LA SONRISA DE STRAUSS

Sergio Mars

España

Por primera vez en siete años las arañas de cristal de roca volvían a transformar la noche marmórea en un campo de estrellas relucientes. Una vez más, los pies dibujaban constelaciones sobre el suelo del Salón de los Embajadores al ritmo embriagador de Strauss.

Desde su privilegiado puesto de observación, en lo alto de las escaleras principales, Carlos asistía maravillado a las evoluciones de los invitados sobre la pista de baile. Aquello era muy distinto de las aburridas clases a las que había estado obligado a asistir desde los siete años. Los pasos cobraban un nuevo significado al ser ejecutados al unísono por decenas de bailarines atrapados en un torbellino de música.

Su mirada saltaba de pareja en pareja, acompañándolas brevemente, durante no más de un par de movimientos, antes de buscar otras sonrisas, otro vuelo de satén, otra exhibición fugaz de condecoraciones. De repente, su errático vaivén se vio frenado en seco al tropezar, entre las filas de quienes no participaban en la danza, con un rostro que enmarcaba la sonrisa más alegre con la que jamás hubiera podido soñar. Fue tal la conmoción, que sintió cómo perdía momentáneamente el equilibrio, teniendo que buscar discretamente el apoyo de la balaustrada.

Aquel rostro era

era

¡Cómo diablos era el rostro!


Víctor apretó malhumoradamente la tecla de retroceso para eliminar las últimas palabras y la mantuvo presionada hasta que el cursor se hubo comido hasta bien mediada la palabra "balaustrada". Lo tenía todo: el salón, los invitados, el papanatas de Carlos... pero le faltaba ella. No podía visualizarla. No podía siquiera determinar quién era o cómo iba a afectar a la historia. Sólo sabía que estaba allí, sonriendo.

¿Una dama de compañía de la emperatriz? ¿Una joven aristócrata de provincias en su primer viaje a la capital? ¿Una sirvienta ocupando el lugar de su señora para encubrir un lance amoroso de ésta? Por mucho que mirara la pantalla no iba a conseguir sacar de allí la información que necesitaba. Había llegado a un bloqueo, después de tantos años podía reconocerlo perfectamente. Apartó la vista del monitor y se estiró lenta y metódicamente; primero los brazos y luego los dedos, empezando por los pulgares y acabando con los cinco dedos extendidos.

Se levantó de la silla sin molestarse en apagar el ordenador; ya entraría automáticamente en modo de ahorro de energía. Sin prisa, caminó hacia el balcón. Las puertas corredizas estaban abiertas. Prefería la brisa templada proveniente del mar antes que el aséptico frescor del aire acondicionado, cuyo persistente zumbido podía llegar a ser insoportable, por no hablar de que arruinaba por completo la pureza de la música que fluía constantemente de su equipo de alta fidelidad siempre que estaba escribiendo.

Al pasar junto al reproductor de DVD alargó un dedo y dejó a Jon Schaffer a medio riff. Contrariamente a lo que sus lectores a buen seguro sospechaban, cuando se encontraba inmerso en la escritura de una de sus novelas históricas lo último que escucharía sería valses o polkas. Prefería, por el contrario, saturar sus sentidos con las guitarras de Iced Eartho las voces desgarradas de Thyrfing o bien con el entusiasmo sin complejos de Luca Turilli. El vals estaba en su cabeza, no necesitaba que su sonido se hiciera físicamente real.

Apoyó los antebrazos en la barandilla del balcón y se medio asomó al exterior. Recorrió con la mirada la calle a sus pies, toda iluminada por brillantes farolas halógenas y atestada, incluso a esas alturas de la noche, de vehículos y transeúntes. El verano era la mejor época del año. Fuera la hora que fuera las calles rebosaban vida. Los madrugadores daban el relevo a los noctámbulos en un ciclo sin fin que sólo el otoño acertaba a romper.

Sí, el vals estaba en su mente. Al igual que el salón de baile, con sus arañas de cristal resplandeciente, y las parejas que evolucionaban en compases de tres tiempos por él. Todo estaba allí, preparado para salir, salvo por ella.

