|
|
AHAU KATUNRicardo Castrilli |
|
Al principio era la nada de siempre, un ruido blanco, o gris. Es difícil precisar matices cuando no hay un marco de referencia. Me tanteaba, y yo hacía otro tanto buscando códigos en común. Para mi gusto, la cosa se estaba dilatando demasiado; tal vez este tipo estuviese realmente más allá de todo. Pero el mandato había sido claro: era imperativo insistir. Insistí, hasta lograr que lo amorfo comenzara a cuajar y desagregarse, hasta sentir que de alguna manera mi intrusión era reconocida.
Cristalizó en una interfase asombrosamente estable, sólida. Nada de límites difusos: una inmensa rueda de piedra me proponía, talladas en relieves burdos, trece variantes esquemáticas de un mismo rostro desde otros tantos sectores demarcados con surcos radiales. Todo alrededor, la nada.
Era una rueda Katun, aunque yo no lo supe hasta después, ya afuera y terminal mediante. Ahau Katun, cosmogonía Maya. Para mí, en aquel momento era sólo una rueda de textura hiperrealista, inmensa y con el sector central hueco; una ciclópea arandela de piedra. En el medio había un gato, un siamés aterciopelado, absorto en la trayectoria de una bola dorada que él mismo lanzaba rebotando de un lado al otro por el espacio interior de la arandela. Cada vez que el movimiento se hacía demasiado lento y amenazaba con cesar, el gato extendía una pata y con un toque preciso ponía la bola de nuevo en juego. Iba quedando una estela, un rastro luminoso que delineaba una estrella de trece puntas agudas, yendo de un rostro hasta el que estaba casi enfrente, luego de ése al opuesto, junto al primero, y así. Un mandala, pensé. Un proceso cerrado en sí mismo. Pero el gato era parte del asunto y su papel no era precisamente estático. Hacía verdaderas maravillas de coordinación para apartarse del camino de la bola, que pasaba todas las veces cerca del centro de la rueda sin dejarle espacio para estarse quieto.
Al cabo de muchas vueltas comencé a visualizar el patrón. Los movimientos del gato también eran cíclicos, parte de otro bucle mucho más vasto y menos evidente. Intervenía con su pata cada veinte rebotes, ni uno más ni uno menos; tanto su posición angular en el momento del golpe como el segmento al que enviaba la bola iban rotando, ordenadamente. Estoy habituado a detectar y registrar esos detalles; allí adentro no suele haber mucho espacio para lo casual. Las posiciones debían repetirse cíclicamente. Cada doscientos sesenta rebotes; la cifra me llegó, como siempre y sin intervención de mi parte, desde ese inefable plano adyacente que se pone a mi servicio en cada incursión. ¿Background? Nunca he logrado determinar si es mi inconsciente o alguna comedida prestación accesoria de Caronte, mi ordenador principal. Trece veces veinte, yo también podía calcularla, ¿ves? ...Y la danza del gato, al apartarse del camino de la bola en su devenir hasta el sitio del próximo encuentro, era inmutable, perpetua.
Hipnótica.
Antes de quedar del todo atrapado, salté al anillo y de un manotazo envié la bola rebotando en otro ángulo. Rompí el esquema. Tenía que forzar un contacto.
¿Por qué hiciste eso? El gato era, ahora, un tigre de Bengala. Me miraba, y no precisamente con expresión amable. Con las orejas pegadas al cráneo, barría nerviosamente el círculo de piedra a golpes de cola, de rostro en rostro. La bola parecía haber enloquecido, rebotando de un lado para otro en trayectorias inciertas.
Me ignorabas. Me cansé de esperar.
¿Esperar? Aquí no hay un tiempo que corra. ¿Cómo podrías esperar? ¿Qué podrías esperar? No hay nada más que yo.
¿De veras? Caramba, eso me pone en un verdadero problema existencial. Aunque... si de veras estás solo, el detener el ritual con la pelota tiene que haber sido decisión tuya, ¿no? Hay maneras, un pequeño desdoblamiento, algún emergente esquizoide. Entonces, ¿para qué enojarse? O, mejor dicho, ¿con quién? Las cartas sobre la mesa: ¿no será que ya estábamos un poco hartos con el jueguito e inventamos una excusa para salir?
