia, Magnusson se asemejaba a una caricatura de luna casi triangular. A esta hora ya se debía haber organizado un grupo de búsqueda, fatalmente tarde. De Base Galileo estarían partiendo las misiones de rescate; en media hora quizás avistarían la diminuta silueta del Fajardo III. Después sólo el azar favorecería que tomaran el rumbo conveniente. Pero eso ya no importaba, sonrió resignado ante el dolor pulsátil de su pierna tumefacta. Qué más daba si interpretaban apropiadamente el rastro del vehículo. Total, ya a mitad de camino del Fajardo III estaría convulsionando en busca de aire y su diafragma anhelante se agitaría sin control hasta su muerte. Qué lástima terminar así, qué terrible morir así. Primero hallarían el vehículo, después quizás los restos de Gualter, tal vez un pedazo de guante o de traje embarrado de vísceras. A lo mejor encontrarían al oponte adormilado en cualquier recoveco rocoso, eso ya no importaba, ya estaría muerto, frío y rígido, sin nada que decir. No podría contarles el chiste final de Gualter antes de que el oponte los sorprendiera en el descuido. La risa cortada en seco por trescientos kilos relampagueantes en la tenue tarde perenne de Neomarte.

Había corrido, rememoraba en sus diez minutos finales; ¡vaya si había corrido!, alejándose de los ecos de la risa de Gualter y del sordo retumbar que seguía sus pasos a corta distancia. Sin mirar hacia atrás, manoteó en busca del arma, jadeaba y manoteaba, desesperado. El horizonte se estremecía adelante, lleno de piedras, enmarcado por el arco de la escafandra, bamboleándose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Por un momento pensó que lo lograría, sus manos habían asido la cacha del arma y tuvo un instante de lástima por Gualter, por el pobre Gualter desparramado entre los instrumentos. Fue sólo un instante de alivio, un pensamiento fugaz dedicado a su catre en Base Galileo. No hubo tiempo de más nada, en menos del ciclo inspiración-expiración de su respiración entrecortada vio el borde del acantilado que sumía al suelo en las profundidades al frente suyo y sintió un peso intolerable sobre sus espaldas que lo impulsó girando sobre el límite de tierra firme; luego todo fue caída libre.

Sonó la alarma. Últimos cinco minutos, todos a sus puestos. ¡Prepárense para el despegue! Agarró un pequeño pedrusco con su mano enguantada y lo arrojó hasta donde él no podía llegar. Vio la piedra rebotar en seudo movimiento browniano contra el terreno irregular. Seguía siendo de tarde, como casi siempre, y la piedra quedó oculta en el claroscuro de la distancia. Treinta años antes él no existía y dentro de poco menos de cinco minutos tampoco. Ya había grabado unas cuantas idioteces en su bitácora de misión, incongruencias personales y filosofía de botiquín de pueblo. Neomarte prometió mucho a sus colonos por sus riquezas minerales, pero a él, particularmente, el planeta acababa de defraudarlo. No dejaba nadie, quizás a unos cuantos amigos que lo olvidarían en la próxima fiesta y a un par de mujeres en los mundos exteriores que seguro ya no lo recordaban. Sonrió con tristeza y registró con ironía sus últimas palabras:

—Recuérdate no dejarles nada en el testamento.

Trató nuevamente de ponerse confortable para esperar el final, cambió el peso sobre su glúteo izquierdo pero la puntada que le taladró la pierna lo obligó a asumir su posición original. Maldita vida, suspiró.

