DÉMODÉ

Raquel Froilán García

España

La mujer se mira las manos, extiende un dedo, lo desliza suavemente por la piel del brazo, siguiendo el dibujo de las venas, acariciando, antes de clavar la uña y rasgar.

A veces se siente tan hueca, tan... vacía, que necesita hacerse daño para asegurarse de seguir aún ahí, viva, capaz de sentir algo, aunque sea sólo un dolor inútil como aquél.

Hace tiempo que compró un gato para explicar los arañazos.


Elisa entra con cuidado en el espejo, como si algo —su propia imagen, por ejemplo— pudiese salir del fino cristal para atacarla. Se mira un instante y se aparta, ocultando la cara entre las manos.

Vuelve a mirarse.

Toca la interfaz y ordena al espejo que le mienta.

Su imagen cambia; se vuelve hermosa y afilada. Su físico no modificado se vuelve meta, a la última moda; las formas se vuelven rotundas, su pelo crece, se riza y trenza, se tiñe de agresivos metales preciosos. Ahora tensa, la pálida piel se cubre —pudorosa incluso en la soledad de la máquina— de miles de escamas iridiscentes, colocadas con el mimo de un amante. Cromatóforos de oro y plata se derraman por el resto de su cuerpo, en oleadas. Sus ojos se agrandan y brillan reflejando tonos imposibles de mercurio y azul. Las alas de libélula crecen, se extienden suaves y sedosas...

Se parece un poco a Madre Avispa.

Elisa se mueve, torpe y tímida, y el sueño atrapado en el espejo se sincroniza y baila con ella. Y lo hace mejor. Mucho mejor. Pronto, casi sin pausa, la simulación se lanza y deja atrás a Elisa que jamás, ni en sueños, ha podido moverse así, con tanta gracia. Como si no costase. Elisa se detiene y observa fascinada. La maravilla alada flota entre los paneles de cristal, danzando alrededor con una ligereza de otro mundo. En algún momento, las bailarinas se multiplican entre el infinito de los espejos reflejados, confundiendo y rodeando a la única de las mujeres que es real...

Entonces la imagen parpadea y se esfuma.

En el espejo sólo queda el reflejo de Elisa. El de siempre. El de verdad.

De nuevo, es sólo ella.

Maldiciendo, Elisa olfatea el aire un tanto viciado del cubo en busca de humo. Siempre pasa igual: en cuanto el espejo se recalienta, salta el automático, dejándola fuera. El chico que lo instaló se lo dijo bien claro, que no se excediera con los turnos pero, una vez dentro, el tiempo deja de importar. Elisa se jura a diario que reemplazará la barata copia asiática que tiene ahora por un espejo auténtico, de calidad. Se jura que, en cuanto pueda, realquilará el cubo en el que vive y se mudará a una habitación de verdad. Con muchas ventanas... bueno, con una, por lo menos.

Promesas, promesas.

Aunque las repita como un mantra, Elisa sabe que no hará tal cosa. No ahora, no todavía. Incluso contando con las rebajas que le harán, necesita todo el dinero que pueda reunir —y más aún— para la operación; la cita es esa misma mañana. Después, detalles como la factura de la electricidad, la cuenta de los alimentos, el espejo que se funde y deja los sueños a medias, no importarán. Ni el aire del cubo, viciado y respirado demasiadas veces; ni el agua reciclada que siempre conserva el sabor a sudor de los vecinos; ni el vacío enorme que la llena por dentro.

Después —siempre es después— todo se arreglará.


Madre Avispa contempla la ciudad que se extiende tras los cristales de una limusina. El mundo es diferente visto desde allí, entre el suave olor a cuero natural y a dinero. Para empezar, está teñido de negro. Y es pequeño, muy pequeño.

Madre Avispa es una Estrella, nene, una de las pocas Estrellas con Mayúsculas que quedan, porque las demás se extinguieron hace tiempo —se les acabó el hidrógeno—. Y sus deseos son órdenes para millones de personas. De hecho, millones de personas desean lo que ella desea.

Eso es poder. Y a ella le encanta.

Madre Avispa tiene una copa en la mano. De cristal tallado, por supuesto, sólo que no es cristal normal, sino diamante. Diamante puro. La copa es esbelta y delicada hasta lo indecible, al igual que Madre Avispa, y contiene la bebida más exclusiva y exquisita que se haya fabricado. En realidad, la destilan sólo para ella; sería mortal para cualquiera sin las peculiaridades metabólicas de la diva. Además de venenoso, es un líquido absurdamente caro. Ni siquiera tiene nombre, aunque Madre Avispa, no sin cierta ironía, lo llame #éxito#.

Es de lo único de lo que se alimenta.

Cuando Madre Avispa se cansa de mirar al exterior, se divierte observando al chofer. Oh, la limusina tenía una de esas pantallas que te aíslan de esos seres inferiores que trabajan para ti, pero ella misma la hizo retirar. El pobre tipo está tan abrumado que no se atreve ni a respirar sin pedirle permiso. Así que respira más bien poco. Más bien suspira.

Y no parece divertirse tanto como ella. Está visiblemente incómodo. Se nota por esa forma tan especial que tiene de sudar, discreto, como pidiendo perdón por cada gota de transpiración que atraviesa sus poros. Madre Avispa sabe que él no aprueba este paseo, y que por dentro hierve de muda y justa indignación.

Él piensa que Madre Avispa, La Mujer Más Influyente Del Planeta, no debería visitar los barrios bajos, que el territorio de los parias no es sitio para ella. Él piensa que, además de conducir, su deber es protegerla de cosas así.

No me digas que no es divertido.

La doctora López-Apsara recorre el mundo con la expresión decidida de una urraca joven; con la misma afición por los objetos brillantes. Trata con los ricos y famosos como si supiera —de hecho, lo sabe perfectamente— que el brillo dorado que les cubre no es de buena ley y que, si lo frota el tiempo suficiente, parte de ese lustre áureo se le terminará pegando a ella. Aunque sea de ese oro que se vuelve verde con el tiempo y te deja marcas en la piel. Lo sabe porque, en muchos casos, ella misma preparó el baño dorado.

No, los ricos y famosos no tienen secretos para ella. Sabe muy bien cómo tratarlos porque los conoció antes de que fueran hermosos y adorados. Puede que millones de personas deseen lo que Madre Avispa desea, pero fue López-Apsara quien hizo a Madre Avispa, y quien no descansa para que lo siga siendo. Y Madre Avispa lo sabe.

Eso es poder.

Y lo mejor del poder es que da dinero. ¿O era al revés? En cualquier caso, la doctora disfruta de lo mejor, sólo lo mejor, y siempre servido por carne joven. Eso sí, carne sin modificar, la doctora es muy estricta en ese aspecto. Lo último que necesita es un harén lleno de jovencitos meta cubiertos de accesorios inútiles y apéndices extra, cuando a ella le basta y le sobra con el paquete básico.

