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F i c c i o n e s

La noche que los cocineros desaparecieron
Gerardo Sifuentes

I'm gonna put a hole in my T.V. set
I don't wanna grow up
- Tom Waits

Abrió los ojos y vio que el monstruo gigante destruía una ciudad. Sonrió con la imagen de la tele, deseando estar en aquella película. Pero en un instante comprendió que aquello era sólo un recuerdo.

La noche que los cocineros desaparecieron Kekis había pedido una ensalada; en vez de eso le habían llevado un tomate entero dentro de un bonito tazón de cristal. Una mesera bizca llamada Susú le había dicho muy apenada que los cocineros "se habían metido en un problema" y estaban desaparecidos, y que los de la pareja de ayudantes que quedaba eran "un poco extraños". Después de escuchar aquello Kekis soltó una carcajada y más de un cliente de los que voltearon a verla llegó a pensar que cómo era posible que hubiera tanta energía en aquel pequeño y anoréxico cuerpo. Continuó riendo hasta que el estómago le dolió y comenzó a sentir lágrimas en sus mejillas. Pero no eran lágrimas, eran gotas de lluvia. En un instante ya no había restaurante ni meseros ni nada. Estaba en una calle desconocida, empapándose. La risa se le borró del rostro al instante, porque además comprobó que estaba amaneciendo. Miró su reloj de Mickey Mouse; habían pasado casi doce horas. Se palpó el cuerpo, comprobando que todo estuviera en su lugar; su vestido negro, botas moradas, monedero de koala de peluche azul con cien pesos y el celular del pingüino Opi colgado a su cinturón de estoperoles. La pantalla del celular mostraba cinco llamadas que Kekis no había contestado. Tres de ellas eran de su obsesivo jefe y dos de Armando. Miró a todas direcciones en busca de algún signo de vida, o algo que le dijera lo que había sucedido. Notó entonces que bajo sus pies había una revista sensacionalista, en cuya portada aparecía un pingüino emperador que se aseguraba podía hablar tres idiomas. Mierda.

Las calles estaban desiertas, ninguna le decía algo en especial, ni siquiera un señalamiento o edificio que la ubicara. Se angustió, y continuó caminando hasta que pasó un taxi. El chofer era un sujeto demasiado gordo con un lunar rojizo que le cubría tres cuartas partes del rostro. Al cerrar la puerta, Kekis sintió una oleada de energía que avanzó desde la base de la columna hasta su cabeza, obligándola a apretar las mandíbulas para aguantar la descarga. Ese choque eléctrico la obligó a sonreír de nuevo, y los colores chillones del interior del taxi comenzaron a saltar, haciéndole una gran fiesta. El taxista se llamaba Matadero, eso decía su licencia pegada al cristal. En el tablero había una calcomanía idéntica a la que tenía Armando en su coche: "Dios es mi copiloto, pero está borracho". Matadero no dejó de hablarle sobre la guerra en Medio Oriente y el futuro de su hijo, hasta que la dejó en su departamento. Kekis se fue de inmediato a la cama y trató de dormir. La noche que los cocineros desaparecieron era sábado. Maldito tomate.

Kekis ve a unas niñas saltando sobre un resorte blanco. Sonríe e intenta unirse al juego, pero se da cuenta de que tiene aquellos aparatos ortopédicos atornillados a sus piernas. Entonces llora. Abre los ojos, es un sueño. Se toca las rodillas y se asegura de que aquellos fierros no hayan regresado a su vida. Se acurruca en la cama mientras en la pantalla del televisor aquel monstruo gigante continúa destruyendo lo que encuentra a su paso. Después de unos minutos decide levantarse. La habitación está helada, pero comienza a sentir un agradable sopor que la hace sentir como caminando sobre plumas. Va al baño mientras intenta recordar lo que ha sucedido la noche anterior, algo que pudiera recuperar del fondo de su cerebro, aunque fuera una imagen que la llevara justo después del momento en el que le informan el asunto de los cocineros.

Kekis abre los ojos y recuerda que no ha entregado el argumento de la semana. Debió enviarlo la noche anterior, la de los cocineros. Vuelve a levantarse de la cama y enciende la computadora, que comienza a emitir un zumbido. Escucha los maullidos de Ramone, su enorme gato color negro, y se alegra. Ramone lleva un par de días desaparecido. Comienza a llamarlo por su nombre, pero el gato no sale. Se dirige al pasillo y la sala, pero tampoco lo ve. En la tv sigue el monstruo gigante, y bajo sus pies un moderno ejército intenta acabar con él. Ramone fue un regalo de Armando.