Su recuerdo se detuvo, masoquista, en el último instante de Gualter. Su chiste sin terminar y la mole que le destrozaba el espinazo. Al menos Gualter había tenido suerte, con un poco de inteligencia él tampoco hubiera corrido, de todas formas ya estaba muerto. De pronto tuvo la sensación de que sus pulmones estaban hambrientos. Recordó los pasteles de mamá. El aire puro del campo de un viaje en la niñez. Lo árboles sobrepuestos sobre el horizonte de tierra roja, emanando oxígeno, millones y millones de litros de oxígeno. Oxígeno burbujeante, como soda, que chorreaba de las hojas a raudales. Una niebla comenzó a levantase sobre los árboles, las piedras y el cielo carmesí. Oyó a su madre cantando y a su padre gritando obscenidades. Tosió exhausto. Sintió ardiendo sus pulmones y flotó sobre el acantilado, rozó a Magnusson en órbita y huyó en pos de un planeta con oxígeno.

La partida llegó hasta el borde del barranco, abajo estaba el cuerpo inmóvil. Lo habían encontrado.


Jorge L. De Abreu (Caracas, 1963). Biólogo dedicado a la investigación en el campo de la bioquímica nutricional con varias publicaciones científicas en el área. Es miembro fundador (1984) de UBIK, Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía. Relatos suyos han aparecido recientemente en Axxón, Letralia, Alfa Eridiani y Ficción Breve Venezolana. Es editor de los fanzines Ubikverso y Necronomicón y moderador de la lista de correo ubik-l.



NANUK

Leonardo Killian - Argentina

Las vacaciones de invierno me traen algunos problemas insolubles.

Debo hacerme cargo de los niños y sobre todo, de Nanuk.

Nanuk es un primo esquimal que aprovecha el receso invernal en el sur para bajar desde el Ártico a visitarme. De hacerlo en el verano porteño, moriría irremediablemente.

La llegada de Nanuk altera la rutina familiar. Mi esposa (a la que debo encerrar en su habitación cuando me ausento, por ejemplo a comprar el diario o pasear el perro) duplica su consumo de valium y de alcohol.

Conseguir grasa de foca en Buenos Aires se me hace complicado, y con el actual precio del dólar es un verdadero agujero en mi presupuesto.

A Nanuk no conviene dejarlo solo. El año pasado intentó levantar el parquet para asar un bagre horroroso que pescó en la costanera.

Por suerte, Nanuk es un judío practicante y el sábado, desde la salida de la primera estrella, es un día de relativa paz.

No sé por qué a mi tía Rosita se le ocurrió viajar al Canadá, pero allí está Nanuk como recuerdo de su larga estadía en el norte del norte.

A su incómoda situación en una gran ciudad, el pobre Nanuk agrega graves dilemas existenciales.

Sus tías Esther y Raquel no vacilan en cerrarnos la puerta en la cara cuando lo llevo a visitarlas. Pero esto no es nada, a la semana ya anda extrañando su trineo, el kayak, sus arpones y cada viaje en subte se convierte en un tormento. Detesta el olor a ciudad y extraña con locura el dulce aroma de las morsas en celo.

Pero claro, abandonado por su madre y el temprano suicidio de su padre, llevado a la locura por mi tía Rosita, nos convierten en su única familia en este mundo.

En el ártico extraña el varenique, los knishes y las largas charlas con el rabino Gorojovsky, mientras que en Villa Crespo se siente despreciado por su aspecto de cabecita negra.

Como todos los años, se irá prometiendo volver al rebaño y, como todos los años, me mandará una foto con el sol en el horizonte, con sus raquetas para nieve y su kipá de piel de reno.

Esta vez me prometió que si fracasa como cazador profesional se dedicará al psicoanálisis.


Desde que lo descubrimos, Leonardo Killian ha publicado con cierta frecuencia en Axxón: "Ilsa Lund" (147) y "En el valle" (148) son dos muestras de su labor previas a la que acaban de leer. Lo que ocurre es que su productividad nos plantea un problema: ¿qué elegir? Bien, esta vez nos decidimos por éste, pero tenemos muchos más...



