POLIMORFO

Sebastián Gabriel Barrasa

Argentina

Son interesantes los artefactos que admiten diferentes usos. Quizá sea por una cuestión de costos, pero lo cierto es que hoy en día, casi todo lo que podemos adquirir sirve para hacer más de una cosa. Así nos encontramos con los típicos secarropas, radiograbadores, sillonescama, ventiladores de techo que además iluminan, secadores de pelo que incluso lo cortan, lo ondulan y lo planchan. Pero no quiero aburrir al lector enumerando tan vasta lista de artefactos que seguramente conoce y que si no conoce, no se ha perdido de nada.

En particular voy a hablar de un artefacto que muchos han olvidado y que quizás haya sido un precursor de todos estos. Se presentaba como una especie de cama (y digo especie, porque éste era sólo uno de sus tantos usos) que podía, con una adecuada combinación de botones, transformarse en sillón de comedor, en escritorio y hasta en baúl para guardar cachivaches. Mencioné "adecuada combinación de botones" porque, en efecto, era tal la cantidad de aplicaciones ofrecidas, que incorporar un botón para cada una de ellas, hubiera insumido una botonera de dimensiones incalculables. El manual de instrucciones incluía un capítulo que enumeraba las posibilidades del aparato y las secuencias de botones necesarias para llevarlo a cada posición. Otro capítulo explicaba el funcionamiento de cada una de las transformaciones posibles. El ávido lector dirá, y no sin justa razón, que una cama no requiere mayores explicaciones (es decir, en definitiva acuéstese y duerma), pero debo aclarar que el funcionamiento de un estrocalario no es nada sencillo y si quisiera transcribir apenas una explicación elemental de su uso, desviaría por completo la intención de éste relato.

Lo fabricaba una empresa llamada Hammerson. Éste era el apellido del ingeniero que ideó el artefacto quien, además de ser el dueño de la empresa, dirigía en persona al equipo encargado de la producción.

El kit inicial no incluía todas las posibilidades. El cliente podía adquirir diferentes accesorios para extender los usos del artefacto. Cada accesorio le agregaba, en general, más de una utilidad (aunque el de sillón sólo permitía transformarlo en sillón) y cada uso, a su vez, podía ser aplicado a más de una circunstancia (por ejemplo, el cojín del sillón para colocar las camisas debajo y dejarlas planchadas para el día siguiente). Incluso algunos permitían la incorporación de accesorios propios: el de bote, por ejemplo, admitía agregar un motor fuera de borda para transformarlo en lancha, que a su vez admitía un techo para transformarlo en yate que a su vez admitía una chimenea para transformarlo en barco; sin contar, por supuesto los kits como el de pescadores, que podían ser aplicados a cualquiera de estas combinaciones. Incluso los accesorios venían en diferentes variantes: por ejemplo lancha numero siete lo transformaba en realidad en un crucero por el caribe y lancha número dieciocho en un despojado lanchón para navegar el río Paraná.

Por supuesto que cada accesorio traía su propio manual que explicaba las posibilidades incorporadas, su funcionamiento, y la lista de accesorios disponibles que podían agregársele para extenderlo. Digo disponibles porque la fábrica lanzaba al mercado constantemente nuevas propuestas acorde a la demanda de los clientes. La empresa dispuso un equipo especializado en recepción de solicitudes, que era casi tan importante como el de ingenieros.

Claro que, luego de incorporar un conjunto no demasiado grande de accesorios, la cantidad de manuales se hacía inmanejable. Para ello existía el kit biblioteca con su accesorio indexadora que permitía guardar todos los manuales y recuperarlos en segundos (según informaba su oportuno manual).

Con el tiempo la fábrica se vio tan saturada por los pedidos de los clientes, que decidió tercerizar en otras empresas (de porte menor) la confección de accesorios. Así, algunos de los secretos de su construcción se hicieron relativamente públicos, situación que trajo aparejado lo inevitable: el mercado se llenó de productos piratas, de inferior calidad, pero también de menor costo. Imitaban algunos kits e incluso prometían mayores prestaciones (aunque no siempre creíbles; recuerdo uno, fabricado por una empresa paraguaya, que ofrecía transformar el aparato en lavavajillas y además en chipacera).


Ilustración: Pedro Belushi

De nada sirvieron los innumerables juicios que inició la Hammerson Company a los demás fabricantes (incluso conformó un área especifica de legales). Libre competencia alegaban, y sobre esto ya no era posible discutir. La empresa necesitó bajar la calidad de su manufactura para poder competir en un mercado que ella misma había engendrado. Los clientes empezaron a quejarse, y el sector de recepción de solicitudes en breve se transformó en sector de reclamos.

