NUNCA DE DÍA
Leonardho Bouin

ANOCHECE. Es un alivio.
      Ningún cazador puede ser tan valiente, acaso tan estúpido, como para rastrear a un DRAGÓN en la oscuridad. Sin importar lo que por él se ofrezca.
      Se dice que, con la muerte del día, estos seres incrementan diez veces su fuerza, su velocidad, y el calor de su fuego. También se asegura que se vuelven invisibles aun a la magia e invulnerables a las armas y los hechizos.
      A mí en lo particular, nunca deja de asombrarme la credulidad de Duendes, Hombres y Holenses, pero en mi situación no puedo menos que agradecerla. No por el mero hecho de ser yo un DRAGÓN, sino más bien por ser uno por cuya cabeza, con o sin cuerpo, tiene un precio notoriamente elevado. De hecho, el Rey ofrece por mi pronto deceso poco menos que por la vida de su inmaculada hija. Un precio que ni yo pagaría por mí. Aún teniendo en cuenta que ya soy poseedor de una gran fortuna. La doncella no fue lo único que me llevé del castillo esta tarde.
      No es que yo sea codicioso, ni mucho menos, pero me encantan esas piedritas brillantes de colores. Sobre todo las Verdes, esas son riquísimas. Tomo una y me la devoro con lentitud mientras observo, a través del follaje de ramas que ocultan mi improvisada cueva—refugio, como el cielo se oscurece más y más a medida los soles se pierden tras las montañas. Rojo, Azul, Violeta. El cielo es un festín de colores que invita al vuelo, a atravesar las inmensas nubes en busca de las estrellas. Nunca pude alcanzar una, pero por como brillan deben ser realmente sabrosas. ¡Ah, cómo me gustaría estar volando, ahora! Pero no puedo. Ya bastante suerte tuve esta tarde. Una flecha, una sola, podría haber hecho la diferencia.
      Suspiro. Ya es casi de noche y yo estoy agazapado a la entrada de la cueva desde que llegué. Al menos ya no tiemblo.
      Clavo las uñas en el suelo y me desperezo, arqueando la espalda. Sacudo la cabeza y muevo las alas arriba y abajo, abriéndolas y cerrándolas, hasta despabilarme.
      Ya seguro, quito las ramas de la entrada, lo que me permite sentir en su totalidad la brisa de la noche y tener una visión total del cielo, ya azul oscuro, adornado de piedras luminosas y nubes de formas exquisitas. Las lunas, no podrían haber escogido mejor hogar.
      Me quedaría toda la noche observando esta belleza, pero debo cumplir con mi iniciación. Doy vuelta la vista y advierto que el interior del refugio está realmente oscuro. Apenas si noto la silueta de la doncella en la penumbra, así que tomo unas cuantas ramas, las corto en pedazos y comienzo a ordenarlas para encenderlas con una exhalación. Aun no es precisamente fuego, pero alcanza para hacer una fogata y esas cosas. Al menos hasta tener la edad.
      Un grito histérico me sobresalta, y mi simétrica pirámide de ramas se desparrama en el suelo. Mi cena ceremonial acaba de despertarse, provocándome una sordera parcial y un aceleramiento cardiaco digno de mención. Ya repuesto, me acerco a ella lentamente, procurando mantener la calma, mientras su chillona voz aumenta más y más, al punto de poner en serio riesgo mi estabilidad emocional. Y la estabilidad de la montaña. Me detengo, al fin, frente a ella, a una distancia prudencial. Lo suficiente como para evitar que mi aliento le desfigure su bellísimo rostro. Llevo una de mis patas delanteras hasta sus ojos, y de un golpe le muestro el tamaño de mis uñas. Mis voces hacen eco en la cueva. Hasta a mí me da miedo escucharme.
      —Callate. Ya.
      Ella deja de gritar.
      Ahora llora. Fuerte. Algo es algo. Va a ser mejor que me apresure en dar fin a esto, o voy a perder el juicio.
