SEOL

Américo C. España

Internacional

Pablo entró a la sala donde Luis le esperaba sentado en una de las dos sillas. Luis sonreía a pesar del moretón en la mejilla izquierda y la camisa de fuerza atada a su espalda. Miraba al frente con cierto aire de dignidad.

Pablo cerró la puerta tras de sí y dejó el maletín de psiquiatra a los pies de la mesa.

—¿Por qué llevas esa camisa de fuerza, Luis?

—¿No se lo han dicho? Tuve un pequeño... intercambio de opiniones con dos celadores.

—Dijeron que les provocaste.

—Esa comida que me traen es una bazofia. ¿Es que no se puede estar loco con un poco de buen gusto?

El psiquiatra cruzó las manos sobre la mesa y enarcó una ceja, incrédulo. Luis no se perdió el gesto y decidió cambiar de tema.

—Bueno, doctor. ¿De qué quiere que hablemos? ¿De mi niñez? ¿De mis relaciones sexuales? ¿Qué toca hoy?

—Quiero que me cuentes otra vez lo que pasó en la cripta.

Pablo lo dijo rápido, con los ojos fijos en Luis. No le dio tiempo a reaccionar: estaba estudiando sus gestos. El recluso borró la sonrisa y miró al techo.

—Creía que le había dicho que no quería volver a hablar del asunto.

—Sí, lo dijiste —contestó Pablo—, pero estuve pensando en ello, y tengo algunas lagunas que me gustaría...

—¡Le dije que no quiero hablar de ello! —gritó Luis, poniéndose en pie y acercando con violencia su cara a la del médico. Pablo podía oler el aliento del recluso.

El celador entró dando un portazo, enarbolando con las manos una porra de goma. Luis retrocedió ágil hacia la pared del fondo, amagando con la cabeza como para que el otro no pudiera asirlo. Pablo levantó la mano sin mirar al celador, algo sorprendido por la escena que acababa de tener lugar.

—¡Está bien! —gritó al celador—. Está bien, la situación está controlada. Por favor, déjenos solos.

El celador le hizo a Luis un gesto de advertencia con la vara y se marchó, cerrando la puerta. El recluso se volvió a sentar en la silla, más relajado.

—¿Tiene un cigarrillo, doctor?

—Sabes que no se puede fumar aquí dentro —le contestó Pablo, condescendiente, sin quitarle la vista de encima—. Ibas a contarme lo de la cripta —insistió.

Luis dejó caer sus hombros, abatido, y se levantó para apoyarse en la pared de enfrente, bajo un pequeño tragaluz. Estaba demasiado alto para llegar hasta él, por lo que desechó la idea de huir.

Se quedó un momento perdido en sus pensamientos, como intentando recordar algo. Luego suspiró y le preguntó al médico:

—¿Desde el principio?

—Desde el principio —contestó Pablo, que empezó a sacar una pequeña grabadora del maletín.

Habían pasado por esto varias veces, pero el psiquiatra necesitaba llegar hasta el final del asunto.

—Está bien —empezó Luis—. Todo se inició la noche del aniversario de la muerte de Emanuel, mi hermano, hará cosa de un año...


—¡Date prisa, Luis! —dijo Rosa desde la puerta de la calle—. ¡Se está haciendo de noche y sabes que no me gusta andar por el cementerio a oscuras!

Luis estaba terminando de cambiarse. Desde la muerte de su hermano, hacía tres años, se había ido convirtiendo poco a poco en una persona diferente. Rosa llamaba al fenómeno madurez. A Luis le había costado mucho superar el trauma, pero con la ayuda de su novia, de sus amigos y del resto de la familia, terminó por aceptarlo. Sin embargo, cada aniversario era un día de duelo para él.

En la puerta le esperaba Rosa, a quien le sentaban muy bien esa falda ajustada y la blusa granate, a juego con el ramo de claveles y gladiolos que habían comprado hacía tan sólo unas horas. Rosa le sonrió y le abrazó tras darle las flores en el ascensor. Luis pensó que tenía suerte al estar con ella.

