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F i c c i o n e s

1807
Alejandro Alonso

Ned Howard manipulaba los enseres de su oficio, pluma y secante, a una velocidad que el dueño de casa no creía posible. La pluma se deslizaba sobre el block de hojas en una onda casi continua, apenas interrumpida por algunas salpicaduras de tinta y unas pocas tachaduras menores. El teniente retirado Nathan Leicester, el dueño de casa, intentó descifrar qué era lo que estaba escribiendo Howard, pero dos cosas le jugaban en contra: el ángulo invertido (estaba del otro lado del escritorio) y su total desconocimiento del método estenográfico que usaba el periodista del London Times.
     —Sudamérica... —murmuró el periodista, puso un punto final y levantó la mirada, como si emergiera a la conciencia después de una fiebre prolongada—. ¿Había estado antes allí?
     —No, yo no. Pero mi padre sí —respondió el teniente—. Hizo varios viajes a diversas colonias españolas, e incluso aprendió el idioma. Parte de la fortuna familiar tiene que ver con los contactos y algunos negocios que hizo durante ese tiempo. Pero eso fue hace mucho, antes de mi nacimiento, y mi padre no hablaba mucho de toda esa época, como tampoco hablaba de sus aventuras amorosas de soltero...
     Leicester hizo una pausa para observar a su interlocutor. Howard seguía afanándose en conseguir una versión estenográfica lo más completa posible de sus declaraciones. Entonces, una recóndita voz de alerta le recordó al teniente que estaba hablando con un representante de la prensa, que no era tiempo de confesiones.
     —Por favor, no ponga eso que le dije sobre las aventuras de mi padre. No viene al caso.
     —No se preocupe. No pensaba hacerlo —dijo el periodista y le mostró una sonrisa pletórica de marfiles—. Maneja usted muy bien la ilación de los hechos. Ya me había dado cuenta de ello en la recepción, cuando me contó sobre la expedición de 1807.
     El teniente no supo si ese comentario era para halagarlo, y de esa forma ganarse su confianza, o si era sincero. Daba igual: por cortesía tenía que mostrarse como si lo creyese sincero.
     —Llevo un diario de viajes y otro que es más personal —dijo Leicester—. Y cuando uno se acostumbra a poner por escrito las impresiones, los pensamientos, lo que hizo o lo que vio a lo largo del día... usted lo sabe mejor que yo: al final uno termina volviéndose más ordenado, más preciso. Debe ser eso.
     —¿Cuándo fue el desembarco? —preguntó el periodista.
     Leicester puso cara de hacer memoria. Era un gesto fingido: el teniente había consultado su diario de viajes de aquella época y había memorizado diez o doce fechas importantes. Todo formaba parte de una rigurosa puesta en escena que había empezado cuando le señalaron la presencia del corresponsal en aquella gala diplomática y había seguido con un comentario casual que intrigó a Howard sobre los hechos de 1807, y luego la invitación a la casa de fin de semana de Leicester en las afueras de Londres. El teniente creía que, con un poco de habilidad durante el reportaje, podría salir beneficiado. Además, toda la historia era cierta. No había nada de malo en querer sacarle un poco de rédito al asunto.
     —Es que pasaron tres décadas casi —explicó Leicester—. Si no me falla la memoria, a principios de junio llegamos a Monte Video, a bordo del Chapman. Eramos doscientos ochenta hombres del 95° de fusileros y estábamos bajo el mando del mayor McLeod y del general Craufurd. —El teniente sonrió al recordar genio y figura del general—. "Black Bob" Craufurd, le decían. Tenía muy mal carácter, pero era un buen líder... a pesar de que algunos charlatanes en el juicio hayan dicho lo contrario.
     —Principios de junio, sí —dijo Howard sin levantar la vista del block de hojas—. Craufurd...
     —Recién el 20 o el 21 nos asignaron un barco para el cruce a Buenos Aires —continuó Leicester—. Era una nave comercial. Su capitán se la había ofrecido a Whitelocke para el transporte de tropas y el general la aceptó. Tardamos un par de días en levar anclas. El viento soplaba en contra y había marejada. Así que tocamos tierra por primera vez el 24 de junio. Pero la invasión no fue sino hasta el 28 de junio. Creo que el Times publicó un detalle de las acciones. Usted no lo debe recordar porque era muy joven, pero puede buscarlo en los archivos.
     A Howard le molestó el tono paternalista y la alusión a su juventud. En palabras de un militar retirado, eso podía ser sinónimo de incompetencia. Leicester notó la expresión del periodista y al punto se mordió la lengua. Lo que menos necesitaba era que su interlocutor se sintiera subestimado.
     —Yo ni siquiera había nacido —acotó Howard secamente—. ¿Qué edad tenía usted cuando desembarcó en Buenos Aires?
     —Veintidós.
     —Yo tengo veintidós, cumpliré veintitrés en un mes —dijo Howard, y agregó para sus adentros: "Así que no sea tan condescendiente".
     —Vaya coincidencia —respondió Leicester. Por la sonrisa del periodista supo que los tantos habían quedado iguales.
     —Veintiocho de junio... Y entonces se encontraron con esos gouchos. ¿Se dice así?
     —Nos encontramos con los "gauchos". Bueno, no eran gauchos, pero a nosotros nos parecieron gauchos...
     Por un momento el teniente se quedó en vilo entre una frase y la siguiente. Después sonrió, pero era un gesto vacío. Estaba como en blanco.
     Howard dejó de escribir y clavó la mirada en el rostro del teniente retirado.
     —Muy bien. Empiece por el principio...
     Leicester sintió como si el dique que mantenía confinados a sus sentimientos sobre el tema se hubiera roto. Y esos sentimientos le recordaron por qué había permanecido en silencio durante casi tres décadas, y estuvo a punto de cancelar la entrevista. Todo el asunto le provocaba una ominosa sensación de incomodidad. Como la que podría sentir un hombre desnudo en una iglesia. O como la que podría sentir un espía durante un cónclave enemigo. Se preguntó cuántas veces su padre habría sentido la misma sensación, pero no tuvo tiempo de resolver esa duda.
     El periodista esperaba una respuesta.
     —Deme un minuto —dijo—. Ya vuelvo.
     El teniente se levantó y salió de la oficina para volver al cabo de unos minutos con un volumen encuadernado en piel. Por la forma, Howard supo que era algún tipo de diario personal.
     —Déjeme leerle un fragmento de mi diario. Si quiere, después le permitiré copiarlo.
     —Muy bien. Se lo agradezco.
     Leicester apuró el whisky y después pasó las páginas hasta dar con la fecha.
     —Desembarcamos el 28 de junio. El 27 no pudimos...
     El militar encontró el fragmento que buscaba y empezó a leer:

     28 de junio de 1807, por la mañana.
     Subimos a los botes y completamos la última milla a remo. Cerca de 4.000 soldados, según los cálculos de Holland. En la ciudad nos esperan más de 1.600 de la tropa regular y varios miles más de la chusma. Nuestro hombre en la ciudad dice que apenas están organizados, no usan uniforme y la disciplina de la tropa está totalmente relajada. Pero en la ciudad hay 40.000 almas. No tengo dudas de que ganaremos la batalla, pero me pregunto cuántas de esas almas se reconciliarán con el nuevo orden de las cosas.