      Reordeno las ramas, las enciendo y comienzo a rezar, en mi voz original, llamando a los espíritus de aquellos que me precedieron, para que orienten mi camino y descubran mis ojos.
      Dos llamas se apartan del fuego y danzan en vuelo alrededor de mí, cada vez más veloces, hasta ser sólo dos continuos hilos de luz rodeándome. Extiendo los brazos en silencio y luego los llevo frente a mí, abriendo lentamente las manos. Los hilos de poder, ya Azules, Verdes, fantasmales, se detienen lentamente hasta quedar enfrentados a un palmo de mi pecho, por un instante, para luego avanzar a lo largo de mis brazos hasta las palmas de las manos. Se detienen para decirme sus nombres, los cuales escucho con los ojos cerrados. Luego todo lo esperan de mí.
      —HIOLDER BAHINN.
      Mi voz es casi un susurro al pronunciar ese nombre. Nunca lo conocí, pero sé que fue un grande, que llegó a comprender la Magia e incluso enseñarla. Muchos grandes Magos de todas las razas deben mucho a sus discípulos y a los escritos que dejó. Fue uno de los siete elegidos en la guerra de los cien mil nombres, y se sabe que luchó y dio muerte al Hechicero oscuro de Hol. Murió hace más de cien descamaciones, en batalla de Duelo con el último Guerrero Esmeralda, acabando con su dolor y su raza. El Héroe más grande de mi niñez. No puedo evitar que se me empañen los ojos de orgullo.
      —Gracias por estar y compartir.
      Vuelvo a susurrar, emocionado, y cierro la mano, para así recibir sus enseñanzas de valor, voluntad y causa. Ilumina mi cuerpo de azul antes de irse a soñar nuevamente su eternidad.
      Es la otra luz quien dirige su atención a mí, ahora. Y repito:
      —DHORÜM NEBHOI.
      No puedo evitar una sonrisa al decirlo. DHORÜM fue el padre de mi padre. Él me enseñó muchas de las cosas que yo sé: a volar panza arriba, a asustar a los pájaros con el aliento, a robar joyas de los castillos y a masticarlas, a eructar con y sin ruido. Él era insuperable en eso. Eructaba todo el tiempo, en ciento veinticuatro idiomas distintos. Una vez eructó tres días seguidos. Al cuarto murió. Yo estaba ahí, con mi Padre. Ambos sabíamos que si la montaña no se le hubiera caído encima, por el calor de su aliento, Él hubiese seguido eructando. Ése era el gran DHORÜM, Padre de mi Padre. El ser más querido mi niñez. Involuntariamente, muevo las alas de gozo.
      —Gracias por estar y compartir.
      Cierro la mano, y mi cuerpo se hace verde de luz, mientras tomo sus enseñanzas: ser feliz, por sobre todas las cosas. "Y nunca eructes dentro de una montaña". Luego se va. Y, por un momento, me siento realmente muy solo.
      Me incorporo y voy donde ella, que contiene a duras penas un grito de terror, mientras se retuerce y se apega a la pared de la cueva. Tiembla y solloza cuando escarbo con las uñas en la roca, a un costado y otro de su cuerpo, los nombres de mis Ancestros. No puede evitar un chillido cuando, con mi aliento, endurezco la pared a ambos lados para perpetuar la escritura. La miro, con furia, para evitar que grite mientras desciendo y trazo un semicírculo a sus pies, con los símbolos del fuego, y escribo luego mi nombre en el centro. Estoy empezando a sellarlo cuando vuelve a chillar, provocándome otro sobresalto. Es tan bonita. Me encantaría abrazarla y llevarla volando hasta las nubes... para dejarla caer sobre las rocas luego de desfigurarle el rostro con mi aliento y arrancarle las costillas con las uñas. Pero tradiciones son tradiciones. Que nadie ose decir que SAHIOL HALDÖR Segundo no las respeta en el mínimo detalle. Me guste o no.
