GABARDINAS EN AGOSTO

Luisa María García Velasco

España

—Una granja ¿de qué has dicho?

Yo había oído hablar de granjas de conejos, de cerdos, de aves de corral. Vaquerías, establos. Charcas sucias de patos, comederos. Olor a pienso y a estiércol. Animales corrientes y, sobre todo, útiles. No podía creer que me estuvieran invitando a visitar una granja de mariposas. Las mariposas, excepto las de seda, no son productivas. ¿A quién podía interesarle algo así? Y sobre todo, ¿cómo sería? No acertaba a imaginármelo.

—Igual resulta soporífero. —Pablo continuaba hablando sin contestar a mi pregunta. Estaba acostumbrada. Sabía que probablemente tenía pensadas ya sus próximas cinco o seis frases. Como sabía también que él no iba a interrumpir el discurso que su mente había ordenado lúcidamente, no señor, no hasta haber completado su intervención, estudiada y correcta, brillante a veces.

—Por otro lado —continuó—, podría ser una experiencia única, verdaderamente interesante. Siempre que no te asuste, por supuesto.

—¿Qué quieres decir? —¿Era aquélla una granja experimental? ¿Íbamos a encontrar mutantes en vez de mariposas?

—No se trata de gallinas, cariño —con qué condescendencia, maldita sea—. Las mariposas están sueltas, volando alrededor de los visitantes. Alguna podría acercarse demasiado. Creo que hay también otros tipos de bichos, iguanas y no sé qué más. Lo digo porque, en fin, te pones histérica si ves una cucaracha. No quiero una escenita. Seguramente vendrán Ana y Víctor.

¿Cómo podía comparar una cucaracha con una mariposa? Ése era el principal problema de Pablo: generalizaba demasiado. Sus clasificaciones de todo eran demasiado amplias. Cucarachas igual a mariposas igual a bichos. Kandinskys igual a Goyas igual a cuadros. Hijos igual a pequeños monstruos igual a problemas.


No era una granja, era un lugar inspirado en el Paraíso.

No podía llamarse granja a aquella hermosa selva en miniatura. Luz y un calor húmedo que se pegaba al cuerpo, agua y sol a raudales, a pesar de (o quizá precisamente gracias a) la gran bóveda acristalada que, como una burbuja, aislaba aquel Edén y lo protegía del mundo, de lo ordinario, de lo tangible.


Y las mariposas.


De todos los tamaños, de todos los colores y formas. Libres, posándose en las plantas o en las rocas, abanicando el aire lentamente, describiendo figuras imposibles.

De pronto me pareció un sacrilegio estar allí. Aquello era (así me lo parecía a mí) demasiado inocente, demasiado salvaje, demasiado virgen. Nuestra especie no estaba autorizada a irrumpir en aquel reducto de naturaleza en estado puro. Pablo, con Ana y Víctor, habían ido delante. Si me marchaba ahora, Pablo pensaría que me había dado miedo, claro. Tendría que aguantar sus bromitas todo el día. Ni siquiera pasaste de la puerta, y todo eso. Me pondría en evidencia delante de los otros. ¡Al cuerno! Tenía mis razones.

Así que estaba a punto de marcharme, de puntillas, como el que teme mancillar un recinto sagrado. Entonces ocurrió.

Ignoro aún por qué me elegiste. Tal vez fui yo quien te invocó de algún modo, consciente o inconsciente. Un par de vueltas sobre mi cabeza. Tan cerca. Me quedé inmóvil, esperando. No me atrevía a creerlo.

Mi bolso llamó primero tu atención. Beige claro, así que pensé que podías haberlo confundido con algún tipo de arbusto o de extraño tronco. Tímidamente al principio, algo más confiado a medida que pasaba el tiempo, dedicaste un buen rato a examinar la piel, la correa, la cremallera. Yo evitaba moverme, maravillada y muda.

Muy despacio, extraordinariamente despacio, caminé varios pasos hasta llegar a un banco cercano. Pasajero en mi bolso, me dejaste hacer.

Ya sentada (sentarme me llevó casi medio minuto), el bolso sobre las rodillas, pude contemplarte mejor. El envés de tus alas plegadas, de color pardo y triste, encerraba una hoguera que me mostraste abierta y encendida al desplegarlas. Tintes de terciopelo negro sobre naranjas y amarillos ardientes. Un par de vueltas más a mi alrededor. "Se va..." —pensé.

Sólo estabas decidiéndote a dar otro paso. Y ahora fue mi blusa el objeto de tu curiosidad. Negra, ceñida, de manga larga abotonada hasta el codo. Qué extraño. El negro no es precisamente un color vivo que llame la atención de tus congéneres.