Era un poco prematuro, lo sé, pero me había dado el pie. No podía desaprovecharlo. No cayó, claro; la cosa no iba a ser tan simple. Pero el sacudón bastó para mutar al tigre en una especie de adolescente andrógino.
Buen punto, ése, no-yo. Buen punto.
El viejo era rápido, no cabía duda. Y, ahí adentro, estaba a años luz del supuesto más-allá-de-todo que le sospechara inicialmente.
¿Cómo me llamaste?
¿Importa? De todas maneras, los nombres no tienen demasiado sentido aquí y ahora, ¿verdad? Sea eso donde sea. Un nombre es una referencia, y, hasta ahora, el único referente aquí era yo. ¿Se te ocurre alguno más apropiado?
Mierda, no estaba preparado para eso. Uno no espera encontrarse semejante lucidez en un vegetal. O, al menos, en lo que uno cree que es un vegetal. En mi última visión antes de entrar, el tipo era un coma cuatro tirado en una camilla, con un ilustre coro de plañideras a su alrededor, urgiéndome para que lo sacara del pozo, o salvara del desastre lo que se pudiese salvar. Médicos de renombre, físicos, matemáticos. Él, un entubado sin vestigios físicos de reversibilidad. Y ahí estaba, planteándome un duelo ontológico allí donde mis expectativas llegaban apenas al tedioso rescate de los fragmentos inservibles de un rompecabezas siniestrado.
No le respondí. Pero tampoco me parece demasiado feliz. Yo también podría utilizarlo para llamarte, te das cuenta. Es impreciso. Confuso.
¿Sí? ¿Y quién va a confundirse, no-yo? ¿Yo?
La risa bailaba en sus ojos, ahora de niña. Maldito viejo, otro tanto para él. Me había agarrado: yo era el que manejaba la certeza de otros yoes, allá afuera, no él. No había confusión posible; en su burbuja, él era él, y nada más. Al principio era el Verbo, hasta que aparecí yo. Pero el juego tenía sus efectos secundarios, y parecían estar siendo favorables. El hielo estaba quebrándose. Comenzaban a formarse entidades circundantes, escenarios. Me aferré a eso y seguí jugando.
Con eso acabamos de descubrir el número dos, ¿verdad?
Es una anomalía interesante, sí. Inesperada, sobre todo. Te repito mi pregunta: ¿por qué hiciste eso?
Ya te lo dije. Me ignorabas. Yo ya estaba aquí, y no me prestabas atención.
¿Hubiese debido hacerlo? Estaba en paz, no-yo.
No contesté. A mi alrededor, la complejidad seguía creciendo, muy a su pesar. Volúmenes al principio indeterminados daban origen a corredores que se bifurcaban en otros que daban a salas y salones que yo intuía sembrados de tesoros entremezclados con montañas de chatarra. Todo se iba gestando en una explosión blanda, incontenible, ajena a la voluntad de su gestor. La niña se transmutó en niño contrariado, en adolescente de ceño fruncido, en carcelero exasperado por el motín. En el hiato que sobrevino al término del génesis el descanso del séptimo día no me hubiese sorprendido recibir el zarpazo definitivo de un diente de sable, el tajo de la espada flamígera que me expulsara del Reino. Hasta, creo, cerré los ojos. Pero no. Frente a mí se alzaba, diáfano y resignado, un Buda niño, la imagen de la aceptación. Yo estaba en paz, no-yo, se leía en los ojos rasgados, y lograste abrir de nuevo la maldita caja de Pandora.
Lo siento, viejo. Me pagan para esto. Me moría de deseos de correr de habitación en habitación, revolviendo baratijas y miserias en busca del Grial, el diamante que sabía escondido allí. Me contenía la certeza de que sería en vano.
Lo necesitaba a él.