Mientras contempla la pantalla de la computadora, el teléfono de Mickey Mouse comienza a timbrar como histérico. Kekis se sobresalta y deja que suene, dejándole la responsabilidad a la máquina contestadora. "Hola, esta es la casa de la muñequita Kekis y no estoy. Deja tu mensaje después del biiiiiiiip. Besitos". Después de la señal se escucha una voz grave y pausada. "Hola Kekis, habla el Pingüino emperador de metro y medio de alto, me gustaría saber si ya tienes el argumento para poder revisarlo. Andamos muy atrasados y ya sabes como se ponen los jefes de malitos. Échame un fonazo. Chau". Kekis tiene un escalofrío, desentierra un recuerdo del fondo de su mente que creía perdido.

En la tv pasan escenas del programa para el que trabaja. Quince personas desconocidas entre sí, escogidas mediante un sorteo, pasan seis meses en una estación lunar abandonada cuando ocurre un asesinato. Básicamente ganará un millón de dólares quien logre pasar las pruebas y encuentre al asesino o asesinos. También quien no se vuelva loco gana. Quizás ese sea el verdadero premio.

Revisa el argumento de la semana pasada. Sabe que tiene que hacer varias correcciones, debe checar hasta el último detalle o habrá problemas. Maldito contrato. Piensa en la pareja de protagonistas que le gustaría que ganaran el concurso. Trata de adivinar lo que estarán haciendo a esa hora, probablemente platicando con los productores lejos de las cámaras, revisando las líneas argumentales que Kekis ha escrito previamente para ellos, mientras millones de espectadores piensan que aquello es un programa de la vida real. El estudio ni siquiera está en la Luna, el hombre nunca ha estado en aquel lugar de cualquier forma, pero eso al público nunca le ha importado. Kekis decide que esta vez el asesino necesitará otra víctima, de esta forma la tensión será más grande. También es hora de formar las parejas románticas, y en la página de Internet de la cadena de televisión las encuestas del público ya revelan a los favoritos, lo que le da una idea clara de lo que necesita. Ahora sí, ya hasta piensas como el jefe.

En la tv el monstruo gigante llora sentado en una gran montaña. Los créditos finales aparecen en pantalla. Kekis decide reportarse con el jefe. Después de un rato de pasar por filtros telefónicos secretos, por fin logra entrar en contacto con él. "¿Se puede saber dónde has estado?" es lo primero que le escucha decir. Mierda.

Kekis tiene siete años y carga en la espalda su pesada mochila de la escuela. En una mano lleva su destartalada lonchera de los Muppets, unas marionetas de televisión que le encantaban. En la otra lleva un dibujo premiado con una estrella dorada. Es una princesa volando sobre una nube, pasando al lado de un avión de pasajeros. Ahora sólo quedan las cicatrices de los tornillos en sus piernas, un feo recuerdo que el doctor le ha dicho que desaparecerá con el tiempo. Entonces ve a su madre vestida de negro, con lágrimas en los ojos, esperándola al final de un pasillo. Kekis se detiene, no quiere ir con ella.

Ahora hay noticias en la tv. Ha ocurrido una masacre en un restaurante durante la noche. Paramédicos de corbatas azules sacan cuerpos en bolsas negras. Es el mismo restaurante donde Kekis estuvo la noche anterior. Aunque no hay testigos materiales, una anciana afirma que vio salir del lugar a una chica vestida de negro y cadenas, que le pareció muy sospechosa. Afirma que con toda seguridad se trata de una satánica, de esas drogadictas locas que andan sueltas por la calle. En el noticiero pasan una investigación especial sobre sectas adoradoras del diablo y narcosatánicos. Se pide al público cooperar para encontrar a los responsables de tan abominable crimen. Bajo estos datos, la policía ha logrado detener a cinco o seis personas que reúnen las características, pero aún no se acusa a alguien. Se recomienda a los padres de familia vigilar a sus hijos.