     Leicester se aclaró la garganta y pasó la página.

     El desembarco fue bastante desorganizado. Tanto que la avanzada y el resto de las fuerzas arribaron más o menos al mismo tiempo. Era una playa arenosa, a unas tres millas de la Ensenada de Barragán, entre ésta y otro lugar que llaman Punta Lara. Nos preparamos para tomar una fortificación que hay en la ensenada, pero no tuvimos resistencia. Estaba abandonada. Fue en ese momento que comencé a pensar que algo estaba mal. No sé qué.
     Cosas.
     Durante el desembarco, nos dimos cuenta de que había un curso de agua, como de unos 20 metros de ancho, que corría paralelo a la playa, para terminar desembocando a un kilómetro de donde pisamos tierra. Esto nos obligó a volver a lo botes y correr el punto de desembarco. Fue todo un lío.
     Cosas...

     —Creo que estaba susceptible, teniente —interrumpió Howard—. Nunca estuve en batalla, pero me imagino que la situación es propicia para toda clase de pensamientos aciagos. No debe avergonzarse por algo que es lo más natural del mundo.
     —Usted tiene razón en un punto: hasta ese momento podía ser mi susceptibilidad, mi tensión en las vísperas de la batalla. Y usted tiene todo el derecho del mundo a pensar que ahora la memoria me juega en contra y me hace creer que en aquel momento sentí cosas que sólo son fruto de la retrospectiva. Por suerte, cada noche, yo dejaba todo por escrito en mi libreta de mano. Este diario es una copia literal de esos apuntes. Así que esa sensación fue real. Fue premonitoria.
     —Entiendo. Continúe, por favor...

     Hacia el mediodía había desembarcado casi la totalidad de la tropa. Avanzamos por un suelo arenoso y plano que se volvió pantanoso después de un tramo, en las cercanías del pueblo de Barragán. Había zanjas y ciénagas. Los caballos se quedaban atascados en el barro y era difícil sacarlos. No sé cómo hicieron los artilleros y los marineros para llevar los cañones, fue todo un lío.
     El pueblito está en una elevación que ya habíamos divisado desde la playa. Unas pocas casas de construcción bastante pobre. Tomamos posesión del lugar y obligamos al señor Val, uno de los hombres, a servirnos de guía. Hablaba un poco de francés y yo hablaba algo de castellano...

     
—¿Usted habla español? —interrumpió Howard por segunda vez.
     —Sí, un poco. Mi padre... Cuando mi padre hablaba sobre sus viajes, lo hacía en español. Así me obligó a aprender el idioma. No me pregunte por qué lo hacía. Todos los hijos de John Leicester aprendieron esa lengua de escucharlo.
     —Entonces sí hablaba con ustedes de esas aventuras, les contaba cosas...
     —Sí, tiene razón. Me pescó en una mentirita. Verá, no es nada que yo pueda discutir con usted, y nada que tenga que ver con este relato. Usted tendrá que disculparme.
     —No se preocupe —se apresuró a decir Howard—. No quiero abusar de su confianza, sólo que no puedo evitar señalarle las contradicciones. Gajes del oficio.
     —Le ruego discreción —dijo el teniente. Al pronunciar la última palabra, se inclinó levemente, como si con ese acto pudiera materializar algún compromiso visible.
     El ruego era casi una orden.
     —Cuente con ello —respondió Howard y los marfiles brillaron otra vez por entre sus labios—, le doy mi palabra.

     No había caminos ni sendas —leyó Leicester—. Así que avanzamos con bastante dificultad hasta otra elevación, desde donde se dominaba todo el panorama.
     Allí había tres casas. En una se instaló Craufurd, en otra el general Gower y la tercera sirvió como cuartel general. Se dispuso una guardia a un kilómetro del lugar. Se instalaron varios puestos separados unos doscientos metros unos de otros, con cuatro hombres cada puesto. Uno de vigía y mirando al frente, uno que recorría la distancia entre las posiciones, y otros dos que descansaban. Las guardias eran de dos horas.
     A la una de la mañana tuve que reemplazar a uno de los guardias, que cayó enfermo. Estuve despierto hasta las tres, momento en que fui relevado. Pero permanecí en el puesto, descansando.
     A mitad de la noche, alguien me tocó el brazo. Grande fue mi sorpresa cuando vi que todos estaban dormidos y que dos extraños, dos gauchos supuse, estaban sentados a unos pasos de donde yo dormía. Pensé que era nuestro fin, que los españoles habían tomado la guardia. Pero no estaban armados más que con lazos hechos de tiras de cuero.
     Me hablaron en castellano. Me dijeron que no me preocupara, que no eran españoles.
     Me hablaban a mí. De todos los que estaban en el puesto, me habían despertado a mí, que era el único que hablaba español. ¿Cómo lo supieron?
     Les pregunté qué querían, les dije que tarde o temprano el relevo iba a llegar y entonces los iban a descubrir. Yo solamente estaba tratando de ganar tiempo.
     Sonrieron. Se acercaron un poco más aunque, como no habíamos hecho fogata, apenas pude distinguir sus facciones. No eran europeos, su contextura era más pequeña. Uno de ellos tenía cabello lacio y oscuro, el otro enrulado y rubio o canoso. Por lo demás, no usaban barba ni bigote, tenían los ojos pequeños, la piel era pálida a la luz de la luna y olían mal. Estaban vestidos con pieles. El de cabello enrulado iba desnudo debajo de las pieles, lo supe por lo que vi asomar a la altura de su rodilla...

     —Vaya. ¿Tan bien dotados están esos gouchos? —interrumpió Howard por tercera vez.
     —No eran gauchos —cortó Leicester y bajó la vista para seguir leyendo y para no tener que dar explicaciones incómodas.

     Me dijeron que eran del Litoral y les creí. También dijeron que no venían a comerse a los ingleses... Ahora que lo escribo me parece una bravuconada, pero en ese momento no se me ocurrió dudar de su palabra. Lo dijeron con tranquilidad y espíritu conciliador, como quien dice "no te haré daño, no te preocupes". Tal vez sean antropófagos. No sería raro en estas tierras salvajes.