      Culmino mi tarea y me incorporo frente a ella que chilla, llora, balbucea y al fin, implora por su libertad, mientras temblequea y se retuerce. Promete joyas, reinados y muchas cosas más.
      Su nombre es Ariahd, hija del Rey Bariahd. Y no fue elegida al azar.
      Hija única de un Rey sin Reina. Entregada desde niña a una vida despreocupada, signada por la gula y la desidia, con cientos de sirvientes que acataron siempre todos y cada uno de sus caprichos, a riesgo de perder la vida luego de meses de torturas, si tal o cual vestido no era de su gusto, así como las comidas, o el saludo mismo que se le ofreciera.
      De los cinco Reinados aledaños al territorio que para mí escogí, cuatro eran matriarcados, y en tres de ellos había Princesas vírgenes. Cinco en total. De ellas, Ariahd era la más cruel e histérica. De no haber guerras, ni pestes, ni hambre en el reino, aun así al menos quinientas vidas se perdían sólo por capricho de ella, consentida, claro está, por su Padre. Aunque ella lo odie por no permitirle tener un hombre aun. Y odie a su Reino, y a todo el mundo. Hasta a su Príncipe odiaría, si lo tuviera. Pero así y todo, es feliz con su histeria, o al menos lo era hasta hace muy poco. Y estaba convencida, seguramente, que con su rostro angelical engañaba a todos, y que todos, todos la querían en el Reino. Cierto es que todos le sonreían.
      Ahora está desprovista de vestidos hermosos, sólo cubierta de miedo y de dolor. Las muñecas atadas y todo el peso de su cuerpo hinchándole las manos, ya azules. Las marcas de mis garras en sus hombros y el rostro cubierto de lágrimas resecas y mucosidad. Sin contar que se orinó encima.
      Ahora, está en su sitio. Me odia por eso.
      Si la dejase libre, me mandaría a matar sin más, y a todos los guardias que se dejaron sobornar por tan poco, en el fondo alegres de que alguien se la llevase de una vez. Y quién sabe a quién más.
      Si no fuese por nosotros, los DRAGONES, y nuestros tradicionales festejos privados de iniciación y conmemoración, realizados cada veinte descamaciones, Princesas de la calaña de Ariahd llegarían a Reinas y provocarían guerras, con sus consecuentes muertes, exterminio de razas, cacerías injustas y mil atrocidades más. Ya ha sucedido. Y no, definitivamente, mi cena ceremonial en festejo de mis primeras veinte descamaciones, no ha sido elegida al azar, ni mucho menos. Y si bien puede no gustarme en absoluto lo que tengo que hacer ahora, debo admitir que la tradición, al menos, es sabia.
      Ya he rezado a mis ancestros.
      Ya he recibido a mis maestros y sus enseñanzas.
      Ya he trazado el semicírculo de fuego.
      Ahora, la cena está lista.
      Con un movimiento rápido, le tapo la boca con una mano, mientras busco su vientre.
      —De todos modos —le hablo para intentar sobrellevar el inmenso asco que estoy sintiendo de antemano—. Gritar no va a servirte de mucho. Nadie puede ser tan tremendamente imbécil como para venir a buscarte ahora, en plena noche.
      Su voz resuena en toda la caverna.
      —¡Mi nombre es Dhänn Radak, y te ordeno que liberes a la princesa y te rindas! ¡De lo contrario, tu sangre saciará la sed de mi hacha!
      A mí. Si en todo el Universo hay un disminuido mental con instintos suicidas, tiene que tocarme a mí. No a otro, no. A mí. Y justo en mi Ceremonia de Iniciación.
      Lentamente doy vuelta el rostro, sólo para verle la cara al desgraciado. Ella hace su papel de víctima. Es una verdadera suerte que no le haya descubierto la boca cuando él gritó. Ahora la observo, con calma. Es alto, pero no fornido. La vetusta armadura le sobra por todos lados, y sostiene el hacha herrumbrosa con ambas manos, lo que indica que no debe ser muy fuerte. La piel azulada, los ojos completamente esmeralda, rasgos huesudos, mandíbula hundida. Es un Holense. Joven. Por el cabello largo, ha de ser un nómada, un aventurero. No lo lleva trenzado, lo que define su soltería. Mejor. Si lo mato, no tengo que temer una venganza. No lleva adornos ni tatuaje alguno en los brazos ni en el cuello. No pertenece a nadie. El tipo está de verdad solo en este mundo.