Aún era temprano, al menos según los horarios con que se regía. Tal vez aún pudiera aprovechar la noche. Volvió a entrar y buscó una camisa no demasiado arrugada entre las colgadas en los respaldos de las sillas. Abandonó el apartamento, recogiendo al pasar las llaves de la moto, que siempre dejaba tiradas en una mesita justo al lado de la puerta.


Pese al fastidioso asunto del bloqueo, Víctor no podía evitar sentirse de maravilla circulando por las calles descongestionadas, justo un punto por encima del límite permitido de velocidad. Las luces de neón se reflejaban en fugaz sucesión en el negro carenado de la moto, como si fueran un frente de ondas, casi como si estuviera rompiendo la barrera de la luz. No seguía ningún trayecto específico, simplemente se dejaba guiar por los semáforos en verde, girando indistintamente a derecha o a izquierda, con tal de no tener que detenerse, en cuanto atisbaba una luz ámbar enfrente suyo.

Tampoco es que buscara específicamente un rostro en particular; no podía hacerlo, ya que de ese rostro sólo conocía su sonrisa. Sin embargo, sin previo aviso, desde casi tres manzanas de distancia, y aunque apenas si podía distinguir los detalles, la reconoció. Ella era, sin duda, quien había irrumpido en su relato. Estacionó la motocicleta poco antes de alcanzarla y esperó, deleitándose en los detalles mientras se acercaba.

No era muy alta, tal vez metro sesenta, tampoco era exactamente escuálida, aunque sus brazos, desnudos salvo por un par de docenas de pulseras y un elaborado tatuaje en el derecho, eran extraordinariamente finos y blancos. Vestía lo que con mucha indulgencia podría tildarse de harapos: un conjunto abigarrado de telas, mallas y metal, que a buen seguro sería demasiado caluroso para la temperatura imperante de no darse la feliz circunstancia de encontrarse plagado de agujeros y desgarrones.

Su peinado estaba un poco pasado de moda, todo en punta, con mechones de los más sorprendentes colores, pero en ella cuadraba perfectamente. Los adornos metálicos no se limitaban a su indumentaria. Aparte de la consabida colección de pendientes, desde el lóbulo hasta el cartílago, exhibía pequeños aros en la aleta de la nariz y en una ceja, y un pincho asomaba debajo de su labio inferior.

Víctor apenas reparó en estos detalles. Su atención se centraba especialmente en sus ojos, ligerísimamente achinados, con grandes pupilas orladas de castaño claro, casi dorado a la luz amarillenta de las farolas, y en su boca, de labios finos, levemente entreabiertos, permitiendo atisbar unos dientes blancos y regulares. Sonrió.

Sí, allí estaba, aquélla era la sonrisa que había deslumbrado a Carlos, aquélla la sonrisa que se había insinuado en su mente, sacudiendo como un terremoto los cimientos de la historia que estaba escribiendo. Víctor también sonrió, con una sonrisa cálida, de reconocimiento. Se levantó del asiento de su moto y caminó lentamente al encuentro de la chica.

Se paró frente a ella, cuando apenas faltaban un par de pasos para tocarse. Ella también se detuvo, con sus ojos hechiceros clavados en las insondables pupilas de él. Sus dos acompañantes siguieron andando, sin ejecutar ademán alguno que delatara extrañeza, rozando con sus codos los brazos de Víctor. Prosiguieron su camino como si nada hubiera ocurrido y no tardaron mucho en perderse de vista al torcer una esquina.

Se contemplaron en silencio durante un largo rato, sin preocuparse de cuanto ocurría a su alrededor y sin que nadie reparara en ellos. Finalmente, la chica volvió a sonreír y su rostro se iluminó. Víctor tomó su mano derecha y se la llevó a los labios con una reverencia, depositando delicadamente un beso en sus dedos enjoyados. Enderezó la espalda sin soltarle la mano y le dijo:

—Hola, Isabel.

Ella no contestó nada, se limitó a inclinar levemente la cabeza, como aceptando ese nombre que él le había otorgado.

—Acompáñame —prosiguió Víctor—. Vayamos a un lugar donde no nos molesten.