Nadie debe saber que Kekis es la guionista en turno del programa. Millones de dólares en patrocinios están en juego, y si alguno de los medios o el público se entera que todo está arreglado se desataría un escándalo y todo se iría al carajo. En realidad son cerca de cinco argumentistas, pero una sola es la consentida del jefe. Es por eso que Kekis le miente. "Me fui con una amiga", dice, y piensa en Fruty, quien es casi como si fuera su hermana. O lo era. Fruty no está en la ciudad, se fue de viaje con Armando. "Ni modo, tú lo pediste. Vamos a enviarte a alguien para que te esté checando", sentencia el jefe y cuelga. Kekis comienza a sentir un agudo dolor en el estómago. Sigue lloviendo, está vez más fuerte.

Son las ocho de la mañana, el jefe enviará en la noche a un mensajero para recoger los originales del argumento y destruir cualquier rastro de información. Reglas son reglas, por más raras que sean. Un mensajero distinto la verá la siguiente semana, y de nuevo lo mismo hasta que termine la serie, que ya lleva dos temporadas y le quedan otras dos de vida. Ni pensar en usar correo electrónico. Los que trabajaban en otros programas le hacían igual. Los tenían a todos "bien checaditos", como diría el jefe. Pinche patrón freak, dice en voz alta. Kekis intenta concentrarse, pero tiene miedo de haber hecho algo grave la noche anterior. Su cabeza se llena de ideas muy malas y su angustia crece.

Kekis ve a su hermano gemelo en el ataúd. No puede llorar. Suspira y pone en las manos del niño un muñeco del Hombre Araña. Cargada por su padre, Kekis besa la fría mejilla y se despide. Ella cree ver por un instante que su hermano le sonríe.

El argumento va a la mitad. Ha decidido que el siguiente en morir será el doctor, probablemente el personaje con el que más se ha identificado la gente, y el que todos desearían que se enamorara de la chica que trabajaba como mesera en una estación de autobuses. Mala suerte para los dos, en cualquier caso. Kekis encuentra una bacha solitaria en un cenicero de Lulú Boing, la fuma y se cubre con una cobija. Intenta relajarse mientras revisa sus discos compactos. Encuentra aquel que Armando le regaló en su cumpleaños, lo toma y se lo da de tragar a la computadora para escucharlo. La cara comienza a dormírsele, vuelve aquel sopor que la manda a su planeta lleno de plumas de ganso. Suspira tranquila. Hay más noticias en la tele. El retrato hablado que aparece en pantalla es muy extraño, está hecho por computadora, parece collage de recortes de revista punki. Las facciones que le ha puesto la policía se han exagerado bastante para dar un efecto de mirada asesina-satánica-loca-drogadicta. Si uno fuera detallista, notaría que el retrato guarda cierto parecido a Kekis. A ella se le hunde el suelo, maldice en voz alta a la anciana que atestiguó. El celular del pingüino Opi comienza a tocar "99 Red Balloons" en digital. Es el jefe. "Vamos a hablar parejo, ¿sale? Para que veas que no estoy enojado. Nomás dime qué fue lo que hiciste anoche." La luz de un relámpago filtrada por las cortinas de bambú del cuarto la asusta, y Kekis se imagina que hasta puede ser una bomba atómica. Cierra los ojos esperando el cañonazo del trueno, pero éste nunca se escucha. La computadora se apaga. Adiós luz eléctrica. No fue tan buena idea prender aquella bacha.

Después del velorio Kekis no habló con nadie durante un par de semanas, ni siquiera con el psicólogo. Hasta que un día, en el patio de su casa, comenzó a dar de vueltas con los brazos abiertos como si fuera un helicóptero. Olía a pasto recién cortado y el sol brillaba bastante. Al dejarse caer y ver como las nubes se movían a su alrededor, apareció en su vida el Pingüino Emperador de metro y medio de alto. Éste se convirtió en su único amigo durante los siguientes seis meses. Naturalmente ella era la única que podía verlo y sentirlo, platicarle sus cosas y jugar con él. Los padres nunca dijeron nada acerca del amigo imaginario de su hija, mientras ésta volviera a ser la de antes. Fueron los días más felices en la infancia de Kekis. Pero el Pingüino dejó de aparecerse de un día para otro, y ella lloró tanto por su ausencia que su papá tuvo que explicarle que el pingüino emperador de metro y medio de alto había dejado una nota en el refrigerador, avisando que tenía que salir de emergencia porque unos extraterrestres habían invadido su planeta. Qué buen papá tenía Kekis. Ella le había creído todo y poco a poco se fue olvidando de su amigo, hasta aquella mañana.