Mi potestad llegaba exactamente hasta ahí: el despertar forzado. El resto seguía dependiendo de él. Y la contienda sería ardua, en su terreno y con sus armas. El viejo parecía haber captado la situación, pero en sus propios términos:
Esta es una pugna asimétrica, no-yo. Me perturba. Mis interiores están desplegados ante tu vista, pero yo no puedo ver los tuyos. Tu avatar es puntual, opaco.
Y el tuyo muy rico, por lo que veo. Pero no deberían extrañarte las reglas del juego. Es tu casa, no la mía. Ser anfitrión tiene ventajas y desventajas.
¿Anfitrión? No recuerdo haberte invitado.
Tampoco me rechazaste, cuando pudiste hacerlo.
Faltó poco, no-yo. Muy poco.
Lo sé. Pero pudo más la curiosidad, ¿no?
Me intriga tu presencia. El dos es un número inconcebible para el uno, una noción que ya había olvidado. Inquietante. Yo estaba en paz, pero ahora intuyo una paz imperfecta, desde el momento en que fuiste capaz de vulnerarla. ¿Qué estás haciendo aquí, no-yo?
No era mi intención perturbarte mentí. Soy un viajero, un peregrino. Me llamó la atención la perfección de tu danza gatuna, pero me irritó que me ignorases.
Y, atraído por la perfección, la destruiste. La polilla extingue la llama de la vela. Hay algo perverso allí. Lo dicho, no-yo: opaco. No termino de comprenderte.
Lo siento. Vuelvo a pedirte disculpas. Y ahora mismo seguiría mi camino, pero no puedo. Si antes me atrapó la sencillez de lo mínimo, ahora no puedo quitar la vista del otro extremo.
Y no mentía en eso. El viejo había roto los diques, y ahí fluía cualquier cosa menos savia vegetal. El inevitable caos que todos cargamos adentro se presentía parcelado, distribuido en recintos comunicados por un laberinto de corredores de los que, por supuesto, yo solamente podía entrever algunos; adivinaba el resto por extrapolación. El escenario era el de un Grand Hotel, con corredores de altísimos techos abovedados y paredes tapizadas con madera. Las puertas se multiplicaban al infinito, como en una galería de espejos. Algunas estaban abiertas, y se alcanzaban a ver objetos de la más variada especie amontonados sin criterio o con alguno que se me escapaba: libros, muebles, artefactos. Hubiese dado cualquier cosa por quedar en libertad de explorar a mi antojo.
Pero estaba anclado a mi anfitrión, como siempre. Sabía, tan claramente como lo sé aquí afuera, que no podía ser de otra manera; lo cierto es que no he logrado aún desarrollar, estando allí adentro, alguna manera de librarme de esa enojosa frustración. Es difícil resignarse a ver las cosas como son: pese a su engañosa solidez, el avatar y su entorno son manifestaciones ineludiblemente ilusorias, y la única llave a los contenidos está en el anfitrión. Es el anfitrión.
Y el viejo seguía desplegando su pirotecnia. Un ritmo de sístole y diástole contenía, a duras penas, las ansias de vuelo de una melodía que jamás podría llevarme conmigo de vuelta al mundo exterior. La música no es mi fuerte, pero reconozco lo singular cuando lo escucho. Espectros etéreos atravesaban ocasionalmente las paredes. Flotaban, indolentes, hasta los techos abovedados, orbitaban a nuestro alrededor o, simplemente, desaparecían, reclamados de pronto por algún llamado para mí inaudible. ¿Vegetal? Sí, claro. Ese viejo era un enigma comatoso. Un hervidero de vida intramuros. Y ahí estaba, en su avatar mesiánico, la piel pálida y tersa, los ojos rasgados. Indefinido, perfecto. Frente a ese niño-niña inescrutable y beatífico, mis propósitos adquirían la consistencia de una nube, una lengua de niebla intentando el asedio de la fortaleza.
Estaba a su merced, y él, de alguna manera, lo sabía.
