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F i c c i o n e s |
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EL MAYOR PODER |
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1. Introducción: Si es la primera vez que lees esta historia, si nadie te ha hablado de ella, entonces aún no posees ninguna información, no sabes qué pasará, no has visto el entramado y no conoces las opciones que éste presenta. Y realmente no deseas verlo, aunque eso signifique poseer el Mayor Poder que pueda ambicionarse, porque el conocimiento es poder pero también es desdicha, es perder la posibilidad de la sorpresa, la posibilidad de ser feliz. Sé que prefieres dejar de leer aquí, realmente no te interesa lo que voy a contar. 2. El comienzo: Comienza esta historia en aquellas tierras lejanas donde el sol es dueño de todo lo que toca, donde la arena se mezcla con el aire caliente y las ciudades desafían la sequedad con altos minaretes y ostentosas mezquitas. En una de estas ciudades, reposo obligado de las largas caravanas que atraviesan el desierto, la nobleza apenas se mezcla con el fantasma de mil caras quebradas por el sol, marcadas por historias de odios, de rencores y batallas, fantasmas pobres que deambulan por las callejuelas estrechas, por el mercado de la plaza principal frente al palacio, fantasmas dispuestos a matar por un pedazo de pan, por una moneda o una mujer. Entre la plebe, los soldados del cadí y las prostitutas desteñidas por el paso de los hombres, entre los camellos que descansan en la sombra generosa y los comerciantes que anuncian a los gritos su mercadería, hay un hombre diferente a los demás hombres. Sus ojos oscuros se asoman bajo el turbante y buscan un lugar donde descansar, sus ropas oscuras demuestran su condición de guerrero tuareg del desierto. Los hombres sucios se apartan a su paso con una mezcla de respeto y odio. La fragancia densa de putrefacción y perfumes, de olor a fruta fresca y a carne asándose, lo conduce hacia el mercado de la plaza principal. Su única ambición es desprenderse del sudor y de la arena del desierto, comer algo, quizá darse un baño en la fuente pública del oasis, y luego descansar, y luego alejarse, seguir ese camino sin camino a través de las dunas que nunca se mantienen iguales. Pero Allah le reserva otros destinos en la forma de una mujer. Los ojos negros de él recorren la plaza quizás buscando un descanso del amarillo del desierto en esa multitud harapienta: tierra apisonada, estiércol de camello, luego unos pies oscuros y sucios apresurándose, una tabla con frutas que se anuncian frescas y la boca de un mercader pregonando aquella frescura imposible en medio de una plaza recalentada por el sol, una marea de turbantes de colores apagados, suciedad y aridez, más bestias arrastradas por hombres y más hombres sobre las bestias jorobadas, y el cielo completamente azul, y la añoranza de una nube, de un instante de sombra, y la figura del palacio del cadí que contrasta con la plaza, y los minaretes, y el sol y nuevamente los minaretes y guardias algo menos sucios que los hombres de la plaza porque son los guardias personales del cadí, y lanzas y cimitarras en manos ásperas y curtidas por el desierto, y más guardias conformando un círculo alrededor de algo, un círculo de gente moviéndose, guardias moviéndose hacia el centro de la plaza y algo oscuro en el centro del círculo, la mano del tuareg sobre la empuñadura de la espada, oscuridad y gritos que se acercan, fantasmas de caras delgadas rodeando el círculo de lanzas, fantasmas expectantes, una voz en el círculo, una forma de mujer y una cara de mujer, unos ojos oscuros como los suyos, humedad en los ojos, ojos negros, desesperados ojos oscuros que sin parpadear miran sus ojos, ojos de mujer, ojos que jamás ha visto, ojos que jamás podrá olvidar. El tuareg se incorpora, la mano continúa en la espada, en el medio de la plaza el círculo se detiene, la multitud espera con un silencio sediento las palabras de algún funcionario del cadí. Allah a veces actúa de maneras extrañas y extraños son sus designios, pero sólo Él conoce el