DIVULGACIÓN: Cuando nuestro sistema inmune decide destruirnos
Con el enemigo adentro
Estamos acostumbrados, gracias a la monstruosa difusión que se hace del SIDA en los medios, a ver al sistema inmunitario humano como un sistema de defensa que suele ser víctima de ataques externos, principalmente por parte del malhadado retrovirus HIV.
También se ha dicho que ciertas enfermedades (varios tipos de cáncer, por ejemplo) son el resultado de una falla en el sistema inmunitario, que no distingue las células normales de las patológicas, produciéndose la enfermedad como consecuencia de tal falla.
La visión clásica (o al menos del hombre común, sobresaturado por el masivo bombardeo seudoinformativo de los medios) es, entonces, que el sistema inmunitario humano es, o bien:
¿Es exacta esta mirada?
En ciertos casos. La realidad es más compleja y mucho, pero mucho más aterradora.
El sistema inmunitario humano es, en verdad, un complejísimo y letal sistema de guerra, más eficiente que cualquier ejército. Es cierto que puede ser atacado desde fuera, como hacen las enfermedades infecciosas. Es cierto que puede sufrir una falla constitucional, como en ciertos tumores, que le impide activarse para defender a sus células normales a las que debiera proteger.
Lo que los medios recién están comenzando a descubrir es que el sistema inmunitario humano, en muchas, muchísimas ocasiones, es el responsable de enfermedades tan graves, letales y destructoras de la calidad de vida del paciente como la esclerosis múltiple, el lupus eritematoso sistémico, la artritis reumatoidea deformante y muchas, muchísimas, incontables, terribles enfermedades más.
No se puede vivir sin él, pero muchas veces uno muere a causa de él.
Porque, en estas enfermedades que llamaremos enfermedades autoinmunes (EA) por razones no muy bien conocidas, el sistema inmunitario ataca y destruye a células sanas y perfectamente normales del propio organismo. Porque sí nomás. En apariencia.
El sistema de guerra defensiva se vuelve en nuestra propia contra, como misiles propios que cayeran sobre las ciudades a las que se supone defienden.
Imaginemos que no hay un virus HIV que lo destruya. Supongamos que no hay un error que le impida detectar un cáncer incipiente.
Usted no tiene sida, tuberculosis ni cáncer. En esos aspectos, el sistema inmunitario le funciona bien.
Aún así, su sistema inmunitario puede decidir atacarlo. A usted. A su cuerpo. Y muchas veces a su mente.
Es como vivir con el enemigo adentro.
¿Estoy exagerando? De ningún modo. La especialista en inmunología y maestra de inmunólogos cubana, Dra. Elena Kokuina, dice en su trabajo "De la inmunidad a las enfermedades autoinmunes": "El estudio de las enfermedades autoinmunes acapara el interés de la comunidad científica por dos razones importantes: en primer lugar, las enfermedades autoinmunes por su frecuencia y gravedad son una notable causa de padecimientos y disminución de la vida del hombre. En segundo, el entendimiento de los trastornos que conducen a la autoinmunidad patológica podrá ayudar a descifrar los mecanismos de control de la respuesta inmune, los que mantienen el fino equilibrio biológico entre salud y enfermedad".
El texto de Kokuina nos aclara al menos dos cosas: primero que las enfermedades autoinmunes son graves y muy, muy comunes. Segundo: que aún no conocemos los motivos de estos desastres.
Pero vayamos por partes.
No todas las enfermedades autoinmunes son iguales. Básicamente, podemos dividirlas en tres clases principales:
Acaso el lector se sorprenda, pero la lista de enfermedades producidas por el ataque del propio sistema inmunitario es casi interminable: aparte de la diabetes, la esclerosis múltiple y el lupus, nombraremos a las alergias, las artritis, la artrosis, el SAA (Síndrome de Anticuerpos Antisfosfolipídicos, que ataca y destruye las válvulas cardíacas), el Síndrome de Sjögren (donde el sistema inmunitario ataca simultáneamente al hígado, la tiroides, el sistema nervioso periférico y los tejidos del ojo), la granulomatosis de Wegener (grave enfermedad renal), las vasculitis sistémicas (ataque a los vasos sanguíneos), la glomerulonefritis (destruye los glomérulos, estructuras renales que filtran las toxinas, convirtiendo al paciente en un enfermo renal grave), la esclerodermia (destrucción y endurecimiento de la piel), múltiples enfermedades hepáticas, la enfermedad de Behcet (úlceras en la boca y los genitales, con severa inflamación de los vasos sanguíneos del ojo), la miastenia grave (el sistema inmunitario destruye las conexiones neuromusculares), la enfermedad de Graves (el sistema inmunitario destruye ciertos tejidos de la tiroides, provocando un espantoso bocio y un hipertiroidismo severo), la dermatomiositis (destrucción del tejido conectivo de la piel y los músculos), ciertos tipos de anemia perniciosa, la enfermedad de Hashimoto (tiroiditis crónica, provocada por una reacción del sistema inmunitario contra la glándula tiroidea que culmina en un hipotiroidismo grave), el mal de Addison (ataque y destrucción de la corteza suprarrenal), la psoriasis, el pénfigo, la hemocromatosis y la enfermedad de Reiter (agresión simultánea contra la uretra, la conjuntiva del ojo, la piel, las mucosas y las articulaciones). Espero no haberlos asustado demasiado. Son tantas las cosas malas que nuestro propio sistema inmunitario puede hacernos, que por piedad me detengo aquí.