     
Howard levantó la pluma y se acomodó en su asiento. Leicester le clavó la mirada: no fuera cosa que se le ocurriera hacer otro de sus comentarios.
     El periodista sonrió.
     —¿Qué más le dijeron?
     —Que tuviera cuidado. Que Buenos Aires no era lo que parecía y que mis compatriotas del 71° lo sabían bien.
     —¿Los Highlanders?
     —Sí... "¿Qué pasó con el 71°?", les pregunté. Y entonces el rubio sonrió y me dio un atadito de cuero. Pensé que eran monedas.
     —¿Y qué eran?
     —Setenta y seis insignias.
     —¿Dónde las tenían? —preguntó Howard. Había dejado de escribir.
     —Con los suyos. En alguna parte de esa llanura infernal. O en el litoral... Nunca supe.
     —Es... terrible. ¿Se los comieron?
     Leicester siguió leyendo:

     El de pelo lacio me dijo que los highlanders no habían tenido suerte, pero que eso era previsible, porque Buenos Aires carecía de poder. Buenos Aires no podía, y entonces nadie podía contra Buenos Aires.

     —Es un poco confuso —interrumpió Howard por enésima vez.
     —Lo es, sí. Es un lío. Aparentemente lo que me querían decir es que el sentido de las cosas... la lógica no funciona bien en esa región. —Leicester levantó la mirada al techo, se encogió del hombros y movió sus manos, como haciendo malabares con palabras-clavas que no terminaban de materializarse. Después de unos segundos de ese ejercicio vano, retomó el relato con más seguridad—. Le voy a dar un ejemplo. Apenas llegamos al Río de la Plata nos dimos cuenta de que las propiedades, lo que ellos llaman estancias, son inmensas, ilimitadas. Y en lugar de animales salvajes hay vacas y caballos sueltos por toda la llanura. Es ganado salvaje y lo cazan. ¿Entiende? Ellos lo llaman "cimarrón". ¿Usted se imagina cazando vacas? Es algo ridículo...
     Leicester se tomó unos segundos para atrapar un recuerdo fugitivo.
     —Ellos usan sogas con piedras atadas a los extremos. Ellos las llaman boleadoras. Permítame mostrarle, en el ático tengo una de esas...
     Mientras hablaba, Leicester se levantó y se dirigió a la puerta.
     —¿Dónde estará Carter? —dijo—. Debe estar atendiendo a los caballos... Me demoraré unos minutos nada más. Sírvase otro whisky.
     El teniente salió.
     El periodista llenó más de la mitad del vaso de whisky desmañadamente, salpicando a diestra y siniestra. No estaba mirando lo que hacía. Estaba mirando la entrada. Tomó el vaso, caminó hasta la puerta y, después de asegurarse de que el teniente realmente se había ido a buscar las boleadoras, se abalanzó sobre el diario.

     Me dijeron que eran del Litoral y les creí —leyó el periodista—. También dijeron que no venían a comerse a los ingleses... Ahora que lo escribo me parece una bravuconada, pero en ese momento no se me ocurrió dudar de su palabra. Lo dijeron con tranquilidad y espíritu conciliador, como quien dice "no te haré daño, no te preocupes". Tal vez sean antropófagos.
     "¿Cómo está John?", me preguntaron. "¿Vino con vos?"
     Les pregunté quién era John. Dijeron que se referían a mi padre. "Ya no está, ¿no es cierto?. Murió. Ñanderú reclama lo que de él viene, pero con ustedes es muy avaro. El alma no les dura nadita. A lo mejor vemos a su yaguareté por estas tierras, Natalio. A lo mejor su atsyyguá, su alma-animal, se vino desde el otro lado del mar."
     "Vas a necesitar ayuda, gringo", agregaron. "Buenos Aires no es lo que parece. Tu viejo lo descubrió y lo supo aprovechar pa´ meter alguna mercadería de las que él vendía. Él nos prometió una guerra hace mucho, Natalio, porque desde que vinieron los españoles, hay hambre. Mucha hambre. Flaquitos, estamos."
     "Tomá, esto les pertenece. Cuando salieron de la ciudad, nos dimos cuenta de que no eran españoles, pero nuestros hijos querían carne fresca y les daba lo mismo".
     Eran setenta y seis insignias del 71° de Highlanders. "Mala suerte, gringo. Espero que tengás más suerte vos y estos milicos. Porque prefiero comer carne española. Pero ojito con Buenos Aires, porque no tiene ningún poder, es como meterse en el barro. No se resiste. Pero más te movés, más te hundís. Y como no se resiste, como está abandonada de toda suerte, entonces nadie puede contra Buenos Aires. Tu viejo lo sabía, por eso estamos acá. Para prevenirte".