Mayor Poder, ése que ahora comparte conmigo. La voz del funcionario enuncia una serie de agravios cometidos contra el cadí por un comerciante desconocido para el guerrero; luego, señala a la mujer de los húmedos ojos oscuros que, como hija del acusado, debe pagar; al fin anuncia la sentencia del cadí: el círculo de guardias simplemente se retirará cuando el sol caiga, en unos minutos, y la mujer de ojos oscuros será entregada a ese fantasma de caras quebradas, de bocas desdentadas, de ojos sin brillo que brillan al escuchar las palabras del funcionario, fantasma tumultuoso de instintos bestiales, de bocas babeantes y manos crispadas, de turbantes descoloridos y mugrientos, de cabezas envueltas en sueños repetidos, sueños animales de ojos y mujeres y formas como las de ella, cabezas ocultas que esperan impacientes la llegada de la noche para disputarse la mujer como un trofeo, para ser los primeros, fantasmas que saben que ella no vivirá demasiado. El sol comienza a esconderse y en algún calabozo oscuro, en algún rincón del palacio del cadí, un comerciante que no ha podido soportar el dolor muere antes del anochecer de su hija. El tuareg se incorpora, no piensa, no ve ni oye. La multitud ha vuelto a esconder los ojos de ella, que lo han observado por un instante y ahora permanecen en su memoria fijos, húmedos de llanto pero carentes de miedo, y él escucha una y otra vez las palabras que no fueron pronunciadas: "sólo tú, guerrero, podrías salvarme de la más horrible e injusta de las muertes". Y ya no existe el desierto ni la sed ni el hambre ni el cansancio, sólo ella contenida apenas por el círculo de guardias que la plebe teme enfrentar, por el círculo que desaparecerá de un momento a otro dejándola frente a un océano de caras sudorosas que la devorará irremediablemente. Nada existe para el tuareg excepto las palabras que encontró en los ojos de la mujer y que Allah le repite al oído. A unos cientos de metros en esa misma plaza, lejos de un sueño que sabe imposible, apoyado sobre la boca de un pozo profundo que esconde el mayor bien del desierto, un anciano muerde sin ganas un durazno. Observa con ojos sin brillo la multitud lejana como un océano y añora tiempos mejores en los que hubiera podido disputarse el botín sin condenarse a una muerte segura. A la hora del instinto, la plebe no podría respetar ni la vejez ni la vida. Observa entonces el espectáculo que está a punto de mostrarse, olvida por un momento el durazno caliente que descansa en su mano, ignora la leve frescura que asciende desde el pozo, ignora la semilla del durazno, protegida aún por la pulpa que yo observo, ignora que en su mano descansa el Mayor Poder. El tuareg, sabiendo que no debe esperar a que se retiren las lanzas, se incorpora decidido hacia la multitud. La mano no ha soltado la espada. Un mordisco desganado y el sol muestra apenas su último reflejo y el guerrero avanza y otro mordisco y la semilla del durazno asoma ante los ojos de Allah y otro paso decidido y otro mordisco y la mano que no suelta la espada que comienza a deslizarse y otro paso más rápido y una boca que se abre para tragar otro pedazo de fruta y una boca que se abre en el inicio de un grito y la semilla desnuda en la mano del viejo y la espada desnuda en la mano del hombre y la boca desdentada del viejo en una expresión de asombro, el círculo de guardias comienza a abrirse y el sol termina de desaparecer tras el horizonte y la boca abierta en el grito y la espada levantándose y la mano del viejo moviéndose lenta y las bocas babeantes abriéndose ante la expectativa de la sangre y el placer, y la espada en alto, los pasos firmes y repetidos, y la mano arrugada que se abre en un movimiento descuidado y suelta la semilla que se precipita al abismo húmedo, rebota contra las paredes de piedra, se aleja del griterío hacia la oscuridad más completa, choca contra las paredes de piedra alejándose del desierto y más cerca del agua, la semilla que cae, que rebota, que está a punto de hundirse en un agua fresca que no conoce la luz del sol, la semilla que al hundirse produce gotas de agua que salpican las paredes del pozo, la semilla hundiéndose y arrastrando consigo un laberinto de posibilidades. 