WANTED

Duchy Man Valderá - Cuba


Primero fue un murmullo, como de ropa tendida al viento cuando el sol está alto. En el bar los vasos quedaron a medio whisky sobre las mesas, las pistolas atascadas por la humedad imprevista. Él tenía dedos blancos y sin polvo; su cabello era más negro que el de los salvajes. Los ojos velados por el ala del sombrero, la nariz alzada entre las nieblas del rostro. Llevaba un traje oscuro, al cuello un lazo de seda y al cinto revólveres incrustados de nácar. Un cigarro delgado dormía en las comisuras brillantes de la boquilla. Su mirada de duelo barrió la muchedumbre —más tarde alguien afirmó haber sentido frío—; cuando los dientes se alinearon en una abrupta sonrisa el viento trajo ecos de armónicas y cascos lejanos. Echó a andar arrastrando los tacones, sin mirar a los lados, haciendo tintinear las magníficas espuelas. El pueblo, que días atrás había oído crujir su nuca bajo el lazo corredizo, le regaló sus ojos hasta que fue una astilla negra en el horizonte. Dejó un olor a tinta recién impresa, su quietud arrogante y la suave letanía, que permaneció de forma inexplicable en las baladas locales. Muchos dijeron que nunca había estado, otros huyeron del pueblo, las armas se negaron a disparar durante dos días enteros. Luego todo volvió a dormirse sobre la arena roja, el suceso recorrió la comarca como un bandido inconforme.



Duchy Man Valderá (Ciudad de La Habana, 1978). Escritora, pintora, ilustradora y diseñadora de vestuario escenográfico. Es graduada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, ha realizado varias exposiciones de su obra plástica y envidia profundamente a los decadentistas del siglo XIX, razón por la cual suspira sin cesar.



CONCIENCIA RECUPERADA

Ronald R. Delgado C. - Venezuela


El cuerpo del conocido magnate Victor Aaronson Acher entró a la sala de emergencias rodeado de al menos una docena de enfermeras y cuatro de los mejores doctores del Estado. Mientras una de las enfermeras abría el camino en dirección al preparado quirófano, otra, montada sobre su inerte figura, aplicaba la maniobra tradicional de la resucitación cardio pulmonar. La camilla dejaba tras de sí un riachuelo de sangre que se desdibujaba gracias a las pisadas de los agitados presentes, y las personas alrededor miraban con atención, preguntándose qué habría sucedido.

Los doctores que acompañaban la escolta se sumaron a otros dos que esperaban en el quirófano, e inmediatamente comenzaron el procedimiento, en medio de preguntas, exclamaciones y la rápida acción de todas las enfermeras.

—¿Qué sucedió? —preguntó uno de los doctores del hospital.

—Estaba volando uno de sus jets —dijo otro de los doctores—, aparentemente un desperfecto en el aparato lo mandó directo a tierra. Era el único dentro del avión.

Retiraron sus ropas para encontrar un cuerpo mancillado y bañado en sangre. Inclusive los médicos arrugaron sus rostros al observar tal escena.

—¿Murió inmediatamente? —preguntó un nuevo doctor.

—No, hace tan solo tres minutos que su corazón dejó de latir. Mantenemos su sangre circulando para que pueda ser descargado.

Uno de los médicos asintió.

—Bien, entonces no perdamos tiempo —dijo, y trajo para sí un pesado equipo que descansaba unos metros más allá en la habitación.

Se trataba de una enorme máquina compuesta por un sinfín de monitores de computadora y módulos visuales, acompañada de una serie de flagelos que sobresalían de la estructura, haciéndola un tanto bizarra. El doctor a cargo tomó uno de los flagelos y, luego de manipular la consola de control de la computadora, se desplegó ante él un brazo mecánico rodeado de fibras ópticas y materiales biomecánicos. Al final del brazo, una estructura abovedada mostraba un par de finos alambres sobresaliendo tan solo unos dos centímetros. Otro de los doctores palmeó por el hombro a la enfermera que aplicaba la resucitación y ésta se detuvo en seguida, bajándose de la camilla.

—De prisa, de prisa —apuró uno de los doctores—, no tenemos mucho tiempo.