Le ofreció el brazo y ella lo aceptó con naturalidad, acoplándose perfectamente a su paso, como si en toda su corta vida no hubiera sido acompañada de otro modo. Así cogidos, se adentraron en la relativa oscuridad de un callejón lateral.

No se trataba de una calleja sucia y pestilente. ¡Por supuesto que no! Víctor jamás hubiera llevado a un lugar semejante a su Isabel. Aquella era una ciudad muy nueva, básicamente estival; en verano decuplicaba su población. El plan urbanístico era muy simple: interminables avenidas cruzadas regularmente por travesías perfectamente ortogonales. Sin embargo, de vez en cuando, por culpa de algún accidente orográfico menor o por simple azar, había callejuelas que no llevaban a ninguna parte, avanzaban hasta donde podían y luego se interrumpían, sin mayores consecuencias. Evidentemente, ningún comercio las escogía para ubicarse e incluso los bloques de apartamentos preferían calles más concurridas para sus entradas principales. De modo que allí quedaban: solitarias, privadas de función, olvidadas.

—Muy bien, Isabel, detengámonos aquí. Nadie nos importunará.

Las dos únicas bombillas que alumbraban mal que bien el callejón comenzaron a parpadear y finalmente se apagaron. La única luz que llegaba ahora hasta el suelo era la de la luna llena; apenas se veían estrellas. Demasiada contaminación y demasiado afán por iluminarlo todo como si fuera de día, hacía años que ya no había estrellas en el cielo de las ciudades. Bajo el pálido fulgor se acentuaba la blancura de la piel de la chica, así como también destacaba, casi como si brillara levemente, la tez de Víctor.

—No necesitas encerrar tu belleza bajo hierros —le susurró, aunque sin que pudiera apreciarse el menor tono de reproche en su voz.

Alargó las manos y las pasó con delicadeza por el rostro de la chica, sin apresurarse pero también sin detenerse perceptiblemente en ningún momento. Al bajarlas, extendió las palmas y se escuchó un repiqueteo invisible en el suelo.

—Así está mucho mejor.

Se agachó y la besó en los labios, suave, casi castamente, celebrando únicamente su juvenil hermosura. Ella le correspondió con igual embeleso, cerrando los ojos. Cuando se separaron, esbozó de nuevo su sonrisa, aguardando lo que pudiera venir a continuación, sin sentir la menor impaciencia, atrapada en el umbral de la eternidad.

—Ahora te conozco. Eres Isabel du Plessis. Acabas de llegar a la corte y te has escabullido en el baile, pues tu alcurnia no es lo bastante elevada para permitirte moverte por los más altos círculos. Tu corazón clama venganza, pero no estabas preparada para el vals.

Víctor se interrumpió y volvió su mente hacia el ahora. Acarició con el dorso de la mano la mejilla de la chica, manteniendo una expresión vagamente nostálgica.

—No conoces el vals, ¿verdad? —le preguntó. —Oh, seguro que has debido de ver cómo lo bailaban en alguna película, pero no es lo mismo. Te aseguro que no. Ven, dame la mano.

Tomó su mano izquierda y la rodeó, un poco por encima de la cintura, con la derecha. Ella, instintivamente, depositó su mano derecha sobre el hombro de Víctor. Comenzaron a girar lentamente a la luz de la luna, en compases de tres tiempos, dos compases por vuelta.

—Ojalá hubieras podido disfrutar de la emoción de descubrir la música de Johann en directo. El Rey del Vals le llamábamos. Aunque fueran su padre y el rígido de Lanner los principales responsables de transformar una danza campesina en divertimento popular, fue él quien lo elevó hasta los salones de baile de la realeza.

ğLo curioso es que si por su padre hubiera sido Johann Strauss hijo jamás habría sido músico. Aquello lo enfurecía. ¡Vaya que sí! Y mucha prisa que se dio en dedicarse a lo que de verdad le gustaba en cuanto sus progenitores se divorciaron. Los temores del padre, acerca de lo precaria que podía ser de la vida de un músico, resultaron infundados. Pronto rivalizó con él e incluso lo superó en popularidad, exportando la música vienesa a todo el mundo: Inglaterra, Francia, Italia, Estados Unidos... todos querían participar de aquella locura.