El hombro fue el comienzo. Lentamente (qué finas tus patas, qué elegantes y frágiles, ¿por qué decimos "piernas de bailarina" y no "piernas de mariposa"?) recorriste el camino hasta mi escote, entreabierto. Un botón negro al que no dedicaste más que unos segundos. Y pasaste a mi piel.

Tus patas cosquilleaban ligeramente. Desde la base de mi cuello sentí cómo descendías, explorador insólito de la estrecha franja que la blusa dejaba ver. No sé si fue porque mi piel exudaba diminutas gotas de sudor o porque era (desde luego) más cálida que el bolso, o por mi olor... Nunca hasta entonces había visto de cerca la lengua de una mariposa. Y allí estaba la tuya, de repente (¿por qué no me sorprendía?), bebiendo de la humedad de mi escote. Y buscando lugares más secretos, rincones ocultos.

De lo que ocurrió después sólo me quedan imágenes desconectadas y vagas, como cuando recordamos un sueño. Como en estado de hipnosis te vi lamer la piel de entre mis senos. Como en estado de hipnosis me desabroché la blusa, lenta y suavemente, para dejarte ir más allá. No pasó mucho tiempo antes de que hubieras escalado la pequeña colina de mi pecho izquierdo. De nuevo usaste tu lengua para clavarla sobre el pezón conquistándolo, coronando así aquel montículo con tan hermosa bandera. Yo no dejaba de temblar mientras ocurría todo. Me sentía una flor abierta, hermosa y dulce, de la que libabas confiado y feliz.

Nunca sabré cuánto duró el trance, aunque recuerdo el frágil éxtasis que me poseyó durante el mismo. Y las imágenes. Coloridos, vívidos flashes de imágenes de alas de mariposa.


No me di cuenta hasta meses después. Sentada en mi habitación, frente al espejo, examinaba el reflejo de mi cuerpo desnudo intentando descubrir por qué me había sentido tan extraña últimamente. Al principio fue sólo un escalofrío que recorrió mi espalda. Después oí un sonido leve, como el crujir de la seda, y tuve la sensación de que mi piel se separaba del cuerpo. Mi piel tersa, suave, de mujer joven aún, comenzó a aparecer reseca y arrugada en cuestión de segundos.

"Es una pesadilla" —fue la primera idea que me vino a la cabeza—. "Despierta, maldita sea. Este no es mi cuerpo. Esta no soy yo."

Pero la piel continuaba arrugándose, secándose. Advertí horrorizada que además se volvía de un tono blanquecino. Lo peor, no obstante, era el motivo. Se estaba empezando a desprender completamente. Dios, estaba a punto de caérseme a trozos.


Comenzó por los brazos y las piernas. Después el vientre y el pecho, luego la cara. En el suelo, lo que parecía la camisa de una serpiente. En el espejo, mi imagen de nuevo. Mi rostro, mi cuerpo, yo. Piel nueva, exquisitamente delicada. Perfecta.

El último fragmento cayó por fin, desde la nuca, con un susurro casi inaudible.

—¿Qué...?


Ilustración: Carlos A. Sánchez

Entonces las vi, aún húmedas, emergiendo despacio de mi espalda. Desplegándose por vez primera con movimientos lentos y torpes, como los de un cachorro recién nacido. Enormes, de un azul transparente con finas líneas negras.

Alas de mariposa. Moverlas era como abrir y cerrar los dedos de una mano. Eran parte de mí.

—No es una pesadilla, es un sueño maravilloso —musité.

No era un sueño tampoco, a no ser que se tratara de uno muy largo. Durante las semanas siguientes aprendí a plegar y a desplegar las alas correctamente. Tuve que practicar para ocultarlas convenientemente en público, por supuesto, y (lo más importante de todo) aprendí a volar. O lo recordé, porque desde el principio tuve la sensación de que sabía cómo hacerlo.

Hacía meses que Pablo y yo no vivíamos juntos. La discusión acerca de tener hijos o no (yo quería ser madre por encima de todo) fue tan sólo la gota que colmó el vaso. Tras nuestro encuentro en la granja mi nuevo estado de mujer mariposa —que yo no iba a descubrir hasta mucho después— provocó en mí muchos cambios, curiosamente psíquicos mucho más que físicos. Me di cuenta de cómo había pasado años en estado larvario junto a un hombre que me hacía sentirme un gusano constantemente. Tan atractivo, tan culto, tan brillante. Tan consciente de ser todo eso y más. Lo de trabajar como profesor de Universidad (yo daba clases en un instituto de Secundaria) era lo de menos. ¿Por qué tenía que ser tan perfecto? Y sobre todo, ¿por qué tenía que recordarme constantemente cuán imperfecta era yo?

