Pasos
by Agudo
Pasos rítmicos en las veredas. El tránsito en las calles se diría que sigue un firme código morse. En las esquinas sin semáforos la coreografía es de una bien ensayada exactitud, sincronizada, sin vacilación en cada paso de los peatones, en cada alto de los vehículos.
La ausencia de señalizaciones, de prohibiciones, es suficiente recordatorio, grave advertencia y temible símbolo tácito de cuán importante es el orden en esta sociedad perfecta.
Robots, humanos, ciborgs, todos caminan, hablan, ríen, discuten, se gritan, en una engañosa aleatoriedad. Los colores punzantes, las luces parpadeantes de los enormes anuncios, las diversas músicas que se mezclan en el aire se sobreesfuerzan intentando probar que sí hay libertad, mucha libertad.
Un hombre sale de una alcantarilla haciendo sonar un pito en ritmos alocados. Varios robots se descuelgan de una ventana cargando bombos y tambores y comienzan a batir parches. Tres mujeres se desprenden de la masa de peatones, dejan caer sacos y abrigos descubriendo piel morena y volados de tela multicolor, y empiezan a agitar las caderas y extremidades al ritmo de las maracas. La murga baila, se embriaga de verdadera libertad, de rebelde inconformismo. La muchedumbre se junta, ríe curiosa, se contagia del ritmo no pautado. Entonces suena la sirena de la ley.
¡Alto, policía! Quedan arrestados por violación grave al Código de Orden grita con voz de altoparlante el ancho robot sargento parado en la bocacalle.
Sin perder tiempo se desarrolla la otra coreografía, la de la ley en acción. Robustos robots policías se aproximan desde todos los ángulos, rodean a los rebeldes, los esposan sin miramientos, eficientemente, sin prestar atención a gritos o patadas. En pocos minutos los cargan en los celulares y se encaminan ordenadamente a la central.
En tanto, la muchedumbre abuchea, se queja, grita un poco pero finalmente se disgrega ante la amenazante presencia de los policías. Algunos piensan: "algún día esto va a cambiar, ya van a ver", otros: "¡aguante, rebeldes!", pero todos retornan al pautado y milimétrico ritmo diario. Sin embargo queda un residuo en ellos, hay algo que contar, ¡algo que se sale del esquema nada menos! También hay una sensación de alivio, una inconsciente y suave alegría que hace la rutina más llevadera mientras dura.
Aquí está mi informe del operativo, capitán.
Bien, veamos. Mmm, creo que ha pasado la prueba exitosamente. Los índices de estrés en el sector ya están descendiendo. El coeficiente de sincronización social se ha elevado.
El teniente se permitió una ligera sonrisa.
Felicite al equipo 'murga' y mándelo a descansar hasta el próximo operativo. Voy a informar al Director General ya mismo -se entusiasmó el capitán-. No puedo esperar a ver la cara que pone cuando le confirme que nuestra 'loca' idea va a subirle en varios grados el óptimo de eficiencia.
La matraca y el microscopio
by Diego Escarlon
Gustavo, sonriente, dibujaba encorvado sobre su anotador. Los ojos le brillaban alegres y ansiosos.
El doctor Galíndez entró al laboratorio con un termo en la mano y un mate en la otra. Vio a su ayudante garrapateando sonriente y, extrañado, le preguntó.
¿Qué pasa, Gustavo? ¿Alguna buena noticia? ¿Apareció la proteasa?
Nnno. No pasa nada jefe dijo mirando hacia la máquina que analizaba sistemáticamente los cientos de muestras que habían preparado. Me estaba acordando de un chiste.
Sí, claro. Un chiste. Vaya saber qué cosa andabas pensando en realidad. Cuidado que así es como ocurren los accidentes. Ponete las pilas dijo, imitando la jerga de su ayudante. Cuando yo trabajaba con Leloir todo era
concentración, no nos permitíamos ni el más mínimo...
El repiqueteo del teléfono interrumpió el improvisado pero ya conocido discurso. Gustavo se arrojó sobre el escritorio pero Galíndez, que se encontraba al lado, llegó una fracción de segundo antes y mirando a su ayudante con el ceño fruncido levantó el tubo.
Hola. ¿Quién habla? preguntó-... ¿Ezequiel? ¿Qué Ezequiel? ¿De qué laboratorio estás hablando?... Ahhh, del cuarenta y dos. ¿Ése no es el laboratorio del doctor Hermida?... Ahhh, tu jefe... Sí, está acá. Tomá Gustavo, es para vos dijo, pasándole a éste el teléfono.