Kekis vuelve a sentir ese dolor en el estómago. Se pasa la mano sobándose el suave vientre y su piel siente un reconfortante calor que la alivia por instantes. "Tengo hambre", se dice a sí misma en voz alta mientras juega con el piercing de su ombligo. Por unos cuantos segundos —que a ella le parecen horas— clava su vista en la telaraña que hay en una esquina de la habitación. Ahí hay un pequeño capullo, seguramente la cena que ha quedado atrapada en la red. Para no malviajarse más decide ir a desayunar al restaurante de la esquina, que seguramente ya se encuentra abierto. Mientras se viste intenta recordar si guardó los últimos cambios del argumento en la computadora, se dice a sí misma "babosa" un par de veces porque está casi segura de no haberlo hecho. Ahora el sopor ha regresado y cada movimiento lo hace lentamente, el ruido de la lluvia forma alegres melodías en sus oídos. Se dirige a la puerta con su mochila de terciopelo morado a la espalda, quiere pensar un poco acerca de lo de anoche, cualquier cosa que hubiese pasado. Lo que fuera. No le preocupa mucho el trabajo, si anota todo lo que recuerda en la libreta forrada con envolturas de chicles gringos —la de las ideas—, sólo tendrá que transcribir de manera rápida a la computadora cuando la luz vuelva. Si es que vuelve. Se pone nerviosa al recordar el asunto del noticiario, pero logra convencerse de que el retrato hablado que está circulando por la televisión no es tan similar a su rostro ni mucho menos. Eso espera. Pinche viejita estúpida.

La última vez que Kekis había platicado con el pingüino emperador de metro y medio de alto, estaba lloviendo igual de fuerte.

El mesero toma el control remoto y enciende la televisión que cuelga de una esquina de la cafetería. Están pasando una caricatura. Un coyote persigue a un correcaminos por el desierto a toda velocidad. "Bip- bip" es la voz del ave que corre más rápido que el sonido. Kekis deja de leer el menú de plástico y ríe cuando una bomba le explota en la cara al coyote. Ordena chilaquiles con huevos estrellados y un jugo de zanahoria con naranja en vaso grande. Suspira cuando piensa que aquel es el desayuno favorito de Armando, aunque con cerveza en vez de jugo. Corta pedazos de pan que unta con mantequilla para ir aguantando el hambre. Piensa que no debería comer tantas harinas. Comienza a escribir rápidamente un resumen del argumento, saca todo lo que recuerda como si exprimiera una toalla empapada. Está tan entusiasmada que decide seguir avanzando, disponiendo de la vida de quince personas encerradas en un estudio subterráneo. Piensa que inclusive sería más interesante si hubiera hasta un tercer o cuarto asesinato. Ríe con la idea. En la televisión el coyote sigue persiguiendo al correcaminos. Ve al mesero acercarse con su desayuno, lo ve tan delicioso que casi se desmaya. Por un instante cree que el mesero se le ha quedado viendo de forma extraña, pero desecha la idea. Tiene la boca llena con el cuarto bocado de chilaquiles cuando entra a la cafetería un hombre muy alto con gabardina oscura. Éste se sienta en un rincón y comienza a leer el periódico. Kekis lo observa y recuerda la advertencia de su jefe, aunque cree que sólo es su paranoia. Sigue comiendo, y cuando casi termina escucha una voz frente a ella que la hace estremecerse hasta el último rincón de su alma. "Hola Kekis". El Pingüino Emperador de metro y medio de alto examina una rebanada de pan antes de metérsela por el pico. "¿Cómo has estado?", el pingüino actúa muy natural. Kekis siente como si le hubieran sacado el aire del estómago. Mira a su alrededor. Además del sujeto de gabardina, ella es la única persona en aquel restaurante, rodeada de sillas de vinil naranja, formica de madera y algunos espejos que no permiten ver al pingüino reflejado. Ahora sí ya valió. Mastica despacio lo que tiene en la boca sin quitar la vista del pingüino. Da un trago al jugo, se limpia una mano con la servilleta y estira el brazo para tocarlo. Suave. Real. "Hola", murmura Kekis intentando no ser escuchada por el mesero ni el sujeto de la gabardina. En la tv hay comerciales. Anuncian el programa para el que trabaja Kekis. El Pingüino Emperador observa con sus ojos oscuros y húmedos los de su amiga. "¿No te da gusto verme?". Kekis comienza a reír despacio, no puede creer lo que le está ocurriendo. Una fuerza comienza a oprimir su corazón, la nariz le pica y la risa se convierte poco a poco en llanto. "No, no estás loca, en serio". El mesero se acerca y pregunta si se encuentra bien. Ella sorbe los mocos y se limpia las lágrimas con el dorso de la mano. "Todo bien, gracias". En la televisión continúa el lío del coyote y el correcaminos.