     Howard levantó la vista y entonces su rostro se puso rojo primero y pálido como el hueso un instante después. Leicester estaba con las boleadoras en la mano, mirándolo de una forma que estaba a mitad de camino entre la reprobación y la indignación.
     —Periodistas... Ahora lo sabe —se quejó el teniente—. ¿Qué piensa hacer?
     Howard tragó saliva.
     —Nada —dijo, después de un rato—. Hubiera sido más fácil si usted me conociera mejor. Si supiera cómo soy... No voy a hacer nada.
     —No le comprendo.
     —Hace un año y medio escribí un artículo sobre un señor de cierta posición social que había malversado los fondos de su compañía. Un señor a quien yo conocía muy bien. No le voy a dar nombres, pero sí le diré que esa noticia trajo consecuencias. Los socios se enteraron y hoy yo llevo esa muerte sobre mi conciencia. No voy a hacer nada, teniente. Me hice periodista para satisfacer mi propia curiosidad, pero ya no guardo ningún interés en difundir todas las verdades que descubro. Hay verdades para las cuales nuestros lectores no están preparados. Así que no voy a hacer nada de nada. Pero yo...
     —Pero quiere que se lo cuente todo...
     —Después veremos qué es lo que hacemos público y qué es lo que nos guardamos, por el bien de toda esa gente que nos lee...
     "...y el de usted", agregó el periodista para sí mismo.
     —Almorcemos ahora, Howard. Después le seguiré contando. Le ruego que sea discreto frente a las mujeres. Ellas no saben nada.
     —¿Quién más sabe?
     —El coronel Pack sabía. Y después lo aprovechó para burlar su destino. Pack había participado de la primera invasión y había sido hecho prisionero. Fue dejado en libertad bajo el juramento de no volver a pelear contra España. Pero regresó con Whitelocke y peleó otra vez. Es un auténtico milagro que haya conseguido abandonar Buenos Aires... El general Craufurd también sabía, y su ayudante Holland. En realidad, la mayoría de los que quedamos atrapados en la iglesia de Santo Domingo... Allí fue la ceremonia.
     —¿Qué ceremonia?
     —Almorcemos ahora, Howard.
     Se dirigieron a la sala sin que mediara palabra. Allí lo esperaba la mujer y las hijas de Leicester.
     —Nicholas, mi hijo mayor, está de viaje. Ya conoce a mi mujer, Mary. Y éstas son mis hijas Lucy y Mady.
     Las muchachas hicieron una pequeña reverencia y sonrieron. Lucy rondaba los nueve o diez años y era rubia como su padre. Su hermana Madeleine, unos años mayor y en plena efervescencia adolescente, era estilizada y tan alta como su madre. Tenía el pelo largo, lacio y algo más oscuro, la nariz pequeña, y las facciones relajadas y angelicales.
     Howard, que era retacón y en absoluto apuesto, se quedó mirando a Madeleine por un tiempo mucho más prolongado que el que dictaban las normas del cortesía. El teniente Leicester carraspeó y eso rompió el hechizo.
     Sirvieron la entrada: una sopa de color rojo, que Howard tomó con la cuchara equivocada. Leicester carraspeó otra vez. Madeleine sonrió por detrás de la servilleta.
     —Siempre me he preguntado —dijo el periodista para disimular—, cómo es que los que llevan diarios personales pueden recordar tan bien los diálogos. Las frases exactas, aún en lengua extranjera.
     —Usted debería saberlo —dijo el teniente—. Nunca son las frases exactas, pero sí reflejan la esencia. Pero tiene usted razón en algo: tengo una excelente memoria para lo que la gente dice y cómo lo dice. Y si se refiere a las palabras en español, esa virtud se la debo a mi padre. Ya sabe, cuando nos contaba de sus cosas, no permitía que lo interrumpiéramos. Eso nos obligaba a memorizar las dudas e incluso la fonética de palabras que no comprendíamos. Al principio era un lío, pero después nos acostumbramos. Era un hombre muy estricto, pero gracias a eso hoy domino cuatro idiomas y mis hijas van por el mismo camino.
     —Notable —acotó el periodista, para no perder terreno.
     —De todos modos —siguió Leicester—, uno no escribe un diario personal para asentar con precisión lo que otros dicen o hacen, aunque obviamente es materia de análisis. Uno lo hace para asentar sus propias percepciones.
     —Muy cierto.
     El almuerzo se extendió por una hora y cuarto, al término de la cual, con un anís de por medio, se reunieron nuevamente en el estudio.
     —Le vuelvo a preguntar —dijo Howard apenas traspusieron la puerta—: ¿Qué ceremonia?
     —Permítame ir paso a paso. Es que tengo que contarle algo más del 71°.
     Leicester se acomodó en su asiento, rebuscó en un cajón y sacó una cigarrera de plata que extendió al periodista. Howard aceptó. Al tomar el cigarrillo, el periodista notó que al teniente le temblaban las manos levemente.
     —Cuénteme —dijo para disimular.
     —Verá: Luis y Ahó, los hermanos que me sorprendieron en la guardia, eran aborígenes. Esto lo habrá adivinado. Guaraníes.
     —Ya veo.
     —Los aborígenes creen en la magia, en monstruos que se le aparecen a uno en la selva y demás. Viven en un mundo que está muy lejano a nuestra rutina. Para ellos es algo de todos los días. Mi padre los conoció varias décadas antes de mi llegada a Buenos Aires, y estos dos hermanos le ayudaron a burlar el monopolio español y a dar forma a su rentable negocio. Antes de abandonar esa región, Luis le pidió a mi padre una guerra. Esto me lo contó el mismo Luis, así que no sé si es verdad...
     —¿Para qué querrían una guerra?
     —¿No lo adivina...?
     Howard apuró el anís y puso el vaso sobre la mesa para repetir.
     —Usted dijo que tal vez fueran antropófagos.
     —Me llamó mucho la atención que estuvieran tan fuera de su territorio, pero pronto descubrí que el pueblo de Luis y Ahó era muy poco representativo del resto de los guaraníes.
     —¿Qué me decía del 71°...? —interrumpió Howard.
     —Ah, sí. Para contrarrestar la ausencia de poder en Buenos Aires, estos guaraníes le dieron al 71° un amuleto, que los del regimiento cosieron a su bandera. Como usted sabe, al final de la primera invasión esta bandera fue capturada.
     —Sí, aún está en Buenos Aires.
     —Ese amuleto mágico era un hueso. O una astilla de hueso.
     —¿Por qué un hueso?
     —Luis no me dijo. No le pregunté.
     —No entiendo —dijo Howard, mientras recapitulaba en su cabeza todo lo que se había hablado—, ¿los aborígenes estaban de nuestro lado? ¿Habían tomado partido?
     —De alguna forma sí. Igual, viendo cuál fue el resultado final, yo sospecho que lo hicieron para emparejar las fuerzas. Creo que Luis quería una batalla larga y encarnizada. No le importaba mucho quién fuera a ganar.
     —Luis es un nombre español...
     —Sí, es cierto. No se llaman Luis y Ahó, pero ése es el nombre que eligieron. Y, hasta donde averigüé, tampoco son humanos.
     Leicester se quedó en silencio unos segundos para capitalizar esa revelación.
     Howard tragó en seco y miró al teniente. Lo miró como quien mira a un loco peligroso. En su fuero íntimo estaba evaluando cuánto de verdad podía haber en toda esta historia. Decidió que nada perdía con seguir escuchando. Además, algo le decía que Leicester realmente creía cada palabra de lo que le estaba contando. Tal vez fuera la carga de ansiedad en su voz, o el movimiento espástico de sus manos, o la frente salpicada de sudor...
     Leicester pasó por alto esa mirada y continuó.
     —Así que lo que ellos nos propusieron fue llegar a Santo Domingo y hacernos del amuleto. Eso nos daría una oportunidad de ganar la batalla.
     —¿Y Craufurd estuvo de acuerdo?
     —No, claro que no. Y tampoco le conté todo. Me hubiera acusado de loco o de traidor. Imagínese usted: 4.000 hombres bien entrenados del imperio más poderoso de la Tierra contra 1.600 militares españoles mal organizados y toda esa chusma. Claro, los españoles conocían el terreno y tenían ventajas de índole táctica. Pero para todos los que allí estábamos, perder no era una opción. Nosotros pensábamos que era una empresa comercial redituable, como cualquier otra. Que los criollos iban a sentirse seducidos por las posibilidades de nuestro padrinazgo y se iban a sumar. Que los españoles iban a perder esa colonia. Ese era el orden natural de las cosas.
     —Pero eso no sucedió...
     —Esa tierra es un lío. ¿Sabe quién gobernaba por entonces la colonia? No era un español, ni tampoco un criollo. Era francés: Santiago de Liniers. ¿Sabe cómo están hechos los caminos? No usan piedras, usan cráneos del ganado. Tampoco usan sogas: los lazos y las boleadoras se hacen trenzando cuero. Ese lugar es de pesadilla, nada es como tiene que ser...