—Enseguida —dijo el doctor que manipulaba el brazo mecánico, tras enjugarse la frente.

Despejó el área detrás de la cabeza del viejo Acher y sin vacilar ajustó la estructura abovedada en la curva de su cráneo. Apretó tres uniones ocultas en el aparato y éste se sujetó firmemente luego de emitir un silbido.

—Muy bien, todo listo —dijo el doctor, y otro tomó su lugar frente a la consola.

El sujeto tecleó un par de veces y luego apretó el interruptor de mando. El brazo siseó y comenzó a vibrar suavemente. En uno de los monitores del equipo, las palabras: "Descarga en Proceso", titilaban en claras letras de color verde. Bajo ellas una barra coloreada indicaba el progreso. El doctor tamborileó el teclado murmurando algo ininteligible, mientras el resto de los doctores y las enfermeras contemplaban el monitor en silencio. Finalmente, un minuto y medio después, las palabras: "Descarga Completa" aparecieron en el espacio del monitor y fueron acompañadas por exclamaciones de alegría y alivio por parte de los doctores y enfermeras.

El doctor que controlaba la consola tecleó una serie de comandos y luego habló con suavidad hacia el aparato:

—Señor Acher, ¿se encuentra bien?

Un zumbido seco proveniente de algún lugar de la computadora se convirtió unos dos segundos después en una clara y serena voz humana.

—Sí, me encuentro bien, pero... no puedo ver nada, ¿Qué sucedió? Recuerdo haber perdido control de mi jet y luego...

—No se preocupe, señor Acher —interrumpió el doctor—. Tuvo un accidente en su avión y, lamentablemente, sufrió muchas heridas. No pudimos salvar su cuerpo, pero por fortuna pudimos descargar su conciencia a tiempo.

—¿Morí otra vez? —preguntó Acher con un tono alegre. Todos sonrieron.

—Sí, señor Acher. Murió otra vez.

—¡Vaya! —dijo—. ¿Es reutilizable lo que quedó de mí?

El doctor observó la figura que yacía en la camilla.

—No lo creo, señor Acher. Tendrá que clonar uno nuevo.

La computadora suspiró.

—Nada que unos cuantos millones no solucionen, ¿cierto?

El doctor soltó una risita y se volvió al resto del equipo indicándole a las enfermeras que retiraran el cuerpo.

—Por favor, doctor —dijo Acher desde la computadora—. Qué sea de treinta años. Que mi apariencia sea de treinta años cuando me regresen.

El doctor miró a una de las enfermeras y exclamó.

—Ya lo oíste, procesa la petición inmediatamente.

—¡Gracias! —dijo Acher, y en la inmensa oscuridad de su conciencia recuperada sabía que tendría que esperar unas dos semanas para tener su nuevo cuerpo.

Al menos eso había esperado la vez anterior.


Dice Ronald R. Delgado Cruz: "Siempre y cuando tengamos un par de células vivas y la vieja y siempre confiable computadora junto a nosotros, la muerte, realmente, no importa..." Este venezolano de 24 años es Físico, egresado de la UCV. Actualmente vive en Caracas, donde está haciendo el postgrado de Computación Emergente en Ingeniería. No obstante, y pese a su juventud, es un veterano de Axxón, ya que hemos publicado sus cuentos "Disfrutar de esa manera" (115) y "Un buen día para morir" (125).



PELIGROSA AFINIDAD

Carlos García - Argentina


Encontrarse abruptamente con un desconocido de aspecto inquietante, a altas horas de la noche y en una zona de la ciudad donde los edificios ralean, puede resultar embarazoso, en especial si uno es fácilmente impresionable o si, confiando en la protección de la soledad y de la escasez de luz, uno practica al caminar ciertos juegos aprendidos en la niñez, como esmerarse en pisar únicamente cada tercer baldosa, caminar con un pie sobre la vereda y otro sobre el asfalto, o ir saltando como en la rayuela.