La doctora sólo trata con los ricos y famosos. Para eso tiene ayudantes que se ocupan de los demás. O de casi todos, porque siempre queda la dichosa cuota de buena imagen, que le obliga a tratar a un don nadie por año. Un fastidio, aunque reconozca que la publicidad lo vale.

Y además sirve para desgravar impuestos.

Elisa sale de la máquina en cuanto ésta se detiene y revisa las juntas biseladas del espejo, los empalmes que dejó el técnico aficionado de diecisiete años. A veces saltan chispas de ellos. Una vez intentó cubrir los cables pelados con cinta, pero recibió una descarga. Cuando recuperó el conocimiento decidió que, en realidad, no importaba tanto si estaban al aire o no, que podía vivir con ello. Aún así, intentó girar un poco el enorme cilindro plateado que forma la carcasa, para que los empalmes no estorbaran ni estuvieran tan a la vista, pero no pudo. La carcasa pesaba demasiado. En realidad, tenía miedo de romper el espejo —todavía lo tiene—: no está hecho ni de vidrio ni de cristal, pero es frágil; lo más valioso que posee. Sin contar con los siete años de mala suerte, claro.

Y aún así, va a venderlo.

Amelia, su vecina, vendrá a buscar el espejo en un rato y no lo querrá si está quemado. «Por suerte», suspira Elisa, «aún funciona». Y ni siquiera ha tenido que usar el extintor. Por si acaso lo vuelve a revisar. Una de las láminas del interior no brilla, así que la retira; tras un breve forcejeo salta con un #cling# que suena como una cucharilla de plata rozando una copa de bohemia (Elisa nunca ha tocado plata o cristal de verdad, pero imagina que ése es el sonido que producen). Luego deja la lámina y observa desilusionada la maraña de alta tecnología que hay detrás. Ni sueña con entenderla, necesitaría un machete para abrirse paso; las fibras parecen casi vegetales, lianas en una selva espesa. Elisa recurre al truco que llevan siglos usando los humanos, desde que se enfrentan con el despiadado enemigo de la tecnología. Da unos golpecitos en un lateral, junto al glomérulo de cámaras de grabación y mueve un poco la placa. Más golpecitos, impacientes esta vez. Ahora sopla con suavidad, por si hay alguna motita de polvo. Elisa ha oído hablar de facturas astronómicas por reparaciones en las que lo único que necesitó el técnico era un buen plumero. No puede hacer más, así que sopla una última vez —por si acaso— y vuelve a colocar la lámina en su lugar. Pasa las dos horas siguientes limpiando las brillantes facetas de la cabina hasta que parece nueva. Casi.

Después, mira un rato el televisor y se queda dormida antes de que termine el programa. Y sueña que se vuelve como esa gente tan perfecta, y tan distinta a ella misma, que no parecen ser de su misma especie.

A veces también sueña con alguien abrazándola.

Elisa no conoce el poder. Ha oído hablar de él, sí, pero nunca tuvo la suerte de que se lo presentaran personalmente.

«Podría ser una crisis de fe», piensa Madre Avispa mientras vuelve a acomodar todas sus partes móviles entre el cuero del asiento. «Esto es, si alguna vez hubiera tenido fe que pudiera ponerse en crisis». No, seguro que lo que le está haciendo falta es un cambio de imagen, no de credo: su gurú actual le gusta y es, además, también su entrenador personal de aeróbic pasivo. Es difícil encontrar tantas cualidades juntas en el mismo director espiritual.

«No, no puede ser eso», se repite mientras mira otra vez por la ventanilla.

A Madre Avispa le fascinan los parias, quizá porque ve en ellos el reflejo oscuro de algo. O puede que simplemente sea curiosidad morbosa, el hechizo que ejerce lo grotesco y anormal —la hez de la tierra— sobre cierto tipo de gente. Los parias, mudos, recordatorios, con su sola presencia sintetizan la historia de la moda y la resumen; las aberraciones que un día fueron lo último, antes de convertirse en los silenciosos despojos de un naufragio, rechazados incluso por la marea. Madre Avispa, desde su privilegiada posición de paria reinante, sabe apreciar esa ironía en su justa medida. En su caso, aquello de renovarse o morir es más que una frase. Y siempre hubo cosas peores que la muerte.

Los parias, que tienen un sentido escénico muy desarrollado, se arremolinan en la cuneta, tendiendo manos suplicantes al paso de la limusina. Los que no tienen manos hacen lo que pueden; lo mismo que los que tienen demasiadas o apéndices inadecuados para pedir limosna. La necesidad los ha vuelto ingeniosos.

Son un espectáculo repugnante.

Por eso siempre, antes de ir a la clínica, Madre Avispa da ese rodeo. Necesita algo que le sujete al suelo, algo sólido, a falta de cimientos. Y ante ciertas cosas siente un peso en el estómago enorme y bastante desagradable; muy eficaz contra el vértigo.

El tipo de cosas que nunca le cuentas a tu chofer.

Áglae P. López-Apsara, doctora —es lo que pone en la puerta del despacho, bajo el lema dorado de la empresa; yo no me invento nada—, prepara las citas del día. Se tiende en el diván mientras su ayudante lee los nombres, como una letanía lejana recitada por un cura de provincia. Tiene una entonación bastante monótona, el pobre, pero sus otras cualidades lo compensan.

Después echa al ayudante y se sienta en el enorme sillón detrás del escritorio, muy consciente de que el asiento está más elevado de lo necesario. Después de todo, lo subió ella misma. Le gusta mirar desde arriba a las visitas.

Tararea mientras trabaja y revisa discos y papeles. Mira el perfil de la chica citada a las 11:30, un completo. Muy curioso para tratarse de algo propio de una rifa de beneficencia. Menea la cabeza mientras una sonrisa felina le anima la boca: por una vez, su trabajo de #caridad# resulta interesante. Sólo diecinueve años y pide un cambio integral, más los inyectores, nanos y, por supuesto, un genético nuevo. Modificación extrema, casi nada, monada. Pero la doctora no lo desaprueba del todo: la chica tiene imaginación y los planos son buenos. Por lo general, los pacientes confían en ella y quedan en sus manos, dispuestos a alabar todo lo que haga porque, en el fondo, lo que pagan es su criterio. La joven paciente ha hecho sus deberes; los bocetos que trajo, sorprendentemente buenos —al parecer los hizo ella misma con un espejo casero—, son un compendio de las modas más recientes, sí, pero esconden una proyección de futuro, una previsión de tendencias que resulta reconfortante. Innovación. No es algo que se vea todos los días.

La doctora vuelve a sonreír.

La chica será buena, pero olvidó incluir una cláusula de exclusividad en los diseños. Y cualquier día de estos, Madre Avispa querrá un cambio de look, sería bueno tener algo parecido para mostrarle, es justo su estilo.