     Leicester aplastó el cigarrillo y, en ese acto, pareció recordar otro detalle.
     —¡Y su economía! España los presionaba con el monopolio, pero los barcos con mercancías llegaban muy esporádicamente. Así que todo su sistema se apoyaba en el contrabando. ¿Entiende por qué le digo que las cosas eran al revés? No sé qué hubiera pasado si los criollos se hubieran opuesto desde el principio al monopolio. Imagino que si lo hubieran intentado, entonces habrían fracasado, y nosotros nunca hubiésemos tenido la oportunidad de venderles nada.
     —No entiendo.
     —Tuvimos que perder esa guerra para asegurarnos de que Buenos Aires se librara del yugo español, y al final fue la única manera de acrecentar nuestros negocios en América del Sur... No nos propusimos perder esa guerra, pero hoy Buenos Aires forma parte de nuestros destinos comerciales... ¡Si hasta hemos cruzado nuestras sangres! ¿Entiende lo que le quiero decir?
     —Está exagerando.
     —No creo que sea una exageración... A esto se referían Luis y Ahó. Todo eso sucede porque Buenos Aires no tiene poder, porque es como un sumidero de poder. Yo tampoco puedo explicármelo, pero los hechos lo demuestran sobradamente.
     —¿Todo eso está en el diario?
     —No, no todo. La mayoría. Será mejor que sigamos con el relato.
     Leicester tomó el diario y empezó a pasar páginas.
     —Al final, Luis y Ahó se ofrecieron a ser nuestro guías —dijo sin leer aún—. Y nos recomendaron una plaza llamada Mataderos de Miserere. Imagino que tenían una debilidad especial por esa plaza inmunda. Es un lugar destinado a la matanza del ganado. Después desaparecieron, volvieron con los suyos a la llanura... a cosechar lo que habían sembrado.
     —¿Algún cereal? ¿Frutas?
     —Hablo figurativamente. Entiéndame, no son humanos y son antropófagos. ¿Le queda claro? Querían comerse a los que huyeran de la ciudad. Luis y Ahó son los exponentes de una fauna imposible, que convive en ese país de pesadilla con el resto de la gente.
     El teniente dejó el diario, se puso de pie y empezó a revisar la biblioteca, en busca de algún volumen esquivo.
     —En su propio territorio —dijo—, al norte, los llaman Luisón y Ao Ao. Eso lo supe después. Son dos de los siete hijos de una pareja mitológica guaraní. Luisón es como el Loup-Garou francés, un hombre-lobo o algo así. Ao Ao es un monstruo con piel de oveja que se alimenta de quienes se pierden en la selva. La única forma de salvarse es subirse a una palmera, pero en la llanura no hay palmeras. Evidentemente puede tomar forma humana...
     Leicester dejó de buscar y se volvió hacia Howard.
     —Toda la progenie de estos dos estaba pendiente de la guerra que les prometió mi padre. Pero mi padre jamás hizo nada por honrar ese pedido. Y más raro aún es que yo, su hijo, estuviera allí para presenciarla...
     —No lo entiendo, Leicester —interrumpió el periodista—. Me cita a su casa de fin de semana para contarme algo extraordinario sobre los sucesos de 1807. Yo vengo, escucho y durante toda la primera mitad de la charla me miente respecto a que su padre no tiene nada que ver. Pero ahora parece que sí tenía que ver, y mucho...
     Ned Howard se levantó y empezó a caminar en sentido contrario al lugar en el que estaba Leicester. Hacia una pared que estaba coronada por el retrato de un militar con todas sus condecoraciones. Seguramente algún pariente lejano del teniente.
     —Toda la primera parte de su relato —continuó Howard—, estuvo plagada de omisiones. Y ahora empieza a contarme cosas sobre el 71° de Highlanders. Dice que en 1806 hubo desertores, lo cual es una muy grave acusación que no puede ser tomada a la ligera, y que además unos seres mitológicos se los comieron. No sé qué pensar, Leicester. No quiero ser grosero, pero póngase en mi lugar. Su relato va para adelante y para atrás, ensucia el honor de gente que ya no está aquí para defenderse, y dice cosas que son de lo más increíbles...
     —Usted me está malinterpretando, Howard —dijo el teniente en un hilo de voz—. Todo lo que yo sé está en el diario. Por favor, no se apresure. Déjeme contarle todo...
     Leicester vaciló: estaba pálido y era evidente que las piernas ya no lo sostenían. Quiso aferrarse a un parante de la biblioteca, pero no lo logró y cayó al suelo pesadamente.
     Howard se volvió y al ver al teniente en el suelo, corrió hacia él. Por suerte, el teniente no había pegado con su cabeza en ninguno de los muebles del estudio, y aún respiraba...
     Llamó a los gritos al ama de llaves. La mujer vio lo que estaba pasando y en un minuto estuvo allí con las sales de amoníaco en la mano. Howard se apartó y dejó que la mujer se hiciera cargo de la situación. Las hijas y la esposa de Leicester llegaron después y empezaron aflojarle la camisa y a pasarle el frasco aromático por debajo de la nariz.
     El teniente reaccionó.
     —Estará bien —dictaminó el ama de llaves, al tiempo que le hacía señas a Howard para que abriera las ventanas—. Ayúdenme a colocarlo en el sillón.
     —¿Qué pasó? —dijo el hombre mientras se trepaba al sillón con la ayuda de sus hijas.
     —Un desvanecimiento, querido —contestó su esposa—. Nada grave. El señor Howard nos avisó.
     —Qué contrariedad...
     —¿Podría ayudarlo a llegar al dormitorio, señor Howard? —preguntó Madeleine.
     —Sí, seguro.
     Con lentitud, Howard ayudó al teniente a remontar las escaleras. Una vez instalado en la cama de dos plazas, Leicester le hizo una señal a Howard.
     —Por favor, no importa si me cree o no. Lea usted el resto. Lea el diario. Me sentiré mejor cuando llegue al final. Yo... lo mejor será que trate de dormir un poco...
     Leicester estaba pálido y tenía la frente perlada de sudor.
     —Perdóneme, teniente. Creo que me pasé de la raya.
     —Sus dudas son razonables, Howard. Pero yo no tengo más que decir que lo que hay allí escrito. Así que léalo, usted vino para eso. En el diario no hay mentiras ni omisiones.
     —Gracias —dijo el periodista—, pero no es necesario que yo lea...
     —¡Lea, Howard! Hace mucho tiempo que no hablo de todo esto... A lo mejor usted entiende cómo son las cosas...
     —Como quiera. Estaré abajo si me necesita.
     —Gracias a usted y perdone este...
     —Nada que perdonar, Leicester. Perdóneme usted y póngase bien.
     En el estudio lo esperaba Madeleine.
     —¿Piensa llegar hasta el final? —le dijo la muchacha.
     —Yo... ¿a qué se refiere?
     —El diario, la batalla de 1807. Mi padre nunca quiso hablar sobre el tema, pero le está afectando. Además yo... no sé qué esperar.
     —No le entiendo. ¿Qué tiene en mente, Miss Leicester?
     —No le pido nada en particular, sólo que me cuente si hay algo que yo deba saber. Si hay algo que yo pueda hacer por mi padre, o si lo que dice el diario involucra a la familia de alguna manera... ¿Me lo promete?
     La sonrisa triste de Madeleine iluminó por un instante el rostro de Howard. El periodista no fue capaz de mostrarle su propia sonrisa. La urgencia de ese pedido le había hecho un nudo en el estómago.
     —Por supuesto. Cuente con ello, Miss Leicester.
     —Lo dejo solo. Por favor, si necesita algo estaré arriba. Carter puede servirle otra copa, si quiere... Sólo tiene que llamarlo.
     Howard la vio partir y luego se sentó en el sillón que antes había ocupado el teniente. De alguna manera, Madeleine lo subyugaba. Su poder era ser bella y a fuerza de belleza pura (y algo de inteligencia, claro) podía lograr muchas cosas. Como las flores, que a fuerza de belleza lograban que las abejas y otros insectos trabajaran para ellas.
     En eso Madeleine y Buenos Aires se parecían. Howard intuyó la verdad: no era tanto que Buenos Aires no tuviera poder, sino que ese poder era pasivo. Una cualidad casi femenina.
     El periodista sonrió. No se podía esperar que un militar retirado, un hombre con la misma sensibilidad que un lagarto, llegara a semejante conclusión. Tal vez esa condición femenina explicara incluso la irracionalidad...
     Howard sintió deseos de conocer Buenos Aires. No sabía si del otro lado del mar los gouchos estaban en guerra civil, o vivían en las más absoluta prosperidad. Tampoco le interesaba.
     Abrió el diario en el día 2 de julio y empezó a leer desordenadamente, salteándose algunos tramos.