Víctor aumentó ligeramente la separación entre sus cuerpos y miró a la chica a los ojos.

—Tal vez desde una perspectiva moderna no alcances a entenderlo, pero el vals de los Strauss supuso una auténtica revolución, y Johann... Johann era un verdadero espectáculo en sí mismo. "Heut Spielt der Strauss" , anunciaban los carteles en las salas de concierto: "Hoy toca Strauss". Me fascinaba. A regañadientes tuve que distanciarme de él hacia mediados de siglo, pues empezaba a acusar mis continuas atenciones y yo no quería que se extinguiera su luz. Tal vez fuera cierto que su hermano Josef era el mejor compositor, pero carecía del fuego de Johann.

ğDespués de mil ochocientos cincuenta y tres empecé a verle más de tarde en tarde, aunque nunca le abandoné por completo. Estaba allí cuando murió de neumonía, en los albores del siglo veinte. Él me sonrió. Había rechazado mi don, algo que nunca he ofrecido a la ligera. "Mi música me conquistará la inmortalidad", me dijo en aquella única ocasión; y su sonrisa agonizante no hacía sino manifestar su triunfo.

La danza sin música aumentó ligeramente su ritmo, mientras Víctor abrazaba más estrechamente a su pareja. Se habían dejado llevar por el embrujo del vals, sin ojos para el triste callejón abandonado, en una ciudad estacional cuya mera existencia ni siquiera era concebible entre las luces cegadoras de la Viena imperial, cerrada a los vientos de cambio, en los albores de unas décadas de horrores que cambiarían Austria, Europa y el mundo entero.

—Fue en París, durante la feria mundial del sesenta y siete, donde tal vez pueda decirse que venció en su duelo con la muerte. Allí estrenó la versión orquestal de su "Danubio Azul", que había sido recibido inicialmente con un éxito relativo. A los vieneses, por supuesto, les acabó encandilando y su popularidad no dejó de acrecentarse con los años. A veces me pregunto qué hubiera pensado el bueno de Johann si hubiera tenido ocasión de contemplar su vals, un siglo más tarde, ejecutado en el espacio. Pero rechazó mi don, así que nunca lo sabré.

Víctor volvió a separarse ligeramente de su pareja, sin perder el paso, para poder contemplarla mejor.

—Quizás eligió bien. Este don no está libre de cargas. Recuerdo perfectamente el Danubio, fluyendo a través de Viena, el casino de Dommayer, el Apollo, los conciertos en el Vienna Volksgarten..., pero no recuerdo su rostro. Soy incapaz de rememorar una sola de las caras de mi larga vida. Para mí existe un único semblante por vez, un único vínculo humano, que acaba ineludiblemente en la muerte o en la renuncia. Lo veo a lo lejos, conduciendo su orquesta, recuerdo nuestras conversaciones, nuestros reencuentros, pero todo lo que atesoro de su fisonomía, de su alma, es la sonrisa de un anciano moribundo. Johann no lo hubiera soportado. Lo más seguro es que su música se hubiera marchitado. El don le hubiera hecho perder aquello que lo hacía único.

Agitó la cabeza con pesar. Siguieron bailando sin más palabras durante un rato, aproximándose, poco a poco, a la coda del vals silencioso, la recapitulación final.

—Pero estoy siendo extremadamente descortés —dijo finalmente Víctor—, parloteando acerca del pasado cuando sostengo el presente entre mis brazos. Aunque he de confesarte algo, en cierto modo, Isabel, tú también eres mi pasado. Tú eres mi rostro ahora, la única mujer que existe para mí en la Tierra; mi musa, mi madre, mi esposa, mi hija, mi Eva, mi Isabel du Plessis...

El baile llegó a su fin. Aún asidos de la mano izquierda, se separaron unos pasos y se saludaron con una reverencia.