Y la diva, al ser voluble y caprichosa como toda superestrella que se precie, se enamora al instante de cualquier proyecto que la doctora le presente. Sin preguntas y sin peros.

Muy satisfecha, ahora que sabe que cuando termine podrá servirse de ellos como #inspiración# para nuevos proyectos, hace llamar de nuevo a su ayudante.

—Quítate la ropa —pide en cuanto la puerta se cierra.

Él no tarda demasiado en obedecer. Para empezar, ni siquiera iba muy tapado.

Cuando ya no está, Elisa se da cuenta de hasta qué punto el espejo llenaba el espacio en su cubo el cual, qué curioso, vacío y casi sin muebles parece más pequeño. Mirando el hueco en la pared, se sienta en el suelo y espera la hora de salir.

Recuerda todas las horas que pasó dentro del espejo.

En la calle —no como hace Madre Avispa—, ella no se fija en los parias, pese a lo grandes, ostentosos o absurdos que lleguen a ser a veces sus cuerpos. Elisa, como el resto de la gente, ha desarrollado una potente ceguera selectiva, que se activa justo cuando no se quiere ver. Un don, por otra parte, que lleva milenios afinándose, desde los oscuros y lejanos tiempos en los que apareció el primer mendigo (que, como todo el mundo sabe, es la segunda o tercera profesión más antigua del mundo).

La chica camina entre cíclopes, geriones, esfinges e insectos-palo, entre carne que imita al metal y carne que hace mucho que dejó de parecer carne; entre monstruos más inhumanos que aquellos que nunca intentaron siquiera fingirse humanoides. Ni una vez les mira a la cara, ni cuando tiene que bajar de la acera —por puro reflejo— para esquivar a una quimera quitinosa que se desangra sin prisa en medio de la calle. El líquido que escapa de sus heridas es verde y oscuro y ella ni se da cuenta cuando un poco se le queda pegado al zapato.

Elisa, ilusa, va pensando en la fábula de la lechera. Es algo casi inconsciente, pero repasa los versos —del importe logrado de tanto pollo, mercaré un cochino; con bellota, salvado, berza, castaña, engordará sin tino —, que son deliciosamente arcaicos, mientras camina.

Porque, después de todo, ¿qué demonios será una berza?

En el centro de la ciudad no hay parias. Hay gente que se encarga de sacarlos cuando se acercan demasiado y que los devuelve a sus dominios del extrarradio. «Algún día», piensa Madre Avispa, «puede que se decida que trasladarlos no es una buena solución y que, de todas formas, nunca fueron lo bastante humanos». «Pero no será hoy, ni mañana», decide, «pese a los supremacistas anti-meta, siempre dispuestos a protestar en la puerta de las clínicas y, a pesar de todo, inofensivos porque no pueden competir con la publicidad y sus criaturas de brillantes acabados: los muy imbéciles renunciaron incluso al maquillaje y dan fatal en cámara».

Y no es que todos los parias hubieran corrido a la vez por el filo de la estética para caer, después, del lado malo. No todos podían pagar a su cirujana. Y como la misma Áglae le confesó una vez —antes de cambiar de tema, algo borracha, segura de haber hablado demasiado—, con alguien tenían que practicar, ¿no? En esa ocasión, la doctora había estado olfateando algo de éxito y los vapores no le sentaron nada bien.

Y, por si los experimentos médicos no explicaran todos los casos, además estaban los hijos de los modificados antes de que se impusiera la costumbre de las fianzas.

«Algún día», se repite Madre Avispa, «alguien se dará cuenta de que son... de que empezamos a ser demasiados».

Pero no tiene tiempo para más cábalas porque ya han llegado a la clínica. El chofer aparca con habilidad justo en la puerta principal y, por supuesto, se baja primero para abrir la puerta. Se queda ahí, quieto, esperando que salga Madre Avispa. Ésta observa cómo el hombre se encorva en una semi-reverencia ejecutada con la rigidez de una posición de ¡firmes! mientras le mira los pies.

«Si hubiera un charco, seguro que se arrojaba dentro, para que le caminara por encima sin mancharme con el barro». La idea le divierte, tiene que acordarse de ella cuando llueva.

Por su parte, el chofer, serio y uniformado, está a punto de perder la compostura cuando descubre que lo que ella lleva no son tacones. Que son sus propios pies modificados hasta acabar en puntas que parecen aguijones.

Por la peculiar estructura del relato, aquí vendría una escena con la doctora López-Apsara como protagonista, pero, de momento y sin que sirva de precedente, haremos una elipsis. ¿No te imaginas ya los detalles? ¿No es suficiente con saber que Madre Avispa ya va de camino y que la doctora no sabe que se acerca?

Puedes aprovechar la pausa para ir al baño, si quieres.

Elisa sabe que sólo tendrá una oportunidad, que la atracción que siente el público frente a la modificación extrema está a un paso de la repulsión y el asco, que lo que es tolerable hoy puede que ya no lo sea mañana. Y al revés. Lo que se consideraba extremo en el pasado es ingenuo para el nivel actual.

Pero el que no arriesga, no gana.

Puede que Elisa se disfrace en los espejos de hada con alas de libélula, pero sabe muy bien cuál es el aspecto que quiere tener (cualquiera menos el de ahora) y lo que está dispuesta a arriesgar para conseguirlo: que es todo, nada menos.

Llega a la consulta mucho antes de lo necesario, pero necesita tiempo para estar lista, para armarse de valor. Que hayas decidido hace tiempo saltar al otro lado del abismo no te evita el miedo instintivo, salvaje, que te inunda justo antes de lanzarte.

Ahora, después de tantas pruebas y análisis, la amable y hermosa recepcionista —Elisa no puede dejar de admirar los exquisitos pliegues dérmicos que adornan sus mejillas de roedor— la acompaña hasta la Sala de Espera. La mujer ahoga una risilla al notar el asombro de Elisa.

El efecto es, en efecto, abrumador.

Han renovado la decoración desde su última visita, pero no es eso lo que deja a Elisa sin aliento —lo extraño en ese lugar sería la inmovilidad y no el cambio—, sino los holorrelieves que ahora tapizan la Sala.

Imagina que hay un cubo perfecto y que tú estás dentro. Acabas de entrar por la puerta que se abre al rasgarse una de sus aristas verticales —la salida está justo enfrente, en la opuesta— y los holorrelieves cubren por completo el suelo, el techo y las paredes, las seis caras interiores del cubo.

Las dos paredes de tu izquierda parecen abrirse al dorado y azul —arena y agua— de una lejana playa tropical, un paraíso. Las dos de tu derecha contienen un idílico paisaje alpino —esto es lo que imagina Elisa, pero no puede estar segura; los Alpes quedan demasiado lejos—, en cualquier caso, es un paraje hermoso, verde y lleno de montañas.

¿Lo puedes ver?