No soy ningún novato. No era el primer proceso de rearmado de identidades colapsadas que observaba, como ciberterapeuta. Desde adentro, de la mano y con la ayuda de mis ordenadores sinápticos, he apoyado y facilitado más regresos de los abismos de los que puedo contar. He perdido alguna Eurídice por el camino, cierto; la mayor parte de las veces, sin embargo, he sido un Orfeo triunfante. A eso me dedico, por eso me llamaron.
Pero el rostro que tenía adelante me asustaba. Empezaba a sospechar que ese hombre no había sufrido ningún colapso accidental. A medida que el entorno se afianzaba, un proceso paralelo tenía lugar en su expresión. Sin abandonar el avatar cuasi místico que había adoptado, se habían ido sumando rasgos definidos, precisiones, certezas gestuales.
De pronto, me daba cuenta de que ese hombre estaba entero, allí adentro. Y me miraba.
¿Qué estás haciendo aquí, no-yo?
Juro que iba a seguir con mi charada, mi papel de peregrino casual. Pasaba, vi luz y subí. Pero esos ojos.
Te necesitamos. Vine a buscarte.
¿Quién te envía?
Gente de bien. Gente preocupada. Tus colegas.
El escenario a nuestro alrededor se había congelado. Sólo un bebé, llorando a lo lejos, le hacía los honores al silencio.
¿Y qué quiere esa gente de mí?
Quieren que regreses, que termines tu trabajo.
Mi trabajo está terminado, no-yo. Completo. Y no, no voy a regresar.
Mierda. Las ecuaciones del campo unificado, el sueño frustrado de Einstein. Resueltas, utilizando la teoría de cuerdas. La piedra filosofal. Y este viejo del carajo se la iba a llevar a la tumba.
Sobre mi cadáver.
¿Por qué? casi le grité.
Estoy buscando la paz.
Una paz de mierda. Imperfecta, me parece que dijiste. Y egoísta. Eso lo digo yo.
Imperfecta, sí. Hasta que llegaste. Esos ojos. Cambiantes: irónicos; al instante, severos. Egoísta, no. No lo creo. Egoísta sería dejar suelto ese dragón en medio del jardín de infantes que te ha enviado aquí. No voy a hacer eso.
Al diablo. Un redentor. El ser superior. La especie más difícil de tratar. ¿Había visto un reflejo irónico? ¿Por qué? Me estaba perdiendo algo, y no podía darme ese lujo, tratando con un megalómano en potencia.
¿Qué quisiste decir con "hasta que llegaste"?
Como respuesta, dirigió su mirada (y, con eso, la mía) hacia el centro del gran salón, donde todavía se alzaba la rueda. Para mi asombro, la pelota seguía en movimiento. Pero algo había cambiado, y mucho: la trayectoria. La estrella de trece puntas se veía diferente, con un centro abierto y un rebote obtuso, de más de noventa grados en cada golpe. Noventa y seis punto nueve dos tres, me sopló la voz en off, maldita sea. Por enésima vez me juré que una vez afuera ajustaría los criterios de intervención de mi apuntador. El resultado, volviendo a la estrella, era un rebote estable, en moto perpetuo.
Un rebote que yo había iniciado, con mi golpe.
Tu intromisión resolvió mi problema, no-yo. La perfección, la paz duradera, autosustentada. Quitaste la espina de mi garra. Te estaré eternamente agradecido. Y cuando digo eternamente, quiero decir eso. Adiós, intruso.
Lo estaba perdiendo. Los indicios de relajación en el rostro, ahora adusto, vaticinaban el inmediato desmantelamiento de ese universo aparente que nos contenía. Una vuelta al Nirvana. No había tiempo que perder.
Un momento. No todo está dicho. Me alegro de haber solucionado tu dilema, claro, pero eso crea una situación completamente nueva, y nos deja en una desigualdad bastante injusta. La solución que te lego, y de buen grado, no es trivial. He destrabado un conflicto que te tenía bloqueado y no alcanzabas a resolver. Estás en deuda conmigo.
¡Pero fue casual!
¿Casualidad? Me extraña que la invoques, amigo mío. Sin embargo, aunque así fuese, daría lo mismo: sin mí, todavía seguirías persiguiendo la pelotita con tus patas acolchadas. Estás en deuda.
