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Allende lo razonable
Los Kuervos

¡Oh, enigmático universo que con tus misterios agitas las ánimas sensibles! “Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, que las que sueña tu filosofía.” (Respondióme Horacio que en algún sitio había oído ya tal cosa, mas ¿qué puede saber él?) Para propinar el puntapié inicial a “Allende lo razonable”, esta infrasección que estará destinada a explorar aquellos acontecimientos cuya explicación o circunstancias se adentran en las arrabaleras sombras de la humana comprensión, me he determinado a investigar los rumores que a mis cócleas auriculares han arribado referentes a la popular agrupación cumbígena Los Kuervos. Es para dar adecuado cumplimiento a tal fin e informar a los nobles lectores de una manera acorde a sus méritos como tales, que he concertado una interviú con Edgar Alan, caudillo del antedicho grupo paramusical.
      —¡Oh, deidad de aterciopelada laringe! La lira de Orfeo enmudecería de envidia al oír las diáfanas y cristalinas notas que de tus labios manan cual agua mineral natural de manantial. Suplícote me digas qué funesta verdad se oculta tras las pertinaces insinuaciones que atribuyen una inspiración ultraterrena a las tuyas rimas, las cuales según el vulgo no tendrían sino el horroroso propósito de transmitir a las imberbes almas de este mundo un mensaje de perdición eterna.
      —
No es cierto. Todas esas son mentiras inventadas por nuestros competidores. Nosotros sólo le cantamos al amor, a las pasiones enfermizas y a los terrores nocturnos.
      —Afírmase no obstante ¡oh prodigio fónico de Occidente! que al reproducir uno de vuestros álbumes en reversa y a setenta y ocho revoluciones por minuto (¡ah, asáltanme memorias de tiempos que bien preferiría echar en las tenebrosas aguas del Leteo!) escúchase claramente la voz de María Callas interpretando una versión remixada de Rigoletto en la cual, haciendo uso de un léxico colectivero poco digno de tal sopranesca dama, vaticina un inminente ocaso cósmico e insta a los hombres, sin distinción de sexo, a prosternarse paganamente ante la imagen del “Soberano Hijo del Gran Tocayo”. (Son variadas y contradictorias las interpretaciones que místicos, agoreros e importadores de órganos Yamaha hacen de la críptica mención a este personaje, el cual personificaría toda la maldad que sobrenaturales métodos pueden comprimir en un solo ser semihumano sin que éste reviente. Así es que, mientras algunos de ellos afirman que es una clara referencia al belicoso emperador de las Comarcas de Septentrión, otros proponen la acaso más aterradora noción de que se trataría de Julio Iglesias Jr.)
      —Ésas son más gansadas de nuestros competidores. También dicen que hubo pibes en Entre Ríos que escucharon un disco nuestro y después se tiraron al paso de la comparsa Marí-Marí. O que en los boliches donde pasan nuestros temas se aparece la cara de mi amigo Mac en los espejos de los baños. Eso pasó una sola vez y no hay pruebas de que nuestra música haya tenido algo que ver.
      —¿Niegas pues, plácido émulo dominical, que subyazca siquiera un áureo gránulo de veracidad en los rumores que insisten en relacionar a tu querubínico coro con espantosos acontecimientos de una atrocidad tal que no hay humana psique capaz de soportarlos sin quedar reducida a nestum, sentenciando inexorablemente a su propietario a transcurrir todos los días del resto de su desventurada existencia rodeado de muelles paredes, irrazonablemente persuadido de su apócrifa condición de hijo ilegítimo de Aníbal Troilo?
      —Sí.
      —Y en cambio, ofreces a mi infatigable avidez periodística la noción de que todo forma parte de una conjura urdida en vuestra contra por quienes os disputan el mercado gramofónico. ¿Disculparías la insolencia de quien te interroga, oh consentido de Euterpe, acerca de a quién te refieres concretamente cuando hablas de vuestros competidores?
      —¿A quién va a ser? Al conjunto Hugo Paco y la Máquina del Amor. Ellos tienen mucho más que esconder que nosotros, que ya es decir bastante; y si no, que expliquen cómo hacen para dar ochenta recitales por fin de semana, o por qué el tecladista tiene un pico córneo.
      Os imaginarés, amabilísimos y perspicaces lectores, que en cuanto tales palabras atravesaron mis auditivos nervios en dirección a mi córtex sensorial, se adueñó de mi espíritu el deseo ingobernable de encontrarme a la brevedad con la asociación a la que mi entrevistado hacía blanco de contundentes dardos acusatorios, guiada mi urgencia por el loable propósito de oír el tañido de ambos cencerros antes de exponer ante vosotros, como corresponde a todo formador de opinión que se precie de tal, todos mis juicios preconcebidos sobre el asunto. Tuvo Edgar Alan para conmigo un gesto de inconmensurable gentileza y hombría de bien, aproximando mi esencia material al punto geográfico en el que habría de verificarse la siguiente etapa de mi investigación; actitud altruista ésta que sólo ser vio opacada por su creencia, surgida quién sabe de qué oscuras profundidades de su erróneo inconsciente, de que mis delicados oídos disfrutarían del regalo de una de las canciones del último compacto disco de Los Kuervos, el cual procedió a introducir, ante mi atónita mirada, en el producto de la electrónica instalado a tales efectos en el tablero de su Volkswagen escarabajo de oro:

Era de noche y yo estaba en mi habitación
fumando un libro de perdida tradición.
Estaba triste y lloraba de dolor
con una foto de mi querida Leonor.
Después golpearon a mi puerta,
en un minuto estaba abierta,
vi la noche fría y desierta,
y ahí pasó algo de terrooo-oo-oooor.

Nunca más, nunca más,
el cuervo dijo nunca más.
Nunca más, nunca más,
el cuervo dijo nunca máaa-aa-aaaaas.

¡Oh, monstruosas oscilaciones atmosféricas! ¡Oh, demonios de los espacios acústicos! Si alguien decidiera poner término a su existencia tras experimentar estos acordes, no diría yo que no comprendo sus razones. Pues diríase que sonidos de tal naturaleza no podrían ser proferidos sino por inhumanos espíritus sometidos a tormentos demasiado horribles como para que yo, estimadísimos lectores, hiera vuestra vaporosa sensibilidad con una descripción pormenorizada de las escenas que jamás he presenciado, mas los pathos que parpan en mi mente conciben con meridiana y paralela claridad.
      Apeéme prontamente (alabados y mil veces benditos sean los semáforos que apiadáronse de mi condición y no opusieron a nuestro paso su habitual resistencia carmesí) a prudente distancia de la morada del representante de Hugo Paco y la Máquina del Amor, a quien sus allegados conocen por el apelativo de “el Turco Abdul”. Pues declaró mi chófer que no figuraba en la lista de sus intenciones el aproximarse a un sitio acerca del cual circulan pavorosas charlatanerías, las cuales, jurábame poniendo de garante a su popia progenitora, no habían sido ideadas en ningún concilio secreto celebrado en cámara frigorífica alguna en que Los Kuervos vistieran túnicas de poliéster bordadas con motivos inconfesables.
Agradecí su muestra de urbanidad con toda la modestia, la humildad y el don de gentes que desde que tengo uso de razón diferéncianme de los vulgares mortales, y acto seguido procedí a sumar cuadras entre el cacofónico motovehículo y mi persona con la mayor celeridad que mis piernas fueron capaces de prestarme, movido por el sano propósito de ausentarme del campo visual de mi otrora entrevistado en previsión de que éste modificara su parecer.
      Mas ciertamente no está en mis posibilidades el afirmar que mi premura hubiera mejorado un ápice mi situación; pues pronto halléme a las puertas de la siguiente fase de mi pesquisa, y eran puertas que, júrooslo por lo que os sea más sagrado, amigos lectores, no estaban construidas de ningún material conocido por el hombre ni pintadas de color alguno que pueda ser hallado en los catálogos de Alba. Pulsó mi índice medroso la cilíndrica protuberancia móvil que cerraba el circuito del eléctrico encargado; y los péndulos no oscilaron más que unas pocas veces antes de que los mismos cobrizos filamentos que habían llevado al interior del edificio el indicio volitivo de mi presencia trajéranme de regreso la respuesta, bajo la forma de una voz desencarnada que vibró en el parlante. “¿Quién es?”, dijo la voz, y eso fue suficiente para estremecer de gozoso júbilo a mi normalmente imperturbable miocardio; pues reconocí en aquellas dos sílabas, en apariencia simples e inanes,
la cadencia de los pueblos de Levante.
      —¡Oh, joya morena de La Meca! ¡Concede a este vil siervo del cuarto poder el honor de responder a sus intrascendentes aunque públicamente interesantes preguntas, y besaré tus plantas!
      —Eeh... sí, un minuto...
      Abriéronse de par en par las puertas de incognoscible manufactura, mas lo que apareció tras ellas no se asemejaba a ningún agareno concebible. Lo que lo suplantaba era algo demasiado horrendo para describirlo con palabras; una bestia oscura plantada sobre cuatro patas macizas, que echaba por los ojos metafóricas chispas mientras de sus labios pendían colgajos de saliva literal.
      Apoderóse de mi espíritu un indecible pavor que impulsóme a poner nuevamente en marcha la compleja ingeniería natural de mis aductores, abductores, cuádriceps, gastronemios y demás piezas constituyentes de mi crural musculatura, providencialmente amnésicas de la sobrecarga de láctico ácido que aquejábalas sólo unos instantes atrás. Abonado estaba mi espanto por mi conocimiento previo de tal horrorosa criatura; conocimiento que provenía de