Su hermano decía que de grande quería ser superhéroe. Les contaba a todos que tenía poderes especiales y ese tipo de cosas. Entonces descubrió al Hombre Araña y su mundo cambió. Cuando se enfermó le dijo a Kekis que era a causa de haber peleado contra un monstruo gigante. La Tierra estaba a salvo gracias a él.

La noche que los cocineros desaparecieron, Kekis esperaba a Armando para platicar acerca de lo que había pasado entre ellos. Pero él no había llegado, se encontraba en una ciudad fronteriza haciendo un trabajo, acompañado de Fruty. La noche que los cocineros desaparecieron ella había perdido a Armando, quizás para siempre.

Termina de desayunar y enciende un Camel. Examina al Pingüino a detalle. "¿Adónde te habías ido?", pregunta en voz baja.
      —¿No te dijo tu papá? Unos extraterrestres habían invadido mi planeta y tuve que ir de volada.
      —Ajá ¿y luego?
      —¿Sabes? Lo peor de todo es que fue cierto.
Kekis nota que el sujeto de gabardina ha volteado a verla, y la observa detenidamente. Ella decide hacer lo mismo. El sujeto es de edad madura y su rostro parece estar hecho de piedra. Éste baja la vista regresando a su periódico, al notar que Kekis no deja de clavarle sus pequeños ojos avellanados. Ante esta victoria ella recupera la confianza. El Pingüino está apunto de continuar la plática, pero ella le hace una señal para que espere, saca su celular de Opi y simula marcar un número.
      —Hola, ¿cómo estás? —dice Kekis, simulando hablar por el celular.
      —¿Te da pena que te vean hablando sola?
      —A mí sí, mucho.
      —Mira la tele.
      —¿Eh?
Kekis voltea hacia el aparato de 22 pulgadas. El coyote ha atrapado al correcaminos tomándolo del cuello. Sin embargo el ave está como si nada estuviera pasando, porque resulta ser que el coyote se encuentra parado sobre el aire, y debajo está el abismal fondo de un barranco. El correcaminos está en un risco a salvo y sonríe. Entonces pasan unos segundos, el coyote sigue parado en el aire, hace una mueca de resignación y comienza a caer al vacío, haciéndose cada vez más pequeño hasta quedar como un pequeño punto al llegar al fondo del barranco. Cuando toca tierra sólo se escucha un golpe seco y sale una nubecilla de humo. El "bip-bip" del correcaminos termina con la escena. "Uy Kekis, si hasta podemos caminar en el aire, nomás hasta donde te lo creas." Kekis vuelve la vista, pero el pingüino se ha ido.

A su hermano le encantaba el Hombre Araña y todos los días quería ir a la escuela con su disfraz puesto. Decía que uno nunca sabía cuándo los malos iban a atacar, así que era mejor estar preparado.

Ahora sólo chispea, y las minúsculas gotas se clavan como alfileres en su rostro. Se siente vacía y confundida. En una pared, un cartel multicolor que anuncia un concierto de Los MiGs se cae a pedazos, tal como le pasó a su corazón la noche anterior, cuando recibió la llamada de Armando avisándole que amaba a Fruty. Segundos después la mesera bizca llamada Susú llegaría con aquel tomate y una extraña noticia. Recordando bien a Susú, ésta tenía ojos color miel muy bonitos, bizcos pero bonitos. Se aflige al pensar que probablemente la chica se encuentre entre los muertos de la noche anterior. Era buena onda. En aquel instante pasa junto a ella un taxi a toda velocidad sobre un charco, empapándola. Kekis, enfurecida, le mienta la madre. El taxi se detiene en la esquina, del lado del conductor baja un hombre con la cara rojiza. Matadero la invita a subir. Kekis se detiene cerca, no siente mucha confianza después del baño de agua con lodo que le han dado.
      —¿Qué quieres?
      —Ayudarte.
      —¿A secarme o qué chingaos? ¿Quién te dijo que necesito ayuda?
      —No estaba cerca de donde amaneciste nomás por casualidad. ¿Sabes que fue lo que hiciste anoche?