     ...vadeamos el Río Chuelo por el Paso Chico... a pesar de las columnas que habíamos visto, no había españoles a la vista... el agua hasta la cintura... marchar cinco kilómetros nos aproximamos a la ciudad por el oeste... bala de cañón cayó al frente de la columna... el general Gower ordenó cargar contra el enemigo... fuego muy intenso... dejaron ocho cañones abandonados... el general Craufurd los persiguió hasta los límites... Gower ordenó replegarse en la plaza donde habían quedado abandonados los cañones. Eran los Mataderos de Miserere, el sitio que Luis y Ahó habían señalado, sólo que Gower no lo sabía.

     
Bueno, allí estaban los famosos mataderos...

     El suelo está lleno de desechos en descomposición y todo huele muy mal. Pero está ubicado en una posición estratégica. El general Gower prohibió hacer fuego, cosa que molestó bastante a la tropa: marchamos cerca de treinta kilómetros y combatimos. La verdad es que estamos muy cansados y con ganas de tomar alimento caliente.
     Los muertos y heridos no llegan al medio centenar, tuvimos suerte. Pudieron ser muchos más.
     Estaré de guardia hasta la una, luego pienso dormir. ¡Y que vengan a despertarme!

     3 de julio. Madrugada.
     A las dos fui despertado por un goteo, que todavía no era lluvia. Entonces escuché un ruido sordo acercándose a la plaza por el oeste. Desperté a mi compañero y, luego de hacerle notar el murmullo, me dirigí hacia el lugar para ver mejor y, eventualmente, dar la alarma.
     No hizo falta: Craufurd, Gower, Pack y los demás ya estaban allí.
     "¿Qué pasa?", le pregunté a Holland.
     "Animales... Creo que son lobos", dijo. Me pareció que estaba temblando.
     A una señal del mayor Lumney, uno de la tropa disparó un tiro al aire.
Los lobos se detuvieron y empezaron a ladrar. Un aullido ronco y agónico que me puso la piel de gallina. La imagen que vino a mi cabeza fue la de un compañero al que le han volado una pierna o que fue atravesado por una bayoneta en el pecho. No sé por qué. Esa especie de reclamo que los lobos nos hacían no era ni remotamente humano, pero es lo que pensé en aquel momento.
     "Alto el fuego", dijo Craufurd. En ese momento los lobos se callaron y un relámpago iluminó por varios segundos la escena.
     Lo que vimos no nos tranquilizó en absoluto.
     Había un lobo flaco y pardo al frente. Era una animal grande, como de un metro de alzada, y de pelaje relativamente largo. Los demás estaban detrás de él, formados. Formados militarmente, como en escuadras. Todos tenían las patas largas, muy largas, y negras. Por detrás de sus grandes orejas, sobre el lomo, podía verse una crin como de caballo, poco más oscura que el resto del pelaje.
      Pique para ampliar El lobo que iba al frente se adelantó y gruñó, y ese gruñido sonó de una forma extraña. Me parecieron palabras: "We are sorry".
     El lobo repitió el gruñido dos veces más. No sé qué escucharon los otros, pero yo escuché claramente "We are sorry".
     "Traigan una lámpara", gritó Gower.
     No hizo falta la lámpara. Si bien aún no había empezado a llover, el cielo ya era una caja de centellas. A la luz de esos relámpagos, conté un centenar de aquellos lobos. Los conté rápidamente porque estaban formados en grupos de diez o doce.
     "We are sorry".
     "¿Qué quieren?", le preguntó Gower a Craufurd.
     En ese momento llegó la lámpara y todos los lobos se pusieron de pie, como si estuvieran en posición de firmes. Ahora podía ver claramente los colores del que iba al frente. El lomo rojizo, la pechera de color blanco y las extremidades largas y negras, como si usara botas en las cuatro patas.
     Y entonces supe lo que querían.
     Pedí permiso para acercarme, que me fue concedido, y me planté frente al líder.
     "Sus insignias, señor", dije y le entregué el atadito de cuero al animal.
     "We are sorry", dijo el lobo. Tomó el atado con toda la delicadeza de que fue capaz y en un movimiento de cabeza lo lanzó hacia atrás.
     Uno a uno los lobos avanzaron para sacar sus insignias del atadito.
     "¡More!", gruñó el que estaba frente a mí.
     "Eso es todo lo que tenemos", le contesté. Contesté sin dudar, a esta altura ya no me hacía ningún planteo. "Pronto marcharemos hacia la ciudad y recuperaremos el estandarte", agregué. "¿Vienen con nosotros?"
     El lobo miró hacia atrás, pero varios de sus compañeros giraron las cabezas y empezaron a irse. Primero se fueron los grupos de la retaguardia y luego los del frente. Caminaban de una forma rara, primero con las patas del flanco izquierdo y luego con las del derecho, como si marcharan. Todos iban con la cabeza gacha y en silencio.
     Sin embargo, el que estaba frente a mí gimió "I go". Y luego agregó en una mezcla de chasquido y gruñido que no me pareció propio de un lobo: "Tomorrow".
     Y también se fue.
     Al regresar a la plaza, el general Craufurd me cortó el paso. No hacía falta que preguntara: su mirada lo decía todo. Le expliqué, casi en un susurro, para que los otros no me oyeran, que eran las almas de los caídos del 71°. Pero no me creyó.
     Esa madrugada, bajo la lluvia que ya era una cascada, Holland sugirió el pacto de silencio. El general Gower estuvo de acuerdo. Y el asunto quedó sellado.