cierto libro acaso inexistente que hube de leer a hurtadillas en los sitios excusados de la biblioteca de la UBA, pues su posesión estábame vedada. (Debo decir en mi descargo que la vez primera que tal volumen cayó en mis manos, hallábanse ya pegoteadas sus páginas con aquella secreción inmunda que sólo mentes profanas serían incapaces de distinguir de la jalea de damasco con que untaba mis tostadas.) Allí fue que supe de este engendro de agudos colmillos y morro babeante, surgido milenios ha de la antinatural y blasfema unión de feroces lobos y cazadores errantes. Seguramente pensaréis que fabulo al deciros que tal monstruosidad sepulta huesos en fosas sin nombre que excava en la tierra con sus pútridas uñas; mas es la verdad, júrolo por el velador que me alumbra. De modo que os imaginaréis el terror infinito que arrebujaba mi ya mencionado miocardio al verme perseguido por esa abominación innombrable, oyendo a mis espaldas las roncas y espasmódicas voces que, puedo asegurarlo con abrumadora certeza, no eran prorrumpidas por ninguna garganta humana.
      Soy un hombre consciente de sus limitaciones, y aun sabiendo que mis horizontes intelectuales son mucho más amplios que los del común de la humanidad, sé también que éstos son por fuerza finitos; y existen por ende cosas en este plano de existencia que no espero ser capaz de comprender. Por siempre yacerán más allá de mi alcance, cual tantálicas frutas, las abstrusas cuestiones de la física cuántica, el oscuro significado de los ángulos de las manecillas y los irresolubles enigmas de la división de fracciones; y a esta lista he de agregar la manera en que escapé de mi terrorífico predicamento. Acaso tiénenme reservados los hados un porvenir singular; quizá mi presencia en estas precisas coordenadas espacio-temporales, como sospecháis al igual que yo, es una piedra angular en la historia de nuestra especie. Eso sólo el transcurrir del tiempo lo develará; s
in embargo, aun estando a oscuras acerca de la causa final de mi fortuna, estábame permitido conjeturar a discreción en lo relativo a su causa eficiente. Acudió de inmediato a mi magín la hipótesis de que, siendo mi perseguidor un demonio surgido nada menos que de las profundidades insondables del abismo, habíanlo detenido las impuras pasiones de los pecados capitales. Había agotado ya mi encéfalo privilegiado las múltiples posibilidades de la pereza y la gula, las dos alternativas a las que daba mayor crédito, cuando al forzar mi aquilina visión a través de las distancias que había dejado atrás en mi atlética carrera de supervivencia comprobé que el motivo real había sido la lujuria; la cual una vetusta dama del vecindario, versada indubitablemente en asuntos de teología, intentaba una y otra vez exorcizar con cántaros del líquido elemento. Y así fue cómo, para deleite de las huestes de mis admiradores y mayor gloria de mi persona, logré escapar de ese terror del averno ante el que cualquier otro habría sucumbido inexorablemente, sin tener que lamentar pena mayor que una rasgadura en mis pantalones; los cuales fueron adecuadamente sometidos a la acción purificadora de las llamas de una pira ceremonial, puesto que habían sido contaminados por el hálito mortal de la bestia.
      Decid, mis estupefactos lectores, tan pronto como vuestras funciones vitales alborotadas por los vívidos detalles de mi relato os lo permitan: ¿cuántos cronistas están dispuestos a arriesgar su integridad física y su alma inmortal para satisfacer vuestra mórbida avidez? ¿Cuántos de ellos, póngidos aburguesados, abandonan los acogedores escritorios en los que no hacen sino acumular lípida masa en sus traseras partes, para transitar las más oscuras y pestilentes callejuelas del quehacer periodístico? ¡Ah, ingratos, desistid de compararme con esos viles impostores e inclinaos ante quien no repara en riesgos para abriros los ojos a la macabra realidad que os acecha en las sombras! Por supuesto que sois libres de elegir la ruta de la insensatez y desdeñar todas mis sabias advertencias como la obra de alguien que ha pasado demasiadas horas de su vida buscando mensajes subliminales en prendas tejidas al crochet. Mas cuando os veáis con la cordura reducida a escombros en circunstancias en que, como aconteció a una anónima mujer, os encontréis en vuestra propia cocina con que la gallinácea que estábais horneando ha cobrado nueva vida y os ofrece media docena de marcadores fluorescentes al módico precio de un pesito nada más, no acudáis a mi puerta porque no recibiréis en respuesta más que una lluvia de escarnio que se precipitará sobre vuestras obcecadas testas desde el balcón.

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