—Las dejamos en la cripta y nos vamos, ¿de acuerdo?

—Claro, cariño —le contestó él con otra sonrisa, y luego la besó.

En el coche, dejó que ella condujera. Él iba mirando por la ventanilla, sin ver, recordando tiempos más felices, en los que Emanuel aún estaba vivo.

Cuando llegaron al cementerio, el sol escapaba silencioso detrás de las montañas y las sombras empezaban a alargarse. Tomados de la mano, atravesaron el jardín de cipreses de la entrada y se dirigieron en silencio a la zona vieja, donde se encontraban las criptas antiguas y los ostentosos panteones. Se dijo que de algo le había servido tener un antepasado perteneciente a la nobleza. No hubo dinero, pero recibió una lujosa tumba como herencia de familia. Siempre tenía este pensamiento cuando iba al cementerio, y siempre le producía la misma cínica sonrisa.

Mientras Luis encontraba la llave, tuvieron que detenerse un momento frente a la reja oxidada. El mismo chirrido de todos los años, y la misma idea de siempre: "La próxima vez traeré aceite para engrasarla", pero nunca lo cumplía. Sacó la linterna del bolsillo y la encendió.

—Hace frío aquí, Luis —dijo Rosa casi en un susurro, pegándose más a él.

—Estamos en invierno, ¿qué esperabas?

—Aquí siempre hace más frío de lo habitual —dijo Rosa.

Luis no contestó. Se encaminó con paso firme a través de los corredores que llevaban a la tumba de su hermano.

Llegaron a la vieja puerta de madera y hierro forjado tras la que se encontraba la lápida y un pequeño altar donde dejaban las flores. Pero al franquear la puerta, una sensación de horror atravesó el pecho de Luis como un hierro al rojo vivo: ¡el ataúd de piedra estaba abierto!

Llegó en sólo un par de zancadas. Todo estaba en su sitio, los tapices, las velas consumidas y las flores de otros años que nunca limpiaba. Pero el sarcófago estaba vacío. De repente, detrás de ellos y a través de los pasadizos, llegó el sonido de una reja girando sobre sus goznes.

Una corriente de aire helado atravesó los pasillos y golpeó la nuca de Rosa. Sintió que algo le acariciaba el cuello.

—¡Luis! —gritó asustada.

Manoteó en todas direcciones pero sólo encontró aire. Luis le hizo una seña para que se callara. A la distancia, alcanzaban a oír pasos que se acercaban. Se colocó delante de ella para protegerla, como presintiendo que algo malo estaba por suceder.

—¿Quién puede ser a esta hora? —susurró Luis—. Creí que estábamos solos en el cementerio.

—Esto no me gusta nada. ¿Crees que tenga algo que ver con que esté vacío el sarcófago? —le murmuró Rosa.

—No lo sé, pero podría tratarse de algún ladrón de cadáveres. Es mejor que nos escondamos. Ven, debajo de esa mesa —dijo Luis, arrastrándola.

Los dos se acomodaron de manera que no pudieran ser vistos. Los pasos se oían cada vez más cerca. Una densa niebla apareció dentro de la cripta junto con un olor a putrefacción.

Los pasos se multiplicaron, como si cientos de personas marcharan hacia donde estaban escondidos.


—Permíteme que te interrumpa, Luis —dijo Pablo. Parecía molesto—. Es la primera vez que hablas de esa niebla.

—¿No lo había mencionado? Usted mismo me dijo que mi mente no quiere aceptar todos los detalles y por eso mis recuerdos están fragmentados.

—No vine aquí a jugar, si estás tratando de burlarte de mí te juro que... bueno, sólo quiero ayudarte y si sigues añadiendo cosas y variando las declaraciones, no sé, quizá...

—¿Quiere la verdad o no? —dijo Luis, poniéndose de pie, catapultado como un resorte.

—Es mejor que te sientes si no quieres ir a la celda de castigo.