3. El punto de quiebre: 3.a: Diez gotas de agua sobre la piedra, siete, tres. Tres gotas que se deslizan nuevamente hacia su origen, paralelas, como buscando la semilla oculta en las profundidades. Tres hilos que, sin tocarse, desaparecen en el agua. Sobre el pozo, el anciano, el griterío y la espada ansiosa de sangre que sólo encuentra el vacío de ese fantasma temeroso que se aparta ante los movimientos circulares de la espada. Los ojos negros nuevamente ven los ojos negros y las lanzas forman un muro protegiendo a la mujer también del instinto del guerrero, lanzas que ignoran la diferencia de sus intenciones. El tuareg se detiene confundido, su ira no es contra aquellas lanzas que aún protegen a la mujer; baja la espada. La multitud entonces se arroja sobre él y Allah arrebata la espada de sus manos. Pero el círculo se agranda y ahora las lanzas también lo protegen a él. Los ojos negros de los dos se encuentran y sueñan con la felicidad de una vida juntos. Afuera, los ojos sin brillo sólo piensan en matar y en el placer. Únicamente Allah sabe qué designios guían las acciones de los guardias del cadí. Tal vez una gota de agua podría cambiar el Destino, pero el sol desaparece y el círculo ahora se retira, dejado indefensos a los ojos negros. La espada que rompe los sueños del guerrero es, paradójicamente, su propia espada en una mano anónima. El océano del desierto cubre luego a la mujer, pero los ojos húmedos ya están cerrados, el corazón ha dejado de latir... quizá cuando murió el guerrero... quizá cuando se fue su padre... quizá cuando entendió lo terrible de su destino... quizá porque Allah deseaba evitarle la peor de las muertes y la suspendió en un sueño hermoso de ojos negros como sus propios ojos húmedos, un sueño de ojos firmes, fijos ojos de guerrero, ojos que jamás había visto y que ahora sabe suyos para la Eternidad. 3.b: Diez gotas de agua sobre la piedra, siete, tres. Tres gotas que se deslizan nuevamente hacia su origen, uniéndose, buscando la semilla oculta en las profundidades. Tres hilos cristalinos que se fusionan para luego desaparecer en el agua. Sobre el pozo, el anciano, el griterío y la espada ansiosa de sangre que se hunde en el fantasma ansioso de sangre también. Descargando furiosos mandobles el guerrero llega hasta la mujer y ahora sí lee el miedo en sus ojos húmedos. El fantasma de caras quebradas se cierra sobre el guerrero, buscando su retaguardia. Desde las sombras que cubren la plaza, aceros fríos rasgan la ropa y la carne del tuareg, multiplicando los hilos de sangre. Pero, ignorando las heridas, lo que el guerrero multiplica es su espada, crece su ira y crece el temor de la multitud, comete el error de olvidar por un instante los húmedos ojos negros, y Allah no perdona los errores. Acaso guiada por Su mano, la ira ciega en forma de espada mancha de un rojo vívido los turbantes descoloridos, corta los sueños animales de las bocas que ahora babean sangre, apaga el brillo de los ojos sin brillo. Pronto el fantasma renuncia a la mujer... pronto la plaza queda vacía de instintos y cubierta de cadáveres aún calientes... pronto la mano del tuareg suelta la espada... pronto el guerrero cae de rodillas, debilitado su odio y pronto recuerda los ojos húmedos y negros de la mujer, a quien la espada tampoco ha perdonado. Cuando comprende lo que ha hecho, el tuareg enloquece. Allah no perdona los errores pero es infinitamente piadoso y le concede el don de la locura como una forma de olvido... 