Lo glorioso del efecto de los holorrelieves reside en los dos rincones sin puerta, donde el trompe-l'oeil funciona de verdad. Allí, la playa y la montaña se funden; el bosque de altas coníferas se difumina y, cuando te quieres dar cuenta, se ha convertido en una espesa selva tropical. Allí, el océano color agua-marina, turquesa y coral, se oscurece hasta volverse glacial como un lago de alta montaña, en el que se mojan y reflejan las altas cumbres.

Y sin perder un solo matiz en el proceso. Ni siquiera arriba y abajo, donde se funden y confunden los dos cielos y ambos suelos.

—¡Señora, no puede entrar ahí! —grita la recepcionista—. La doctora está... está reunida y no se la puede molestar... ¡Señora, por favor!

Madre Avispa avanza con decisión hacia la puerta, apartándola mientras la pobre sigue murmurando excusas —algunas razonables, como, por ejemplo, que nadie esperaba que llegase hoy—, aunque eso no le impide reconocerle cierto valor a la muchacha. Hacía mucho que nadie le decía lo que puede o no puede hacer.

Llega al despacho principal, donde vacila un momento ante la puerta. La placa —dorada, cómo no— anuncia el flamante lema de la empresa: Proyección, Previsión, Innovación. No se molesta en llamar antes de abrir.

La escena es, cuanto menos, curiosa.

En plano general, destaca el enorme sillón trucado —hace que Áglae parezca más alta cuando se sienta, lo sabe todo el mundo—, que alguien apartó apresuradamente, seguro que empujándolo sin fijarse a dónde iba a parar. Un plano más corto muestra la mesa de trabajo llena de papeles revueltos y discos de proyección amontonados —esto sorprende un poco a Madre Avispa, pues sabe que la doctora es fanática del orden—, envíos de material quirúrgico sin abrir y lo que parecen ser unos shorts de hombre.

Un poco más allá está la doctora López-Apsara, apoyada sobre la mesa de caoba —parece que fueron sus manos las causantes de todo el desorden—, con la larguísima falda subida hasta casi la cintura, la blusa abierta, el pelo suelto y un joven desnudo, demasiado clásico y simple para ser un meta, empujando desde atrás.

—Oh —exclama Madre Avispa, con un pesar fingido apenas—. Lo siento. Ya veo que estás... reunida.

—¡Fuera de aquí! —grita la doctora y, casi de inmediato, aclara—: ¡No, tú no! ¡Ella!

—Oh. Ya veo. —Madre Avispa empieza a irse pero se detiene a medio movimiento—. Creo que será mejor que vuelva en cinco minutos...

—Que sean diez.

La doctora no soporta ver esa brillante sonrisilla sardónica en su cara; ni siquiera le gustaba en la mesa de dibujo o en las proyecciones, pero Madre Avispa insistió en ponérsela —el cliente manda—, sin duda en previsión de divertidos momentos como aquel.

«Hija de puta», murmura, al fin, con los dientes apretados, cuando la puerta se cierra.

Áglae despide al joven asistente a medio vestir y se apresura a poner algo de orden en su aspecto, normalmente tan impecable. Sabe que la otra no tardará en volver ni los cinco minutos prometidos. La muy zorra —la conoce como si la hubiera parido y, en cierto modo, así es— sólo se alejará el tiempo suficiente para libar algo de caviar en el office y volver. Y sólo lo hará para pasar el rato, porque Madre Avispa no necesita más alimento que ese asqueroso líquido que chupa a todas horas. La propia Áglae rescató un par de litros de la última cuba de destilación —la Clínica ofrece múltiples servicios— que ahora guarda en tres botellitas de jade, ocultas en el cajón inferior del escritorio, junto al whisky —ah, pero ése es para consumo interno—, que sólo saca para agasajar a su mejor cliente. Ja. Como si alguien más pudiera tragarlo y sobrevivir.

Su mejor cliente y su mayor éxito... Madre Avispa es el espectáculo total, la auténtica estrella multimedia, con una garganta capaz de convertir en superventas incluso una ronca tosecilla mañanera; con un físico que se exhibe en los museos de arte moderno, una presencia que llena y colapsa cualquier escenario o plató de rodaje y que arrastra multitudes histéricas el día del estreno. Por no hablar de las grabaciones de placer que cualquiera puede reproducir, en la intimidad, teniendo dinero y un buen simulador especular.

La auténtica quimera del oro, sin duda.

Hay otros, claro, más metas —hombres o mujeres, grandes o pequeños, y todas las posibles variedades intermedias— pero nunca, nadie, ha llegado tan lejos ni más rápido que Madre Avispa. Y, en opinión de la doctora, todos son iguales cuando se comportan como críos malcriados.

En realidad, Áglae López-Apsara no soporta a las divas porque en su momento le faltó el valor para ser una de ellas, porque es el titiritero que envidia a las marionetas.

En cuanto Elisa recobra el control de esfínteres —es sólo una forma de hablar, bah, una licencia poética, si no te importa— que se habían relajado un poco por el asombro y la admiración, vuelve a ser la criaturilla dócil que era y permite que la amable y bella recepcionista —¿podría tratarse siempre de la misma o hay varias que se turnan?— la conduzca a los asientos situados en el centro de la Sala de Espera.

Es una experiencia curiosa, porque todo el suelo parece un brillante espejo de agua, de lago o de mar; una sensación que no es completa porque no hay ningún chapoteo ahí abajo, cuando pisa. «Miradme», piensa Elisa, «estoy caminando sobre las aguas».

Los cuatro grandes sofás de terciopelaje están dispuestos en otro cuadrado pero, en lugar de tener los lados paralelos a las espléndidas paredes holográficas, están girados en ángulo de cuarenta y cinco grados sobre el eje de la Sala. Así, dependiendo del lugar que elijas para sentarte, la panorámica cambia porque estarás frente a un rincón en especial; los demás escapan a tu vista gracias al diseño de la enorme estancia.

A Elisa todos los paisajes —dos puros, dos degradados— le parecen igual de fascinantes, pero elige los asientos que dan a la vista del fondo, porque es justo en ese rincón en el que se abre la salida y así estará más cerca. No tiene tiempo que perder y tampoco quiere perderlo.

Las salas de espera llenas de revistas atrasadas y mujeres parlanchinas ya están muy lejos y, de todos modos, ¿quién querría leer o hablar teniendo delante una maravilla así? Así que se permite disfrutar de la extravagante decoración y nota que el mullido terciopelaje de los sofás no huele a cuero; es una mezcla muy curiosa de yodo, sal y agujas de pino.

Está tan cómoda, a pesar de todo, que se inclina hasta que la cabeza descansa en sus rodillas. Una mano perezosa se extiende hasta tocar el suelo, pero no se moja.

Sólo está frío y pulido.