Luis se quedó parado por un momento. Se miraron, como esperando averiguar quién sería el primero en dar un golpe. La respiración agitada del paciente se fue relajando poco a poco.

Pablo sabía muy bien el efecto que la celda de castigo provocaba en Luis. No soportaba la oscuridad desde aquella fatídica noche en la cripta.

—¿Puedo continuar? —dijo Luis, dejándose caer de golpe en su silla.

—Prosigue. Recuerda que depende de esta entrevista que sigas encerrado aquí para siempre o seas llevado a recuperación. Sólo así podrás recuperar la libertad.

Luis miraba el espejo que estaba detrás de Pablo. Sonrió, sabiendo que en realidad no era un espejo y que sería imposible romperlo y huir por allí. Mientras se sentaba, vio una sombra deslizarse dentro del vidrio. La risa se le borró de inmediato.

Intranquilo, continuó con su relato.


La linterna que Luis tenía en la mano dejó de funcionar. Estaban en completa oscuridad. Se tomaron de la mano para darse fuerza y soportar el miedo. Rosa hubiese gritado de no haber sido porque Luis le tapó la boca justo a tiempo.

Del suelo empezaron a brotar miles de alimañas. El piso delante del sarcófago se cuarteó, al mismo tiempo que un fuerte temblor se sintió dentro de la cripta. Un enorme hueco se formó enfrente de ellos. Una escalinata que parecía interminable conducía hacia las profundidades.

El ruido de pasos se hizo menos intenso hasta desaparecer. La puerta de la cripta se abrió, dejando al descubierto el horror.

Cientos de personas desfilaban hacia la escalinata. Hombres y mujeres de todas las edades, incluso bebés en brazos de sus madres, marchaban con paso lento hasta perderse dentro del hueco. Los cuerpos estaban mutilados, las caras desfiguradas, los rostros no reflejaban vida. Iban en doble fila, atados, unidos por cadenas amarradas de sus tobillos. A los lados, criaturas monstruosas que parecían actuar como guardianes, chasqueaban látigos sobre los cuerpos. Con cada golpe, un alarido provenía de las profundidades. Luis pensó que eran almas conducidas al tormento eterno.


—Creo que estoy perdiendo el tiempo contigo —dijo Pablo, exasperado—. En cada entrevista me das una versión distinta de los hechos, cada vez más grotesca, como si gozaras de la incertidumbre que me provoca escucharte, y te juro que...

—Lo que pasa es que siempre le había dicho lo que usted quería oír —interrumpió Luis—, no crea que no me doy cuenta de que usted es un sádico. Además, hasta ahora, nunca había tenido el valor para decirle la verdad.

—Justo ahora que te he dicho que podrías salir libre de este hospital, me dices que quieres contar la verdad. Si te escucho es porque me interesa saber qué ocurrió en realidad.

—¿Libertad? ¿Qué es la libertad? Nunca seré libre ¿Me entiende? —Luis sacudía la cabeza con los ojos cerrados—. No volveré a serlo, ni siquiera muerto.

—No tendré más remedio que seguir escuchándote, de todas formas creo que tu caso ya no tiene solución.

Luis vio la silueta en el espejo. Esta vez pasó más lenta y no le dejó dudas, había alguien dentrodel vidrio. Tragó saliva y continuó con su historia.


Luis y Rosa no podían moverse, el miedo les tenía paralizados. No podían creer que lo que estaban viviendo fuera real. Una de las criaturas, esos guardianes, se acercó tanto a ellos que estuvo a punto de descubrirlos. Donde pisaban sus patas, la tierra parecía descomponerse, llenándose de alimañas.

Los muertos atormentados por aquellos seres continuaban su paso lento. Iban avanzando sobre la niebla hacia la oscuridad del agujero. Mientras, escondidos bajo la mesa, Luis y Rosa esperaban a que terminara la procesión.