Pasado el aturdimiento inicial, superado el bochorno, uno descifra por fin la pregunta del desconocido, formulada por segunda o tercera vez, según indica el dejo de impaciencia en su voz. Claro, como buen paseante nocturno uno también fuma, y en consecuencia, por supuesto, tiene fuego. Si el desconocido busca conversación, no hay motivo alguno para negársela, sobre todo ahora que ya está roto el encanto de ese furtivo retorno a la infancia. Al fin y al cabo, si uno está caminando por allí a pesar de la hora y de las duras condiciones climáticas, es porque no tiene nada mejor que hacer.

Caminando así, a la par, rompiendo por etapas los inevitables círculos de trivialidad con que comienza toda charla entre extraños, es fácil llegar sin advertirlo a los más despoblados suburbios de la ciudad. Quizás uno se sorprenda un poco de que el curso de la caminata se haya decidido como por sí mismo. También es probable que ambos caminantes supongan, con secreto orgullo o autocomplacencia, haber sido quien determinara la dirección del paseo. De hecho, uno no tenía la menor intención de sentarse precisamente aquí; ni siquiera conocía el sitio, pero como está de ánimo conciliante, no opone reparos. El lugar, por lo demás, parece apropiado para hacer una pausa y conversar.

Todo lo que uno conoce del desconocido es su voz, desfigurada por la bufanda con que cubre la mitad inferior del rostro entre un cigarrillo y otro, la silueta deformada por el largo abrigo, la mano enguantada con la que fuma, y tal vez, si la iluminación fue especialmente buena en alguna esquina y si uno estaba atento, algo de la parte superior de la cara, las cejas quizás, el escurridizo perfil.

Lo que uno ignora acerca del desconocido no impide que uno se sienta cómodo, a gusto con él, que advierta, y quizás hasta comente, la paradoja de ser también para él un desconocido, en cierto sentido un semejante. Un comentario tal sería recibido con una melancólica sonrisa, con un mudo asentimiento de cabeza o con un ceño fruncido de perplejidad metafísica.

Gradualmente se va entrando en esferas más personales, las referencias se tornan más veraces, y a veces puede llegarse hasta la confesión. Todos tenemos algún que otro vicio; conocer el de los demás es interesante y ayuda a relativizar el propio. Llegado a esta etapa de la franqueza, uno puede enterarse de las cosas más insólitas, divertidas, banales... o peligrosas.

Si, por ejemplo, el desconocido se pone primero nervioso y comienza a dar rodeos, pues no sabe explicarse con propiedad, y empieza por fin a contar que padece una compulsión poco común, uno se siente inclinado a comprender aun antes de saber de qué se trata, y además, si sabe algo de la vida, a perdonar. Pero esta loable actitud se enfriará notablemente si el desconocido explica, con morosidad exasperante, que a intervalos irregulares se siente impulsado a salir a la calle, en especial en noches como la presente, y a hacerse amigo de algún desconocido transeúnte solitario, como uno, para decirle que sin rencor, sin afán de lucro, sin motivo concreto, simplemente porque es enfermo, va a matarlo con el revólver que esgrime de repente.

Entonces uno, después de sorprenderse de que le ocurra algo semejante, lamenta para sí, con un cinismo y una serenidad que ignoraba poseer, el agujero en el abrigo, maldice su mala suerte, y gatilla la pistola que lleva siempre en el bolsillo.

Luego, sin siquiera reprocharse haber quebrado el propósito de no ceder esta noche al vicio, ya que las circunstancias justificaban de sobra el cambio de planes, uno puede dejar atrás el cadáver del ignoto colega y retomar al caminar la práctica de ciertos juegos aprendidos en la niñez, confiando en la protección de la escasez de luz y, ahora sí, de la soledad.


