¡Caer está permitido. Levantarse es obligatorio!
Proverbio ruso
Cuando tenía 10 años y era verano, iba todos los días con mis dos hermanos y mi primo —que se quedaba en casa a pasar las vacaciones con nosotros, en el "campo"— a tomar un helado. Además de ese infaltable helado, todos los días nos comprábamos figuritas de Disney. Recuerdo siempre que la más difícil era la de Tribilín (que en aquella época se llamaba Dippy). Nunca llenamos el álbum, pero a mí no me importó.
A los 20 años trabajaba de disc-jockey. Me compraba mi ropa y le regalaba ropa a mi hermano, cuatro años menor. En esa época hice el servicio militar. Como todo el mundo, tenía muchos sueños. Diseñé cien veces mi habitación, hice miles de dibujos. Me imaginaba una estantería con equipo de música, mi propio televisor y muchos libros. Todo tenía control a distancia, incluso las luces principales. En casa vivíamos bien. Mi padre era jubilado, pero hacía ya cuatro años que nos llevaba a todos (una familia de cinco) a Mar del Plata en marzo. Para muchos es temporada de viejos, algo así como de segunda, sin embargo Mar del Plata en esas fechas tiene un clima agradable y está mucho más tranquila para disfrutarla. La pasábamos bien.
Cuando cumplí 30 estaba casado. Tenía casa, auto cero kilómetro, un hijo de un año y el equipo de audio y televisor que había soñado, aunque no en la estantería de mi habitación. Era la época de la exploración petrolera y yo trabajaba en ese ambiente. Viajaba a otros países por trabajo y dirigía un equipo de cinco ingenieros. Mi casa no tenía controles a distancia, pero seguía diseñando el modo de hacerlo. Íbamos de vacaciones todos los años y justo ese año (cuando cumplí los 30) hice un viaje en auto por la costa sur de Argentina, hasta la península de Valdés. En ese viaje ya noté que se aproximaba algo malo. Y pronto hubo un terrible quiebre. La Guerra de Malvinas fue un golpe que nos dañó y amargó a todos; la situación de las empresas y los empleados de tecnología cambió enormemente. Recuerdo que cuando Argentina se rindió, sentí una enorme sensación de fracaso.
Cuando llegué a los 40 ya estaba divorciado, con mis hijos viviendo a 300 kilómetros de distancia y yo solo por primera vez en mi vida. Ya trabajaba en negro, sin aportes de jubilación y sin cobertura social. Dos años atrás había hecho algo interesante: inventar Axxón. Durante una buena parte de esta década Axxón estuvo, quizás, en su mejor época. Conocí a Gladys, y eso fue bueno. Lo mejor de mi vida.
Tengo 50, estoy sin trabajo y sin esperanzas de encontrarlo, no tengo cobertura social ni jubilación, tengo nuevos dolores en el cuerpo y se me rompió el aparato de los dientes. La vista me falla, pero no tengo plata ni para arreglarme esos dientes ni para hacerme los anteojos. En casa están faltando las cosas básicas. Alguien de mi familia carnal, el único que queda de mis cercanos que podría ayudarme, me negó apoyo y se evadió, mostrándome absoluta frialdad. El país está destruido y veo claramente, por primera vez, la falta de futuro. Tengo una rara sensación: que no voy a durar mucho tiempo así.
¿Y qué estoy haciendo? Esto: Axxón.
Es dejar una semilla sembrada. Sembrar un árbol. En la casa de mis padres hay un pino que adornábamos para navidad. Yo tenía ocho, diez años, y llegaba, poniéndome en punta de pie, a ponerle la estrella del remate. Es árbol tiene hoy más de quince metros de alto. Con Gladys pusimos un pino en nuestro jardín. Venía con maceta y todo; nos costó un poco moverlo, pero no por el árbol: la tierra era lo que más pesaba. Lo llevamos entre los dos y lo plantamos. Hoy tiene seis metros de alto y el tronco es casi más grueso que mi cuerpo.
Me gustan las plantas y los animales. Sembrar es una maravilla, como hacer magia. Me enorgullece ver crecidos esos brotes que planté. Quizás vea un mundo mejor —y si no lo veo, espero que lo vean otros— y en él reconozca —o reconozcan ustedes— árboles que ayudé a crecer.