      El hacha... No está tan vieja como para no causar daño. Y se la ve afilada. Nunca he combatido.
      Conviene hacer uso de la diplomacia, con tacto.
      —¿Usted es idiota? —le pregunto amablemente. Me mira como si le hubiese rostizado las nalgas.
      —¿Perdón?
      —Disculpe, tiene razón. Quizás no fui lo suficientemente claro como para que alguien como usted pueda comprender bien la pregunta. ¿Tiene usted algún problema que le impida razonar los hechos, alguna debilidad mental, digamos un retraso...?
      —¡Le entendí perfectamente la pregunta! Lo que no entiendo... es el por qué.
      —¿Por qué, qué?
      —¡¿Por qué me pregunta si soy un idiota?!
      Aún pese a mi amabilidad, el Holense parece disgustado. De hecho, no solamente grita, sino que su piel se pone azul oscura y mueve los brazos con frenesí. Tengo que ir con más cuidado.
      —Olvide la pregunta, si tanto le molesta. Además, parece que no es tan idiota. En serio. —Bien, voy mejor—. Por ahí no es ése su problema. Quizás solamente esté loco. ¿No? ¿Está usted demente?
      Ahora está violeta. No sé que es lo que hago mal.
      —Lo que quiero decir es...
      —Sé bien... lo que quiere decir... —No sé como lo hace, pero de algún modo consigue hablar al tiempo que sus dientes se mantienen unidos—. Y debo decirle que NO soy estúpido y NO estoy loco...
      No aguanto más.
      —¡¿Entonces me quiere decir que hace acá a esta altura de la noche?!
      —¡Ah, bueno! ¡Disculpe! ¡¿Había que pedir audiencia?! ¡Hola señor Dragón! ¿¡Cómo le va!? ¡¿A qué hora le parece mejor que pase a matarlo para rescatar a la Princesa!? ¡¿Por la mañana?! ¡Excelente! ¡Espéreme acá sentadito que yo voy, duermo bien, afilo el hacha y mañana bien temprano vuelvo para llevarme los huesos bien peladitos de la hija del Rey!...
      Nos quedamos un momento observándonos en silencio. Espero algo de su parte, pero nada sucede. Le hablo, pero sin intenciones de presionarlo.
      —Bueno, vaya nomás. Yo mañana le doy los hue...
      —¡AAARRGH! —Realmente no comprendo qué es lo que pude haber hecho ahora—. ¡No he venido a ser insultado! ¡Vine por la Princesa! ¡Déjela libre o mi hacha...!
      —Sí, sí, eso ya lo escuché. —El tipo no es un suicida, ni está loco. Si no, ya hubiese atacado—. Pero... ¿Usted se da cuenta de lo que está haciendo? Usted no puede dañarme.
      Bueno, al menos ahora sonríe.
      —¡Há! ¿Cómo es eso?
      —¡Todo el mundo sabe que de noche los DRAGONES somos invulnerables, nos hacemos invisibles y todo eso!... ¿De dónde viene usted?
      —De allá, del Sur... —Me señala la pradera con el brazo. Uno en mil millones. Y me tocó a mí—. Escuché lo de la recompensa por la Princesa y me puse a buscar con los otros... —Se interrumpe y piensa un poco, luego se golpea la cabeza con una mano—. ¡Con razón los otros se fueron tan temprano!
      A mí. Justo a mí.
      —Muy bien, Dhänn, ¿ése es su nombre, no? Ya lo sabe. Ahora, ¿por qué no regresa a su burbuja antes que se me agote la paciencia?
      Su rostro, de repente, se vuelve casi inexpresivo. Su mirada hace poco por tranquilizarme. Casi diría que sonríe.