Hola, ¿Ezequiel?... Sí... Me alegro que el cromatógrafo te funcione bien, cuando tenga tiempo voy a ir verlo. El doctor Galíndez se alejó mascullando algo sobre los cromatógrafos del Campomar y sobre la juventud de hoy en día.
Ya se fue dijo Gustavo cuando el doctor se alejó lo suficiente. ¿Qué pasa? ... ¿Hoy? ¿No era mañana? ... Bueno, no importa, los míos ya están listos, voy apenas pueda sacarme de encima al braquiosaurio. Chau.
Gustavo fue a la heladera y sacó un pequeño tubo de ensayo. ¿Qué le diría a Galíndez? Tendría que ser algo sobre la proteasa que estaban purificando o, mejor aún, algo que tenga que ver con el Campomar...
El doctor volvió con la azucarera.
¿Al final que tenía el cromatógrafo ése? preguntó Galíndez.
Una pavada, la columna ya no da más, se aflojó otra vez y...
Claro, una pavada, como siempre. Pavadas como esa son las que pueden arruinarte una tesis o llenarte de vergüenza frente a la comunidad internacional. Justo ahora venía de hablar con Hernández, bueno dijo con una leve sonrisa, en realidad vengo de discutir con él. En este laboratorio tenemos ciento cincuenta mil dólares en equipo inutilizado. ¿Y por qué está inutilizado? ¡Porque no quieren aprobarme unos miserables quinientos para los repuestos! Que el presupuesto, que los gastos de aduana, que la crisis y que la mar en coche y los callos del ministro de economía. Es una vergüenza. Andá acostumbrándote para cuando tengas tu propio laboratorio.
Súbitamente a Gustavo se le iluminó la cara y dijo:
¡No hay más bizcochitos de grasa!
Ohh. ¡No puede ser! protestó el doctor.
Sí, no hay más gimió Gustavo con cara de inocente víctima de las circunstancias.
Un mate no es un mate sin bizcochitos de grasa. ¿Podrías ir a comprar un paquete al kiosco de la esquina por favor?
Gustavo salió del laboratorio, el de Damián estaba sólo dos pisos más arriba, pero él, con su preciosa carga, no se atrevía a usar las escaleras. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, unos sonrientes ojos verdes lo recibieron.
Hola, Patricia dijo él al entrar.
Hola, Gustavo saludó ella. ¿Cómo está el braquiosaurio?
Mateinómano como siempre. ¿Y los copépodos?
Bien, demasiado bien, cuando están de buen humor se pelean. Ya estoy harta de sus quilombos. No tendrían que trabajar juntos. Es más, deberían divorciarse y dejar de jorobar al universo.
Ya terminaste los tuyos, supongo.
Sí, en realidad me quedaron bastante bien.
¿Bastante bien? preguntó él intrigado.
Sí, pero no vas a sacarme nada de nada. Te vas a aguantar aunque transpires sulfúrico concentrado.
Las puertas se abrieron, Patricia y Gustavo salieron y comenzaron a caminar por uno de los largos y estrechos pasillos.
¿No vas a contarme nada entoces?
Nada de nada.
Llegaron a una puerta y entraron. El laboratorio de Damián Castillo era, como muchos de los laboratorios del instituto, una pequeña jungla de estantes llenos de aparatos, cajas repletas de cables, frascos de reactivos y circuitos electrónicos.
En uno de los rincones Damián y Ezequiel se habían poco menos que zambullido dentro de un monitor que mostraba una vista aérea de un estadio de fútbol.
¿Y eso? preguntó Patricia.
Es la cancha para el campeonato de la semana que viene explicó Damián, pero hoy vamos a darle otro uso. ¿Trajeron los tubos?
Los tres ayudantes extendieron sus manos mostrando cada uno su tubo de ensayo. Damián los tomó y, sumando el suyo propio, vació los cuatro en una placa de Petri. Los tubos contenían, cada uno, un gel grumoso de color celeste con un pequeño punto oscuro inmerso dentro. Damián tomó una micropipeta, pescó los cuatro puntos y los depositó con infinito cuidado en el portaobjeto que estaba bajo el microscopio. Cambió la pequeña punta descartable de la micropipeta, sacó, de otro tubo de ensayo, una pequeña cantidad de un líquido ámbar y la trasvasó en el portaobjeto.
Esto lava el gel explicó Damián a sus hipnotizados espectadores.