La última vez que había visto con vida a su hermano, éste le hizo prometer que no llorara durante su funeral, porque era un superhéroe y éstos no se morían nunca. Le dijo que en vez de eso se iría a salvar otra dimensión, porque ésta ya se encontraba fuera de peligro. Kekis le regaló su dibujo de la princesa que volaba sobre una nube, porque eso era en lo que se convertiría una vez que le quitaran esos aparatos ortopédicos tan feos. Eso se lo había prometido su hermano, y se lo repetía cada vez que ella lloraba porque no podía jugar con los demás niños. Ahí fue cuando supo que Supermán no era un superhéroe de verdad, era más bien un extraterrestre, y ésos no eran héroes, sólo invadían planetas para su propio beneficio. El Hombre Araña era el único chido.

De su departamento sale música a todo volumen. Kekis no recuerda haber tenido el estéreo encendido antes que se fuera la luz. Detrás de ella, Matadero jadea por el esfuerzo de los cinco pisos subidos por la estrecha escalera. Su frente está hecha caldo. Al abrir la puerta Kekis descubre al Pingüino Emperador de metro y medio de alto fumando de un bong de plástico verde, con Ramone en su regazo. Ella se detiene y voltea a ver a Matadero. No sabe qué hacer. Su gato al verla se dirige a ella en busca de cariño; Kekis lo levanta y abraza con fuerza sintiendo su calor. Por primera vez en el día siente verdadero amor por alguien. Suspira y decide entrar al departamento, diciéndole a Matadero que se ponga cómodo. El Pingüino sonríe, pero al ver a Matadero su expresión cambia. "Yo te conozco", dice expulsando humo que se dispersa como un millar de serpientes azuladas. Pero Matadero actúa como si nada sucediera, aspira el humo y voltea a ver a Kekis, quien confirma la sospecha de que sólo ella puede ver al Pingüino. No sabe si eso es bueno o no. "No te saques de onda si me ves hablando al aire, es que tengo un pingüino pero sólo yo lo puedo ver... ¿va?". Matadero luce extrañado, pero no dice nada cuando toma el bong. ¿De donde lo sacaría?

Tal vez sea que Kekis aceleraba el paso como el correcaminos para alejarse de Armando, dejándolo siempre atrás, a veces a centímetros de ella, a sabiendas que él la seguiría por siempre. Y cuando lo tuvo en el fondo del barranco por enésima vez, Armando había conocido a Fruty. Malditas caricaturas.

      —Está saliendo un retrato tuyo en la tele —dice Matadero mientras ocupa el lugar que antes era del Pingüino.
      —Yo no hice nada.
      —Ya lo sé. A mí me pasó igual, pero me cae que tú tuviste más suerte.
      —¿Qué?
Matadero saca un encendedor zippo, aspira del bong y comienza su historia. En ella hay luces que aparecen en el cielo, la Vía Láctea, años luz, planetas. Demasiada información güirda para una mañana de domingo. Kekis piensa que se ha traído a un loquito cualquiera al que ha tomado demasiado en serio. Por andar de frik y paranoica. En un rincón de la sala, el Pingüino emperador de metro y medio de alto escucha atentamente la historia, y asiente a todo lo que el gordo de cara rojiza dice. Al parecer el lunar que le cubre la cara a Matadero es la dolorosa evidencia de su historia. Kekis no se la cree.
      —¿Cuál es tu verdadero nombre? —pregunta Matadero.
      —Helena, pero desde niña me dicen Kekis. Así me decía mi hermano. ¿Decías que anoche...?
      —Mira, Helena, la neta es que hay gente que cree haberlo vivido, pero sólo es un delirio provocado por el jodido estress, aunque han habido casos de gente que... pues les llega un momento en que se la creen demasiado. Pero lo nuestro es real.
      —Ja, ja. Viene.
      —Anoche fuiste abducida.