      —Porque no creo que pueda hacer nada fuera de lo común, ni que sea invulnerable ni a una picadura de insecto. Y porque no voy a irme sin ella.
      Entonces, todo encaja a la perfección. Sea quien sea, venga de donde venga, hay uno en este mundo que no se creyó el cuento.
      Y justo tuvo que tocarme a mí.
      Quizás, si arremeto con furia contra él, de improviso y lanzando un buen rugido, se asuste y se desprenda de su hacha. Puede que suceda. Puede que no.
      Él vuelve a hablar.
      —¿Y bien?...
      Sangre fría. Tengo que pensar en algo.
      —¿Y bien que?
      Vuelve a tomar el hacha con ambas manos. Frunce el ceño.
      —¿Va a dejarla ir?
      De golpe, saco a relucir todas mis uñas.
      —¿A quién?
      Mis voces hacen eco en la cueva. Mi aliento reverbera en el aire.
      —A la chica. ¿Va a dejarla ir?
      Da un paso hacia adelante. Su calma, se le nota, es fingida.
      —¿La chica?
      Le muestro todos y cada uno de mis afilados dientes. Esto se pone serio. Realmente estoy muy lejos de evitar un combate.
      —Sí, la chica. Esa niña a la que le cubre la boca. Ella, la que está desnuda, llorando y temblando, porque una bestia maloliente iba a devorársela cuando yo llegué. ¿Va—a—dejarla—ir?
      Da otro paso. Noto que él también tiembla, como la princesa. Como yo. Ella, lo noto, le lanza miradas que enternecerían a un tiburón hambriento. Si no fuese por la tradición, le quebraría el cuello ya mismo.
      La tradición. Mierda. Debo devorarla antes que ambas lunas estén en su cenit, o voy a quedar deshonrado para siempre. Y todos mis antepasados conmigo. No puedo seguir jugando. Aunque me tiemblen las piernas y todo mi ser se bañe en sudor. Es ahora o nunca. Quito mi garra de la boca de la princesa, y me pongo en posición de combate.
      Con los cuatro miembros aferrados al suelo, arqueo la espalda y muevo la cola involuntariamente de un lado a otro, arriba y abajo. Liberada de su mordaza, ella vuelve a gritar, y llora, y suplica, y promete, y jura. Y sabe cómo hacerlo.
      Él ya no va a volver atrás. Eso es evidente.
      Se acerca hasta que estamos a dos cuerpos de distancia. Y nos medimos. Erguido, debo tener su talla, un poco más. Sin contar la cola. Me muevo más rápido, soy, sin duda, más fuerte. Y si me acerco lo suficiente puedo, con mis garras y mi aliento, destrozarlo en poco tiempo. Volar, no creo que me sirva de mucho, y por otra parte el tipo no está desnudo... Tiene esa maldita hacha. Al menos no parece querer arrojármela. Si me abalanzo ahora, tengo la sorpresa de mi lado. Pero soy un DRAGÓN. Soy SAHIOL HALDÖR Segundo, y tengo Honor. Le doy mi respuesta.
      —¡No! ¡No voy a sol...!