     El periodista levantó la mirada.
     Si alguien hubiera estado con él para observarlo de cerca, ese alguien habría pensado que estaba ebrio, o atontado por la falta de sueño, o enajenado por alguna desagradable noticia familiar. Pero no estaba ebrio, ni dormido, ni enajenado. Su mirada era tan sólo el reflejo de media docena de emociones confusas que no lograba acallar. ¿Había sucedido todo eso realmente?
     En todo caso, el teniente lo había dejado por escrito, a riesgo de que alguien (Howard mismo, incluso) lo leyera y terminara desacreditándolo. El periodista del Times no imaginaba qué parte de la historia pensaba hacer pública Leicester, pero ahora toda la trama estaba a la vista.
     Por primera vez en mucho tiempo, Ned Howard no supo qué hacer con la información.
     Miró el diario y se abstrajo de sus dudas por un instante. Según el teniente, ése había sido el final de los casi doscientos soldados del 71° que habían sucumbido al enemigo. Ahora Howard se preguntaba si sus compatriotas realmente habían desertado a la llanura, para encontrar allí tan perverso final, o si se habían convertido en prisioneros de guerra y luego en víctimas propiciatorias de algún extraño rito sanguinario.
     No estaba claro en el diario. Leicester parecía pensar en lo primero, pero Howard dudaba que su anfitrión lo supiera con certeza. Si era lo segundo, como sospechaba, los aborígenes habían mentido. Pero, ¿qué más daba? Los del 71° estaban muertos...
     Casi muertos.
     Howard volvió a la lectura.

     4 de julio. Mañana.
     Whitelocke decidió enviar a la ciudad un segundo parlamento, por lo que probablemente no ataquemos hasta mañana. El general W. no sabe nada de los lobos, ni del pacto de silencio que hicimos. Algunos de los que llevan diarios de viaje han decidido incluir anotaciones falsas. Yo no, yo estoy involucrado y necesito dejar todo bien asentado, para después no dudar de mi cordura.

     4 de julio. Noche.
     La vía diplomática no dio resultado, mañana atacaremos.
     Este es el detalle de las órdenes concertadas por Craufurd, Whitelocke y los otros generales. Por lo que sabemos, la ciudad está dividida en bloques de unos 120 metros de lado, por lo que las calles corren paralelas o perpendiculares entre sí. La idea es que el 6° de la Guardia de Dragones avance por las calles que llevan al centro de la ciudad y que terminan en el Fuerte. Esa es la carnada. Al mismo tiempo, trece columnas entrarán a la ciudad y ocuparán las posiciones importantes que llevan a la ribera. La señal para el movimiento de esas columnas será una descarga de Artillería. En este momento están instalando las cabeceras.
     Craufurd tiene a cargo el 95° y la Infantería Ligera. Auchmuty, el 3°, el 5°, el 8° y el 87°. Lumney, el 36° y el 88°. Guard, el 45°. Y Gower tendrá la peor parte, con la Artillería y la Guardia de Dragones.

     Howard pasó los detalles y se adentró en la batalla, el día 5 de julio. La lectura avanzaba otra vez de a saltos. Estaba más interesado en los hechos sobrenaturales que en la acción bélica.

      Pique para ampliarCruzamos la ciudad sin dificultades... a la izquierda vimos el regimiento de Pack, que no la estaba pasando nada bien, el propio Pack estaba malherido y había perdido muchos hombres... les habían disparado desde las casas... cada casa era un fuerte y cada techo era un nido de francotiradores... No nos iba tan bien como yo pensaba... sin noticias de las otras columnas... Avanzamos hacia una catedral y derribamos el portón a cañonazos... Allí estaba el pabellón del 71°. Era la iglesia de Santo Domingo.

     —He aquí el bendito pabellón —pensó Howard—. ¿Y ahora qué...?

     Ni bien desbandamos a los pocos soldados que había defendiendo el lugar, lo vimos. Salió de atrás de uno de los confesionarios. El lobo estaba esperándonos...
     
     El lobo...

     Pusimos a los frailes y a la platería bajo custodia y nos dedicamos a resistir... Hacia el mediodía, recibimos a un mensajero de Liniers que nos invitaba a rendirnos. Hacía más de cuatro horas que estábamos resistiendo... el 88° había caído prisionero... el enemigo trajo más piezas de artillería, Guard sugirió tomar la iniciativa y, una vez discutido y aprobado el punto, salió con los Granaderos... una masacre, toda la primera línea fue acribillada... El lobo me llevó a la parte trasera de la iglesia y me señaló el pabellón, sólo entonces recordé el amuleto. Pero no estaba cosido a la bandera, la tela estaba desgarrada en ese lugar y yo maldije mi suerte...

     
—Se dieron cuenta —dijo Howard en voz baja—, los españoles se dieron cuenta. Después se sintió tonto. De poco podría servirles su advertencia tardía.