Quitó el líquido con la micropipeta y dijo triunfalmente:
Bien. Abran los ojos que ahora va a empezar.
En el monitor, a medida que el volátil líquido de lavado se evaporaba, se podía ver cómo los cuatro puntos se iban desmoronando. Lo que antes eran grandes terrones de color gris oscuro, se estaba transformado en una multitud de puntos grises que cubrían todo el estadio.
Damián, con aire de maestro de ceremonias, dijo:
Y ahora... Desde los laboratorios del Instituto de Investigaciones Esenciales... En vivo y en directo...
Se estiró un poco hacia el teclado de su computadora y tecleó algunos comandos. Los puntos se aglutinaron en el centro de la cancha, formando cuatro bien definidos grupos.
Luego de un enorme esfuerzo de producción... continuó Damián. Y como fruto de un multimillonario presupuesto, brindado desinteresadamente por nuestros queridos gobernantes... dijo guiñándole un ojo a Patricia. Contra todo reaccionario intento de prohibición por parte de la nefasta Comisión Reguladora de Nanotecnología... Pese a todos los negros pronósticos del obtuso Doctor Shwek de Estocolmo... Y pese también a las paternales pero retrógradas críticas de Hitsuroki de Tokio...
Damián tecleó un par de comandos más y cada grupo tomó un color característico; rojo, azul, amarillo o verde.
Los tres ayudantes, embobados a más no poder, ni se animaban siquiera a pestañar para no perderse detalle.
Les presentamos... En una primicia absoluta y completamente exclusiva.... Desde el Sambódromo más pequeño del mundo... ¡A las únicas cuatro nanocomparsas del Universo entero!
Dicho esto tecleó dos comandos en la computadora y ajustó el zoom del microscopio. Los puntos, pequeños nanos con forma humanoide, comenzaron a moverse en sus lugares. Sus movimientos eran cortos y rápidos. Se veían como una muchedumbre de personas que deben quedarse quietas, pero que tienen, todos a la vez, una terrible urgencia de correr hacia el baño más cercano.
¿Qué pasa? preguntaron los ayudantes.
¡Qué tonto! exclamó Damián. Falta la música.
Activó un segundo programa y, luego de unos pocos clicks del mouse, una alegre musiquita se asomó por los altoparlantes a ambos lados del monitor. En este último se veía cómo los nanos comenzaban a bailar enérgicamente. Los cuatro grupos se mezclaron en un baile frenético. El zoom de la cámara, manejado por Damián, paseaba por el estadio mostrando los miles de pequeños hombrecitos que saltaban y danzaban enloquecidos.
¡Miren eso! dijo Ezequiel, señalando con el dedo una esquina del monitor.
¿Quién programó al grupo rojo? ¡Esos dos de ahí están bailando tango!
Patricia sonrió y dijo maliciosamente:
¿Cuál es el problema? ¿Dónde está escrito que no se puede bailar tango en una murga? Por ahí debería haber otra pareja roja bailando rock and roll.
Los nanos, descontrolados, saltaban y corrían impulsados por los calientes ritmos de la música. A veces se agrupaban y, uno sobre otro, formaban columnas de doce o quince integrantes que agitaban los brazos marcando el compás. Otras giraban en círculos como cabeza y cola de un perro juguetón. Espontáneamente se juntaban en bandas que recorrían la diminuta cancha subiendo y bajando los brazos, como una ola murguera que descubrió, a diferencia de las que nacen en las gradas de los estadios de fútbol más grandes, cómo salir de su posición estática en los márgenes del campo.
A simple vista el estadio, grande como la cabeza de un alfiler, tenía la apariencia de un chorro de aerosol multicolor, sólo que concentrado en un minúsculo punto, bajo el microscopio. Si se forzaba la vista podía verse cómo los miles de reflejos producidos por los nanos se encendían y apagaban en una continua explosión, atenuada por lo pequeña, sobre el portaobjetos.
De pronto Damián vio cómo una mancha gris crecía entre la multitud danzante que poblaba el estadio.
¿Qué es eso? preguntó Gustavo.
Damián, sin responder, enfocó rápidamente la mancha. Una quinta especie de nanos estaba copando la fiesta. Los nanos grises eran de dos tipos, bailarines, tan locos como sus pares de colores; y gordas sintetizadoras que construían más sintetizadoras y bailarines.
¡Contaminación! exclamó Damián. Sacó rápidamente el portaobjeto del microscopio y lo colocó dentro de una caja de Petri. Llevó ésta hacia la otra punta del laboratorio donde tenía una gran botella de ácido clorhídrico.