—Disculpa —dice una voz. Desde el punto de vista de Elisa, parece venir de unos zapatos pulcramente colocados a su derecha. Rápido, alza la vista y obtiene una panorámica completa de la dueña de la voz. Otra amable señorita, hermosa y vanguardista como una obra de arte—. ¿Te llamas Alicia, verdad?

—En realidad es Elisa.

La mujer hace un breve gesto con la mano. Quiere decir: «bueno, es bastante parecido y, de todos modos, no importa demasiado, ¿verdad?». Verdad. Elisa asiente comprensiva; en ese lugar nadie se tiene que aprender los nombres de los clientes porque los conocen de antes, de verlos en los media. Gente rica y famosa hasta la nausea.

—¿Eres la del sorteo, verdad? —dice—. Ya sabía que tu cara me sonaba. Acompáñame, por favor.

Elisa acepta, cómo no. Lleva toda la mañana siendo dócil y caminando tras hermosas señoritas que la transportan de un lado a otro, como a una maleta. Y la gira no hace más que comenzar.

Por lo menos, esta acompañante le da conversación.

—¿Sabes que antes del sorteo anual, estos cambios de imagen los pagaban los de la tele? —dice—. ¿Puedes creerlo? A cambio de exhibirlos como a monstruos...

—Increíble, ¿no?

—Claro que fue como hace siglos, ya sabes.

Elisa asiente, por puro reflejo. La verdad es que no tiene ni idea.

—Nunca supe qué quiere decir esa P en tu nombre, en realidad —dice Madre Avispa, y juguetea con las letras doradas de la puerta al entrar. El que dibujan sus manos es un gesto elástico, furtivo, depredador, como casi todo lo que hace la diva.

«Yo no soy mala, es que me dibujaron así».

Áglae, la dueña de la inicial misteriosa, no se molesta en contestar.

—Pasa, Alicia. Como si estuvieras en tu casa.

Madre Avispa detesta, odia, que la llamen así y, cosa curiosa, la doctora es la única que usa su verdadero nombre. O que lo conoce, si a eso vamos. Pero también deja pasar la provocación sin represalias. Son mujeres civilizadas, por el amor de Dios. Al verlas nadie diría que alguien acaba de pescar in fraganti a alguien.

Tampoco disimula la curiosidad con que, como siempre, examina a la doctora —un poco de descaro es refrescante; sería su lema, si tuviera uno— y le agrada comprobar que, pese al desliz, Áglae sigue en forma: su aspecto vuelve a ser impecable. Aunque la mesa siga revuelta, el pelo de la doctora está perfecto en el complicado moño de la nuca, la blusa de manga larga bien abrochada hasta el cuello —siempre le ha sorprendido cuán poca carne exhibe la doctora, menos es imposible, desde luego— y, desde aquí no puede verlo, claro, pero Madre Avispa apostaría su largo cuello a que la falda vuelve a llegarle a los tobillos.

¿Y cuánto tiempo ha tenido para adecentarse? ¿Un minuto y medio? ¿Dos?

Probablemente menos.

Otra cosa que siempre le ha llamado la atención es el aspecto físico de la doctora, decididamente clásico, atemporal, estudiado. El suyo parece el fenotipo humano normal, el único que había antes de que la más avanzada terapia génético-estética de las Corporaciones se instalara, para quedarse, en nuestras vidas.

Madre Avispa sabe que, por la edad que debe de tener la doctora —la edad real, no la aparente—, nació mucho más tarde de la llegada de las modas a los laboratorios de biotecnología, y algo después de finalizar la moratoria que impedía que los cambios estéticos afectaran a la descendencia. Madre Avispa apostaría alguna de sus piernas perfectas a que nació aproximadamente durante una de esas modas neohippies del homo gestalt, así que tanto ella como sus padres debieron tener un aspecto bastante curioso.

Y ahí la tienes, con un físico tan... tan siglo XX, como si fuera una mujer madura de la época, aún espléndida pero decidida a convertirse, con el tiempo, en una sonriente abuelita amasadora de pasteles; la viva imagen de la esposa de Papá Noel, como la que se conserva todavía en los museos. Una cara tan arcaica —o repulsiva para algunos— que la mayor parte de la gente lo toma como una burla deliberada; la más afamada y exclusiva artista del ramo tiene, por propia iniciativa, el rostro de una matrona activista en contra de la manipulación genética.

Las apariencias engañan, ¿no es cierto?

Áglae soporta el examen con calma, sin apartar la mirada. Está acostumbrada. La diva sabe de sobra que es de mala educación mirar a la gente directamente a la cara —a veces se ve cada cosa que...— pero disfruta quebrantando las convenciones sociales. Es una de las ventajas que tiene ser una superestrella: puedes romper lo que te dé la gana —normas de conducta, habitaciones de hotel— y nadie te llama la atención.

—¿Qué va a ser esta vez? —pregunta al fin la doctora—. ¿Más extremidades? ¿Menos? ¿Un nuevo cambio de piel?

Madre Avispa se revuelve un poco incómoda en el asiento, que es de plástico sutil y se amolda por completo a su perfecto trasero, tanto que termina revolviéndose con ella.

No es tan fácil como elegir un nuevo par de zapatos.

—De verdad que no lo sé —dice. No sabe cómo hablarle de la ligera insatisfacción que siente, un leve pero molesto picor en el centro de la espalda, justo allí donde, con sólo un par de brazos, no te puedes rascar—. Pensaba que tal vez tú tuvieses alguna idea. Algo bello...

«Belleza. Ja», se dice la doctora. «Ese sí que es un concepto relativo».

—Depende de lo que entiendas tú por algo bello —ríe—. No hay más que verte...

—¡Eh!

—No, en serio. Piénsalo.

«Oh, no», piensa Madre Avispa, «ahí vamos otra vez». Es una conversación que han tenido cientos de veces. Una por consulta, tal vez más.

—Mírate —le susurra a Madre Avispa—. Eres tan extraña y asimétrica que en el Renacimiento los pintores habrían huido aullando al verte.

—Cada época tiene su criterio, supongo —responde la aludida, encogiendo un poco sus agudos hombros—. Creo que era un paso necesario, ocurrió igual con todas las artes. La ruptura. La disonancia. El arte moderno. Se llega a un punto en el que nadie parece ser capaz de crear nada nuevo, así que se cambian las reglas del juego.

—Se eliminan las reglas, querrás decir —concede la doctora. Al fin y al cabo, Madre Avispa sabe de lo que habla. Ella misma parece el delirio de un pintor abstracto, borracho y drogado, que se hubiera ido a dormir la resaca a un laboratorio de biología. Y hubiera despertado —a los gritos— con Madre Avispa al lado.

La diva sabe que la conversación no llega a ningún lado porque es circular, pero forma parte del ritual de cada visita. La doctora cobra por horas, así que no ir nunca al grano forma parte de su profesión.

Pero ella tiene dinero de sobra.

—Tiene algo en el zapato —dice el técnico.