No golpeaba a ciegas. Por supuesto, antes de entrar había echado un vistazo al perfil psicológico del viejo, y acababa de recordar un rasgo singular: era una rara avis, uno de esos tipos que devuelven la billetera que acaban de encontrar en la calle, sin dudarlo y sin tocar un solo billete. Una especie en extinción. Me debía una, y de las grandes. Casi podía ver los pesados engranajes acomodándose en su interior, sólo siguiendo las trazas en su rostro.
Asombro. Conflicto. Irritación.
|
Resignación.
Está bien. Es cierto, te debo una. Y deduzco que no te basta con mi eterno agradecimiento, así que ¿cuál es tu precio?
Quiero lo que vine a buscar. Quiero tu solución al problema del Campo Unificado.
¡Imposible! Fuera de toda cuestión. Eso se queda aquí, conmigo. Ya te lo dije.
Yo no dije que me lo fuera a llevar.
No entiendo.
Quiero verla. Ver si es cierto que lo resolviste, tener la solución en mis manos. Completa.
No la entenderías, pobre iluso.
Claro que no la entendería. Si pudiese entenderla, no estaría aquí. Pero quiero verla, de todas maneras. Ése es mi precio. Exijo esa satisfacción.
Podía oír los engranajes rechinando. Los espectros eran, ahora, de claro corte hindú: Vishnu, Brahma, Shiva, en monturas aladas o nubes fulgurantes, orbitando sobre nuestras cabezas, el mismo dilema planteado en todos los rostros. Cuando los dientes terminaron de encajar en una posición que les resultó satisfactoria, casi pude oír el clac. Sobrevino la apoteosis.
¡Sea! tronó una voz que parecía emanar de todas y cada una de las criaturas. Mega de mierda. Y ahí estaba de nuevo, en su avatar niño-niña, la paz en el rostro, recuperada. Todo bajo control. Pero será a mi manera.
De alguna parte surgió un rayo violeta que materializó un aparato pesado, inverosímil: una antigua grabadora de discos de pasta. En pleno delirio místico, el avatar materializó un sinnúmero de minúsculas cuerdas vibrando en el aire, una danza de lombrices epilépticas, una construcción compleja con sectores de estructura diferenciada que encajaban, unas en otras, con la elegancia de lo coherente. Por supuesto, una coherencia cuya índole yo ni siquiera podía sospechar; pero, de alguna manera, percibía su existencia. El viejo no me estaba haciendo el cuento, era estructuralmente incapaz. Ésta era la cosa verdadera.
Espero que mi representación te satisfaga, mercachifle de dones. Es función única. No habrá otra. He aquí decía, mientras señalaba sectores en particular, aquí, y aquí, la esencia de mi trabajo, el nudo. Y ahora, ¡un don especial!
La nube de lombrices iba tomando una forma toroidal, girando sobre sí misma con rapidez creciente. Se fue ahusando, con las hebras aproximándose entre sí hasta llegar a entretejerse en una cuerda mayor, una soga cuyo extremo más lejano tocaba el artefacto de grabación. El otro terminó sus giros descansando en la mano del avatar.
Para que no puedas decir que he sido mezquino en el pago, te entrego mi trabajo grabado en este disco. Completo, como lo querías. ¡Es tuyo, y, con eso, mi deuda queda saldada!
Un haz de pulsos pasaba visiblemente de su mano a la grabadora, a través de la cuerda. El disco giraba, y la púa iba cincelando los pulsos en la forma de minúsculas marcas socavadas en la pasta. Terminado el proceso, la cuerda se deshizo en pavesas, el niño-niña tomó el disco y me lo entregó.
Que lo disfrutes como puedas. Y ahora, adiós. Yo me propongo disfrutar de tu regalo. Estamos en paz.
Y se fue, o, mejor dicho, saltó, en una vaga forma felina que acabó condensada en tigre, hacia el anillo de piedra.