Casi a punto de culminar el grotesco desfile, Luis vio que entre los muertos que eran castigados sin piedad marchaba su hermano, que en ese momento giró para verlo. Rosa reconoció de inmediato a su cuñado, aunque distaba mucho de ser el que había sido en vida. En su rostro, cubierto de sangre seca, la boca parecía prepararse para decirle algo. Ella tapó la suya para ahogar un grito.

—Sígueme —articuló por fin Emanuel.

Luis no pudo contener a su novia. No es que no tuviese fuerza, simplemente no pudo oponerse al mandato de su hermano. Rosa se levantó obediente. Una fuerza siniestra poseía ahora su voluntad. Tomó la mano de su cuñado y juntos se internaron en las profundidades. Uno de los guardianes descargó el látigo sobre ella, produciéndole la rotura de la blusa y un tajo sangrante en la espalda. Pero ella no se inmutó y siguió bajando, aferrada de la mano de Emanuel, hasta perderse de vista.

Luis se quedó allí mismo, paralizado, sin poder decir ni hacer nada, con la vista clavada en ese agujero abominable hasta que todos los muertos bajaron por él.


Ilustración: Fraga

Poco a poco fue recomponiéndose y el enojo venció al miedo y al estupor. Se daba cuenta de que un poder más allá de su voluntad había influido para que no pudiese actuar. Se hizo miles de preguntas y no halló respuesta para ninguna de ellas.

Sabía que debía bajar y rescatar a Rosa, a su Rosa. También se daba cuenta que Emanuel ya no era su hermano, era... otra cosa, indefinible, aterradora.

Cobró fuerzas e inició el descenso. La escalera parecía normal, de algún tipo de basalto negro al que habían pulido hasta sacarle brillo. No sabía de dónde provenía la escasa iluminación, pero poco le importó.

El descenso se hizo tedioso y la escalera, recta al principio, comenzó a dar rodeo tras rodeo. Pronto perdió la noción del tiempo. Sólo existían esos peldaños y él.

Por fin llegó al final. Una caverna abovedada de mediano tamaño se abrió ante sus ojos. Se extrañó de no ver guardianes o alguna otra criatura cuidando la escalera. Le hizo pensar que allí abajo se sentían muy seguros y eso le dio ánimos para buscar a Rosa.

La caverna presentaba varias aberturas y Luis se decidió por la que estaba iluminada. Pronto pudo ver marcas de pisadas cubiertas de alimañas. Aminoró el paso, temeroso de que lo descubrieran. No había lugar donde esconderse.


—A ver si lo entendí, Luis. Esta parte es nueva. Nunca me habías dicho que bajaste por esa escalera que según tú se formó de la nada.

—Es que... —Luis miró hacia el espejo temiendo que la sombra tomara la forma de alguna criatura abominable—. No sé cómo explicarlo. Su presencia hace que empiece a recordar y... ¿no puede sacarme la camisa de fuerza? No puedo más, Pablo, ayúdeme.

—No puedo permitir que te quiten la camisa, estás en un período de muchos cambios emocionales. Ahora estás tranquilo, reflexivo, pero una sola palabra puede convertirte en un enajenado. Por ejemplo, la palabra Seol.

Al escuchar esa palabra, Luis sufrió una convulsión. Bastó una mirada a los ojos de Pablo para que una furia asesina le dominase el cuerpo. Cargó contra el doctor, que, esperando esa reacción, se hizo a un lado.

Entró el celador y lo inmovilizó, pasándole la porra por el cuello y levantándolo. Detrás del celador llegó la enfermera que inoculó a Luis, quien pronto cayó al suelo, sedado pero consciente.

—Traigan la camilla y lleven al paciente a su habitación. No le quiten la camisa.

Cuando se marcharon tras sus órdenes, Pablo se agachó hasta Luis y le habló al oído.

—¡Seol! —le dijo.

Y se marchó. La sombra del espejo se marchó con él.


El pasillo le condujo a otra caverna, pero muy diferente a la anterior; parecía un anfiteatro. Estaba iluminada con luz amarilla, muy potente. Hacía calor. Luis buscó un escondite y encontró piedras ubicadas como asientos. Se recostó tras la última fila.