Carlos García nació en Buenos Aires en 1953 y vive en Hamburgo, Alemania, desde 1979. Se dedica al estudio de la literatura de vanguardia argentina y española, temas sobre los que publicó varios libros, entre ellos J.L. Borges: Cartas del fervor. Correspondencia con Maurice Abramowicz y Jacobo Sureda (1919-1928). Barcelona, 1999. El joven Borges, 1919-1930. Buenos Aires, 2000. Correspondencia Macedonio-Borges, 1922-1939. Crónica de una amistad Buenos Aires, 2000. Las letras y la amistad. Correspondencia Alfonso Reyes-Guillermo de Torre, 1920-1955. Valencia, 2005.



ORGULLO

Pedro López Muñoz - España


En cuestiones de orgullo los humanos siempre nos hemos llevado la palma, y es por eso que no consentimos en abandonar Mircea 37, un mundo que considerábamos nuestro hogar, un mundo que había permanecido habitado por la humanidad en los últimos dos mil años, desde que fuera arrendado a los elitanos por el gran Ataturk. Preferimos morir hasta el último de nosotros antes de entregarlo.

Supongo que fue por eso por lo que los elitanos, superiores en número, en potencia de fuego y en tecnología, eligieron dejar la batalla inconclusa y abandonaron el embargo, renunciando definitivamente a su propiedad, antes que ser recordados como los destructores de una especie entera.

En aquellos tiempos Mircea 37 era nuestro único mundo, después de perder Tierra de Sol, el mundo originario de nuestra especie, y Océano de Alfa Centauro, la primera de nuestras colonias extraplanetarias. No teníamos ningún otro lugar al que pudiésemos llamar hogar, y cuando ya parecía todo perdido y nos disponíamos a vender caras nuestras vidas, los elitanos renunciaron al planeta y nos hicieron un regalo que nunca podremos olvidar: nuestro futuro.

Sabíamos que legalmente, ateniéndonos a las leyes galácticas que nosotros mismos habíamos prometido aceptar y cumplir, Mircea 37 era de los elitanos, pero también sabíamos que no nos quedaba nada más a lo que agarrarnos, y que si devolvíamos el planeta sólo nos quedaría desperdigarnos y habitar en estaciones de tercera categoría, hasta que la especie entera desapareciera barrida por los vientos del espacio. Eso estaba claro; le había pasado a cientos de especies antes que a nosotros y todos habían acabado consumiéndose, poco a poco, en silencio, hasta no ser más que un recuerdo, un apunte en el apéndice de especies extintas del catalogo galáctico.

Quemamos nuestro último cartucho y las cosas nos salieron bien, y después de eso comprendimos que debíamos cambiar si no queríamos acabar de nuevo algún día en la misma situación, o peor.

Trabajamos duro y en silencio, dedicándonos a nuestros propios asuntos, procurando no llamar la atención de nadie, descartando aventuras de conquista o negocios dudosos que sólo podían traernos problemas una vez más, y prosperamos.

Después de quinientos de los viejos años de la Tierra habíamos explorado y habitado hasta el ultimo rincón de Mircea 37, terraformando pequeños planetas, lanzando cientos de estaciones espaciales, creando astilleros para construir flotas de hielonaves comerciales que trabajaban en el sector de la galaxia con precios competitivos y traían buenas divisas al sistema.

Después, las cosas vinieron rodadas y adquirimos legalmente varios sistemas más alrededor de Mircea. Seguimos prosperando, evitamos meternos en líos, aumentamos nuestro crédito comercial y nuestra reputación de gente trabajadora y discreta, dedicando nuestros esfuerzos a adquirir nuevos conocimientos, bien comprándolos o desarrollándolos, tanto en el campo comercial y social como en el militar.

Nos convertimos, al cabo de otros quinientos años más de ímprobos esfuerzos, en una potencia económica del sector, pacífica y cordial, pero capaz de defenderse con determinación si llegado era el caso.

Finalmente, compramos y recuperamos Tierra del Sol y Océano de Alfa Centauro, hacía tanto tiempo perdidas para la humanidad.