La última vez que Kekis había platicado con el Pingüino Emperador de metro y medio de alto éste le había pedido que bailara una canción surf. Entonces Kekis lo hizo, entre las primeras gotas de lluvia en un día soleado. Ella supo entonces que su hermano se encontraba en otro lugar a salvo, y que desde ese día se convertiría en la princesa que podía volar entre nubes tan suaves como plumas de ganso.

La noche que los cocineros desaparecieron fue la noche que Kekis salvó al mundo, pero ella aún no lo sabía.

Abrió los ojos y vio que el monstruo gigante destruía una ciudad. Sonrió con la imagen de la tele, deseando estar en aquella película. Pero en un instante comprendió que aquello era sólo un recuerdo.

 

 

COMENTARIOS:

"La realidad es aquello que no desaparece cuando dejas de creerlo", dijo alguna vez PKD. Hubo una página de Internet llamada bonsaikitten.com, en la que se ofrecían los servicios de "envasado" de crías de gato mediante técnicas chinas milenarias. A los gatos se les sacaban los huesos y eran mantenidos con vida dentro de un frasco de vidrio, alimentándolos con sueros especiales. Las imágenes del trabajo terminado eran impresionantes, bastantes bizarras a decir verdad. La indignación de miles de cibernautas y protectores de los derechos de los animales obligó a las autoridades a hacer una investigación y descubrieron que se trataba de una broma muy bien elaborada por estudiantes del Tecnológico de Massachusets. Ningún animal había sido maltratado, gracias a las maravillas del Adobe Photoshop o algún otro software de diseño. PKD sería feliz de estar viviendo en esta época. PKD había dicho a finales de los setenta que vivíamos en una sociedad que permitía la existencia de falsas realidades, construidas por el gobierno, los medios, religiones y corporaciones. Hoy no ha cambiado mucho el panorama en ese sentido, aunque estamos un poco más prevenidos de ser consumidos por ellas.

Si el extraño negocio de los gatos comprimidos se hubiera ubicado en el contexto de las caricaturas, probablemente hubiese sido algo muy gracioso. Y seguramente hubiéramos aprendido una lección, eso denlo por seguro. Cuando eres niño crees en todo lo que te dicen, porque básicamente no existe una justificación para que alguien te cuente mentiras. ¿Acaso no es malo decirlas? Las mentiras que puedes decirle a un niño son para ocultar ciertas facetas del mundo de los adultos; los niños viven en su universo paralelo y llega el inevitable momento en el que deben dejarlo para integrarse al nuestro. Una vez en él, los adultos reinventan sus fantasías de maneras más complicadas, de forma consciente o inconsciente, pero nunca llegan a igualar el mundo que han perdido. Kekis, la protagonista del cuento, nunca dejó ese universo infantil por completo. Y cada vez que la veo me alegra que así haya sido, porque renace en mí ese universo que creía olvidado. Cuando ocurrieron los eventos de aquel surrealista martes 11 de septiembre en Nueva York, Kekis se encontraba cuidando a su sobrina de cinco años. Me contó que la niña se había enojado porque en la tv habían interrumpido su caricatura favorita para pasar aquellas extrañas noticias. Cuando Kekis intentó explicarle la gravedad del asunto, la niña optó por regresar a su cuarto y jugar con sus muñecos; aquellas cosas simplemente no pertenecían a su mundo. Espero que nunca lo sean.

Gerardo Sifuentes



Gerardo Sifuentes (México,1974)

Ha publicado los libros de cuentos "Perro de Luz" (1999) y "Pilotos Infernales" (abril, 2002). Ganador del Premio Kalpa (1998), el Premio de Género Negro "El Crimen como una de las Bellas Artes" (2000) y el Premio Internacional Vid 2001 de Fantasía y Ciencia Ficción. Este cuento y el comentario del autor que le sigue pertenecen al libro El hombre de las dos puertas (editado por Lectorum, México), antología de Gerardo Horacio Porcayo que reúne, a veinte años de la muerte de Philip K. Dick, a quince escritores mexicanos que le brindan su homenaje. Gerardo vive en la ciudad de México. Odia los domingos.


Axxón 112 - Marzo de 2002