Allí estaban los muertos, en círculo alrededor de una gran tarima donde se erguía un trono. Descansando sobre él, Luis descubrió la más hermosa criatura que habrá jamás pisado tierra alguna. Era algo indescriptible, que sobrecogía los sentidos de una manera extraña.

El adorable ser tenía la forma de un joven, entre catorce y dieciséis años. La piel era verdosa, aceitunada, brillante y sedosa. Los cabellos ensortijados, con motas blanquecinas, caían a los costados de la cabeza casi con vida propia. El rostro parecía haber sido esculpido. Perfecto por donde se lo mirase, el cuerpo gritaba belleza y salud. Estaba desnudo. La piel era lampiña, hasta en las zonas en que generalmente no lo son. A su lado estaba de pie una persona vestida con un hábito de color gris oscuro y una capucha que tapaba su cara. Luis lo asoció con algún tipo de monje.

El monje golpeó las manos y los látigos restallaron, mas no hubo gritos ni lamentos. El joven se paró y comenzó a olfatear. Era tal la gracia de movimientos y la belleza hipnótica que emanaba que Luis se sintió cautivado. Por un momento todo a su alrededor perdió importancia y fue sólo un espectador más.

Por fin el joven dejó de olfatear y señaló a alguien entre los muertos. Se hizo un claro y Luis pudo ver la figura pequeña, desvalida, de Rosa, en medio del círculo.

Rosa subió a la tarima y el trono se fue convirtiendo en una roca rectangular. El monje la levantó hasta acostarla en la piedra. Luego le desgarró la ropa dejando el cuerpo al descubierto. Rosa permanecía impávida. A Luis le volvió la parálisis que había sufrido en la cripta.

El monje caminó hasta situarse detrás de la roca y se bajó la capucha y sin esperar mandato alguno gritó:

—¡Seol!

El hermoso joven se subió a la piedra. Acarició la entrepierna de la mujer, deleitándose con cada poro de su piel. Se arrodilló frente a Rosa y la poseyó con furia. Luis no pudo determinar cuánto duró el ritual, pero le pareció interminable. Sentía desfasado el cuerpo de la mente. Uno pugnaba por ponerse de pie e interrumpir el macabro espectáculo, pero la otra le decía que esto no estaba ocurriendo en realidad, que estaba soñando o alucinando. Cuando todo estuvo consumado, sintió liberarse el cuerpo de los designios malditos a los que fue sometido y notó que podía moverse a voluntad.

La duda que lo acosaba era: ¿qué hacer? Debía rescatar a su Rosa y regresar a la superficie. Necesitaba pedir ayuda, pero no quería dejarla sola, sentía que si la perdía de vista nunca más la volvería a ver.

La marea de muertos, en procesión silenciosa, comenzó a desalojar la sala. La función había terminado y sólo flotaba en el aire el siseo del arrastrar de los pies unidos por cadenas, entre los que no faltaron los de Emanuel.

Luis, recluido detrás de uno de los asientos, los contemplaba irse persuadidos a latigazos por los guardias. Cuando estuvo seguro de que el último de los muertos hubo salido, se incorporó apenas para mirar por sobre el borde de la piedra. Allí estaban, el monje, su Rosa y esa abominable belleza.

El monje se portaba de manera servicial delante del joven, pero éste hacía caso omiso. De pronto le habló por lo bajo y el monje se apresuró a bajar a Rosa de la piedra, que se volvió trono nuevamente. El joven se sentó en él y el trono bajó hasta desaparecer. El monje hizo una ostentosa reverencia. Gracias a ese movimiento, Luis pudo ver una marca en el cuello; cinco puntos negros con uno rojo en el centro, apenas cubiertos por el cabello y la capucha recogida.

El monje comenzó a recitar una especie de letanía en un idioma que Luis no pudo comprender. Inspiró como buscando fuerzas y decidió que era el momento. Ya de pie, caminó hacia Rosa con la resolución de un hombre que sabe que no puede retroceder.