Mientras tanto, inexorables, las formas que integraban el entorno que nos contenía iniciaban su colapso final, en una implosión pausada que pareció absorber cada gota de apariencia de materia, cada color, cada sonido.
Todo. Incluyendo el disco, mi precioso, invalorable disco de pasta. Mi trofeo, deshaciéndose entre mis dedos a medida que iba retornando a su ectoplasma original.
Una sorda tos felina sustrajo mi atención de la ultrajada conciencia del despojo, llevándola hacia el anillo de piedra que colgaba, ahora, en el ojo del tornado. El tigre se había instalado cómodamente en su centro, el dilatado y contenedor espacio central de la nueva estrella, y me miraba irradiando una determinación inquebrantable, el presagio de cierre de un proceso irreversible. Los movimientos de la pelota, en su ahora perpetuo delinear de la estrella, iban cobrando velocidad, acelerando hasta que su posición instantánea ya no podía percibirse. La estrella era, ahora, un único trazo luminoso cuyo resplandor dorado bañaba a un tigre cada vez más satisfecho. Un felino paradójico, atento y a la vez consagrado a su nirvana, que no me quitaba los ojos de encima. Por si acaso.
Hubo un desenlace, previsible: en un fulgor de resplandores dorados, la estrella y el tigre hicieron la ofrenda definitiva: su temporalidad, a cambio de la pétrea esencia del anillo. La eternidad de piedra.
Con un pulso final, el entorno completó su implosión. El origen: su nuevo centro, el medallón ciclópeo con los trece rostros enmarcando al tigre de piedra, con ese último destello burlesco bailándole en los ojos. Un adiós, supongo.
Adiós, Eurídice.
La primera señal del exterior me llegó desde el coro de plañideras, ahora orbitando mi butaca y clamando por respuestas. El viejo seguía allí, abandonado a su suerte en la camilla de al lado, colgando de sus tubos y sondas e intercambiando inútilmente sus fluidos con la máquina que lo mantenía con vida. O algo así.
Alcancé a balbucear que lo estábamos perdiendo, que revisaran los signos vitales y reforzaran el biofeedback. En tono de urgencia. Lo necesario como para sacármelos de encima. Apenas me vi libre, me arranqué los electrodos y me encerré en el cuarto de control, frente a la consola principal. Tenía que verificar, antes de abrir la boca.
Todo estaba ahí.
Por suerte los científicos suelen ser bichos de especialización superlativa. El viejo no tenía por qué ser la excepción y, genio como era, no debía estar muy al tanto de las tecnologías involucradas en mi incursión.
Caronte me había costado un ojo de la cara, pero valía con creces lo que pesaba. ¿Se habría preguntado, el viejo, en algún momento de nuestro diálogo, qué clase de sortilegio mantenía armados los escenarios, los avatares, el universo interior?
Un ojo de la cara: ciento veintiocho terabites, interfases sinápticas, procesadores múltiples, IA de última generación. Configurado para registrarlo todo.
Todo.
Mientras contemplaba la imagen del disco de pasta girando en uno de los monitores, con Caronte desgranando trabajosamente sus guarismos uno a uno, disfrutaba la inasible danza de las lombrices en el otro. Al mismo tiempo, sacaba mis cuentas, buscando el punto exacto en que situar esa crítica línea más allá de la cual un comprador ávido se convierte en una fiera ultrajada por la codicia del vendedor.
No era ése el primer contrabando que pasaba.
Allá por Axxón 139, cuando le publicamos "Cronoplasma", dijimos que Ricardo Castrilli nació en Buenos Aires en 1951 y que vive en El Bolsón. Entonces pensamos (eso no lo dijimos) que lo veríamos con frecuencia por aquí. Sucedió. Este es su décimo cuento en Axxón. Los otros fueron "Propiedad horizontal" (140), "Tiempo, maldita daga" (145), "Iniciación" (147), "Resplandores" (151), "Muchacha en pabellón con fondo de volcanes" (152), "En alas de mariposa" (156), "Zip" (160) y "Para crear el Armuz" (163).
Axxón 170 - enero de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ficción especulativa: Mente: Argentina: Argentino).