Mas, ¿cuáles son los motivos de la suicida compulsión del sistema inmunitario en estos casos? ¿Por qué decide, de buenas a primeras, revolverse contra el organismo del cual él mismo forma parte? Para entenderlo, hay que comprender cómo funciona el sistema inmunitario (cuando lo hace).
La inmunidad fisiológica (normal) reside en dos tipos de células sanguíneas: las células T y las células B, producidas, respectivamente, en el timo y la médula ósea.
No nos interesa cómo estos agentes reconocen las proteínas extrañas (virus, bacterias) ni las propias anormales (cáncer), sino cómo hacen para NO RECONOCER (y no destruir, por consiguiente) a las propias normales.
Normalmente, se generan células T y B que tienen información para atacar tejidos normales. Sin embargo, son destruidas antes de salir a la circulación, mediante un mecanismo de selección negativa. Hay un segundo proceso, llamado por Jameson y Bevan "tolerancia periférica", que mata a las T y B autoinmunes que hayan escapado al primer control.
Linfocito T humano |
¿Por qué el sistema inmunitario produce células asesinas prevenidas contra el propio organismo? Porque "dada", según Koukina, "la gran diversidad proteica de los agentes patógenos, un sistema inmune que ha sido desprovisto de todo su potencia autorreactivo, probablemente tampoco podría enfrentar ningún invasor". Dicho en castellano liso y llano: muchos gérmenes contienen proteínas que también están presentes en nuestros tejidos, de ahí la característica autoinmune de muchos B y T.
De modo que los mecanismos de control de la autorreactividad (residentes en los tejidos linfáticos) se ocupan de asesinar a las células alta y moderadamente autoinmunes, pero tratan de dejar escapar un porcentaje de las de baja autorreacción, ya que le resultan útiles para atacar intrusos. Incluso algunas propiedades autoinmunes son imprescindibles para el buen funcionamiento del sistema: reconocimiento amigo/enemigo en caso de vacunas, destrucción de excesivas cantidades de Factor Reumatoideo (propio, humano, pero indeseable en altas dosis), etc.
¿Qué es, entonces, una enfermedad autoinmune? La exacerbación, en cantidad y calidad, de la respuesta de estas células que reconocen tejidos propios. Ni más ni menos.
Pero, por todos los cielos: ¿por qué?
La respuesta es que no lo sabemos con certeza. Sin embargo, se ha investigado mucho y muy bien.
Un islote de Langerhaans con su cápsula (C).
Las células del centro son las
Los estudios con ratones, centrados en el mecanismo de autoinmunidad que desata la diabetes, demuestran que los linfocitos que atacan las células b del páncreas son inducidos a una autorreacción desmedida por proteínas presentes en un virus. Estas proteínas están también presentes, en forma normal, en las células pancreáticas. Von Herrath determinó en 1997 que la infección con un virus que contiene proteínas que están también presentes en las células normales, puede "confundir" en cierta forma a los linfocitos e inducirlos a atacar tejidos humanos. Es posible que la evolución de los virus los haya llevado a incluir en la estructura de su cápsula proteínas presentes normalmente en sus huéspedes, de modo de complicar la detección por parte del sistema inmunitario invadido, y de hacerlo "dudar" acerca de si un determinado producto químico es propio o extraño. Camuflaje de la peor calaña.
Más allá de este hecho científicamente demostrado, los investigadores cubanos tienen otras ideas: se ha observado que muchas enfermedades autoinmunes tienen antecedentes familiares, lo que hizo a los científicos sospechar acerca de un posible factor genético. Se supo, así, de múltiples genes heredables que provocaban o coadyuvaban a provocar enfermedades autoinmunes, pero casi ninguno de ellos ha sido identificado. "Esto se debe a la naturaleza inherente de estas complejas enfermedades poligénicas y a la diferencia en composiciones génicas de las poblaciones humanas", nos dice la inmunóloga caribeña.