Caminaba sin despegar los ojos del recipiente. La mancha había superado el portaobjetos y crecía cada vez con más velocidad. Cuatro pasos antes de llegar hasta el estante donde guardaba la botella, la mancha se acercó peligrosamente a la punta de uno de sus dedos y, antes que lo alcanzase, Damián se vio a obligado a soltar la caja de Petri, dejándola caer al piso. Ésta, al ser de vidrio, estalló en mil pedazos, salpicando su contenido en el suelo.
Damián gritó:
¡Afuera! ¡Todos fuera!
Las gotas de la sustancia continuaron creciendo y se fusionaron en una sola gran mancha que continuó expandiéndose sin cesar.
Luego de empujar a los tres jóvenes hacia la puerta de salida, Damián se abalanzó sobre la computadora. La mancha, que ya tenía un metro de diámetro, alcanzó la pared y comenzó a trepar por ella. En el centro de la mancha el piso estaba notoriamente hundido, se estaban comiendo, más lentamente pero sin pausa, el cemento del suelo.
Se sentó en el banco y comenzó a teclear con desesperación. De pronto el monitor de la computadora se apagó.
¡Maldición! masculló con rabia. En la pared los nanos habían alcanzado los cables que iban hacia el enchufe de su escritorio, dejando su computadora sin electricidad. La mancha también se había comido el suelo y podía verse el laboratorio del piso de abajo. Sus colegas vecinos aún no se habían percatado del peligro. Se acercó al agujero lo más que pudo y gritó:
¡Cuidado allá abajo! ¡Aléjense de la mancha!
Damián arrancó de un tirón los cables de la computadora y cargó con la CPU y el monitor, llevándolos hacia una pared que, según sus cálculos, aún tenía electricidad en los enchufes. Dejó su carga en el suelo, corrió nuevamente hacia el escritorio y volvió con el transformador, el teclado, el mouse y la pequeña caja azul que radiaba las órdenes a los nanos.
Conectó todo, encendió la computadora y ésta comenzó su lenta rutina de arranque. Volvió a mirar hacia la mancha. El agujero del piso ya era un cráter y la pared se consumía como plástico en el fuego. Blancos vapores se desprendían de la extraña sustancia; quizás eran subproducto de la síntesis de los nanos. Los ojos de Damián no podían ver los diminutos murgueros grises que, aunque también habían acabado con la música, continuaban bailando y corcoveando en su mundo de fiesta y jolgorio. La silla de su escritorio fue cubierta frente a sus ojos con el aerosol líquido. Con una velocidad aterradora ésta se deshizo, como un terrón de azúcar depositado en un platito con té humeante.
Damián, sentado en el piso con las piernas cruzadas, golpeaba con sus puños el suelo como si con esto acelerara el adormilado despertar de la máquina. Una pantalla azul le advirtió que la computadora chequeaba la causa de su brusco apagado.
Con un manotazo en el teclado saltó esa rutina y el sistema operativo continuó con las rutinas de arranque.
Cuando al fin se completó la carga, activó el programa de comandos y comenzó a teclear frenético. Debería haber hecho esto desde un principio, pensaba recriminándose Damián.
La mancha ya estaba comiéndose el techo y, por los gritos de los científicos, comenzaba a perforar el suelo del piso de abajo. Damián golpeó la tecla Enter y un mensaje de error saltó en la pantalla. Apretó con fuerza los labios y golpeándose mentalmente la frente con la mano volvió a teclear los comandos, esta vez más despacio. Luego, casi con suavidad, pulsó la tecla Enter.
La mancha se detuvo. Sus colores se apagaron y el líquido sólo brillaba ocasionalmente en pequeños puntos, aquí y allá.
Un escritorio del piso de arriba, con dos de sus patas derretidas, se balanceó en el borde del agujero y cayó atravesando el laboratorio en su ruta hacia el piso de abajo donde se estrelló estrepitosamente.
¡Uffff! dijo Damián desinflándose.
Ya terminó todo gritó a sus colegas de los pisos de arriba y de abajo.
Desde la puerta de su laboratorio le llegó la voz de Ezequiel:
¿Se detuvo?
Sí, se detuvo respondió Damián con un suspiro de alivio y luego agregó con pesar:
Ahora sí que la comisión reguladora va a tener con qué justificar la prohibición.
Digo yo... preguntó Gustavo tímidamente. ¿Todo este lío significa que se suspende el partido de la semana que viene? ¿No?