Ilustración: Ferran Clavero

—Tu sonrisa me ha permitido encontrarte. Ahora sé tu nombre y sé por qué estás al borde de la pista de baile, maravillada por las evoluciones de los danzarines, embelesando sin saberlo al joven Carlos. Sin embargo, necesito saber más de ti, necesito conocerlo todo: por qué ese anhelo de venganza, contra quién, tu futura relación con Carlos... y sólo tengo un modo de averiguarlo. Ven, Isabel, regálame una existencia.

Sin la menor vacilación, la joven se aproximó a Víctor e inclinó la cabeza a un lado. Éste la sujetó con ternura, casi como si fuera a concederle un nuevo baile y clavó sus colmillos en su piel tersa. Comenzó a agacharse, a medida que las fuerzas abandonaban a su víctima y se le doblaban las piernas, hasta acabar de rodillas en el suelo, sujetando en un abrazo el cuerpo exánime de la chica.

—Isabel, mi Isabel —susurraba, mientras pasaba una mano por el pelo encrespado de la chica—. Gracias.

De nuevo besó tiernamente los labios de la chica, pálidos y fríos ahora. Un recuerdo por lo que fue y un reconocimiento por lo que aún era en su interior. Se incorporó lentamente con ella en brazos y la llevó hasta un extremo del callejón, orientado directamente hacia el este. La depositó con cuidado en el suelo, recostada contra la pared, y recompuso sus brazos y piernas de modo tal que parecía estar simplemente sentada, descansando después de un duro trabajo.

—Tengo que dejarte ahora. Nadie te molestará hasta que salga el sol y, cuando lo haga, salúdalo de mi parte. Siente su beso ardiente y mientras te consume dile que me has regalado un poco más de vida, que me has concedido un aplazamiento y que aún no ha llegado el tiempo de mi última cita. Transfórmate en luz y sube al firmamento. Quién sabe, tal vez te reúnas con mi añorado Johann.

Sin volver la vista atrás, Víctor salió del callejón y se dirigió hacia donde había dejado aparcada su moto. Su expresión era extraña, una mezcla de melancolía y éxtasis. Aún tenía que terminar de saborear el regalo de Isabel.

Maquinalmente, se puso el casco y arrancó el motor. Todavía sin rumbo fijo circuló por las calles, mucho más desiertas ahora que cuando la noche todavía era joven. Recorrió varias manzanas sin pensar en nada, dejando que la experiencia cristalizara en su interior. Poco a poco, la alegría sustituyó a la tristeza. Sin casi proponérselo empezaron a surgir tramas en su cabeza, giros argumentales que llevarían su novela por sorprendentes derroteros. Isabel du Plessis iba a ser uno de sus mejores personajes, la heroína indiscutible del libro y quién sabe si de toda una serie de ellos.

Aún era relativamente pronto. Si se dirigía inmediatamente a su apartamento, tal vez tuviera tiempo de escribir un par de miles de palabras antes del amanecer. Sonrió. Aprovechó que no venía nadie y cambió de sentido en medio de la calle, cruzando la línea continua. Aceleró. Estaba ansioso por empezar a contar la historia de Isabel.



Sergio Mars nació en Valencia, España, en enero de 1976. Es biólogo y está a punto de finalizar su doctorado en genética. Es miembro de la sociedad Tolkien Española y vocal de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror. Es lector empedernido y ecléctico, ya que entre sus intereses se divisan, junto a escritores de fantasía como Tolkien, Michael Ende, Rider Haggard, Howard y Bécquer, por ejemplo, creadores de hard y especulativa (Greg Egan, David Brin, Asimov y Clarke) y de terror clásico y moderno (Poe y King). En Axxón 109 se publicó "Ouija", en el 111 "La criatura" y un par de relatos de fantasía heroica, "El reto" y "El monasterio de la Hermanda Roja", en el e-zine "Los Manuscritos Perdidos". Colaboró con un capítulo en el libro Memoria de la novela popular: Homenaje a la colección luchadores del espacio, y ficciones suyas aparecieron en Qliphoth N° 15 y Alfa Eridiani N° 18. Un cuento de corte lovecraftiano, "Destellos de oscuridad", integra Visiones 2005.


Axxón 154 - Septiembre de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Vampiros: España: Español).