Así que abandoné a Pablo y dejé de ser una oruga —aunque yo aún no era consciente de ello— para convertirme en crisálida. Del griego khrysallis, derivado de khrysos, oro. No fueron precisamente unos meses dorados. Las crisálidas disminuyen dramáticamente todas sus funciones vitales, incluyendo la alimentación, y eso fue lo que yo hice. Una anorexia nerviosa casi acaba conmigo. No salía, no quería ver a nadie. Nada en absoluto me interesaba. De ese extremo, lamentablemente (¿o no?) pasé al contrario. Empecé a salir cada noche, a beber mucho, a tener una vida sexual demasiado promiscua según unos y envidiable según otros. Claro que a las crisálidas también se las llama ninfas, y las ninfas eran diosas de la fecundidad en la Antigua Grecia. Así que yo fui náyade, oréade y nereida en los ríos, los mares y los montes urbanos y nocturnos del placer. Y lo fui sin saber que lo era y que aquél constituía el camino a seguir hasta convertirme en imago o mariposa. Hasta aquella mañana, la primera en la que desplegué las alas.


—Y te convertiste en un hada.

Estaban sentados a la mesa de una terraza de verano. Él le cogió la mano y ella empezó a temblar. No podía evitarlo, ocurría cada vez que la tocaba. Las manos de él sujetaban las hojas de papel en las que ella había vertido toda su historia. "Es una especie de diario, no es exactamente una carta," le dijo al entregárselas.

—Un hada.

—Bueno, no estoy segura. Los híbridos de humanos y animales son seres fantásticos y mágicos. Busqué toda la información que pude sobre centauros y sirenas, por ejemplo. Y sí, supongo que un hada es lo que más se parece a una mujer mariposa. Pero yo no puedo hacer magia.

—Tú eres magia.

Ella fijó sus ojos en los ojos oscuros del hombre. Alto y esbelto, los rasgos elegantes y la mirada inteligente y dulce. Aún temblaba.

—Lo que jamás imaginé es que te encontraría.

—Bueno —él sonrió—, yo también necesitaba tiempo.

—Sí, claro. Es cierto. —Le devolvió la sonrisa. Tomó un sorbo de café, levantando la taza con la mano libre. Todo menos perder el contacto con la mano de él, aquella sensación electrizante, irresistible.

—¿Sabes? —continuó ella—. Cuando nos conocimos pensé que lo que hacías era tomar algo de mí. Ahora sé que viniste a darme, no a llevarte.

—¿Estás segura? —se puso serio de repente—. Hay algo que sí que perderás...

—Lo sé, mi amor, lo sé. Me lo has explicado mil veces. Las larvas pueden vivir años, pero la vida de las mariposas es muy corta. No quiero una larga vida de gusano. La cambiaría por un segundo contigo. Éste de ahora, en que me coges la mano, o cualquier otro. En el que paseamos, o en el que me besas, o en el que me haces el amor. Un segundo contigo es siempre mágico e irrepetible. Vale por toda una vida —"y por toda una muerte", añadió en su fuero interno, aunque no se atrevió a pronunciar las palabras.

Él sonreía, sin dejar de mirarla. Era extraño que alguien con el pelo tan rubio tuviese los ojos tan negros. Terciopelo negro.

—Por eso te escogí —su voz la sorprendió por lo cálida, por lo intensa. Todo en él era intenso—. Por eso decidí que serías tú. Dime, ¿sentiste dolor al desarrollar las alas?

—No, el proceso no fue doloroso, sino... —ella rió tímidamente— Bueno, extraño. ¿Y tú? ¿A ti te dolió el cambio?

—No exactamente. Pero me costó un poco andar sólo sobre dos piernas —bromeó—. Camarero, por favor, la cuenta...


Tras pagar se levantan y echan a andar, cuidadosamente enlazados por la cintura. A pesar de tratarse de una ciudad grande donde se ve de todo, hay aún quien los mira con asombro. Las cuatro de la tarde, en pleno agosto, y ambos visten gabardina.



Luisa María García Velasco nació en Granada, España, el 21 de Noviembre de 1967. Sus primeras publicaciones llegaron a los dieciséis años como resultado de premios literarios de poesía y relato, aunque mientras estudiaba participó en grupos de teatro, de literatura, de danzas populares... Siguieron estudios de Filología Inglesa, aprobó las oposiciones como profesora de Enseñanza Secundaria, se mudó a Canjáyar, una localidad de la Alpujarra almeriense, donde actualmente vive y trabaja. Está casada con Francisco Alonso, profesor de piano en el Real Conservatorio de Almería y tienen dos hijos, Paco y José Luis. Tradujo El gusano de fuego, de Ian Watson para Equipo Sirius, ha publicado cuentos en Galaxia y Visiones 2006 y otro relato, "Universo Alternativo", resultó finalista del Primer Certamen Literario Internacional de Relato Breve convocado por El País Literario.


Axxón 171 - febrero de 2007
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantasía: Fantástico: Criaturas: España: Española).