Un señor había adquirido un Hammerson para usarlo apenas como mesa extensible. Durante algún tiempo funcionó aceptablemente en su forma de mesa pequeña para el almuerzo diario y como gran mesón, para cuando recibía visitas. Pero el artefacto decidió un día achicarse en medio de una opulenta cena con el embajador, situación que provocó, además de la destrucción de la porcelana china, el desparramo de la pasta sobre los comensales.

Por éste y otros tantos casos, el sector de legales, otrora patrocinador de la Hammerson acusadora, tuvo que dedicar casi todo su personal a resolver las demandas recibidas por mal funcionamiento.

Cabe aclarar que incluso en sus tiempos de prosperidad, se cruzaron situaciones adversas producto de la compleja ingeniería de estos aparatos. Pero en aquellos tiempos, la empresa estaba tan bien ubicada en el concepto de la gente común que un caso como el de aquella señora cuyo sillón se convirtió en plancha de tintorero mientras descansaba plácidamente, pudo ser públicamente atribuido, no a un defecto de la maquinaria, si no a un "esfuerzo extremo en los mecanismos" producto de un "exceso de peso por parte del usuario". Inimaginable hubiera sido un reclamo por mal funcionamiento en su época dorada; tan inimaginable como el no reclamo, en sus tiempos de ocaso. Hubo incluso quienes murmuraron que las mismas empresas de la competencia inventaban accidentes para generar desconfianza en el mercado y así aumentar sus propias ventas; cosa tan difícil de demostrar como las otras versiones que afirmaban que era la misma Hammerson quien alteraba su producto base para funcionar inadecuadamente con los accesorios de la competencia. Jamás conoceremos la veracidad de alguna de estas afirmaciones. Lo cierto es que el sector de reclamos de la Hammerson fue transformándose en el sector más grande y más complejo de la empresa. Para pagar sus sueldos, tuvieron que reducir los gastos de ingeniería e incluso transferirle a algunos de sus mejores ingenieros para la atención telefónica (imagine a un ingeniero explicándole a una viejecita por qué puede no estar funcionando su duchador). Todo esto se reflejó en la calidad de los productos. La Hammerson debió poner a la venta versiones con características reducidas, alegando que pocas personas aprovechaban realmente todos los usos ofrecidos por cada accesorio. La gente acrecentó su desconfianza en la marca y no demasiado tiempo después la empresa quebró.

Sólo un as se había guardado el ingeniero Hammerson en el bolsillo de su overall: la complicada ingeniería del artefacto base. De nada servían los accesorios si no podían aplicarse al multiuso original. No voy a negar que unas cuantas empresas intentaron reinventar el artefacto de Hammerson, infructuosamente. Invirtieron grandes sumas en ingenieros e incluso contrataron a los que habían quedado en la calle por la quiebra de la Hammerson Company. Demasiado dinero y demasiado tiempo. Para cuando pudieron acercarse a construir uno de características aproximadas, la mayoría de estas empresas habían contraído deudas monumentales y los clientes ya las habían olvidado.


Pero no fue ésta la única razón por la que el artefacto dejó de estar en la voz de la gente. Que un producto no aparezca más en la publicidad puede hacer que las nuevas generaciones lo desconozcan, pero nada dice de los que ya habían sido vendidos, y se encontraban en pleno funcionamiento.

Lo cierto es que muchos se fueron descomponiendo y al no haber empresas que los pudieran reparar, quedaron arrumbados en los rincones. Es posible entonces, mi querido lector, que aquella mesa recibida como herencia de su abuelo, o aquel gramófono adquirido en el bodegón de antigüedades, sean en realidad un Hammerson auténtico, atascado eternamente en una de sus tantas variantes. Quizá fueron a parar a un sótano, una despensa o un baúl, a la espera de un renacimiento futuro en que la ciencia pueda revivirlos de su letargo. Tal vez estén guardados en sí mismos, en una de sus irreconocibles formas de guardacosas.

Otros, pocos, quedaron protegidos en manos de sus dueños. Semejante artefacto no podría ser visto cuanto menos como una reliquia. Imagino oscuras tertulias con cautos propietarios mostrando, no sin antes haber cerrado todas las persianas, las virtudes del artefacto a sus más selectas amistades. He aquí la paradoja real de su fracaso: la verdadera aplicación de éste artefacto fue ser un objeto de exposición. Su razón de existir fue su propia muerte.



De Sebastián Gabriel Barrasa (nacido el 7 de junio de 1974 en la Ciudad de Buenos Aires) hemos publicado ya dos cuentos en Axxón: "Deja vu" (144) y "Ombligo" (150). Sebastián dirige talleres de creatividad literaria, algunos de sus textos han aparecido en revistas y sitios de Internet. Desde hace algunos meses es el promotor y coordinador de una lista dedicada al quehacer literario: Cruzagramas.


Axxón 164 - julio de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ficción especulativa: Inventos: Argentina: Argentino).