Durante todo ese tiempo habíamos aprendido a cambiar, a amoldarnos a los vientos galácticos que soplaban anunciando cambios, erradicando nuestros males sociales, educando nuestras almas en otros valores distintos a los que nos habían llevado casi a la extinción, pero sobre todo, habíamos aprendido a no olvidar.

Y entonces, un día, llegó el momento de devolver lo que en conciencia creíamos deber, y enviamos nuestros embajadores al imperio elitano, cuya influencia había caído en el sector con el paso del tiempo. Así, descendimos sobre su mundo natal y en el palacio flotante de los mil atardeceres nos postramos ante el Gran Legislador, señor de todos los elitanos, y pedimos perdón por lo ocurrido mil años antes, ofreciendo en compensación nuestro más preciado don: Tierra del Sol, nuestro orgullo.


Pedro López Muñoz, nacido en la Tierra allá por 1970, se ha dedicado por entero estos últimos 34 años a degustar la fantasía y la ciencia ficción del mundo, con ocasionales aportes en forma de relatos breves de su propia cosecha. Se gana la vida creando pan y acumula un sinnúmero de libros que nunca tendrá tiempo de leer. Hacía muchos años que no paladeaba el sabor de la creación literaria propia, pero parece que le ha gustado el sabor, y viene con ganas de quedarse. Hace mucho que no visitaba las páginas de Axxón, donde se publicaron dos relatos: "Caronte" (25) y "Raya continua" (44). Es un placer tenerlo de nuevo entre nosotros.



BORGIANA

Jorge Gómez Jiménez - Venezuela


Anoche soñé que era soñado por Borges. En el sueño (el de Borges, quien soñaba a través de mi sueño), Borges podía ver y yo era ciego. Estábamos sentados en un sofá en medio de una reunión. Al parecer nadie se percataba de que estábamos allí sentados (de que Borges estaba allí sentado).

Tanto podía ver Borges que yo, ciego en su sueño dentro de mi sueño, sentía como aguijones molestos las puntas de sus ojos escudriñándome. Borges y yo conversábamos, pero las frases se oían entrecortadas, como si alguien hubiera editado la banda sonora del sueño para eliminar las parrafadas intrascendentes. Sentir sobre mí la penetrante mirada de Borges me hizo pensar que posiblemente, si hacía un esfuerzo, podría verle la cara y saber cómo son los ojos de un ciego que ha dejado de serlo.

Borges me recriminaba el que tantas veces hubiese tratado de explicar sus motivaciones literarias. Me hacía sentir culpable: "Algunas palabras no tienen motivo. Se dicen y ya, se dicen sin la base de una historia pasada, de una cosmogonía".

Curiosamente, aunque sabía que lo que Borges estaba afirmando era una falacia proviniendo de él, y aunque tenía, en la mente de ese que era yo en el sueño que Borges tenía dentro de mi sueño, toda una estructura argumentativa con la que destruir la afirmación de Borges, no pude articular palabra.

"Si tan sólo pudiera abrir los ojos", pensaba. "Si tan sólo pudiera abrirlos y mirar dentro de los de Borges; si tan sólo pudiera robar un poco de su genio".

Borges seguía hablando: "Ustedes, los jóvenes que leen 'Las ruinas circulares' y 'El Aleph' como si estuvieran ante la presencia de una revelación, poseen la impetuosidad demoníaca de la cortedad. Incurren en el delirio de creerse por un momento Borges y salen a disfrutar de su grandeza".

"Pero en cierta forma su grandeza me pertenece", le dije, recobrando el aplomo. "He leído con pasión todos sus libros, todos los que han caído en mis manos, me he ufanado de haberlos leído, más que de haber escrito ficciones inundadas de influencia borgiana".

"Borgiana", me interrumpió Borges. "Qué palabreja han inventado ustedes, idólatras indignos de convicción. Parece como si hubiera que designar las cosas extrañas con el apellido de mi familia".