3.c: Diez gotas de agua sobre la piedra, siete, tres. Tres gotas que se deslizan nuevamente hacia su origen, buscando la semilla oculta en las profundidades. Dos gotas de agua que se cruzan, dos hilos que forman uno y otra gota que corre paralela para desaparecer en el agua. Sobre el pozo, el anciano que observa, el griterío y la espada ansiosa de sangre que no encuentra más que el vacío de ese fantasma que, temeroso, se aparta de sus movimientos. Los ojos negros nuevamente ven los ojos negros pero las lanzas forman un muro protegiendo a la mujer también del instinto del tuareg; las lanzas ignoran sus intenciones. El guerrero no se detiene y el odio de ese fantasma de mil caras quebradas se trasforma en admiración al ver cómo enfrenta a los guardias personales del cadí, superiores en número. Los sueños de mujeres de ojos negros son desplazados por sueños heroicos, por el odio a la justicia del cadí que no siempre es la de Allah, y los ojos sin brillo deciden que ha llegado la hora de que la justicia de El que no Muere ajusticie al cadí. Manos anónimas se multiplican sobre el círculo que el tuareg ha quebrado y ahora son las ropas no tan sucias las que se manchan de sangre. Pero el palacio está demasiado cerca y más manos ásperas llegan y el fantasma recuerda su condición cobarde y el círculo vuelve a cerrarse arrastrando a los guardias caídos, a la mujer de ojos negros y al tuareg prisionero de la justicia del cadí, extremadamente sabia para el tormento. El acero hirviente ciega los ojos negros y el hirviente acero ciega los ojos húmedos. Las dagas filosas cercenan las lenguas, pero no es ese el tormento. Muchos años pasan... Por debajo de aquellas tierras lejanas donde el sol es dueño de todo lo que toca, donde la arena se mezcla con el aire caliente y las ciudades desafían la sequedad del sol, un hombre se consume en un calabozo oscuro. Recuerda unos ojos húmedos, ojos oscuros como sus propios ojos, ojos ahora también marchitos, ojos que jamás habían visto ojos como esos, ojos que jamás volverán a ver. Pero no es ese el tormento: el cadí le ha perdonado la vida a la mujer para que el tuareg no muera, y sabe que la mujer no morirá porque le ha perdonado la vida al guerrero. Mudos y ciegos, en la oscuridad de los calabozos subterráneos del palacio del cadí, los ojos negros se encuentran en la memoria y en la esperanza absurda que los mantiene vivos. Caprichosos son a veces los caminos de Allah: el refinamiento de la tortura consiste en que apenas unos pocos metros separan a uno del otro, apenas una pared... o quizá haya un hueco en la pared... quizá Allah haya puesto una ventana con barrotes y quizá, en el silencio de las penumbras y en el silencio de los ojos, las manos del guerrero encuentren el consuelo de las manos de la mujer... o quizá jamás sepan quién es el otro... o quizá no necesiten de sonidos e imágenes para reconocerse. Quizá, en la peor de las condenas, hayan encontrado alguna forma de consuelo. Epílogo: Hay un anciano junto a un pozo en la desierta noche del desierto, y sus ojos han sido mis ojos en esta historia. Ahora sabes, al igual que yo, qué sucederá cuando las gotas se unan con el agua. Quizás desees que corran paralelas, o que se unan entre sí, o que tres hilos de agua se trasformen en dos. Sabes qué pasará en cualquiera de los casos y hasta tienes la posibilidad de elegir. Esta historia ha perdido su magia porque conoces su punto de quiebre. Pero ese punto es apenas un instante, y las posibilidades que conoces son apenas tres. Puedes tratar de imaginar qué hubiera sucedido si las gotas se hubiesen evaporado, o si unos pies oscuros y sucios hubieran tomado otra dirección, o si los ojos del guerrero no se hubieran cruzado con los de la mujer... En cada momento de cada una de las historias hay diferentes opciones que conducen a caminos diferentes; el mayor castigo sería, en consecuencia, conocer esas opciones. Si así fuera tendrías el Mayor Poder, pero ya no te importaría porque, como en esta historia, la vida misma perdería la sorpresa. ALEXIS JAVIER WINERAlexis Javier Winer es argentino y trabaja como diseñador web en una importante empresa petrolera. Se ha esforzado durante casi diez años para lograr tener en cartera una vasta producción de textos que van desde la CF hasta el policial y el costumbrismo. Nos cuenta que ha trabajado sin descanso para pulir sus habilidades.Actualmente está en avanzadas negociaciones con la Editorial Sudamerica por la publicación de una novela de CF. Fue premiado recientemente en el Concurso Axxón, Mundos Diferentes, por su cuento "Por la vía sentimental".
Ilustrado por Valeria Uccelli |