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F i c c i o n e s |
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CUENTOS DE HORROR A LA HORA DE DORMIR |
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Los semáforos se hicieron para no ser respetados. Los semáforos son trampas. Si salís de la Capital, nunca, pero nunca, te detengas frente a uno. Pero cuando recuerdo —literales— estas palabras, desde luego ya es tarde. He salido de la Capital —ya no importa la razón—, y al ver el semáforo en rojo estudié la encrucijada, las cuatro esquinas y sus alrededores en busca de personas, ya no sospechosos, por aquí todos lo son, y al no ver a nadie —nadie en la encrucijada, nadie en las cuatro esquinas, nadie acercándose, nadie en esas viejas construcciones derruidas, nadie por ningún lado— me detuve. Ahora, dos minutos más tarde, el semáforo permanece en rojo. Entonces comienzo a sentir el frío punzón del miedo porque recuerdo —literales— aquellas palabras. ¿Quién las había pronunciado? Alguien ahora cómodo y seguro, protegido por las altas murallas y las ametralladoras automáticas que rodean la Capital. Pero ya es imposible arrancar: una cosa es no haberse detenido, pasar por alto una luz roja, una falta leve, y otra muy distinta arrancar sin permiso tras haber simulado obediencia, una especie de traición. Alrededor: nadie. Pero no, un minuto más y alrededor: algo. No gente, algo distinto, un rumor silencioso, una invisible hostilidad que proviene de todas partes. A lo lejos: una figura, la silueta de una mujer y su hijo en un changuito destartalado perteneciente a lo que antes fueran grandes shoppings suburbanos, un triste remedo de cochecito infantil. Pobre, pienso. Y entonces un ruido me asusta: toc toc. Al girar, del lado del conductor veo un anciano, la mano extendida; se supone que la mirada de los ancianos desposeídos es triste pero no la del mío: tras el fondo de sus ojos negros hay fuego. Toc toc toc. Busco, tanteo, encuentro tres billetes —aquí afuera una pequeña fortuna— y presiono un botón para que, con un leve zumbido, el vidrio baje. El anciano toma el dinero pero no se retira; tampoco agradece, el fuego de sus ojos incendia el lugar de donde extraje los billetes y ahora percibo en el aire algo distinto, un murmullo, un rumor bajo, una evidente hostilidad, y no sé por que pienso en el lobo viejo que señala la presa al resto de la jauría. El anciano levanta la mirada al cielo y emite algo que bien podría ser un aullido. El cielo responde con un relámpago que ilumina múltiples sombras que surgen desde las sombras, miradas sin fondo, babeantes sonrisas fijas en mi auto. El semáforo permanece en rojo, ya una eternidad. Hay cosas peores que la traición, pienso y pongo primera para escapar antes de que las sombras me alcancen. Pero no soy tan rápido como para evitar al viejo, la mano del viejo, algo en la mano del viejo que hiere la blanca piel de mi auto, un largo corte transversal en mi propia piel. A mi espalda, un ruido que identifico como de armas de fuego; lo conozco, pues todas las noches acuna mi sueño y todos los días nace tras la muralla que nos protege y llega hasta las alturas en las que habito, junto con las columnas de humo, los vacilantes dedos que en el cielo anuncian una guerra entre pobres. ¿Por qué?, me pregunto. ¿Por qué? Por el auto, es la respuesta que debí haber anticipado y que —quizá tarde— sólo llega ahora. Tiene diez años y pertenece a una época distinta en la que el lujo y la categoría eran objeto de culto y no de odio. Aunque no es ninguna maravilla —en la Capital los hay más nuevos y mejores— debí suponer que aquí las cosas resultarían distintas. En la Capital todo es como antes, nadie odia a nadie, todos somos felices. Pero esa felicidad tiene un precio, y aquellos que no están dispuestos a pagarlo simplemente deben irse. El sistema es justo; cada quien tiene lo que merece, pero luego de tanto tiempo sin salir todo lo que sucede afuera ha sido, en mi pensamiento, relegado al rincón que le asignamos a la fantasía, un horror que no es horroroso porque lo sabemos falso o lejano, leyendas monstruosas que ocurren en otros lugares, cuentos de miedo a la hora de dormir. Pero ahora anochece y ya no se dónde estoy, a dónde me dirigía, por qué abandoné la Capital. En las sombras que nacen, nacen también disparos ocasionales, todos dirigidos hacia mí. Pronto ya no hay espejo derecho. Pronto el vidrio de atrás tiene dos agujeros calibre veintidós. Pronto me encuentro manejando a ciegas, mi desesperación busca una salida que la acerque a las lejanas luces de la Capital. Pero algo —¿uno de aquellos proyectiles?— muerde la rueda delantera derecha y pierdo el control. Choco contra una construcción oscura, paredes que se derrumban sobre paredes ya derrumbadas. Airbag: un recuerdo de los noventa. Las luces distantes del único lugar seguro iluminan, pálidas, las sombras que se ciernen sobre mí, manos extendidas que piden lo que no puedo darles, que no se contentarían con nada de lo que yo poseo. Me reflejo en el fuego de sus ojos vacíos; el hambre, puedo leerlo, alimenta ese fuego que los consume. No utilizan palabras para comunicarse, tan solo un murmullo, palabras pronunciadas a media voz que pueden oírse a kilómetros de distancia porque se multiplican de uno en otro, las mismas palabras que, en la distancia, junto con los disparos, arrullan mis noches. Y ahora cobran sentido para sentenciar: culpable. Algo —tal vez el instinto— opera por mí: abro la puerta y abandono el auto. Ellos ni siquiera me ven, se dirigen hacia lo que —junto con muchas otras cosas— jamás podrán tener y por eso odian. Los vidrios se astillan. Ganchos de acero y balas rompen su metálica piel. No lo quieren para sí. No lo quieren para revender ni para desarmar: aquí afuera nadie tiene nada, nadie necesita repuestos, todo lo preciado se concentra en una Capital a la que entrar es imposible. Me veo a mí mismo destrozado, los ganchos que ahora también morderían mi piel si no hubiese salido a tiempo, mientras el ejército de sombras consume el automóvil. Y de pronto descubro que ya no puedo regresar; jamás me dejarían entrar, ni siquiera podré acercarme a sus muros de ametralladoras que no preguntan quién vive sino qué tienes, ¿un auto?, ¿modelo?, ¿chip de identificación?, adelante, eres uno de los nuestros, ¿no?, entonces aléjate o muere. Soy, como ellos, una sombra y poco importa que haya dedicado toda una vida a estudiar idiomas, a una carrera, costumbres refinadas, a perfeccionar mi pertenencia, y que ellos hayan nacido en la nada de la que ahora todos somos parte. Las palabras se niegan a salir, apenas semipalabras sordas, un murmullo que, en la distancia, me arrastra con la multitud, me une a la jauría, repetidos golpes sobre aquello que ya jamás podré tener. A lo lejos se iluminan, tenues en la noche, los semáforos y su eterno resplandor de sangre. Martes 22 de Octubre de 2002. ALEXIS JAVIER WINERAlexis Javier Winer es argentino y trabaja como diseñador web en una importante empresa petrolera. Se ha esforzado durante casi diez años para lograr tener en cartera una vasta producción de textos que van desde la CF hasta el policial y el costumbrismo. Nos cuenta que ha trabajado sin descanso para pulir sus habilidades.Actualmente está en avanzadas negociaciones con la Editorial Sudamerica por la publicación de una novela de CF. Fue premiado en el Concurso Axxón, Mundos Diferentes, por su cuento "Por la vía sentimental".
Axxón 120 - noviembre de 2002 |