"No puede evitarlo, Borges", repliqué. "Es usted el más grande escritor de nuestro tiempo".

"He ahí otra imperfección producto del delirio", me respondió. "No existen tales cosas que puedan ser nominadas con los términos 'el más grande' y 'nuestro tiempo'. Quién ha de ser el más grande escritor si hay escritores que fabrican historias sin palabras. Qué tiempo ha de ser el nuestro si nos perdemos en los minutos equívocos de nuestras propias ensoñaciones".

Iba a interrumpirle de nuevo, pero no me lo permitió. "Borges, como el sol, no existe sino en la enferma mente de los hombres. El ser real que llamaron Jorge Luis y que llegó a esta locura al filo del siglo diecinueve ha dado paso a un ser ideal, a un hombre soñado por el sueño de los hombres. De ahí que el delirio sea no más que un error, una reconstrucción imperfecta de lo que cada lector quiere que Borges exprese".

"Borges, detenga sus reflexiones", le increpé. "Piensa eso ahora que está muerto, ahora que han quedado sus amigos y su viuda para contarnos quién era usted. Pero cuando caminaba por el mundo con los ojos torcidos de tanto mirar a través del Aleph estaba seguro de su grandeza, estaba seguro de la perfección numérica con la que escribía sus historias".

"Amigo", me dijo, "si obtuviera la gracia de un nuevo nacimiento, habría tenido menos seguridades. Respecto a esa perfección numérica de la que habla, tenga cuidado con ciertas expresiones. Algunos textos dan la idea de perfección porque sobrepasan el entendimiento del lector, pero no del lector como generalización, como cifra del departamento de administración de una editorial, sino el lector como individuo sufriente de nuestra producción literaria".

"Es que no hay manera de entenderle a cabalidad, Borges".

"Por supuesto que sí la hay. Despierte de su sueño y escriba, escriba como si en ello le fuera la vida. Descubra algunos secretos escondidos en los anaqueles de las bibliotecas y divulgue su conocimiento de manera subrepticia; procure que los demás eviten pensar que alardea".

"Yo no estoy exactamente en mi sueño. Usted ha invadido mi sueño con el suyo propio. En realidad yo debería estar despierto".

"No se haga ilusiones respecto al hecho de estar despierto, amigo. La vigilia es otro sueño que sueña no soñar".

Borges se levantó del sofá. De pronto me embargó la sensación de que hacía rato se habían ido las personas de la reunión en la que nos encontrábamos atrapados.

Antes de irse, sentí que Borges se volteó de nuevo hacia mí, y le escuché decir:

"Lo más importante es que no crea más en mí, ni en ningún otro. Ha de creer sólo en usted, y en sus propias letras".

Entonces, Borges se alejó. Pocos segundos después, Borges despertaba del sueño que había tenido dentro de mi sueño.

Abrí los ojos y, antes de que el recuerdo se esfumara, escribí esto.


Jorge Gómez Jiménez dice de sí mismo: "Soy venezolano. Nací el 16 de mayo de 1971 en Cagua, pequeña ciudad industrial del estado Aragua. Soy miope y escritor, lo cual en conjunto puede llegar a ser, al menos, inoportuno. Estimo a la gente que sonríe. Aunque en alguna época fui un redomado cascarrabias de insoportable naturaleza, el tiempo es perseverante maestro y me ha enseñado que la vida es un espacio agradable. Me gustan el jazz y las mujeres a la vez bellas e inteligentes, gustos que en este mundo abyecto se hacen de difícil satisfacción. Soy un cinéfilo franco que, más allá del trasfondo o el mensaje de una película, aprecia las imágenes líricas tanto como la acción ensordecedora que logra entretenerme. Soy también un lector enfebrecido prácticamente de todo lo que cae entre mis manos". Hay más, pero lo dejaremos para el próximo cuento de Jorge.




Axxón 151 - Junio de 2005
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios países).