Elisa se incorpora un poco en la camilla, pero está en mal ángulo y no ve nada. Los focos de luz de arriba tampoco ayudan, claro.

—Es verde y pegajoso —asegura el hombre—. A ver... Parece chicle de menta.

—Será algo que habré pisado al venir —dice ella, distraída.

Elisa está en uno de los cubículos de donación. Es para la fianza. Puro trámite, según le han dicho, aunque ella no termina de verlo así. «El que algo quiere, algo le cuesta». Eso decía su madre.

Siempre hablan de fianza o depósito, sin entrar en más detalles; de algo que quedará guardado en el banco de la clínica hasta que pueda volver a buscarlo o lo necesite. Pero que seguirá siendo suyo. Elisa ha leído muy bien los contratos y sabe que no es necesariamente cierto. Perderá su propiedad en caso de impago o incumplimiento de alguna cláusula.

Ellos siempre insisten es que es una medida de precaución, en que la modificación extrema todavía sigue siendo peligrosa y que los riesgos aún son inaceptables. Por no hablar de las moratorias que, a pesar de todo, siguen en vigor para casos como el suyo.

—Creo que es muy valiente —le dice el técnico, mientras comprueba por enésima vez sus constantes vitales—. ¡O que está completamente loca!

Ella sonríe. Ella no es valiente, pero puede que lo otro sea verdad.

—Mi novia habla constantemente de hacerlo también, pero nunca se decide. Claro que tampoco podría pagarse más que alguna operación parcial, pero aún así... También se presentó al sorteo, ¿sabe?

Elisa lo sabe. Todo el mundo se presenta.

—¿Y ya tiene contratos para después, ya sabe, cuando le den el alta?

Elisa se lo explica. Sí, ya tiene acuerdos para trabajar después del cambio —el productor la contrató nada más ver los bocetos y, de todos modos, el ganador del sorteo siempre tiene trabajo asegurado, aunque sea una atracción menor—, y no puede esperar a que llegue el momento de empezar. No es tanto por el dinero —indispensable para el mantenimiento de su nuevo yo— como por la aceptación y la fama que tendrá su cuerpo recién estrenado.

Será un sueño.

Los meta extremos están muy cotizados. Son como la alta costura de los siglos pasados, cosas que nadie en su sano juicio se pondría, la moda llevada al límite que nunca se ve en la calle, pero que marca las tendencias que, suavizadas, seguirá después la gente normal.

Pero la carne modificada se vuelve obsoleta en seguida. Las modas se van tan rápido como vienen y sólo unos pocos privilegiados —como Madre Avispa— pueden seguir el ritmo de reemplazo.

Los demás se quedan por el camino. En las cunetas.

Pero a ella no le va a pasar, se dice. Es una apuesta arriesgada, claro, pero le va a salir bien. Hasta ahora ha tenido una buena suerte increíble, que no tiene por qué acabar. Sólo una carta loca, un cambio repentino, imposible de predecir, en la tendencia general de la estética, podría echarlo todo a perder. Pero hace décadas que no se da un cambio de ese tipo. Sería demasiada casualidad que llegara ahora. Así que, sólo con lo que gane en los primeros tres meses, tendrá asegurada su buena suerte.

Sin darse cuenta, Elisa cruza los dedos. Por su cuenta, nunca podría pagar una segunda operación.

El técnico le aparta un poco la ropa y desinfecta la zona. Es cirugía menor, ni siquiera ha tenido que desvestirse del todo.

—Bueno, allá vamos —dice él—. Serán un par de minutos, pero puede que le duela un poco.

Elisa cierra los ojos. Intenta relajarse.

Por un momento, casi logra olvidar que le están extirpando los ovarios.

—Siempre hubo quimeras —dice Madre Avispa—. Lo que pasa es que las de ahora están mejor hechas. Ventajas de la ingeniería genética.

Mira a su alrededor. Lo normal en los despachos de los otros cirujanos que conoce —oh, sí, ha visto otros, pero siempre termina volviendo aquí— es que estén empapelados con las fotos de sus diseños más exitosos, los clientes con más fama, los diplomas por los que pagaron más dinero. Pero éste no. Las imágenes en las paredes son fotos en blanco y negro de las estrellas de cine de la Edad Dorada de Hollywood.

A Madre Avispa esta decoración siempre le ha parecido de un gusto bastante retorcido. Como adornar con cuadros de Botero las paredes de una clínica especializada en anorexia y trastornos alimentarios.

Se queda mirando más de la cuenta una de las fotos.

—Ése es Clark Gable —dice la doctora—. Pobre hombre. De haber nacido un siglo más tarde, habríamos podido hacer algo con esas orejas.

Madre Avispa sonríe, pero sólo con uno de los lados de la cara. El chiste no ha sido para tanto.

—Hablabas de los cánones de belleza.

—Ah, eso. ¿De verdad te interesa el tema? —La doctora ríe sin ganas—. En fin. Ya lo sabes, la gente codicia lo que no puede tener; y si lo tiene, que sea algo de lo que sus vecinos carezcan. Por eso, sólo lo escaso es valioso.

Entra un criado con bebidas. La doctora da un trago interminable a la suya, como si se aclarase la garganta o estuviera haciendo acopio de saliva. Ahora sí, Madre Avispa sabe que la cosa va para largo.

—Oro, piedras preciosas, tecnología de alta gama. Da igual. Son valiosos porque muy pocos pueden acceder a ellos. Si se abaratan los costes, empieza la carrera de la Reina Roja. Más artículos, nuevos, más caros, más exclusivos.

Las dos mujeres asienten con la cabeza. Ambas son productos de alta tecnología, en cierta forma.

—Si te fijas, pasó lo mismo con los tipos de belleza en cada época. Si la esperanza de vida era ridículamente corta y te morías joven sin remedio de alguna enfermedad espantosa, el canon para los hombres era de una senectud admirable, con la sabiduría de la edad y barbas pobladas y canosas.

Madre Avispa hace una mueca. El vello facial no está precisamente de moda ahora mismo. Tampoco la vejez.

—Y en medio de una sociedad subalimentada y curtida por el sol y el trabajo al aire libre, florecían las mujeres rollizas, musas de Rubens, pálidas y celulíticas.

—Ya entiendo —ahora es Madre Avispa la que ríe sin ganas—. Después, las musas empezaron a matarse de hambre y a freírse al sol hasta el cáncer de piel.

—O piensa en las rubias —señala la doctora—. Esos benditos genes recesivos... Su gancho se debía a que eran minoría entre la población.

—¿Y las quimeras?

—Ah, eso. Esas ninfas imposibles, preadolescentes perfectas y delgadas como un silbido, que estaban tan de moda, no existían en el mundo real.

La doctora dice algo que la diva no entiende. Suena parecido a "fotosop", pero Madre Avispa duda de que alguna vez se usara una palabra tan rara.

—A esa edad la gente tiene un cuerpo incómodo, como recién prestado.