      Sucede muy rápido. Sucede en un segundo, mucho menos. Veo el filo de un hacha herrumbrosa y escucho el grito desesperado de mi atacante, un segundo antes de sentir ese frío extraño casi a la altura del cuello. Nunca antes creí que iba a llegar a sentir tanto frío en el lado derecho de mi cuerpo. Y menos que, llegado a un combate, iba a estar tan rígido. Tengo que moverme, tengo que hacer algo. El hacha vuelve a levantarse, esta vez dejando un hilo de sangre, de MI sangre en el aire. No veo el rostro del guerrero, pero sé que su brazo está sudando. Seguro que yo no. Loco, frenético, sacudo con violencia mis garras. No sé si lo lastimo, si lo hiero, pero sí siento que una de mis uñas derechas se quiebra al chocar mal con la armadura. Pienso en el aliento, pero parte de mi cuerpo no me responde. Nuevamente el frío, del mismo lado del cuerpo, pero esta vez más cerca del hombro. Involuntariamente, las alas se mueven haciéndome retroceder, con fuerza y hacia arriba. La punta del arma se resiste a salir de mi cuerpo. Y duele. Sin quererlo, la golpeo con mis garras, y dos uñas más surcan el aire, ensangrentadas. En la palma izquierda me hago un corte, lo veo, pero no lo siento. Al fin, el hacha se desprende, luego de darle una coz tras otra al guerrero, que pierde el equilibrio, y retrocede torpemente, hasta dar la cabeza contra la pared de roca a sus espaldas. En tanto yo, también fuera de control, doy la espalda y la cabeza contra el desigual techo, y mi ala izquierda golpea dos veces con una saliente rocosa, casi una estalactita. Pierdo totalmente el control y caigo al suelo, del otro lado de la caverna. Nuevamente volvemos a estar enfrentados. Procuro incorporarme, y a duras penas consigo recostarme contra la pared. Nunca antes me había sentido tan terriblemente exhausto. Siento que el corazón va a salir expulsado a través del pecho y a reventar contra la pared de la cueva.
      Alarmado de golpe, alzo la vista. Y lo veo.
      Me tranquilizo al notar que no soy el único bañado en sangre. El llamado Dhänn tiene las marcas de mis garras a lo largo de ambos brazos y la mano derecha inclusive. Su otra mano está hinchada, y así su rostro. La nariz le sangra terriblemente, y también la cabeza. Yo, prefiero no mirarme, ya es bastante como me siento. Noto que él también me mira, mientras jadea como yo. Creo que entonces advertimos que ella sigue gritando. La miramos. Ella lo mira a él. Ya no tan suplicante. Le dice que se levante, que siga combatiendo, que demuestre su hombría. Que su padre lo va a recompensar muy bien. Grita algo acerca de un principado, y luego no sé que más, porque siento un martillo golpeándome la sien, y me cubro los oídos antes de explotar. El dirige sus ojos hacia arriba, y creo que murmura algo acerca de su cráneo. Vuelve la vista a la chica, que sigue aún su impresionante cantidad de promesas. De seguir así, Dhänn pronto va a ocupar el trono del Rey. Asciende rápido.
      —¡¡¡¿¿PODÉS CALLARTE DE UNA VEZ??!!!
      Pone todas sus fuerzas en el grito, y se le nota.
      Ella comienza a lloriquear. Hasta que al fin, en voz baja, sentencia:
      —Yo... yo te amo. —Lloriquea un poco más, y sigue—. Vos... podés ser mi rey... —Aún en su estado, sabe cómo usar su cuerpo para ser sensual, hay que admitirlo—. ... No permitas que ese... horrible monstruo... nos separe...
      Luego, se lanza a llorar empedernidamente. Eso debería funcionar. Hasta yo me odio.
      A duras penas, el Holense se incorpora, hacha en mano, si bien casi la lleva a la rastra. Camina hacia mí con los ojos inyectados de odio, deteniéndose a una distancia prudente. No sé como lo consigo, pero me alisto para un nuevo enfrentamiento. Me prometo no parar hasta que uno de los dos deje de respirar definitivamente. Es él o yo. Soy yo.
      Me señala, con una extraña expresión en su rostro.
      —Voy a matarte, Dragón... o voy a morir en el intento...
      Se toma su tiempo para decir algo más, tose un poco de sangre. No ataco aún. Lo dejo seguir. Es su derecho.
      —... Pe... pero quiero que quede algo bien en claro... lo hago solamente... por la recompensa... —esboza algo muy similar a una sonrisa— ... ni por un segundo pienses que le creí una sola palabra... a esa puta histérica... —Me clava los ojos, y ya sí, sonríe—. No soy un imbécil... y no estoy loco... ¿estamos?
      Ella deja de llorar. La miramos. No nos mira. Ni siquiera a él. Mucho menos a él. Vuelve a hablar, entre sollozos, sin gritos.