     Cuando se dio cuenta de lo que yo estaba haciendo, el lobo movió la cola y se dirigió a un lugar detrás del confesionario, donde había baldosas flojas. Allí esperaban otros dos lobos.
     Entre los tres empezaron a levantar las baldosas. Yo los ayudé. Después empezaron a cavar con sus guantes oscuros, y finalmente desenterraron el hueso.
     "Share", dijo el líder y golpeó dos veces con la pata sobre el hueso. "Share".
     Me miró para asegurarse de que yo lo había entendido. Luego bajó la cabeza y se fue, los otros lo siguieron. Su deuda con la Corona había sido saldada. Y nosotros ya podíamos rendirnos... No podíamos ganar, eso ya estaba claro...

     —¿Y la ceremonia?

     Reuní a Pack, a Craufurd y a los otros superiores en la parte de atrás de la iglesia. Les mostré el amuleto y les expliqué qué era y cómo lo había obtenido. Acto seguido, partí el hueso con una de las baldosas. Ocho o diez pedazos...

     La ceremonia...

     ...y abrimos la carne del brazo con un tajo de cuchillo y los pusimos debajo de la piel, tal como me habían dicho Ahó y Luis...

     Leicester entró en el estudio. Llevaba bastón, pero parecía bastante repuesto. Howard dejó de leer y lo miró. Esa mirada decía "¿todo esto es cierto?"
     
Leicester le mostró el brazo. Había una cicatriz, y en lo que a Howard se refería, era posible que una de las astillas estuviera todavía allí.
     —Nunca se infectó —dijo el teniente con gravedad—. Así que lo dejé ahí.
     —¿Funcionó?
     —¡Claro que funcionó! Dos veces la chusma quiso apalear a Pack. Ya sabe... había roto su palabra de no volver a atacar la ciudad. En un principio creímos que Liniers lo iba a entregar. Pero en lugar de eso lo vistió de español y lo hizo escoltar hasta un bote para que pudiera volver a los barcos. —El teniente se sentó en el mismo lugar que antes había ocupado el periodista—. Holland tenía otro de los huesos: una mañana lo llevaron y creímos que era para interrogarlo. Ibamos a protestar, pero los guardias nos dijeron que no le iban a hacer daño. Resulta que alguien lo había llevado a la habitación de Liniers... ¡Liniers! ¿Entiende? Cuando volvió estaba afeitado, comido y vistiendo ropas que le pertenecían al virrey. ¿Cómo se lo explica? Los criollos nos querían comer crudos... —Leicester vio la cara de terror de Howard—. Es una expresión, no lo tome literalmente. Querían asesinarnos. Pero Liniers no los dejó, actuaba como si estuviera de nuestro lado, y así la mayoría de nosotros pudo volver a casa... No tuvimos que hacer nada. Nada de nada. Así que tiene que haber sido el amuleto que nos dieron.
     —¿Qué pasó con los aborígenes?
     —No los volví a ver. No sé si pudieron o no alimentar a su gente. Imagino que todavía estoy en deuda con ellos... ya sabe: una deuda de sangre.
     Howard se levantó y le ofreció el sillón a Leicester. El teniente desechó la oferta con la mano. El periodista volvió a sentarse.
     —¿Qué piensa hacer? —dijo Leicester.
     —¿Qué quiere que haga?
     —No lo sé. Es raro... entiéndame: había un pacto de silencio. Yo acabo de romperlo porque ya pasaron treinta años, pero si se difunde la versión completa...
     —Puede terminar internado. O puede haber un incidente diplomático.
     —Es más probable que termine internado. Es... todo esto es un lío.
     —Entiendo —asintió Howard—. Entonces esperaré. Tal vez me reúna con sus ex-compañeros y les pregunte por los hechos de 1807. Sin dar detalles. Todavía no estoy seguro de que esto sea verdad. Sé que Lancelot Holland llevaba otro diario.
     —Sí, hemos comparado apuntes. De hecho, tuve algunas lagunas que completé con su diario. Como le dije antes, lo que usted leyó no fue escrito en Buenos Aires. Tuve que pasarlo a limpio para conservarlo. Los apuntes originales ahora son casi ilegibles. Pero no creo que obtenga nada del diario de Holland. Es la versión oficial.
     —Me tomaré mi tiempo, teniente. Tal vez viaje a Buenos Aires, quiero conocer a los gouchos...
     
—Asesórese. Pregunte.
     —Sí, lo haré.
     —No hay nada más que decir. Téngame al tanto, por favor. La cena estará lista a las siete. Mientras tanto, aproveche la estadía. Mady se ha ofrecido a acompañarlo para conocer la propiedad... Tal vez quiera merendar con mis hijas al aire libre. Y pensar...
     —Es una excelente idea, Nathan. ¿Puedo llamarlo Nathan?
     Tomaron una copa más, fumaron e hicieron algunas bromas mientras las hijas del teniente preparaban la canasta para la hora del té. Después, Mady y Lucy lo acompañaron al campo.
     —¿Algo que quiera contarme? —preguntó Madeleine en voz baja cuando estuvieron solos.
     Howard la miró a los ojos y le mostró su sonrisa de marfil. Una sonrisa que no significaba nada. Una sonrisa que no tenía ningún poder.
     —Nada que contar, Miss Leicester —dijo—. Pero permítame darle un consejo: Nunca viaje a Buenos Aires.



Alejandro Alonso nació en 1970, en San Martín, provincia de Buenos Aires. En la actualidad se desempeña como periodista de tecnología y negocios, sin dejar de lado su vocación de escritor. Publicó sus primeros relatos en Axxón a partir del número 33 (cuento "Demasiado tiempo"). Desde entonces ha continuado su carrera de escritor con gran empuje, publicando en la Argentina, México y España, y avanzando en calidad, contenido, imaginación y maestría de una manera avasalladora. Ha logrado juntar una producción muy potente por lo original de sus temas y por lo interesantes y bien escritas que están las historias. En España resultó finalista en dos de las convocatorias a concursos de relatos (Pablo Rido y Domingo Santos) y últimamente han aparecido relatos suyos en Artifex Segunda Epoca. Como justo reconocimiento a su tenacidad y enorme capacidad de trabajo, tiene hoy un sólido panorama en posibilidades de publicación y de seguir cosechando galardones.
     Este relato ("1807") forma parte de una serie de cuentos de índole "fantástica" con ambientación histórica. En ese mismo estilo, se ubica "De memorias ajenas", que puede ser leído en la sección El Cuento Elegido.
     Alejandro Alonso ganó recientemente el Premio Axxón 2001 en la categoría Cuento de CF con el cuento "La duna del 40° aniversario".

Ilustrado por el autor
Axxón 112 - Marzo de 2002