—Y lleno de granos —apunta Madre Avispa, divertida.

—También eran quimeras. Sólo es una cuestión de grado —la doctora sirve más bebidas—. Ni siquiera la palidez romántica, siglo XIX, era natural.

»Se conseguía bebiendo litros y litros de vinagre.

—Sigo sin ver a dónde quieres ir a parar.

—¿En serio? ¿Qué es lo que pasó cuando la modificación genética hizo posible que todo el mundo fuera un arquetipo, que cualquiera pudiese tener el físico perfecto?

Ahora sí, Madre Avispa lo entiende.

—Que la belleza clásica dejó de ser un bien escaso.

—Y ahí le abrimos la puerta a la barraca de feria. A la parada de los monstruos.

—¡Eh! Sin insultar.

Para un observador imparcial —suerte que no somos de esos, ¿verdad?—, la doctora López-Apsara es la viva imagen de la tranquilidad. Pero si nos fijamos mejor, veremos que tiene los nudillos blancos de tanto apretar las manos, cruzadas sobre el regazo.

Fuera de la vista de Madre Avispa.

¿La causa? Es el desorden de la mesa, por supuesto. Le pone de los nervios, pero clasificar los papeles y discos de proyección sólo atraería la atención y las burlas de la otra. Así que hace como que no importara. Y es difícil.

Toda la charla es en realidad un intento de distraer a la diva —de distraerse a sí misma, para no pensar en una limpieza compulsiva—. En condiciones normales, no suele pontificar ni dar discursos simplistas. Ni sobre la belleza ni sobre nada. Al menos, no tan a menudo.

Por eso, no puede evitar dar un gritito —a la mierda el autocontrol— cuando Madre Avispa extiende una de sus manos y se pone a revolver entre los informes que ocultan el caoba de la mesa.

—Pero, Áglae, ¡esto es una maravilla! —dice, sorprendida.

La diva parece a punto de llorar de emoción pero, por suerte, la última vez se ahorraron los lacrimales por innecesarios. Habría sido embarazoso. La doctora López-Apsara se adelanta un poco, para ver cuál de los proyectos que había sobre la mesa es el que le ha gustado tanto a Madre Avispa. Pero se imagina lo peor. Si mal no recuerda, en esa zona del montón de documentos estaban los bocetos de la chica del sorteo. Elisa.

Sería un problema si Madre Avispa los quisiera para ella, ¿verdad?

—Me encantan, en serio —insiste la diva—. Justo lo que estaba buscando. ¿Sabes qué, Áglae? A veces me das miedo. Es como si me leyeras el pensamiento.

La doctora se levanta y rodea lentamente el escritorio. Tiene que asegurarse, así que mira por encima del hombro de Madre Avispa, que ya ha lanzado la simulación y observa la imagen desde todos los ángulos.

Nada podría ser peor.

—Esta vez te has superado a ti misma, Áglae. Mira qué sutileza en los acabados, qué pureza de líneas... —la doctora sacude la cabeza, incrédula, pero como sigue a espaldas de Madre Avispa, ésta no se da cuenta—. Y seguro que es mucho más cómodo de llevar que lo que lo que soy ahora. ¿Cuándo puedes hacérmelo?

La doctora intenta ganar tiempo.

—Podría empezar la semana que viene —dice, mientras le quita los bocetos. Aún no se lo termina de creer. ¡Qué casualidad estúpida!—. Es... es un diseño radical, en cierta forma. Aún no está terminado del todo. Puede que tarde un poco más.

—¡Radical! ¡Y que lo digas! En el fondo, no sé si no será demasiado arriesgado. Llevamos demasiadas temporadas de diseño barroco. Puede que éste sea demasiado minimalista.

La doctora López-Apsara asiente, pensativa. Ni por un momento se le ha pasado por la cabeza decir la verdad.

Observa a Madre Avispa, que ha vuelto a recuperar los diseños. Que no son diseños.

—¿Sabes? —dice, feliz como una niña—. En un par de meses todas las mujeres matarán por tener este aspecto.

Áglae asiente con la mirada perdida.

Lo que Madre Avispa tiene entre las manos no son bocetos, ni proyecciones de ADN, ni simulaciones. Son los análisis biométricos reales de Elisa, la chica de la próxima consulta, tal y como es en estos momentos, antes de modificarse.

Con todo el revuelo de antes, acabaron en la carpeta equivocada.

Elisa no siente nada en especial, sólo la ligera presión de los apósitos sobre las incisiones. No es como si le hubieran quitado un pulmón, ¿verdad? Puede vivir con ell... puede vivir sin ello.

Alguien le indica el camino hasta la consulta de la doctora. Resulta un alivio poder caminar sola aunque sea unos pocos metros. Hace que se sienta menos inútil.

Y es la propia doctora la que le abre la puerta y la que le acompaña hasta el mullido asiento. Hay una mesa gigantesca, de madera, con hermoso color castaño-rojizo, y una ordenada pila de documentos y objetos raros —los únicos que logra identificar son discos de proyección— colocados como para superar una inspección militar.

—Doctora... —comienza a decir Elisa, cuando la mujer la interrumpe con una sonrisa.

Puede que sea cosa de los nervios, pero a la chica le parece que es una mueca algo forzada.

—Por favor, puedes llamarme Áglae. —Vuelve a sonreír, pero esta vez el gesto es más natural, como algo que mejorase con la práctica—. Ya nos conocemos lo suficiente, ¿no crees?

Elisa no sabe qué decir. Se siente bastante intimidada por la doctora López-Apsara. Es curioso, pero hay algo en su aspecto que le hace sentirse incómoda.

Le recuerda un poco a su madre.

—Esta bien... Áglae. Yo sólo quería darle las gracias, por todo. —La doctora hace el gesto universal de «por favor, no ha sido nada»—. No, no, de verdad. No sabe lo que significa para mí, la suerte increíble que he tenido con todo esto.

Hace una pausa. Tiene la boca seca y las palmas de las manos mojadas de sudor.

—Y cuando venía hacia aquí, ¡hasta me ha parecido ver a Madre Avispa saliendo por una de las puertas laterales! Estoy segura de que era ella. Es... es inconfundible.

—Sí —dice la doctora, que ahora sonríe como una auténtica profesional—, ha estado aquí hace un momento. Incluso se sentó ahí mismo, donde estás tú.

—¡¿En serio?! —Elisa no se lo puede creer. Hasta siente, o cree sentir, que el cuero del asiento todavía conserva algo del calor de la diva.

La doctora considera que Elisa ya está lo suficientemente impresionada, así que prosigue.

—Necesito saber algunas cosas antes de empezar —la chica hace una mueca, aunque sea fugaz; ya está más que harta de tantas pruebas—. No, no te preocupes, ya casi hemos terminado. Aunque... aunque necesitaremos otra muestra de sangre.