      —Se te va a pagar. Mucho más de lo establecido. Palabra.
      Hay algo más que desilusión en esa voz.
      No puedo seguir perdiendo más tiempo. La posición de las lunas me apremia. Todos han dicho cuanto tenían que decir. Esta vez, quiero atacar yo primero. Con las patas traseras tomo impulso para saltar, pero una de las uñas se traba en una de las bolsas de piedras.
      Algo en mi sentido de conservación me dice que vuelva a intentarlo.
      Le lanzo la más atroz de las miradas, justo cuando él está intentando levantar el hacha. Se detiene, expectante.
      Ataco.
      —¿Cuánto?
      No entiende. Ella sí. Comienza de nuevo con su griterío infernal, induciéndole de todas las formas posibles a no prestarme la más mínima atención. El comienza a comprender.
      Insisto.
      —¿Cuánto?
      Hago una breve pausa. Ella sigue gritando que no me escuche.
      Habla.
      —Dos mil. Mil doscientos por la vida de su hija. Ochocientos por tu muerte.
      Sin rodeos, le señalo las bolsas.
      —En ésas dos, hay como mil quinientas. Me comí solamente algunas. Y yo SI voy a dártelas.
      Sabe, realmente, como mirar a los ojos a alguien.
      —¿Tengo tu palabra de Dragón... que voy a poder darte la espalda e irme tranquilo con las bolsas sin que...?
      —El segundo... de los HALDÖR: SAHIOL HALDÖR, te da su palabra.
      Se detiene un momento para tomar aliento. Ella grita y grita, llora y llora. La mira. Y después a mí.
      —Hecho.
      La hija del Rey le lanza una mirada que voy a llevarme a la tumba. El sonríe. Y después la doncella vuelve a sus gritos, esta vez haciendo descender al Holense a los más bajos estratos de degradación física y moral. Me pregunto de dónde habrá sacado una princesa un vocabulario semejante.
      Le ayudo a él con las bolsas, y lo acompaño hasta la entrada. No hay problemas de llevar tanto dinero consigo. No de noche. Nadie sale por temor a los DRAGONES. Me pregunta si es tan sabrosa la carne de estas chicas, como para soportar todo esto.
      —Francamente, Dhänn, nada hay más horrible. Es parte de una ceremonia, un festejo. Como un aniversario para ustedes.
      —¿Aniversario, eh?... hmm... el camino es largo, y no se puede usar un hacha con ambas manos ocupadas... —Deja caer una bolsa a sus pies, y me sonríe—. Felicidades, Sahiol. Nos vemos.
      Se va despacio, con el cuerpo tullido y las heridas cubiertas de sangre reseca. La doncella aún continúa insultándolo. Él se ríe. Y yo también.
      Sin mirarlo, lanzo la pregunta, casi al viento.
      —¿Y qué vas a hacer ahora, seguir "cazando" DRAGONES?
      Sé que él tampoco se da vuelta para contestar, y ni siquiera detiene su marcha.
      —Por supuesto —y sacude la bolsa de piedras para que yo escuche el sonido—. Pero nunca de día, Sahiol, nunca de día...
      Y volvemos a reírnos, mientras él se aleja cada vez más.
      Sé que no va a divulgar el secreto. No él.
      Sin dudas, es el Holense más ruin y tramposo de todos los tiempos. Un simple estafador, una deshonra para todo cazador.
      Pero no es un estúpido, y definitivamente no está loco.
      Y puta que es divertido.
      Vuelvo a ella. No tengo tiempo que perder.
      Sin delicadezas, voy directamente hacia su bajo vientre, y contengo la sensación de asco cuando debo introducir mi lengua en su interior. Mi aliento le quema desde el sexo hasta las piernas. Dentro suyo, algo muy íntimo se rompe y una pequeña cantidad de su horrible sangre desciende por mi lengua hasta tocar mi garganta. Y ahora que la doncella ha dejado de serlo, entonces ya puedo salir de ahí, mientras me mareo y siento unas terribles ganas de vomitar. No se cómo, pero consigo tragar eso, mientras escucho los desgarradores gritos y, por una vez, los disfruto, a sabiendas que son los últimos.