El monje, absorto entre sus cavilaciones y el cuerpo inconsciente de la mujer, recién notó la presencia de Luis a mitad de camino.

—Era de esperar que una estúpida mortal no podía haber llegado sola hasta aquí —le dijo, mirándolo con actitud desafiante—. De todos modos, gracias. Ella es mucho mejor que iniciar la estirpe con cadáveres.

Luis no se detuvo, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad siguió avanzando decidido.

—Rosa es mi novia. Voy a llevármela de aquí.

—¡Una novia! Qué tierno. Lamento decirte que no podrá ser. La necesito. —Se corrigió—: la necesitamos.

En los últimos metros, Luis decidió correr. Empujó al monje, quien miraba entre divertido y hastiado. Tomó en sus brazos el cuerpo desnudo y desvalido de Rosa. Luis no lo notaba, pero estaba llorando. Había recorrido apenas un par de metros cuando el monje habló.

—Idiota. No entiendes que no puedes salir de aquí con ella. —Sacudió la cabeza con una mueca de sonrisa en los labios.

—Mucha gente sabe que veníamos al cementerio. Nos van a buscar y los van a atrapar —gritó Luis, sin siquiera volverse, apurando el paso para escapar.

El monje estalló en carcajadas, murmuró algunas palabras en un idioma arcano y Luis cayó de rodillas para luego quedar inmóvil sobre el cuerpo de Rosa.

—Estúpidos. Ven demasiadas películas, todos se creen héroes.


Luis vio a Pablo y al comisario conversando a los pies de la cama. Poco a poco las drogas se fueron rindiendo a la conciencia que retornaba. Se sintió atado a la cama y aún con la camisa de fuerza, inmóvil.

—No creo que podamos hacer mucho más, es un caso perdido —dijo Pablo.


Ilustración: wkowalsky

—Sí, pero me gustaría saber qué hizo con la novia. El cuerpo nunca apareció —comentó el comisario mientras se rascaba la cabeza.

—Creo que nunca lo sabremos —sentenció Pablo—. Los casos como éste son raros pero muy definidos. Recreará la mentira de mil modos, sólo para confundirnos y nunca dirá la verdad.

—Una pena. Parece un buen muchacho —le tendió la mano a Pablo—. Gracias por todo, iré a la seccional a terminar el papeleo administrativo y cerrar el caso.

—De nada, sólo hago mi trabajo.

El comisario se retiró de la habitación y un enfermero miró desde afuera como esperando órdenes.

Pablo acercó su boca al oído de Luis y le dijo:

—Tu novia es perfecta. Espero que te vuelvas loco pronto. Por piedad, por lo menos.

Se dio vuelta y como si de un gesto involuntario se tratara, se levantó el cabello, dejando en evidencia el tatuaje de la nuca.

Luis se revolvió en la cama y gritó horrorizado.

Pablo pasó junto al enfermero y sin detenerse pidió:

—Incrementen los tranquilizantes hasta que yo dé una orden contraria. Si vuelve a comenzar con las incongruencias, enciérrenlo en la celda de castigo.



Américo C. España es el seudónimo adoptado por el colectivo que formaron Ricardo Germán Giorno (1954, Buenos Aires, Argentina), Erath Juarez Hernández (1970, Jalacingo, Veracruz, Mexico), David Moniño (1973, Madrid, España) y Eduardo M. Laens Aguiar (1979, Montevideo, Uruguay) para escribir éste y probablemente otros cuentos. Algunos de ellos ya han publicado en solitario en Axxón; otros lo harán de un momento a otro. Lo que no debería decirse pero se dice es que hay una segunda ficción ambientada en este universo que los cuatro han iniciado hace algún tiempo y ya está muy avanzada.


Axxón 165 - agosto de 2006
Cuento de autores latinoamericanos y español (Cuentos: Fantástico: Horror: Sectas: Argentina: Argentino: España: Español: México: Mexicano: Uruguay: Uruguayo).