—Claro, sin problemas —dice Elisa. Si a estas alturas no se le ha acabado, no importará que le saquen un poquito más.

—También quería preguntarte por tu historial genético. —Elisa se relaja. Esa no es una pregunta difícil. Y no hay nada falso o impostado en su sonrisa.

La doctora es la que está nerviosa, aunque lo disimule. Es un error de principiante que no tenga más muestras del material genético de una cliente... pero es que esta era tan poco importante que nadie se molesto en indagar demasiado. Y ahora le hacen mucha falta, de verdad. No tiene tiempo de secuenciar desde cero una proyección genética para Madre Avispa; lo más rápido será copiar de la fuente original.


Ilustración: Daniel Erazo

—Ah, es que no hay mucho que contar —dice Elisa, tras una pausa—. No tengo ninguna mejora, ni siquiera las que proporciona la seguridad social —duda un instante antes de seguir—. Mi madre no las aprobaba. Nadie de mi familia, en realidad. Supongo que se podría decir que tenemos una herencia afro-asiática casi pura —vuelve a sonreír—, o todo lo ortodoxa que pueda ser hoy en día.

—Sí —dice la doctora—, se nota en la forma de tu cara, en el color de pelo. Y en los pliegues del cuello ¿Quién fue?

Elisa no intenta negarlo, después de todo, habla con una profesional.

—Mi abuelo paterno era un meta. Fue una especie de vergüenza para la familia, pero todos creyeron que su sangre se había ido diluyendo... hasta que nací yo.

»Ni siquiera me dejaron cambiarme lo justo para parecer normal... quiero decir, más como ellos.

—Pobre niña —dice Áglae, poniendo su mejor cara maternal.

Lo que dice Elisa sobre sus antepasados tiene sentido, ¿sabes? Es esa mezcla de genes absurdamente arcaicos y sin mezclar con el toque meta lo que le da el aspecto que desea Madre Avispa. Sutil, sencillo, muy atractivo para alguien que ha vivido de los excesos. Sí, ahora que la doctora se fija bien, hasta la estructura ósea es tan simple que resulta perfecta, pero tan fuera de las modas de las últimas décadas que probablemente la chiquilla esté convencida de que es horrible, un monstruo lo bastante normal como para pasar inadvertido.

—¿Y bien? ¿Cuándo quieres empezar la modificación? —pregunta la doctora—. Podemos ingresarte cuando quieras, pero recuerda que, para evitar infecciones, estarás completamente aislada durante el proceso.

—En cuanto pueda —dice Elisa, todavía con la cara que ansía una diva—. Llevo mucho tiempo esperando.

Nunca ha deseado tanto tener otro aspecto. Y el cambio pronto será irreversible.

De regreso a casa, Madre Avispa ya no pasa por las afueras, lo que parece tranquilizar un poco al chofer. La verdad es que, ahora que lo piensa, sus paseos entre los parias son una idea horrible, un castigo innecesario. Ha ganado tanto dinero durante estos años que no importa lo que pase, que nunca va a acabar así. Incluso podría hibridarse todo el maldito genoma con ADN neanderthal —últimamente se han encontrado algunas en muy buen estado— si le diera la gana. Simple cuestión de dinero.

Ser un meta extremo sólo es irreversible cuando eres un paria.

Aunque a veces le preocupa un poco qué porcentaje de ella misma queda después de cada metamorfosis. No es sólo su exterior lo que cambia, también su humor y todo su metabolismo. ¿Mañana seguirá siendo ella? ¿Seguirá siendo Madre Avispa?

«Demonios», piensa. «Tendré que empezar a buscar un nuevo nombre.»

Madre Avispa se relaja y saca una copita de cristal del minibar. Necesita un trago y el éxito siempre viene bien. Hace un par de llamadas y se asegura de que sus agentes tengan a la prensa esperando en los jardines de su casa cuando ella llegue.

Los cambios siempre le ponen de buen humor.

¿Cómo? ¿Que cómo reaccionará la pobre Elisa al descubrir que su nuevo yo meta ha pasado de moda por el capricho de una diva? ¿La misma diva que le ha robado su imagen? ¿La misma imagen que pronto estará por todas partes y de la que será imposible huir?

Vamos, por favor. No me hagas entrar en detalles.

No soy tan cruel.

—Gatito, gatito...

Cuando Áglae P. abre la puerta de su casa, la primera —y la única— que sale a recibirla es Mimí, su gata persa.

Ha sido un día muy largo. Ni siquiera su mascota, que se está frotando contra el ruedo de la falda, llenándolo todo de pelo hipoalergénico, consigue ponerla de buen humor. Aún así, la doctora levanta a la gata del suelo —que se resiste un poco, sólo para guardar las apariencias— y le rasca con suavidad detrás de las orejas. Ella ronronea.

—Ay, mi gatita guapa —dice con ese tono típico para hablar con los animales o los niños muy pequeños—. ¿Sabes que no eres un gato? Eres una excusa, pero te quiero igual.

Vuelve a dejar a Mimí en el suelo. Hacía mucho que no pensaba en sus problemillas de autoestima, ni en las heridas ocultas bajo la ropa. Ya lo tiene casi superado.

Al entrar en la sala, el televisor se conecta en automático al canal de noticias. ¿Lo adivinas? Están entrevistando a Madre Avispa, que anuncia al mundo su nuevo cambio de imagen.

Áglae suspira. Siempre ocurre igual. Durante cada transformación, cada metamorfosis, cada cambio de piel, las cámaras siguen a todas horas a Madre Avispa; la muda forma parte del espectáculo. El público sigue con avidez cada paso —y es imprescindible, porque de no hacerlo serían incapaces de reconocer el producto final—. Y nadie, ¿entiendes?, nadie vería a la vieja diva en la nueva, pese a ser siempre la misma.

La doctora baja el sonido, hasta quedar sólo en modo imagen. Se acerca a la pantalla y extiende su mano casi hasta tocar la pantalla. Hasta que el vello de su antebrazo se alborota por la el cosquilleo de la electricidad.

Susurra.

—Pigmalión —por fin roza la pantalla con las yemas de los dedos—. La P de mi nombre es por Pigmalión.

A su lado, Mimí ronronea sin hacerle caso.



Raquel Froilán García es una de las escritoras más interesantes y promisorias aparecidas en el campo de la ficción especulativa hispana en los últimos años. Y a Axxón le cabe el honor de haber acompañado su crecimiento desde que en Axxón 142 se publicó "Jezabel". Luego vinieron "El inocente y Abel" (148), "La invasión (151), "Médium (152), "El bebé tiene tres meses" (154), "Tiempo treinta y tres" (154), "Tiempo de revelado" (157 —en colaboración con Fabio Ferreras—), "Erinnis" (158) y "Rodillas de mercromina" (163). ¿Contaron? Son diez.


Axxón 170 - enero de 2007
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ficción especulativa: España: Español).