Estúpido cuento de ciencia ficción
Un cuentito más, en una revista de ficción, no viene mal. Es un cuento estúpido, pero debo cubrir este espacio y cada vez me cuesta más escribir un editorial. Es ciencia ficción, aunque algunos me lo discutirán.
Un poderoso dignatario, más poderoso que cualquier otro que se quisiera buscar en el planeta, decidió invadir un país empobrecido pero altivo, gobernado por un hombre que lo estaba molestando demasiado. Envió sus terribles naves invisibles y otras que volaban tan alto que jamás podrían ser alcanzadas. Su ejército era enorme e indestructible. Como todos los dignatarios que se lanzan a la guerra, tenía razones nobles y humanitarias.
Por primera vez en la historia, sus hombres podían lanzar bombas inteligentes. Las bombas irían exactamente donde se le marcara, penetrarían las paredes y explotarían justo en el lugar donde estaban escondidas esas alimañas. Aunque las lanzaran desde quinientos kilómetros, darían en el blanco con un error de menos de un metro. Sus vehículos blindados, armados con terribles cañones y otros armamentos pavorosos, corrían a ciento sesenta kilómetros por hora, manejados por soldados de extremo profesionalismo. Había cientos de miles de soldados así atrás de ese ataque, en helicópteros, barcos, aviones y demás vehículos. No había un solo soldado que debiera moverse a pie. No en esa armada.
Y lo más temible era que si bien la mayor parte de ese poderío destructivo era de la nación más poderosa del mundo, no era un solo país el que lo enviaba: había cuarenta, de todo el mundo, que los apoyaban.
Iban a liberar un pueblo oprimido, y el dignatario estaba seguro de que los recibirían tan felices que ellos mismos facilitarían la invasión, eliminando toda resistencia.
No se sabe bien cómo pasó, pero alguien les hizo cruzar una línea, sin que lo notaran. Una línea dimensional, una línea de universos alternos, una línea de realidades, llámese como se quiera. En los dos o tres días que habían calculado para tomar el país entero aún no habían podido controlar un pueblo costero de doscientos habitantes. Las bombas volaron los quinientos kilómetros y algunas de ellas llegaron a donde les habían señalado, pero muchas cayeron tan lejos que no sólo le habían errado por más de un metro, sino que era otra ciudad, otro territorio, otro país. Los soldados súper profesionales se dispararon entre sí y cayeron aviones invisibles y helicópteros inalcanzables. Los extra sofisticados misiles de defensa le pegaban a los amigos. Los soldados se volvieron locos y cometieron atentados a sus propios jefes y compañeros. Los tanques corrían a su tremenda velocidad pero estaban siempre a la misma distancia. Los tres días se hicieron semanas. No se había calculado esto, así que cientos de miles de soldados comenzaron a sufrir la falta de sueño y de alimentos.
Entretanto, los dirigentes de este gran ataque, alucinados, informaban a su pueblo (que era quien realmente pagaba esas bombas inteligentes que costaban millones), diciendo lo que habían supuesto que debía pasar, no lo que estaba pasando.
Se notaba que estaban muy nerviosos. Asolaron las ciudades del pequeños país con todo tipo de destrucción. Lanzaron al vuelo miles y miles de bombas inteligentes. Y descargaron otras miles desde aviones invisibles y desde los que volaban a alturas enormes. Moría gente, mucha gente, pero ante la desesperación de las cámaras de los poderosos ese pueblo pobre e inculto, insoportablemente altivo, paseaba por las calles de su ciudad milenaria como si nada pasara. Las luces brillaban en la ciudad bombardeada y la gente parecía ignorar las explosiones y las columnas de humo.
No se lo permitiremos, dijo el poderoso dignatario en su lujosa casa de campo. Apunten a la gente y muéstrenles que están en una guerra.
Algunas de las bombas inteligentes dieron en los nuevos blancos.
Y cuando mató a esa gente, o mejor dicho, mientras iba matando a esa gente, notó que el mundo se desmoronaba a su alrededor.
Enfurecido, aumentó el poder de fuego y mandó más hombres. El país más poderoso del planeta no se echaría atrás.
Y exterminó a los altivos. Dejó a esas personas tan heridas que sólo eran capaces de implorar por un trago de agua o un puñado de alimento.
Pero la lucha no es sólo bombardear y destrozar a la gente: la realidad de verdad se desmoronaba alrededor de esos poderosos. Descubrieron que tenían esas armas porque tenían el dinero para hacerlas o comprarlas. No es que no lo supieran, pero uno no se preocupa de lo que ya posee... y de sobra. Pero el dinero, si bien lo fabricaban ellos mismos, venía de su producción y de las ventas que le hacían a todo el mundo. Y el mundo estaba tan asqueado que no quería ni ver un producto de ésos.
Cuando las fábricas del poderoso país vieron sus depósitos abarrotados y las mesas de las oficinas de venta vacías de órdenes de compra, y cuando sus símbolos y sus representantes fueron escupidos en el mundo entero, notaron que de verdad habían pasado por encima de un borde de realidad.
Ellos eran apenas un cinco por ciento del mundo, aunque tenían mucho dinero y mucho poder. Se enfurecieron y descargaron esa furia sobre más gente, e hicieron mucho daño en todo el planeta. Ya verán, decía el gran dignatario. Tendrán que comprarnos. Los obligaremos.
Por cierto, no era la manera de solucionar el problema.
Habían pasado la línea hacia su propia desgracia y nunca más, nunca jamás, pudieron regresar.