No sólo los genes están involucrados en la producción de la enfermedad, sino que sus diversas combinaciones determinan, también, su curso, evolución, pronóstico y complicaciones. Acaso la presencia o ausencia de determinados genes inclinen a las células T y B a la confusión entre antígenos propios o microbianos. No obstante, el científico neoyorquino G. Nepom descubrió lo siguiente: si el factor genético es determinante, los gemelos idénticos debieran sufrir idénticas enfermedades autoinmunes. Esto no es así. En gemelos monocigóticos, la concordancia entre enfermedades autoinmunes es de apenas el 50%. ¿Por qué? Porque aparte de las infecciones y los genes, ha de haber también factores ambientales que predispongan a las enfermedades de este tipo.
Y es verdad: la exposición a los rayos UV del sol produce recaídas en los enfermos de lupus; las lesiones de esta enfermedad rara vez se observan en zonas no expuestas al sol. La exposición al frío agrava la diabetes mellitus. Muchos fármacos provocan vasculitis autoinmune (los corticoides, en primer lugar). El cloruro de mercurio produce nefritis. El PVC produce esclerodermia. Posiblemente las siliconas que se implantan en los pechos produzcan artritis reumatoidea. El tabaquismo aumenta el riesgo de contraer patologías oculares en la enfermedad de Graves.
La influencia de la dieta es complicada: el exceso de calorías ingeridas, de ácidos grasos, vitaminas y zinc predisponen al desarrollo de varias enfermedades autoinmunes (aunque cueste creerlo).
El destete precoz y la exposición temprana a la leche de vaca se consideran desencadenantes (suena horrible, pero es cierto) de la diabetes autoinmune (mucho más grave, dicho sea de paso, que la del tipo 2 o "no insulinodependiente").
En cualquier caso, hoy día la mayoría de los inmunólogos están contestes en que la principal —ya que no la única— influencia patogénica en la producción de enfermedades autoinmunes es la infección de virus, tanto por la "confusión" ya explicada por parte del sistema inmunitario entre la proteína viral y la misma proteína humana, o por un trastorno de conducta de los linfocitos provocados por el mismo virus.
Se ha conseguido una lista de virus propuestos como responsables de algunas enfermedades autoinmunes. Podemos citar algunos:
|
Si usted está bien inmunizado contra el virus HTLV-1, que causa la leucemia humana tipo 1, no contraerá leucemia, pero su sistema inmune puede reaccionar contra su tejido articular. Usted tendrá entonces una artropatía leve o grave, según lo afortunado que sea.
El LCMV, virus responsable de la linfocoriomeningitis, puede perfectamente no provocarle la meningitis (el sistema inmunitario lo identifica y lo destruye), pero sí inducir al sistema inmunitario a que a la vez ataque y destruya sus propios glóbulos rojos. Tal el origen de la anemia hemolítica.
|
El virus de Epstein-Barr (pariente del herpes y agente de la mononucleosis y del síndrome de fatiga crónica) y su primo el HHV-6 (herpes humano tipo 6) a veces no provocan mononucleosis, síndrome de fatiga, herpes ni culebrilla, sino que pueden hacer que el sistema inmunitario ataque al sistema nervioso central y el paciente se convierta en víctima de la esclerosis múltiple (claro está, ésta no es la única causa de esa enfermedad).
En otros casos, el Epstein-Barr puede hacer que usted destruya sus riñones, cara y otros tejidos (usted, porque el sistema inmunitario es también parte de usted) y desencadena el lupus eritematoso sistémico.
El virus de la hepatitis C, HCV, no siempre causa hepatitis, sino que se lo ha asociado con la miastenia grave, una destructiva enfermedad autoinmune.
El virus Coxsackie B (CVB) es un enterovirus, pariente del de la polio, responsable de una furibunda enfermedad que produce parálisis, encefalitis e inflamación del corazón y los pulmones. Altamente mutable, es espantosamente mortífero, en especial para los niños pequeños. Pues bien: el CVB, junto con el virus de la rubéola, pueden obligar al sistema inmunitario a atacar el páncreas. El resultado será la diabetes insulinodependiente.
|
Por último, el HSV-1 o virus del herpes simple del tipo 1, es muy capaz de no provocar el herpes (enfermedad infecciosa) sino la queratitis herpética (molesta enfermedad autoinmune).
El panorama, pues, es complejo y difícil de desentrañar. Las nuevas terapias genéticas (incluso los estudios sobre transgenicidad), la investigación y una mejor comprensión de los mecanismos biomoleculares que gobiernan el complejo y peligroso comportamiento del sistema inmune y el control de los factores ambientales predisponentes tal vez nos lleven, en un futuro aún no muy previsible, a poder tratar o por lo menos paliar las gravísimas consecuencias de esta pléyade de enfermedades producidas por nuestro propio cuerpo.
El traidor podrá, en algún momento, ser puesto bajo control de sus mandos naturales.
Hasta entonces, tendremos que seguir conviviendo con el enemigo que se esconde dentro de nosotros mismos.
Axxón 123, febrero de 2003