      —Si te sirve de algo, a mí tampoco me gustó.
      Harto ya de escucharla, y ya que ahora sí me está permitido, le aplasto con fuerza la cabeza contra la pared, con mis patas traseras.
      Curioso. Ya no grita.
      Me quedo un instante completamente quieto, disfrutando del silencio.
      Al fin, lo más rápidamente posible, me la ceno.
      Realmente me asquea pensar que he de repetir esta asquerosidad cada vigésima descamación de mi vida.
      Me llevo una de las verdes a la boca, para disimular el gusto, y preparo mi cuerpo para la ascensión. El paso definitivo en la celebración de mi primer ciclo vital. Y mi conversión en adulto.
      Salgo al exterior y remonto vuelo hasta el pie de la montaña elegida. En mi estado, la brisa me golpea como un mazo en el cuerpo, que es ya una sucesión de dolores en sus más variadas gamas. Al pie de la montaña, me doy un breve descanso antes de seguir.
      He tenido, sin dudas, un día difícil. Casi me dan muerte hoy. Pero todo riesgo, aunque a veces absurdo, fue por tradición inevitable. Tanto como el ahora trepar, con ayuda de mis garras doloridas, la gran masa rocosa. La más alta, la más imponente del lugar, buscando la lejana cima. Por supuesto, podría usar las alas, pero es la tradición. Luchar contra el cansancio, contra el dolor, contra uno mismo.
      Y vencer.
      Desde la última roca, en la cima, con el cuerpo cansado y dolorido, me detengo en la contemplación del paisaje. Bosques, ríos, montañas, llanos, praderas. Todo bañado sutilmente con la tenue luz que proponen a un tiempo las hermanas lunas en el cielo más estrellado que vi en mi vida.
      Todo puede ser mío, de hacerlo bien.
      Tomo aliento, y descubro que tiemblo más que en la pelea. No importa. Cierro los ojos y cubro mi cuerpo con las alas, como agazapándome en mí mismo. Y comienzo a cantar.
      Suave, casi susurrando, con mi voz llena de voces, para deleite de toda mi raza. Porque es de ellos de quienes hablan las canciones. De sus hazañas y de sus honores. De las pérdidas y de las glorias. De tradiciones, de conductas, del honor y del orgullo de llevar la sangre más valiosa que pueda alguien tener en sus venas. Sangre de DRAGÓN. Y sé que todo ser a mi alrededor ha tomado ya conciencia de mi presencia, y uno a uno se detienen a observarme y escuchar los nombres de mis ancestros.
      Todo sonido en la noche cesa, salvo mi voz, que sube a la vez que mi cuerpo comienza a erguirse, mientras abro lentamente las alas.
      Una bandada de aves celestes, los "VOCEROS", se desprende de los árboles grises, y alzan vuelo para recorrer todo el territorio en busca de las voces de cada alma, de cada ser libre de opinión.
      Y yo, SAHIOL HALDÖR Segundo, hijo del gran SAHIOL HALDÖR, levanto mi tronco y mi cabeza con imponencia, desplegando del todo las alas, a la vez que, moviendo los brazos con frenesí, como queriendo cortar el aire, y alzo mis verdes ojos iluminados hacia el cielo, y en voz muy alta invoco con orgullo el nombre de mi Padre.
      Los PAJAROS DEL ALMA ascienden la montaña y vuelan en círculos a mi alrededor.
      A un tiempo, GATOS, Duendes, Unicornios, Pegasos, Hadas, Lobos, Harpías, y toda bestia viviente se unen en coro al canto final.
      He sido aceptado.
      Entonces, sólo entonces, lanzo mi cálido aliento hacia las alturas.
      Y estoy en paz.

Publicado originalmente en la revista Axxón número 78